jueves, 10 de marzo de 2011

Mal humor

Capítulo 12 “Mal humor”

Querida Marie,
No sabe cuánto me alivia que diga que admira el valor en un hombre…
Bella estaba enfadada.
No tenía mucha experiencia en ese terreno. Ni siquiera de pequeña solía recurrir al mal humor para salirse con la suya. Normalmente bastaba con una sonrisa y un argumento lógico para conseguir lo que quería de sus padres. Pero ahora no tenía ninguna esperanza de lograr lo que quería.
Durante tres días apenas había salido de su habitación, excepto para cenar con los sirvientes en el comedor del sótano. Y siempre llevaba un libro. Si parecía que alguien iba a acercarse a ella, metía la nariz detrás de él hasta que se marchaba mirando de reojo y suspirando.
Sabía que su actitud era infantil, que al no cumplir con sus obligaciones estaba dando motivos a Edward para que le dijera a Marks que enviara un mensaje a su padre y la despidiera. Pero ya no le importaba.
El hecho de que él la estuviera evitando con tanto empeño como ella a él no mejoraba su estado de ánimo. Al parecer, la simple idea de encontrársela por casualidad le resultaba tan repugnante que había ordenado que las puertas del salón permanecieran cerradas cuando buscara refugio allí. Bella pasaba por delante de las puertas ignorando los golpes y los rugidos ocasionales que llegaban a sus oídos.
Marks y la señora Cope también parecían indiferentes a su desgracia. En dos ocasiones los encontró acurrucados en una esquina murmurando despreocupadamente. En cuanto la vieron cerraron la boca con un gesto de culpabilidad y se fueron mascullando que debían sacar brillo al cucharón y asegurarse de que Rachel pusiera el almidón adecuado en los manteles. Bella supuso que estaban debatiendo la manera más amable de decirle que debería empezar a buscar otro empleo.
El sueño era tan evasivo como la paz. La tercera noche después de su pelea con Edward, mientras estaba tumbada en la cama mirando al techo, su estómago empezó a quejarse. Como ya había perdido la mitad de la noche dando vueltas debajo de las sábanas, decidió bajar silenciosamente y sisar un pastel de carne en las cocinas desiertas.
Mientras estaba pasando por el salón le llegó a los oídos una especie de canción amortiguada. Pensando que era muy raro que las puertas estuviesen cerradas después de medianoche, pegó una oreja a uno de los paneles dorados.
No estaba perdiendo el juicio. Lo que había oído era música. Un hombre estaba tarareando mientras una mujer le acompañaba con voz de soprano.
Antes de que pudiera identificar la letra de la canción, el hombre empezó a cantar un staccato.
—Uno, dos, tres cuatro… uno, dos, tres, cuatro…
Entonces se oyó un golpe tremendo. Tras un largo y misterioso silencio, unos pasos rápidos se acercaron a la puerta.
Bella atravesó corriendo el vestíbulo y consiguió esconderse detrás de una estatua de mármol de Apolo de tamaño natural antes de que se abriera una de las puertas.
Marks salió del oscuro salón resoplando un poco y con el pelo revuelto. Bella se quedó con la boca abierta al ver que le seguía la señora Cope alisándose el delantal y poniéndose un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.
El ama de llaves levantó su nariz patricia en el aire.
—Buenas noches, señor Marks.
—Que duerma bien, señora Cope —respondió él haciendo una pequeña reverencia.
Mientras se iban en distintas direcciones, Bella salió de detrás de la estatua con la boca abierta aún. No le habría sorprendido que Leah y Collin hubiesen salido del salón riéndose, pero nunca habría sospechado que el formal mayordomo y la severa ama de llaves se permitieran el lujo de tener una cita a medianoche. Parecía que el personal doméstico más veterano de Masen Park era más afortunado en el amor que ella. Moviendo la cabeza, volvió a subir las escaleras sin apetito.
Para la tarde siguiente el mal humor de Bella estaba empezando a crisparle los nervios. Cogiendo su chal, decidió ir a dar un largo paseo por los terrenos de la casa esperando que las nubes y el viento de abril se llevaran todos los pensamientos de Edward de su cabeza.
Al volver encontró una gran caja de madera rectangular sobre su cama.
Tirando el chal en la silla más cercana, se acercó con cautela a la caja. Puede que Marks hubiese ordenado que la subieran para que guardase sus cosas cuando la echaran a la calle.
Al levantar con cuidado la tapa se quedó boquiabierta. En sus confines perfumados de sándalo había un delicado vestido de muselina de color crema. Incapaz de resistir la tentación, Bella lo levantó y se lo puso sobre su pecho.
No había visto nada tan exquisito en mucho tiempo. Las mangas abombadas del vestido estaban adornadas con una tira de encaje, y un ancho lazo de raso fruncía la tela justo por debajo de sus pechos. El escote cuadrado era lo bastante bajo para atraer la atención de un hombre. Como la tela era tan fina que parecía casi transparente, por debajo de su falda drapeada sólo se podía llevar la ropa interior más delicada y femenina.
Desde sus diáfanos hombros hasta la elegante cola que fluía del bajo festoneado, el vestido no le habría quedado mejor si uno de los modistos más famosos de París lo hubiera hecho especialmente para ella.
Creo que lleva algo del nuevo estilo francés.
Mientras la oscura voz de barítono de Edward acariciaba sus sentidos, vio la tarjeta de papel vitela que se había caído de los pliegues de la falda.
Sujetando aún el vestido, cogió la tarjeta de la caja y reconoció la meticulosa letra de Marks.
—Lord Masen solicita el placer de su compañía para cenar esta noche a las ocho —murmuró.
Mientras se le resbalaba la tarjeta de los dedos, dejó el vestido en la cama al darse cuenta de lo ridículo que debía quedar sobre el estambre marrón de su traje.
No le quedaba más remedio que rechazar el regalo de Edward y su invitación. No era una de sus antiguas amantes para que intentara quitarle el mal humor con regalos caros y palabras dulces. Volvió a mirar la caja con tristeza. Se había quedado tan impresionada con el vestido que no había acabado de descubrir sus tesoros.
Al volver a meter la mano en la caja sus dedos acariciaron…
una estola de cachemir tan suave como las alas de un ángel sobre ese hueco tan adorable en el pliegue de su codo.
Bella retiró la mano. ¿Cómo podía un hombre ciego conocer ese hueco? Porque todas las mujeres lo tenían, se recordó a sí misma con severidad. Probablemente Edward había besado muchos antes de perder la vista.
Cogió la tapa decidida a cerrar esa caja de Pandora antes de que saliera de ella otra tentación más atrayente.
En los pies lleva unas zapatillas de seda rosa muy frívolas, que sólo sirven para entrar contoneándose en un salón de baile y pasar la noche bailando.
—Los zapatos no —susurró Bella rodeando con los dedos la tapa de la caja—. No ha podido ser tan diabólico.
Bajando la tapa sobre la cama, apartó la estola con cuidado. Un gemido de impotencia salió de sus labios. Las zapatillas que había en el fondo de la caja eran de un rosa muy suave, tan hermosas y etéreas que parecían más adecuadas para hadas que para pies mortales.
Bella bajó su mirada a sus sólidos botines de cuero, que estaban más sucios que de costumbre por haber andado con ellos por los terrenos de la finca. Volvió a mirar las zapatillas mordiéndose el labio. Por probárselas no pasaría nada. Después de todo, ¿qué posibilidades había de que le quedaran bien? Cogiendo un abrochador, se sentó en la alfombra y comenzó a desatarse las botas.


