sábado, 12 de marzo de 2011

Un malentendido

Chicas al final de semana la historia que tenga mas comentarios será publicado un capítulo extra el lunes.


Capítulo 19 “Un malentendido”

De no haber sido por Jacob, Bella habría disfrutado de la estancia de sus invitados.
Era Navidad, seguía cayendo la suave y blanca nieve e, incluso en aquellas turbias circunstancias, remaba una atmósfera de alegría. Cada noche Quil preparaba un banquete mejor, la gente llamaba a la puerta llevando máscaras y cantando villancicos, y los músicos acudían a tocar en los salones.
Lord Brennan y su partida de hombres iban a pasar con ellos el día de Navidad. Bella no sabía con certeza qué ocurría entre él y Edward, pero por lo que había oído aquí y allá, habían vuelto a llamar a Edward a la corte. Por qué, o cuándo, no estaba segura. Pero mientras los hombres del rey permanecieron con ellos no se lo preguntó, porque sólo lograba sacar de él frías y cortantes respuestas. Raras veces se quedaban a solas, salvo por las noches, y hacía tiempo que había dejado de lamentarlas.
Disfrutaba viendo a Edward y Jasper con Emmett McCarty. Siempre estaban dispuestos a contar alguna anécdota de la adolescencia y a revelar alguna debilidad del otro. Los años se esfumaban cuando reían, acusándose mutuamente de alguna temeraria proeza.
Y llegó la Nochebuena. Había sido un gran día, con las puertas del salón abierto de par en par para recibir a la gente, ya fueran campesinos, comerciantes o artesanos, con sus esposas e hijas. En memoria de Cristo, Edward y los miembros de la casa habían lavado y secado los pies de los más débiles, pobres y necesitados, y repartido monedas; y después de que el padre Gerandy y el padre Lang repartieran bendiciones tanto a los pobres como a los ricos al término del ritual, habían celebrado un baile. Descalza y extasiada, Lauren había danzado en brazos de Edward, sólo para verse apartada de él por un descarado y encantador Santiago. Jacob sacó a bailar a Bella, pero lord Brennan la rescató de esos brazos apasionados antes de que Edward se diera cuenta de nada. Ella y Alice bailaron con muchos campesinos y pastores, mientras Edward y los hombres del rey sostenían en sus brazos a numerosas campesinas. Era costumbre en Edenby que toda la gente se mezclara aquella noche. Se servía ponche en un enorme barril y todos los hombres podían comer, beber y estar alegres.
A Bella le pareció una velada particularmente hermosa. Estaba cansada, pero desvelada por la emoción. Los religiosos Lang y Gerandy se habían retirado a sus aposentos para discutir sobre teología, y los invitados habían regresado a sus casas. Alice también se había retirado con una exhausta Anne. Bella llevaba un buen rato sin ver a Jacob. En el gran salón, frente a la chimenea, se hallaban sentados Jasper, Emmett McCarty, Edward y ella. Pensó en dejarlos a solas, pero cuando se disponía a ofrecer una torpe excusa, Edward le cogió la mano y la atrajo hacia sí, y ella terminó sentada en sus rodillas mientras él le acariciaba el cabello y todos se recostaban cómodamente en los asientos.
En aquellos momentos se le encogió el corazón y deseó haber conocido a Edward en otras circunstancias, años atrás. Antes de que perpetraran aquel nefasto crimen contra él.
—¡Ah, deberíais haber visto su cara! —exclamó Emmett McCarty sonriendo a Edward—. Pero allí estabas tú, siempre decidido a dar pruebas de tu valor ante tu padre. ¡Apenas montaste en su enorme semental negro, el animal creyó conveniente depositarte directamente en el abrevadero!
Bella alzó la mirada mientras Edward le acariciaba la mejilla.
—¡Apenas tenía nueve años! —protestó él—. Y era el hijo menor. Me pareció buena idea en ese momento.
—Vuestro hermano se divirtió mucho —recordó Jasper.
—Sí, tanto como el conde. El azote que le propinó se oyó hasta Londres.
—¡Eso sí que me habría gustado verlo! —dijo Bella.
Él la miró arqueando una ceja.
—Puedo imaginarlo, milady.
—Pero valió la pena, porque aprendisteis a domar aquel caballo —murmuró Jasper.
—Sí, y Pie es como él.
—Bella sabe todo acerca de los modales de Pie —comentó Edward, sonriendo.
Ella bajó los ojos, asombrada por la dulce sonrisa que había asomado también a sus labios; no era posible que pudieran reírse juntos de lo que había sucedido entre ellos. Se sentía satisfecha como una gatita enroscada a sus pies, y estaba a punto de quedarse dormida.
