jueves, 10 de marzo de 2011

Bastardo real

Capítulo 15 "Bastardo Real"
Las manos se rozaron de forma accidental y los ojos de Tanya le dieron la bienvenida con sensual reconocimiento. Ella le agasajó con su mirada cuando él se sentó junto a ella. No había demasiado sitio.
Estrujada entre los dos, Tanya se colocó un poco en el regazo de Edward y les rodeó a los dos con los brazos, a Mike y a él.
— ¿No es estupendo? —ronroneó—. Mis dos chicos favoritos. —Besó a Mike en la mejilla y después a Edward, susurrando—. Sea lo que sea lo que te preocupa, sabes que Tanya siempre estará aquí para hacerte sonreír.
Él la miró, dirigiéndole una mirada hambrienta en la que se adivinaba el deseo insatisfecho. Tanya le sonrió, con un brillo de triunfo en los ojos, pero él apartó la mirada. Ella se inclinó hacia él y le rozó con los labios el lóbulo de la oreja.
— ¿Me has echado de menos? —susurró.
El se apartó, odiándose y despreciando a Isabella por obligarle a esto. Ella debía haberse rendido a él, era su esposa.
Los largos dedos de Tanya empezaron a jugar con su pelo, acariciándole la nuca, mientras Mike daba rienda a los caballos para que se pusieran en marcha.
Cabalgaron unos minutos en silencio. Entonces, vio que Tanya sonreía para sí como un gato ante un cuenco de crema. Su mirada ansiosa le hizo darse cuenta de que debía haber sabido por Mike que no pasaba las noches en la cama de su mujer, sino en sus habitaciones de la infancia, en el ala oeste. Sin embargo, era demasiado orgullosa para mencionarlo.
Se limitó a seguir jugando con su pelo, haciéndole cosquillas en la nuca hasta que le hizo olvidar todas sus necesidades. Siguió sin mirarla, con la vista fija en la fila de casas que se sucedían de forma impecable.
La calesa pasó por las puertas de madera sólida y siguió rodando por el oscuro callejón privado de la casa de Tanya que conducía a las pintorescas cocheras de la parte de atrás. En cuanto el vehículo paró, Tanya se quitó el sombrero y, poniéndolo a un lado, se echó hacia atrás en el asiento, tirando a Edward con ella.
Con un gemido bajo y hambriento, Edward se dejó hacer de buena gana, reclamando su boca en un ansioso y violento beso. La desesperación corría por sus venas, por su corazón, pero él trató de ignorarlo. Alcanzó con su mano la grandeza y redondez de sus pechos, su piel pálida en la oscuridad. Ella suspiró, acariciándole la entrepierna con una de sus manos enguantadas. Con la otra, hizo lo mismo con Mike.
Edward se agarró a ella, endureciéndose de manera instantánea al sentir su mano. Mike puso el freno, ató las riendas y después se giró hacia ellos, tocando el pelo de Tanya un momento mientras Edward la besaba. Ella se soltó de su boca, sin respiración, con una sonrisa de deseo en sus labios amoratados mientras acariciaba a Edward y acercaba a Mike.
—Mis chicos favoritos —susurró.
Edward levantó los ojos, jadeante de deseo, y vio que Mike se sentaba frente a ellos, en el pequeño compartimento. Inclinándose para acariciarle la cara, Mike empezó a besar a Tanya y a quitarle una de sus horquillas.
Edward parecía hipnotizado por el arco que dibujaba su sinuoso cuerpo. Tiró del escote de su vestido y se lo bajó aún más, liberando sus gloriosos pechos. Bajándose del asiento, se arrodilló en el suelo entre sus piernas abiertas.
No había mucho sitio, pero a él ya no le importaba. Tampoco le importaba que ella estuviese desabrochando los pantalones negros a Newton y relamiéndose la boca con la idea.
No sería la primera vez que compartían a una mujer, pero había pasado mucho tiempo y Edward se preguntaba si no estaría demasiado sobrio para algo así esta noche.
—Quizás interrumpo —murmuró en la oscuridad, jadeando. Después de todo, se la había cedido a Mike el día de su boda.
Tanya bajó la cabeza, mirándole mientras acariciaba la cadera de Mike.
—No digas tonterías, cariño. —Estiró la mano y le acarició el pelo—. ¿Por qué no vamos todos adentro y tomamos algo?