Bella se había acostumbrado a andar por la mansión con sus prácticas botas. Con las delicadas zapatillas atadas alrededor de los tobillos se sentía como si estuviese flotando mientras bajaba por la curvada escalera. Al pasar por la columna con espejos del vestíbulo echó un vistazo a su reflejo. No le habría sorprendido que de los hombros cremosos del elegante vestido saliesen un par de finas alas de seda.
Con su airosa falda ondulando sobre sus tobillos, no se sentía como la sensata enfermera de Edward, sino como una jovencita con el corazón lleno de esperanza. Sólo ella sabía lo peligrosa que podía ser esa esperanza. Mientras giraba hacia el comedor, Bella sacó las gafas del bolsillo del vestido y se las puso con expresión desafiante.
Aunque no había ningún sirviente a la vista tenía la sensación de que la estaban vigilando, de que las puertas se abrían y se cerraban detrás de ella. Al pasar por el salón habría jurado que oyó un suspiro, y luego la risita de Leah rápidamente amortiguada. Cuando se dio la vuelta encontró las puertas del salón entornadas. La oscura estancia parecía estar desierta.
Llegó al comedor justo cuando el reloj del rellano comenzaba a dar las ocho. Las impresionantes puertas de caoba estaban cerradas. Bella vaciló, sin saber cómo sería su bienvenida. Unas noches antes Edward debió sentirse como un mendigo en su propia fiesta mientras esperaba que respondiera a su llamada.
Armándose de valor, se puso bien la estola y luego llamó con firmeza a la puerta.
—Entre.
Al aceptar la ronca invitación, encontró al joven príncipe del retrato en la cabecera de la mesa en un parpadeante charco de luz.

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