Tuvo que hacer un esfuerzo por contener un bostezo cuando dio las buenas noches a los demás y se recostó contra el pecho de Edward mientras éste la acompañaba a la alcoba. A duras penas logró llegar a la cama y, tendiéndose exhausta, cerró inmediatamente los ojos.
—Bella, no podéis dormir con los zapatos puestos.
Ella lo oyó vagamente, pero percibió el tono divertido y enternecido de su voz.
—No puedo moverme —gimió.
Él se sentó para quitarle los zapatos, y le masajeó los cansados pies, con tal destreza que ella sonrió melancólica, con los ojos todavía cerrados, y suspiró. No se enteró de gran cosa aparte de esos masajes, pero le parecía que más tarde él la había ayudado a quitarse el vestido y le había brindado el calor y la comodidad de sus brazos para que se durmiera.
Se despertó con la luz del sol... y Lauren en la habitación. Edward ya se había levantado y vestido, y el maravilloso aroma a chocolate procedente de una jarra de plata colocada en la mesa, ante el hogar, llenaba el aire.
Bella se apartó el cabello de los ojos al oír a Edward bromear con Lauren y felicitarle las fiestas. Se disponía a levantarse de la cama, pero aunque había estado desnuda tanto ante Lauren como Edward, nunca se había encontrado en ese estado delante de los dos; así que se envolvió con las mantas. Lauren salió y cerró la puerta tras de sí, y cuando Edward se volvió, Bella sonrió casi con timidez y le deseó feliz Navidad.
Él le devolvió la sonrisa, se detuvo ante la mesa y sirvió una taza de chocolate. Luego se acercó a ella y le pidió que moviera el trasero para poder sentarse a su lado, y cuando ella hizo lo que le pedía, él tomó asiento en la cama y deslizó una mano alrededor de ella mientras con la otra le ofrecía la taza de chocolate.
Ella lo bebió y sintió una oleada de calor y bienestar tanto por el chocolate como por el abrazo de Edward, así como por su despreocupada calma. Pese a todo, le sobrevino un arrebato de timidez y mantuvo los ojos bajos.
—Debería levantarme —murmuró—. Debe de ser la hora de la misa de Navidad.
—Aún no —murmuró él.
Y, tomándole la taza de la mano, le alzó la barbilla y la miró fijamente, con unos ojos tan claros como el cielo de verano, el cabello cayéndole sobre la frente y una lánguida sonrisa en los labios. Jamás lo había visto tan atractivo y tierno.
—Tenemos tiempo de sobra —dijo él, y la sonrisa se hizo más amplia en su rostro, divertido y al mismo tiempo triste—. ¿Sabéis una cosa? No pienso quedar en menos por culpa del rey.
—No os comprendo —murmuró Bella. Él se levantó y se dirigió hacia la silla en la que descansaba la capa. Volvió a su lado con un pequeño paquete envuelto en terciopelo azul y se lo colocó en las manos. Ella se limitó a mirarlo fijamente, con los ojos muy abiertos. De nuevo él se sentó a su lado, abrió el paquete de terciopelo y dejó al descubierto una delicada filigrana de oro y destellantes piedras preciosas. La retiró del estuche y ella vio que se trataba de una intrincada y espléndida diadema.
—Las piedras preciosas me recuerdan vuestros ojos, con el brillo que despiden según  vuestro estado de ánimo —explicó él—. Amatistas por el malva tan claro de tu alma, zafiros por el azul del cielo cuando se refleja en ellos y diamantes por el deslumbrante fuego de pasión y de cólera que despiden.
Bella lo miró fijamente, con el corazón palpitante. No podía hablar, y no sabía si debía alegrarse, por evocarle algo tan hermoso, o sentir vergüenza, por haber sido tan complaciente que él quisiera recompensarla con un obsequio. ¡Ojalá no hubiera tomado Edenby y hubieran trabado amistad antes de convertirse en amantes! ¡Ojalá no fueran las primeras Navidades que su padre descansaba en una tumba!
—¿Bella?
—Es hermosa —comentó ella con los ojos bajos, sin poder tocar la diadema.
Edward se arrodilló a sus pies y la estudió, y aunque mantenía los ojos bajos, él consiguió verlos. Bella se alisó remilgadamente las mantas sobre los senos.
—La verdad, es un regalo precioso, pero... no puedo aceptarlo. No tengo nada para vos.
—Bella.
Él volvió a alzarle la barbilla. Ella no podía leerle el pensamiento pero al parecer él había vuelto a leer el suyo.
—Lo compré en Londres, Bella. Con las rentas de mi feudo del norte. No lo compré para aplacar vuestra ira, ni para pagaros el placer que me proporcionáis. Lo compré como regalo de Navidad para una mujer cuya belleza complementa tan bien. Eso es todo.
