martes, 29 de marzo de 2011

Dulces Promesas

Capítulo 17 “Dulces promesas”

Querida Marie,
Si no me permite seducirla, entonces no me deja más remedio que…
—¿Tiene que estar ella aquí? —preguntó la marquesa de Thornwood lanzando a Bella una mirada fulminante.
Nada le habría gustado más a Bella que poder escapar del abarrotado estudio. Era una tortura estar allí sentada en el borde de una silla de respaldo recto guardando la compostura cuando tenía el corazón desgarrado, dividido entre la esperanza y la desesperación.
Antes de que pudiera levantarse y excusarse, Edward dijo con firmeza:
—Por supuesto que sí. Es mi enfermera, ya lo sabes. —Aunque no podía girar la cabeza hacia ella, el calor de su voz le aseguraba que era mucho más que eso para él.
Estaba sentado delante de una mesa de cartas con la cabeza sujeta a una especie de artefacto de hierro proporcionado por el doctor Richard Gilby, el único médico que se había atrevido a ofrecerle alguna esperanza de que podría recuperar la vista. El hombrecillo de ojos afables y patillas bien recortadas no expresó ninguna queja cuando le sacó de la cama en mitad de la noche el marqués de Thornwood, al que a su vez había levantado de la cama un Marks muy alterado. El médico había cogido varios utensilios que parecían aparatos de tortura medievales más que instrumentos médicos y se había puesto en camino hacia Masen Park con el resto de la familia de Edward.
Aunque el sol había salido hacía unas horas, Jessica y Lauren seguían durmiendo en los extremos opuestos de un sofá con brocados. Alice estaba revoloteando detrás del médico, observando atentamente cada instrumento que sacaba de su maletín. El marqués se paseaba por delante del fuego con el bastón en la mano, mientras su mujer estaba sentada en uno de los orejeros que flanqueaban la chimenea como si fuese un trono, manoseando nerviosamente su pañuelo.
Bella era incapaz de sostener su mirada de desaprobación. Aunque se había quitado el hollín del pelo y la piel y se había puesto un vestido limpio, no podía hacer nada para eliminar el recuerdo imborrable de las caricias de Edward y el inmenso placer que le habían proporcionado.
—¡Ajá! —gritó el médico haciendo saltar a todos.
Sus asentimientos y sus carraspeos estaban empezando a ponerles nerviosos. Aunque era el que más se jugaba, sólo Edward parecía dispuesto a esperar hasta que el hombre terminara su reconocimiento para empezar a hacer preguntas. Bells era el único que no parecía preocupado por los procedimientos inusuales. El collie estaba acurrucado en la alfombra de la chimenea royendo una brillante bota de montar.
El marqués dio un golpe con el bastón en el suelo con su cara colorada reluciente de sudor.
—¿Qué ocurre? ¿Ha descubierto algo?
Ignorándole, el doctor Gilby se dio la vuelta y chasqueó los dedos hacia las ventanas.
—Vuelvan a cerrar las cortinas. Inmediatamente.
Marks y la señora Cope se apresuraron a obedecerle, y estuvieron a punto de tropezarse el uno con el otro. Aunque los demás sirvientes no tenían permiso para entrar en la habitación, Bella había visto a Brady y a Collin asomarse por las ventanas más de una vez en la última hora.
La penumbra que descendió con las cortinas le dio un agradable respiro. Al menos podría mirar a Edward sin tener que ocultar la ansiedad de sus ojos. Ahora que ya no tenía sus gafas para protegerlos se sentía como si todas sus emociones fuesen evidentes.
El doctor Gilby puso una lupa enorme en la parte delantera del soporte de hierro. Mientras sostenía una vela parpadeante enfrente de él, Alice se puso de puntillas para mirar por encima de su hombro.
—¿Qué ves ahora? —le preguntó a Edward.