—No, id vosotros dos —dijo Edward, mirando inseguro a su amigo—. Yo tomaré prestado tu coche para volver a casa, si no te importa.
—Tú no vas a ningún sitio —le regañó Tanya, levantando uno de sus exquisitos pies y rozando con él la entrepierna de Edward.
—Ve con él, Tanya. Te necesita. No te preocupes —oyó que decía Mike en un susurro. Edward abrió los ojos y vio que le daba un beso en la frente—. Debería marcharme de todas formas.
—Pero ¿por qué? Querido, quédate —hizo un puchero—. A Edward no le importa.
Edward miró para otro lado, rascándose el entrecejo. «De verdad, debería irme», pensó.
—No, corazón. Trátalo bien. —Mike susurró con delicadeza, acariciándole la curva de la cara con la punta del dedo.
Edward no sabía qué era lo que había entre ellos. Si Mike estaba enamorado de ella, no tenía más que decírselo y Edward desaparecería. Pero cuando Tanya se levantó y le puso sus grandes pechos en la cara, la boca le salivó y supo muy bien lo que quería. Si no tenía sexo muy, muy pronto, sabía que iba a volverse loco.
Tanya salió del carruaje como una gata en celo, coqueta como era, rozando su erección con la cadera. Edward la siguió sin pestañear, bajando del vehículo y dedicándole a su amigo una señal de agradecimiento sobre el hombro.
—Gracias, Newton. Te debo una.
—No se merecen —dijo con una risa breve aunque cargada de melancolía.
Colocándose la chaqueta, Edward subió los escalones de la puerta trasera, vislumbrando sólo la falda de Tanya que ya había girado la esquina delante de él en el iluminado vestíbulo de su elegante casa. Ignoró al mayordomo para no perderla, pero ella salió corriendo con una risita. Por fin la alcanzó a mitad de la escalera, abrazándola por detrás a la altura de las caderas.
Acalorada y sin aliento, se dio la vuelta para caer en sus brazos, mirándole con adoración. Edward dobló la cabeza y observó cómo liberaba los broches de su vestido con los dedos.
Desde el jardín oyeron el chirrido de las ruedas sobre el pavimento. Era Mike que hacía virar los caballos para partir. Edward movió la cabeza en dirección al sonido.
—Has sido muy cruel espantándole de ese modo —susurró Tanya.
—Sobrevivirá.
—Él te adora, y es maravilloso.
—Eres demasiado avariciosa, Tanya —dijo con una sonrisa siniestra—. Pero no te apures, yo me encargaré de ti esta noche sin ayuda de nadie.
—Está bien —susurró, sonriendo juguetona—. Inténtalo. Vamos. —Capturó sus manos y empezó a guiarle por las escaleras. Sin embargo, cuando Edward contempló el recorrido que le quedaba, comprendió de repente que no podía hacerlo.
Bella llenaba su mente. Bella, a quien necesitaba tanto que casi le hacía llorar de anhelo insatisfecho. Bella, su esposa, a quien amaba con tanta pasión que le aterrorizaba. El miedo era la única razón de que estuviera aquí. Adulterio. No habría más juegos frívolos.
«Esto está mal.» Incluso aunque estuviese en su derecho, estaba mal. Se suponía que debía dar ejemplo a su pueblo, y no bajar hasta un nivel al que cualquiera podía llegar. No quería oír el murmullo de su conciencia, pero lo oía, alto y claro.
«Vete a casa, Edward. No puedes hacer esto por más tiempo.» Si alguna vez había habido un día para trazar los límites de la lealtad, éste era ese día. Y si quería crecer y ser un hombre algún día, este era el momento.
—Date prisa, cariño. ¡No te quedes ahí parado! —Tanya le presionó con un susurro de deseo.
De pie en la escalera, cerró los ojos y dejó caer la cabeza, odiándose a sí mismo. En ese momento, era incapaz de alejarse de Tanya del mismo modo que era incapaz de dar otro paso hacia su dormitorio.
Ella volvió a su lado, desconcertada. Le acarició el pecho. — ¿Estás bien? Ven arriba, Edward. Esta noche te tengo reservado un trato especial.
Tratando de poner en orden su cabeza, se deshizo de su abrazo de malas maneras.
— ¿Qué ocurre, amor? —Ella le presionaba sin piedad, acariciándole el miembro a través de la ropa—. Haré que te sientas mejor.
Él le sujetó con fuerza la muñeca, aunque apenas tenía valor para contenerla.