A Bella se le llenaron los ojos de lágrimas y se apresuró a parpadear para ocultarlas. Él le cogió de las manos la diadema y se la puso en la cabeza. Ella sonrió tímidamente, diciéndole que tenía el cabello demasiado rebelde para hacer los debidos honores a la joya.
—Pues confieso que empieza a gustarme esta melena vuestra tan rebelde y despeinada —dijo él, apartándose para contemplarla.
La expresión de ternura no desapareció de su rostro y de pronto Bella volvió a sentirse satisfecha y conmovida. Bajó rápidamente los ojos, jugueteando nerviosa con el envoltorio de terciopelo azul.
—Pero yo no tengo nada para vos —susurró.
Para su sorpresa, él se levantó de pronto y, acercándose a la chimenea, juntó las manos a la espalda. Bella frunció el entrecejo, porque se había apartado con cierta brusquedad y no podía adivinar sus pensamientos por el color de sus ojos.
—Edward, no era mi intención ofenderos...
Él se volvió y siguió mostrándose distante, pero no enfadado, como si viviera en otra época, otro lugar, en los más recónditos rincones de su mente, y luchara por hablar con naturalidad.
—Ahora tenéis un regalo.
—Pero yo no...
Él inclinó la cabeza señalando el vientre de Bella, bajo la protuberancia de los senos. Y aunque de pronto habló con voz áspera, ella tuvo la impresión de que no estaba enfadado con ella.
—Entonces ¿me daréis un regalo estas Navidades, milady? ¿Uno que pueda amar y que me permita dormir tranquilo por las noches? Ojalá me dierais vuestra promesa de que cuidaréis de vos y del niño que hemos engendrado. No importa si en vuestro corazón me consideráis amigo o el mayor enemigo; prometedme que cuidaréis de vuestra salud y de la del niño.
Ella se ruborizó y hundió los dedos en el terciopelo, porque la única ocasión que habían hablado del niño fue la noche de su regreso, cuando habían discutido tan acaloradamente. No sabía lo que él sentía; se imaginaba que debía de recordarle dolorosamente su antigua dicha. Pensó en los maravillosos momentos que habrían disfrutado él y su esposa, jóvenes y tan enamorados, sin ninguna nube negra entre ambos, cuidando del bebé que estaba en camino.
Se quedó sin aliento y se sintió mareada y contenta al mismo tiempo. Tal vez seguían siendo enemigos y el tiempo jamás podría cambiarlo. El mundo era un lugar engañoso y la vida podía dar muchas vueltas. ¿Acaso no esperaba que un yorkista reclamara el trono?
No lo sabía. Era Navidad; su padre y James estaban muertos y enterrados en la capilla. Debería seguir odiando con toda su alma a Edward, pero por todo lo que había entre ambos y por el pasado que lo perseguía, él le pedía ahora que cuidara de sí misma... y de su hijo. No parecía odiarla por vivir en lugar de su esposa.
—¿Bella?
Ella levantó la mirada y volvió a sorprenderse tanto del aspecto de Edward que se echó a temblar. ¡Cómo sería ese niño, si su padre era tan apuesto y galante! Temía volver a hablar. «¡No os odio! —deseaba gritar—. Sólo temo no ser capaz de seguir odiándoos. Sin embargo debo aferrarme al honor y seguir siendo vuestra enemiga, porque vinisteis y tomasteis lo que quisisteis, y fuisteis la causa de que mi padre esté muerto...» No podía odiarlo en esos momentos. Meneó la cabeza confundida y susurró con voz ronca:
—Milord, tengo intención de cuidar de mi salud... y de la del niño.
De pronto se asustó de sus palabras; no quería decirle que no le costaba ningún esfuerzo amar la vida que llevaba en las entrañas o amar a su enemigo. Así pues, se levantó de la cama, llevándose consigo las mantas, y rió para ocultar sus emociones.
—¡Esto no es un regalo de Navidad, milord! —bromeó con tanta elegancia como le fue posible con su vestido de mantas—. Me habéis regalado joyas...
—Sí —repuso él, haciendo una reverencia—, pero vos me regaláis joyas cada noche, amor mío. Duermo envuelto en la joya que es esa melena castaña. Os dije una vez que la considero infinitamente valiosa...
—Tal vez podría cortármela...
—¡No se os ocurra, milady!
—Entonces, tal vez debería enroscarla a vuestro alrededor —murmuró ella—. Ahora mismo.
Con aquellas palabras dejó caer la sábana y permaneció ante él, desnuda, orgullosa y regia en su hermosura, y tan dulcemente desinhibida en presencia de Edward, que éste quedó fascinado y mudo de asombro, respirando entrecortadamente.