—¿Sombras en movimiento? ¿Formas? —Edward movió la cabeza y estrechó los ojos para intentar concentrarse—. Para ser sincero, no mucho.
—Excelente —dijo el médico dándole la vela a Alice.
Quitó la pantalla de la lámpara de aceite que tenía junto a su codo y luego acercó rápidamente la lámpara a la cara de Edward, que se encogió visiblemente.
—¿Y ahora?
Edward volvió la cabeza para no tener que mirar directamente a la lámpara.
—Una bola de fuego tan brillante que apenas puedo mirarla.
Era imposible saber si el profundo suspiro del doctor Gilby presagiaba una buena noticia o un desastre. Soltó el aparato de la cabeza de Edward y luego hizo un gesto hacia las ventanas como si fuese un maestro que acababa de dirigir el concierto más importante de su carrera.
—Pueden abrir las cortinas.
Cuando Marks y la señora Cope descorrieron los pesados visillos la luz del sol inundó el salón. Bella observó sus manos cruzadas sin atreverse a mirar a Edward.
El marqués cogió la mano temblorosa de su mujer y la apretó con fuerza. Incluso Jessica y Lauren se movieron, mirando al médico con unos esperanzadores ojos verdes que eran casi idénticos a los de su hermano.
Pero fue Edward quien rompió el tenso silencio.
—¿Por qué este cambio repentino, doctor? Hasta anoche no podía hacer ningún tipo de distinción entre luces y sombras.
Metiendo de nuevo el soporte de hierro en su maletín, el doctor Gilby movió la cabeza de un lado a otro.
—Quizá no lo sepamos nunca. Es posible que con el fuerte golpe que se dio en la cabeza se formara un coágulo de sangre que puede haber tardado meses en disolverse.
Edward se tocó con cuidado el corte de la sien.
—Debería haber ordenado a mi mayordomo que me golpeara en la cabeza con uno de mis bastones hace tiempo.
Bella quería acercarse a él, rodearle con sus brazos y darle un tierno beso en esa herida que se había hecho por ella.
No tenía ningún derecho a tocarle, pero podía hacer la pregunta que estaba flotando en el aire. La pregunta que a todos los demás les daba demasiado miedo plantear.
—¿Volverá a ver?
El médico dio una palmadita a Edward en el hombro con sus ojos azules brillantes.
—Pueden pasar varios días o varias semanas antes de que tu mente sea capaz de distinguir más que sombras y formas, hijo, pero tengo razones para pensar que vas a recuperarte totalmente.
Bella se llevó una mano a la boca para contener un sollozo involuntario.
Soltando un grito de alegría, Alice se echó al cuello de Edward. El resto de la familia se apiñó a su alrededor: Jessica, Lauren y su madre asfixiándole con sus abrazos perfumados mientras su padre le daba palmaditas cordiales en la espalda. Incluso Bells se levantó para unirse a la fiesta, añadiendo su agudo ladrido al alegre estallido de risas y murmullos.
Al mirar más allá Bella vio a la señora Cope en los brazos de Marks, con su estrecha espalda temblando de emoción. Mientras el mayordomo mantenía la mirada de Bella por encima del hombro del ama de llaves, podría haber jurado que vio un destello de simpatía en sus ojos.
Entonces se levantó y salió de la habitación, sabiendo que ya no tenía nada que hacer allí. Subió las escaleras hasta el segundo piso con la barbilla alta y la columna vertebral recta por si acaso alguno de los otros criados estaba mirando. Y cuando por fin llegó al refugio de su alcoba cerró la puerta tras de sí.
Manteniendo una mano sobre la boca para amortiguar sus sollozos, se deslizó por la puerta doblándose con una punzada de alegría y dolor. Incluso cuando le empezaron a caer las lágrimas sobre el dorso de la mano no podría haber dicho si estaba llorando por Edward o por ella.