—Para —dijo, con los dientes apretados—. Vamos a parar los dos. Sabes que no debería estar aquí, ni siquiera quiero estar aquí.
—Pero lo necesitas —susurró—. Nadie puede satisfacerte como yo lo hago.
«Te equivocas —pensó—, tú me dejas vacío.» Para su desesperación, sabía que ninguna otra mujer podría satisfacerle de nuevo excepto Bella. La necesidad hacia ella le atormentaba con un deseo que traspasaba lo físico. Ella era la única mujer que llenaba sus sueños... la única mujer a la que no tendría.
«Desde luego que sí», pensó de repente, decidiéndolo en ese momento.
No dejaría que le hiciese esto. No se rebajaría a este deshonor. Se había presentado ante Dios y había prometido fidelidad. Iba a cumplirlo.
Dio un paso atrás para alejarse de Tanya, con el corazón a cien por hora.
—Lo siento, Tanya. No va a pasar. Sabes tan bien como yo que esto está mal. No volveré, buenas noches.
La mujer le miró con rabia. Sin decir una palabra, Edward le dio la espalda.
— ¡Edward, eres un cretino! ¡Vuelve aquí! —gritó furiosa tras él—. ¡No te atrevas a darme la espalda! ¿Dónde diablos te crees que vas?
Caminó con determinación y entonces se paró, aunque sin darse la vuelta.
—A casa —dijo—, con mi esposa.
Porque sería su esposa antes del amanecer, su esposa de pleno derecho.
Estaba harto de esperar, harto de tener paciencia con sus absurdas negativas. Harto de jugar a ser un caballero.
Dejando a Tanya con una sarta de insolencias en la boca, Edward se pasó una mano temblorosa por el pelo y salió a la fría oscuridad de la noche. Al emprender el camino que le llevaba al Palacio Real, sintió un fuerte alivio en sus venas por haber sido capaz de escapar de allí.

«¿Dónde está mi marido?»
Eran las once y media y nadie parecía haberle visto desde hacía horas una especie de presentimiento de lo que podía haberle ocurrido no dejaba a Bella conciliar el sueño. Para distraer sus airadas sospechas, había empezado a explorar el palacio.
En ese momento caminaba sola por la galería real de la familia, una habitación larga y rectangular con paredes tapizadas de seda roja. Los mayordomos debieron pensar que se había vuelto loca cuando les ordenó que encendieran todas las velas para que ella pudiera estudiar los cuadros, pero no le importaba en absoluto. El largo de su nuevo vestido de paseo azul se arrastraba al caminar por el suelo de parqué pulido, con las manos en la espalda, mientras estudiaba los ancestros de su marido y preguntándose si podría memorizarlos todos en orden cronológico.
Parecía una pérdida de tiempo, ya que al fin y al cabo tenía que anular su matrimonio. Pero no había mucho más que hacer para llenar sus horas de confinamiento en palacio, ahora que cada uno de sus movimientos era seguido por una unidad de seis guardias reales armados. No sabía el motivo, pero al principio sólo habían sido dos.
La galería de retratos tenía entradas a los lados. Sus poco sonrientes amigos vigilaban con sus uniformes desde cada una de ellas. Se preguntaba si el resto de su vida transcurriría de esta manera, tan vigilada de cerca en su propia casa... Si es que ésta iba a ser su casa.
Al final de la galería había un espacio sin ventanas. Allí se detuvo a admirar una gran pintura que había encima de la chimenea con un resplandeciente marco dorado.
Era el retrato de la familia real, encargado por la ocasión de la boda de la princesa Alice y el conde Jasper Withlock, hacía diez años. La novia, hermana de Edward, era la mujer más impresionante y hermosa que Bella había visto nunca, una verdadera Helena de Troya.
«Ella sí —pensó con tristeza— es una princesa.»
En el cuadro se apreciaba el blanco rosáceo de la piel de Alice, en contraste con el negro jade de sus rizos y el violeta de sus alegres ojos. Junto a ella, su uniformado marido era casi tan guapo como ella, pero su intensa mirada felina y su rostro de halcón no dejaban escapar ni por asomo una sonrisa. Aun así, la manera cariñosa con la que cogía de la mano a su esposa denotaba que el fiero español había sucumbido irremediablemente a los encantos de esa diosa.