—Tal vez —añadió ella— debería acercarme a vos vestida únicamente con mi regalo.
Se acercó a él muy despacio, seductora como una gata, balanceando las caderas y apoyando los pies en el suelo con tanta ligereza como si andará por el aire. Y el cabello, aquel manto glorioso adornado con la diadema de piedras preciosas, era como seda flotando a su alrededor, un castaño éxtasis que se curvaba sobre sus senos y caderas como el más magnífico manto de la naturaleza.
Edward no podía moverse. Ella nunca había tomado la iniciativa antes y verla así le inflamó. Sin embargo, no podía sino mirarla maravillado.
Sin duda ella disfrutaba al verlo así, porque en sus labios pareció una sutil y lánguida sonrisa, acompañada de un sensual balanceo en sus flexibles movimientos. Parecía tan experta como Eva, y una tentación mucho mayor. Se detuvo a un palmo de distancia, con las manos en las caderas, la barbilla alzada en un gesto burlón y una mirada enigmática. A continuación se puso de puntillas y le echó los brazos al cuello, apretándose de tal modo contra él que se puso rígido de la cabeza a los pies, y ella sin duda advirtió cómo se endurecía de excitación. Pero Bella era la encarnación del mal y lo incitó a acariciarle los senos para acto seguido volverse.
—¡Tal vez necesito un corpiño! —exclamó, cubriéndose recatadamente los senos con el cabello y dejando entrever el sugerente valle entre los cremosos montes.
Se volvió de nuevo y con ella la melena, una cascada castaña. Lo turbó, cubriéndose para a continuación dejar a la vista todos sus atributos, encendiéndole los sentidos al máximo.
—Tal vez... —dijo, pero se interrumpió al ver que Edward había abandonado el silencio y la inercia, y se hallaba frente a ella, riendo triunfante.
—¿Tal vez qué, milady? —preguntó, atrayéndola hacia sí.
—¡Oh, pero milord, estáis vestido! —se quejó ella, fingiendo sorpresa y horror.
—Eso es fácil de remediar.
—Oh, no os molestéis...
—No puedo negaros nada. Y menos aún a mí mismo.
Con estas palabras él la empujó y ambos cayeron en la cama, jadeando y riendo. Bella todavía tenía los ojos brillantes de excitación, mientras extendía los brazos y le envolvía los hombros y el cuello con abundantes mechones de cabello. Edward ocultó el rostro en él y empezó a cubrir de besos el cuerpo desnudo de Bella con tal desenfreno que ésta dejó de bromear y se encontró suplicándole, rogándole que satisfaciera su urgencia.
—¿Creéis que es tan sencillo, muchacha? ¿Llevar a un hombre más allá de la cordura y después negarle el placer de tomarse su tiempo? ¡No!
—¡Edward... tened compasión!
—¡No, milady, ésa no es una de mis mejores cualidades!
Y con errantes besos y caricias, la llevó una y otra vez al borde de un delicioso éxtasis, sólo para dejarla ansiosa, esperando, suplicando... y volver a empezar. Era de día, pero él no respetó su pudor y la examinó con descaro, apoyando la cabeza en su muslo, provocándole casi el delirio con el roce de sus besos y caricias, riéndose cuando ella confesó poco después que no podía continuar.
En realidad podía, pero se sentía desfallecer por las sensaciones que él le provocaba, y él seguía exigiéndole más y más. Cuando ella le susurró que se desnudara, respondió que lo hiciera ella; y para su propio asombro Bella así lo hizo, y con mayor asombro aún descubrió que podía comportarse con auténtico desenfreno, recorriéndole el pecho con el toque sensual de su lengua, deslizándose sobre él hacia abajo... explorando fascinada todo su cuerpo. Y disfrutando, saboreando las palabras apasionadas que él le susurraba, el sonido de su respiración entrecortada a medida que crecía el deseo. Las ásperas manos de Edward, estrechándola, uniéndolos como jamás lo habían estado. Tan perplejos y saciados que ninguno de los dos podía hablar, o moverse, sino simplemente yacer juntos...
De pronto Bella emitió un gritito cuando llamaron a la puerta con brusquedad y se oyó la voz de Jasper.
Edward rió del pánico de Bella. Se apresuró a recoger del suelo las mantas caídas y las extendió sobre ambos mientras ordenaba entrar a Jasper. Bella se ruborizó furiosa, pero Jasper no pasó del umbral. Les deseó feliz Navidad sonriendo y les recordó que era tarde, que todos los invitados aguardaban y que, ¡ejem!, convenía que se levantaran y vistieran.