Bella estaba sentada en el borde de la cama con su camisón, trenzándose metódicamente el pelo. Eso era lo único que había hecho desde que se había encerrado en su habitación por la mañana: gestos rutinarios. Cuando la señora Cope envió a Leah con la bandeja de la cena comió hasta la última cucharada de la rica sopa, aunque lo que le apetecía era tirarla por la ventana. Si podía seguir viviendo un momento cada vez quizá no tuviese que enfrentarse al futuro.
Un futuro sin Edward.
Sus dedos vacilaron. El mechón de pelo medio trenzado se le escapó de las manos. No podía negar más tiempo la verdad. Su trabajo allí había terminado. Edward ya no la necesitaba. Volvía a estar donde le correspondía: en los brazos amorosos de su familia.
Después de bajar de la cama fue al armario y sacó su desgastada maleta de cuero. Luego la abrió junto a la cama antes de levantar la tapa de su baúl.
Nunca había pensado que se pondría nostálgica con las feas sargas y las medias de lana que había utilizado desde que llegó a Masen Park, pero de repente lo que más le apetecía era hundir la cara en ellas y llorar. Apartándolas suavemente, sacó unas enaguas y una camisola limpia y las metió en la maleta con un fino volumen de poemas de Marlowe. Cuando estaba a punto de cerrar el baúl le llamó la atención una esquina de papel de color crema.
Las cartas de Edward.
Había intentado enterrarlas profundamente para que no volviesen a salir nunca a la superficie. Pero allí estaban, tan apremiantes e irresistibles como el primer día.
Bella cogió el paquete atado con el lazo y dejó que el baúl se cerrara. Luego se sentó a un lado de la cama y pasó las puntas de los dedos por el papel, tan desgastado de tanto tocarlo que parecía que iba a deshacerse bajo su tacto. Podía imaginar a Edward acariciando el delicado lino con sus fuertes manos, sopesando cada palabra como si fuese oro.
Sabía que más tarde se odiaría, pero no podía resistir la tentación de soltar el lazo del paquete. Mientras estaba desdoblando la primera carta y levantándola a la luz de la vela que ardía en la mesilla de noche sonó un golpe en la puerta.
Bella se levantó con un gesto de culpabilidad. Después de escrutar frenéticamente la habitación metió la maleta debajo de la cama de una patada. Y cuando estaba a medio camino de la puerta se acordó de las cartas que tenía en la mano.
Entonces llamaron de nuevo a la puerta con un toque de impaciencia inconfundible.
—¡Un momento, por favor! —gritó antes de volver corriendo a la cama y meter las cartas debajo del colchón.
Al abrir la puerta vio a Edward, que estaba allí vestido únicamente con una bata de seda verde. Antes de que pudiera decir nada se acercó a ella. Rodeándole la cara con las manos, introdujo la lengua en su boca y la besó con una intensa ternura que la dejó sin aliento. Para cuando separó sus labios de los de ella estaba mareada de deseo.
—Buenas noches, señor —susurró tambaleándose aún.
Apartándola a un lado, Edward entró en la habitación. Cerró la puerta de golpe detrás de él y se apoyó en ella.
—¿Qué ocurre? —Bella lanzó una mirada preocupada a la puerta—. ¿Te persigue una horda de bárbaros?
—Peor. Es mi familia. —Se pasó una mano por el pelo revuelto—. Se han instalado en la mansión como una bandada de palomas. Pensaba que no iba a esquivarlos nunca. ¿Sabes lo difícil que es escabullirse de alguien que no puedes ver?
Alegrándose de que tampoco pudiera ver sus ojos hinchados y las marcas de las lágrimas en sus mejillas, dijo animadamente:
—Según el doctor Gilby, no tendrás que preocuparte mucho más por eso.
Él movió la cabeza como si no pudiese comprender del todo su buena suerte.
—Es asombroso, ¿verdad? Pero ¿quieres saber qué es lo más asombroso de todo? —Volvió a acercarse a ella y le agarró su fina muñeca—. Cuando el doctor Gilby me dijo que me recuperaría totalmente me di cuenta de que lo que más deseaba ver en el mundo era tu dulce cara.
Bella miró hacia otro lado.
—Me temo que puedo decepcionarte profundamente.
—Eso es imposible. —Todo rastro de humor desapareció de su voz, dejándola curiosamente sombría—. Tú nunca podrías decepcionarme.
Mordiéndose el labio, Bella se soltó la muñeca y se puso fuera de su alcance. Le daba menos miedo que pudiera volver a besarla que lo que podría hacer ella si lo hacía.
—¿A qué debo el honor de esta visita tan poco convencional?
Edward se apoyó en la puerta y se cruzó de brazos, haciendo que se estremeciera con su mirada lasciva.
—No se haga la inocente conmigo, señorita Dwyer. No soy el primer lord que entra furtivamente en la alcoba de su criada más irresistible.
—¿No fue usted, señor, quien me dijo que no tenía la costumbre de dedicar sus atenciones a las empleadas a su servicio?
Apartándose de la puerta, Edward avanzó hacia el sonido de su voz con la elegancia de una pantera.
—¿Para qué necesito la fuerza cuando la seducción es mucho más eficaz? Y mucho más —sus labios acariciaron la palabra— placentera.
Bella empezó a retroceder, temiendo que este Edward tan juguetón fuese más peligroso aún para su corazón. Pero al mismo tiempo no podía resistir la tentación de participar en el juego.
—Deberías saber que no soy el tipo de mujer que se deja seducir con chucherías caras, unas cuantas palabras floridas o algunas promesas extravagantes hechas en el calor del momento. Ni mi cuerpo ni mi corazón se ganan con tanta facilidad.
Mientras la sombra de Edward caía sobre ella, la parte posterior de sus rodillas chocó contra la cama. Él puso una mano sobre su pecho para que se tumbara en ella. Antes de que pudiera protestar la siguió hacia abajo y le rodeó la mejilla con una de sus grandes manos.
—Ahora mismo no tengo ninguna chuchería, pero ¿qué te parece si te prometo hacerte mi esposa y amarte el resto de nuestros días?

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