A la derecha de la novia estaba el pálido y apuesto, aunque severo, padre de Edward: el rey Carlisle, con su pelo rubio ya plateado en la parte de las sienes. Vestía de forma modesta, algo sorprendente para un hombre que era una gran leyenda y del que todos los habitantes de Ascensión pensaban que podía caminar sobre las aguas.
Al otro lado de los recién casados se sentaba sobre un trono de terciopelo rojo la reina Esme, con el pelo caramelo y su aire maternal, y el entonces recién nacido príncipe Alec en brazos. La Reina era conocida por sus esfuerzos humanitarios y parecía la encarnación de la madre sabia y abnegada.
Bella pensó en ella misma y se preguntó cómo hubiese sido su vida si su madre hubiese sobrevivido.
Su padre no se hubiese echado a perder, no hubiese lapidado la fortuna de la familia, ni bebido hasta acabar en el cementerio, pensó. Ella habría sido criada como una verdadera dama, y no como un niño salvaje. Quizás, si hubiese tenido una madre, su propia feminidad no le hubiese resultado tan extraña y amenazadora. Pero las cosas habían sido muy diferentes para ella. Entonces, ¿cómo iba a poder ser una buena madre para los hijos de Edward si ella misma no había conocido el calor de una madre?
Su mirada recorrió pensativa la pintura. Acunado por los brazos de la Reina, el pequeño príncipe Alec miraba más allá del cuadro. Tenía unas mejillas rosas de querubín y un remolino de rizos negros sobresaliendo, cómicamente, de su cabeza.
Edward estaba de pie, junto a su madre en el cuadro, con una mano protectora, enguantada de blanco, encima de su hombro. Aunque el artista había captado el brillo de rebeldía en sus ojos y los trazos de una mueca engreída, su orgullosa y dura cara mostraba el mismo aire de autoridad innata del Rey, pero con el color de su madre y algo de su carácter reflexivo.
Bella dedicó un buen rato a examinar el cuadro. Cuanto más lo miraba, más se desesperaba al saber que una extravagante como ella nunca podría encajar en una familia tan amorosa y cálida como la que la imagen reflejaba.
En ese momento oyó voces en la entrada de la izquierda. Se dio la vuelta y vio que sus guardas permitían la entrada al duque James.
Se acercaba a ella con una sonrisa seductora y oscura en la cara. Reprimió un suspiro de cansancio para no parecer maleducada.
— ¡Ah, Isabella, por fin te encuentro! —dijo con un tono de lo más amigable. No contento con la familiaridad que suponía dirigirse a ella por su nombre de pila, le cogió las manos y la saludó como si fueran grandes amigos. Bajó su mandíbula cuadrada y le sonrió.
Supuso que debía estarle agradecida. Era la primera persona que se dirigía a ella con amabilidad desde hacía días.
—Te he estado buscando por todos lados —dijo.
— ¿En serio?
—Sí. Estaba preocupado por ti.
Ella movió la cabeza sin saber qué decir. Sin dejar de sonreír, le cogió la mano derecha y se la puso en el hueco del brazo izquierdo para obligarla a andar junto a él.
—Quería asegurarme de que todo te iba bien —murmuró, bajando la voz.
—Estoy bastante bien —admitió—. Gracias por preocuparte.
La miró con desaprobación.
— ¿Has tenido en mente todas las cosas de las que hablamos?
—No puedo pensar en otra cosa.
—Mmm —pareció dudar.
Ella le miró confundida. James no apartaba los ojos de ella.
— ¿Qué pasa? —preguntó. Se mordió su atractiva boca, como reflexionando.
—Perdóname por decirlo con tan poca delicadeza, señora mía, pero... en fin, yo mismo acabo de inspeccionar las sábanas de vuestra noche de bodas. Sin embargo, sé que eres una mujer astuta, y que no tienen por qué ser auténticas. Tenía que asegurarme de que nos habíamos entendido en ese aspecto.
—Vaya, así que me está vigilando. —Retiró la mano de su brazo y se alejó de él. Entonces, su mirada recayó en un cuadro cercano del rey Carlisle cuando era joven. De repente pensó que el parecido entre el Rey y el duque florentino era sorprendente. «¡En realidad, James se parecía más al Rey que el propio Edward!», pensó. Era extraño que el parecido entre familiares fuera tan grande siendo un primo lejano.
El la alcanzó entonces y se puso a su altura, interrogándola con una mirada de preocupación.
— ¿Qué ocurre, Isabella?