Edward rió, estrechó a Bella en sus brazos a pesar del horror de ésta y prometió a Jasper que bajarían enseguida. Ni Edward ni Bella vieron al hombre que permanecía detrás de Jasper en el pasillo, mirando hacia dentro, reparando en su proximidad y desnudez. Ninguno de los dos vio la furia asesina escrita en su rostro.
La puerta se cerró y Bella se levantó de la cama y se precipitó hacia sus baúles en busca de ropa. Edward se levantó con una sonrisa divertida y se vistió con más calma. Pero después de ayudarla a ponerse la camisa y abrocharle los diminutos botones y cierres del vestido, su sonrisa se desvaneció y, sujetándola por los hombros, la miró a los ojos.
—Tengo otro regalo para vos, milady.
Con ojos muy abiertos y sorprendida por su tono, Bella lo miró fijamente en silencio, con el ceño cada vez más fruncido.
—Edward...
—Me marcho hoy, Bella. Debo regresar a la corte con lord Brennan y los demás.
—¿Cómo decís? —Ella se esforzó en ocultar su sorpresa y horror.
—Debo volver a la corte. Enrique me necesita. No deseo volver a encerraros en la torre, Bella. Juradme que no intentaréis escapar.
Ella se apresuró a bajar los ojos, preguntándose por qué le dolía tanto, por qué sentía tal desolación ante la idea de que la dejara. Era esa maldita mañana... Había sido tan deliciosa y habían estado tan unidos y... Dios mío, ¿cómo había perdido ella el orgullo y la dignidad, la libertad y el honor?
—¿Bella?
—¡No es justo, Edward!
—Bella, no quiero teneros vigilada noche y día.
Ella lo miró con dolor.
—Si os diera mi palabra, ¿cómo ibais a confiar en ella? Sigo asombrándome de que os atreváis a dormir aquí conmigo. ¡Jurasteis que no lo haríais!
—Tal vez ha sido un error hacerlo.
—Tal vez.
Él se apartó y ella parpadeó. Luego se volvió con la espada desenfundada en la mano y le ofreció la empuñadura.
—¡Tomadla! —ordenó.
Perpleja y asustada, ella retrocedió un paso, pero él volvió a acercarse con ojos verdes oscuros de emoción, el cuello tenso. La sujetó y la estrechó contra sí, con la espada entre ambos.
—Tomadla, milady, tomadla ahora... si queréis.
—¡Basta, Edward! —exclamó ella, al borde de las lágrimas.
—Entonces ¡dadme vuestra palabra! —bramó él, sujetándole las muñecas con fuerza, aunque ella tuvo la impresión de que apenas era consciente de que la sujetaba—. Tomad la espada, Bella, o dadme vuestra palabra.
—¡La tenéis! Ahora soltadme, por favor...
—Ante Dios todopoderoso, Bella.
—Lo juro ante Dios todopoderoso. Pero, por todos los santos, Edward, por favor, dejadme, no me miréis así...
Él la soltó y envainó de nuevo el arma. Permaneció en silencio con la cabeza gacha, luego se volvió hacia ella y alargó la mano, animándola a aceptarla con la mirada.
—Vamos, nos esperan.
Ella lo miró a los ojos pero no pudo leer nada. Vacilante, aceptó la mano y salieron juntos de la habitación.


Aunque durante todo el día siguió teniendo a Edward a su alcance, Bella ya sentía la desolación de su partida.
Permaneció a su lado en misa, mientras los padres Gerandy y Lang pronunciaban sus sermones. Bella tenía la sensación de que esos dos hombres, amigos suyos, los miraban con desaprobación.
«¡No es culpa mía!», quería gritar. Pero tal vez empezaba a creer que lo era, porque Edward no la poseía a la fuerza noche tras noche... y había abrazado voluntariamente a su enemigo.
Bajó la cabeza para rezar, pero no pudo. Alice le había explicado que el padre Gerandy había acudido a hablar con Edward, horrorizado por la relación que mantenía con Bella. Al parecer el padre Gerandy le había exigido que se casara con ella o la dejara. Edward se había limitado a recordar al padre Gerandy que él tampoco estaba limpio de los pecados de la carne, hecho que era sabido por todos, pero que nadie mencionaba.
Y eso había sido todo. Edward no tenía intención de casarse, lo cual era del agrado de Bella. No tenía más remedio que convertirse en su querida, pero no podía casarse con él, porque en ese caso, tendría que hacer votos de amarlo y obedecerlo. Tendría que hacer votos... y eso sería la mayor deslealtad. Él podía arrebatarle la castidad pero no la lealtad. Todavía se la debía a su padre, a James, a todos los que habían muerto defendiendo Edenby.
Sin embargo, se sentía desgraciada porque tenía miedo. Edward le había dicho que jamás volvería a casarse. Estaba convencida de que él la creía cuando afirmaba que ella tampoco deseaba el matrimonio. Pero ¿qué depararía el futuro? Tal vez ella sola hubiese podido huir y buscar asilo, pero no con un niño. ¿Qué haría cuando los gustos de Edward cambiaran y el fuego cesara de arder? No quería asustarse; por lo general lograba convencerse de que esperaba impaciente ese momento. Pero el corazón era veleidoso y más traicionero que ningún hombre. No le producía miedo, sino auténtico pavor la idea de sentir deseos de llorar porque él la dejaba. Echaría de menos la pasión y los momentos de ternura, y anhelaría que se repitieran.
—Bella, el servicio ha terminado —le susurró Edward.
Ella asintió y se levantó. Él le comentó que debía tratar unos asuntos con Jasper y le preguntó si sería tan amable de prepararle el equipaje.
Sí, debía reunir sus camisas y las medias bien zurcidas, y luego reunirse con Alice, porque la mesa volvería a estar repleta y el pasillo atestado de invitados antes de que partieran los hombres del rey. Sin embargo permaneció en el fondo de la capilla y se escondió detrás de uno de los pilares cuando el padre Gerandy miró alrededor antes de cerrar las puertas. En cuanto se marchó, Bella se encaminó hacia la tumba donde yacían sus padres. Tocó la piedra, y las lágrimas que habían amenazado con asomar durante toda la mañana lo hicieron por fin y corrieron por sus mejillas.
—Oh, padre, querido padre, te quiero y no deseo deshonrarte...
Acarició la fría piedra, pero ésta no respondió a la aflicción y confusión que sentía. Sonrió a través de las lágrimas y acarició con ternura el rostro esculpido en mármol.
—Pero vas a tener un nieto. Y será su hijo. Y estoy segura de que lo perdonarías si lo conocieras. Lo habrías sentado a tu mesa, padre. Te habrías alegrado de ofrecerle tu hospitalidad, porque es un hombre fascinante. Y lo que le hicieron fue terrible y atroz...
Se interrumpió al caer en la cuenta de que su padre ya no podía liberarla de ninguna promesa. No podía levantarse y decirle que la comprendía, que hasta Cristo había dicho: «Amad a vuestros enemigos.»
Dio unos pasos y se acercó a un segundo sepulcro, donde yacía James. Pensó que el artista había logrado captar los rasgos faciales de su prometido. Incluso en mármol, James dormía como el erudito, el pensador benévolo que había sido, más fascinado por la ciencia que por el arte de la guerra.
Y a través de las lágrimas pensó que él también la habría comprendido, pues James siempre perdonaba y jamás se precipitaba a juzgar a los demás.
—Os echo de menos, amor mío —susurró, y entonces se preguntó por qué había tenido que morir.
—¡Lo echáis de menos! —oyó susurrar a sus espaldas.
Se volvió, confundida y, aferrándose a la tumba de mármol, descubrió los furiosos ojos de sir Jacob.
—¡Jacob! Me habéis asustado... —Se interrumpió porque él la abofeteó en plena mejilla.
Gritó sorprendida, llevándose la mano a la cara, pero en lugar de devolverle la bofetada, se detuvo. Jacob no era consciente de lo que había hecho, tan furioso estaba, al borde del delirio y soltando terribles imprecaciones. Terribles, porque sacaban a la luz toda la vergüenza y humillación que ella había sentido, todos los remordimientos que le habían desgarrado el corazón, todo el dolor del horror y la pérdida.
—¡Por dios, Bella! ¡La hija de Charlie, la prometida de James! ¡La gran y última lady de Edenby! No os acerquéis demasiado a ella, no vaya a ser que le manchéis el dobladillo con una chispa de amor o deseo. ¡Orgullo, Bella! ¡La señora duquesa... la puta!
—¡Basta! —exclamó ella, golpeándole el pecho con los puños y viendo, finalmente, cómo la expresión de demencia empezaba a abandonar sus ojos—. ¡Basta! —susurró entonces, mirando la puerta y recordando que la cólera de Edward podía ser terrible... y que no confiaba en ella y Jacob juntos.
—¿Por qué iba a parar? —preguntó él sombríamente, apartándose un mechón de cabello negro de los ojos y observándola con dolor y reproche—. Vuestro amante está ocupado en la biblioteca.
—¡Maldito seáis, Jacob! ¡Yo no quería ningún amante! Luché hasta el amargo final, con las mismas armas que vos escogisteis para mí. Y cuando la batalla estuvo perdida, me quedé sola para pagar las consecuencias, mientras vos os marchabais de aquí y traicionabais nuestra causa...