Ella le miró sin saber qué decir durante un segundo y recordó repentinamente algo que le había dicho en su anterior encuentro: «No hay nada más triste que un bastardo real no deseado».
Abrió mucho los ojos por la revelación.
«¡No! —pensó conmocionada. Con toda rapidez trató de esconder sus pensamientos. El corazón le latía a toda prisa—. ¿Podía ser cierto? ¿Podía James ser el hijo bastardo del rey Carlisle?»
Quizás fuese un secreto de familia que se suponía nadie debía saber, pensó, acelerada.
«Es mayor que Edward... el verdadero primogénito del Rey.» Había desconfiado del duque por instinto, lo suficiente como para enviar a Jacob a que le investigase. Y eso que todas las recomendaciones de James habían sido hasta la fecha bastante lógicas y sensatas... Debía ser duro para cualquier hombre ver que el legado real que debería haberle correspondido fuese a parar en cambio a su adorado y popular hermano. Fue entonces cuando empezó a dudar de que la preocupación de James por el futuro de Edward fuera auténtica. Él era el único, después de todo, que había querido que su matrimonio se anulase. Quizás tenía algo que ganar con su separación.
—Isabella, te estoy preguntando qué ocurre —repitió con los dientes apretados.
Ella robó otra mirada al retrato del Rey y después a él, asombrada nuevamente del parecido.
— ¿Qué cree que pasa, excelencia?
Sus ojos azules como el hielo se entrecerraron bajo sus largas pestañas rubias. Le tomó la barbilla con sus dedos anular y meñique y le levantó la cara con un movimiento duro.
—No creas que puedes jugar conmigo, chica.
— ¡Señor! —Uno de los guardias le interceptó. Una pareja de hombres uniformados se acercaba deprisa hacia ellos.
James la soltó.
— ¿Alteza? —preguntó uno de ellos.
—Está bien, caballeros. Puedo cuidar de mí misma —dijo Bella, moviendo su mirada del guardia a James, que estaba allí de pie a punto de estallar.
—Quiero una respuesta.
— ¡No es asunto suyo! —replicó ella mientras los guardias hacían una reverencia y se retiraban—. Y no vuelva a tocarme otra vez.
— ¡Desde luego que es asunto mío! —siseó él—. ¿Te has entregado a él?
Ella no dijo nada, roja de bochorno por el tema, temblando de rabia por su insolencia.
El duque mantuvo su mirada penetrante y después le sonrió con crueldad.
—No —susurró—. Sigues siendo pura. Puedo olerlo. Dios, cómo me gustas.
Ella ahogó un grito, avergonzada, y se dio media vuelta para alejarse de él lo antes posible.
Él la siguió con una risa suave y cruel.
— ¿Adonde vas, Isabella? ¿No quieres quedarte y hablar un rato con tu primo político?
— ¡Aléjate de mí! —A cada paso que daba, se convencía más de que era el hermano de su marido y de que la deseaba sólo porque pertenecía a Edward.
Llegó al recibidor principal de mármol blanco con James pisándole los talones. Los guardias la siguieron con rapidez, marchando en formación a una respetuosa distancia.
Justo entonces, Mike Newton dobló la esquina ante ella y vino caminando por el pasillo con su habitual mirada de arrogancia. Aunque sabía que ese hombre la despreciaba, corrió hacia él.
— ¡Señor, perdóneme! —llamó bastante desesperada—. ¿Ha visto a mi marido?
Él se detuvo, alto y magnífico, y bajó su bien esculpida nariz hacia ella.
—Desde luego —dijo con prepotencia—. Desde luego que le he visto.
— ¿Dónde está, por favor?
—Hola, Mike —murmuró James con un gruñido burlón, pavoneándose lentamente al acercarse a Bella.
Mike le miró con aversión.
—Excelencia.
— ¿Ha visto a Edward? —repitió Bella. Aunque Edward hubiese estado evitándola durante días, sabía que James se mantendría alejado si el príncipe estaba cerca.
Mike apartó su mirada hostil de James y se dirigió a Bella.
—Sí, en realidad, sí que le he visto.
— ¿Dónde está?
—No creo que quiera saberlo, alteza. —Utilizó su título con desdén.
—No sea grosero conmigo, Newton. ¡Simplemente dígame dónde está! —le suplicó.
—Está bien, si insiste. —Miró de soslayo a James y después a ella—. Edward está en la cama de su amante. —Sonrió fríamente—. Lo siento.

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