—No; estaba con los Stanley. Acudieron al encuentro de Enrique y yo me vi envuelto. Ricardo estaba acabado, Bella. Luché por nosotros, por Edenby. Arriesgué la vida ante Enrique para que viera mi lealtad... y me concediera Edenby, y a vos.
Bella lo miró con tristeza.
—Jacob, estoy prisionera y han entregado la propiedad a Edward. Sin duda sabéis que...
—¿Que vos pagáis el precio?
Ella hizo caso omiso del profundo sarcasmo que encerraban aquellas palabras y empezó a hablar, pero él la interrumpió con una sonora carcajada.
—¡Ah, sí! La pobrecilla Bella paga el precio. ¡No he visto que os golpee! Más bien he visto que os tiende la mano y que esos delicados dedos se entrelazan con los suyos. No he visto que os arrastre por las escaleras, sino más bien cómo vuestros pies lo seguían de buen grado. He visto vuestro vientre hinchado, y cómo os brillan los ojos y os ruborizáis recatadamente cada vez que os toca. Y os he visto, sí, milady, ¡os he visto en la cama a su lado, sudorosa, despeinada, temblorosa y alegremente acurrucada en sus brazos después de que metiera su espada dentro de vos!
—¡Jacob! ¿Cómo...?
—¡Ramera! Todo Londres sabe que sois la ramera de un lancasteriano. Decidme, milady, ¿qué haréis a continuación, después de deshonrar a vuestro padre, a James y Embry... muertos y enterrados por él? ¿Casaros, milady? ¿Os contoneáis y presumís, y yacéis con él entre sonrisas y suspiros, esperando dejar que el espíritu de vuestro padre sufra eternamente mientras os convertís en su esposa?
—Yo...
Lo odiaba, pero, a diferencia de él, comprendía su dolor. Y estaba avergonzada.
—Disculpadme —dijo con frialdad, manteniendo la cabeza alta.
Se disponía a marcharse pero él le cogió la mano y la obligó a retroceder. Debería haber gritado y despotricado contra él, pero vio las lágrimas contenidas en sus ojos y no fue capaz de odiarlo por las palabras que tan cruelmente había pronunciado.
—Jacob...
—¡Perdonadme, Bella! —Cayó de rodillas, cogiéndole la mano y apretándola contra la mejilla—. Bella, os amo. Siempre os he amado. No puedo soportarlo.
—¡Por favor, Jacob! —Se arrodilló ante él y lo miró a los ojos—. ¡Por favor, Jacob! No debéis amarme ni sufrir por mí.
—Tiene que morir —dijo él con voz apagada.
—¡No, Jacob! ¡No seáis estúpido! —exclamó ella asustada—. Si muriera, Enrique...
—Yo también sirvo a Enrique.
Bella meneó la cabeza con impaciencia.
—Edward ha sido fiel servidor de Enrique durante mucho tiempo, y están muy unidos. Si Edward muriera, Enrique entregaría la propiedad a otro.
—¡A mí! —exclamó Jacob, y Bella se estremeció al ver su repentina expresión astuta y taimada.
—Jacob, no...
—¡Oh, Bella! Jamás se ha burlado nadie de mí. No temáis, os rescataré pronto, lo juro. Y recuperaré Edenby. Puedo ser muy hábil y rápido. Tened paciencia, amor mío, tened paciencia y esperadme.
—Jacob, por favor, es una locura. No hagáis nada, os lo ruego. Edenby prospera y la gente está satisfecha, y no quiero hacer nada que ponga en peligro a los demás. Jacob, no debéis...
Él le cogió bruscamente la mano y tiró de ella, pero de pronto la soltó, y ella temió volverse para averiguar el motivo. Oyó ruido de pasos. Unas zancadas sobre el suelo de piedra, avanzando resueltamente hacia ellos. Temía volverse, pero no tenía otra salida. Jacob permaneció en silencio, inmóvil y pálido como la muerte, mirando por encima del hombro de Bella, que finalmente se volvió.
Edward se hallaba allí, alto y regio, con la pesada capa color carmesí sujeta al hombro con el broche de moda: el emblema de una rosa blanca entrelazada con una roja. Tenía una expresión tan sombría y severa que Bella no pudo evitar echarse a temblar. Se preguntó desesperada qué había oído de la conversación, y si creía que ella había tramado y planeado esa cita.
Edward hizo una reverencia y esbozó una aterrorizante sonrisa.
—Milady. Sir Jacob.
—Edward... —¿Por qué había hablado?, se reprochó Bella. Él aún no le había preguntado nada y su voz ya parecía llena de culpabilidad.
La desagradable sonrisa se hizo más amplia y él le dirigió una inclinación de la cabeza, luego miró a Jacob. Dio unos pasos y la cogió del brazo, y sin duda advirtió que ella no sólo temblaba sino que se sacudía como una hoja en una tormenta de invierno.
—Tenéis las mejillas sonrojadas, milady.
Jamás había percibido tal rabia y amenaza en el tono firmemente controlado de su voz.
—Me he caído —mintió—. Es Navidad y estaba impaciente por visitar la tumba de mi padre. He resbalado tratando de besar su rostro esculpido en mármol.
Edward pasó por su lado, echó un vistazo a la estatua y se quitó un guante mientras observaba a Jacob con una ceja arqueada.
—¿Es eso cierto, sir Jacob?
Él tardó unos instantes en responder, observándolo con atención.
—Así es, milord —contestó con el mismo tono—. Corrí a ayudar a milady al ver que se caía. Nada más.
Edward asintió y volvió a sonreír con una frialdad que hizo estremecer a Bella. ¡Ah, si las miradas matasen, ella habría caído fulminada en ese mismo instante!
Edward pasó la mano por el mármol y siguió por el relieve del hermoso rostro de James. Tocó el mármol con los dedos y volvió a mirar a Bella.
—Un joven apuesto. Lástima que tuviera que morir —observó con frialdad.
—Sí —repuso ella con la misma frialdad.
No temblaría ante Edward, y menos ante la tumba de su padre. Dio un paso adelante y con gran ternura posó los dedos sobre los labios de mármol, y las lágrimas volvieron a escocerle los ojos.
—No tenía coraje para combatir —admitió con sinceridad—. Creía que debíamos dejar que los que deseaban la guerra se mataran los unos a los otros... y limitarnos a esperar los resultados, como hacía la mayor parte de Inglaterra. Pero apoyó a mi padre, porque era su señor, y James era muy leal y valiente.
—Como el resto de los Edenby —dijo Edward secamente. Y, haciendo caso omiso de las palabras de Bella, se volvió hacia Jacob—. Enrique debe estaros agradecido de que volcarais todo vuestro coraje y valor en su causa.
Jacob no respondió. De pronto Edward sujetó a Bella por las muñecas.
—Vámonos, milady.
—¿Ahora?
—Sí, milady. —Inclinó ligeramente la cabeza y ella advirtió tanta furia en su voz como en las manos que la sujetaban.
—Lauren me ha preparado el equipaje. Oscurece pronto en invierno; debemos partir aprovechando la luz del día. —Se volvió hacia Jacob—. Supongo que estáis listo para partir.
Jacob asintió con rigidez. Edward se encaminó hacia la salida, golpeando con fuerza el suelo de piedra de la nave lateral con las botas, sin dejar de sujetar a Bella por las muñecas.
La partida de hombres se hallaba reunida en el patio. Alice se encontraba con Quil, el joven Collin y los demás criados, lista para ofrecer la espuela al señor del castillo y su séquito.
Edward no soltó a Bella hasta que se hallaron fuera en el patio. Jacob los siguió despacio, pero ella no se atrevió a volverse.
Lord Brennan dijo con cortesía que esperaba volver a verla. Emmett McCarty, amigo de Edward, le dio un abrazo fraternal y le agradeció la hospitalidad. Ella sólo logró esbozar una débil sonrisa. Sabía que Edward negaría incluso que la hospitalidad había sido de ella.
Alice permaneció a un lado, lamentando que se marchara tan pronto. Edward refunfuñó que el tiempo estaba empeorando y que eran muchas horas de camino, luego montó y Pie hizo cabriolas en dirección a Bella. Edward bajó los ojos hacia ella, condenándola todavía con la mirada. Ella tragó saliva y lo miró sin parpadear.
—Ya no estáis en libertad, milady —dijo él con una cortés y fría reverencia.
Miró por encima del hombro de Bella, y ésta se volvió y lo vio asentir en dirección a Santiago, quien aguardaba con los brazos cruzados. Y se le cayó el alma a los pies. Ya no le permitirían salir. Santiago había recibido órdenes expresas, y a partir de ahora dormiría ante su puerta, tal vez haciendo turnos con el joven Stefan Weinberg.
Bella se volvió hacia Edward y se pasó la lengua por los labios antes de hablar.
—Edward, yo no...
Él se inclinó hacia ella.
—Tened cuidado, milady —susurró con aspereza—. Si vuelvo a sorprenderos con él, os azotaré personalmente y juro que lo mataré. Estáis advertida.
Se irguió, gritó una orden y alzó una mano, y la partida de hombres y caballos cruzó con estrépito las puertas de Edenby.

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