miércoles, 30 de marzo de 2011

Era todo en sus brazos, era la vida

Capítulo 24 “Era todo en sus brazos, era la vida”
—¡Emmett, si no me lleváis, juro que encontraré el modo de ir por mi cuenta! —Bella no estaba segura de haber empleado un tono autoritario, pero quería ser tan persuasiva como le fuera posible.
Jasper había logrado evitarla y hacerle vagas promesas, así que esa noche estaba decidida a abordar a Emmett. Y no había resultado difícil, pensó con amargura. Sólo había tenido que asomarse al pasillo para encontrarlo. Al parecer, cuando no estaba con Jasper y Alice, Emmett la vigilaba de cerca. Y cuando éste no estaba a la vista, podía contar con que su tía y Jasper no se hallaban muy lejos.
Katherine dormía en la cuna que Elizabeth de York había regalado generosamente a Bella. Emmett estaba un poco bebido, gracias al vino calentado con especias que Bella había dejado cuidadosamente ante el fuego. Era el momento de atacar.
Emmett la miró con inquietud y escepticismo, moviendo distraído una bota sobre la base de piedra de la chimenea. Apuró la copa de vino y, dejándola en la repisa, juntó las manos a la espalda.
Bella parecía tan resuelta como cuando había ordenado combatir los cañones de Edward durante el asalto a Edenby. Era como una guerrera mítica, pensó Emmett, con el cabello ondeando a la espalda y los ojos chispeantes. Era todo lo que un hombre podía desear en una mujer, delicada y fuerte al mismo tiempo; decidida y llena de energía, y sin embargo tan femenina que uno se rendía al instante a ella. La pequeña lady Katherine apenas había cumplido cinco semanas, pero su madre ya estaba delgada como una sílfide y tenía un aspecto tan seductor como el melodioso tono de su voz.
¿Qué era lo que cegaba a Edward de tal modo que le impedía ver aquel trofeo? ¿Por qué seguía malhumorado e insistía en causar sufrimiento a esa joven? Emmett recordó que en una ocasión ella había intentado matar a Edward, pero él había matado a muchos hombres admirables en la guerra. Si ésa era la esencia del problema, Edward ya debería haberla perdonado. Lo más curioso era que ella lo amaba, de eso estaba seguro Emmett.
—¡Emmett! —Bella parecía al borde de las lágrimas y la desesperación—. Sé que me vigiláis noche y día, pero he escapado otras veces de esta situación. ¡Por favor, lleva ausente casi tres semanas! ¿Puedes explicármelo?
Emmett sonrió.
—Y volverá a ausentarse, milady. Heredó un condado; fue nombrado duque de Edenby por nuestro nuevo rey y es súbdito de Su Majestad. Os engañáis si creéis que no volverán a llamarlo a hacer la guerra contra algún pretendiente al trono.
Bella se acercó a la cuna y la miró fijamente.
—Sé que lo harán. Pero ¿por qué ha tenido que volver a Bedford Heath, Emmett? Vos administráis las propiedades maravillosamente bien.
Emmett se encogió de hombros con tristeza. No podía eludir la mirada de la joven.
—¡Por favor, Emmett, me lo debéis! ¡Ayudasteis a secuestrarme y llevarme a rastras al altar! Cuéntame lo que sabes.
Él gruñó.
—Ha vuelto allí porque hasta sus hombres más leales, instruidos y juiciosos, están cada vez más convencidos que el señorío está encantado.
—¡Encantado!
—Sí, bueno... —Emmett movió las manos, incómodo—. La visión de la terrible matanza y...
—Continuad, Emmett.
—No estoy del todo seguro...
—¿Os ordenó que no me llevarais?
—¡No, a nadie se le ocurrió que vos querríais ir! Y la verdad, Bella, ¿cómo podéis pedirlo? ¿Qué me decís de Katherine? ¿Pensáis dejarla con una nodriza? ¡Es muy pequeña todavía!
Bella respiró hondo.
—Puedo dejarla aquí con Alice y Jess. Jess dice que conoce a la perfecta nodriza, la hija de un carpintero que tiene leche de sobra para alimentar a sus hijos y a la mía.
El regreso de Bella a los espaciosos aposentos de la corte se había visto acompañado de varias sorpresas. Jess había vuelto a su servicio por orden de Edward. Aún más conmovedora fue la aparición de sir Sam, quien le había explicado que se había reunido en los aposentos de Enrique con Edward a petición de éste y que lo habían perdonado. Pero todo ello no había calmado la apremiante necesidad de ir al encuentro de Edward. Ahora que era su esposa, no permitiría que la dejara a un lado.
Emmett la observó unos momentos y suspiró. ¿Qué era mejor: explicar a Edward que su esposa lo había burlado y cabalgado sola, o confesarle que carecía de fuerza de voluntad para oponerse a ella? Tal vez Bella debería acudir a Bedford Heath. Sería provechoso para ambos.
Finalmente levantó las manos.
—Está bien.
—¡Oh, Emmett! ¿Habláis en serio? —Bella esbozó una sonrisa radiante.
Cruzó corriendo la habitación y, echándole los brazos al cuello, le dio un beso en la mejilla. Emmett le cogió las manos, sonriendo. «Dios mío, no me extraña que Edward esté tan enamorado si lo mira de este modo», se dijo.
—Partiremos en cuanto salga el sol. Viajaréis en carruaje.
—Gracias, Emmett.
Al final Jasper y Alice decidieron acompañarlos. Jasper creía que todo el plan era un grave error, pero se negaba a dejarlos marchar sin él. Bella se llevó consigo a Jess para que la ayudara con Katherine y partieron en un ambiente casi festivo, las mujeres en el interior del carruaje y los hombres cabalgando delante. Bella advirtió que no era un vehículo alquilado, sino el de su marido, con el escudo de armas de Bedford Heath en las puertas. Jasper explicó que, dado que las propiedades se hallaban tan cerca de Londres, contaban con un carruaje en la ciudad.
Se trataba de un hermoso y cómodo vehículo, y desde el primer momento Bella, Alice, Jess y la niña lograron convertir el viaje en una especie de excursión. Era primavera y los campos estaban preciosos. A medida que dejaban atrás el bullicio de Londres, se cruzaban con campesinos sembrando los campos. Los brezales y praderas estaban cubiertos de flores silvestres; y el aire, lleno de mariposas y abejas.
Jasper viajaba de a ratos en el carruaje tras atar el caballo a la parte posterior y Emmett también se sumó. Se detuvieron a almorzar en una taberna donde la leche y el pan eran frescos, y acababan de pescar truchas en el río.
En marcha de nuevo, sentado rígidamente al lado de Bella, Emmett comentó:
—Aquí empiezan las tierras de Bedford Heath, milady.
El anochecer estaba cercano, y de pronto el ambiente festivo se desvaneció. Nerviosa, Bella sostenía a Katherine contra el pecho, cantando en voz baja. Oscureció rápidamente y apenas podía distinguir las tierras, pero advirtió que eran vastas. Y a medida que avanzaban, dejaban atrás cada vez más edificios: las viviendas de los campesinos, donde las hogueras eran fuentes de luz y calor en la noche; un grupo de casas y tiendas y, a lo lejos, los altos muros de varios señoríos con luz en las ventanas, construidos no con la pizarra y piedra gris de Edenby, sino con ladrillo y argamasa.
De pronto Emmett carraspeó y señaló un amplio camino de entrada que conducía a un patio.
—La casa de Edward —murmuró—. Como sabéis, a él no le correspondía ser el heredero. Su hermano habría recibido el título y la mayoría de las tierras. Mandó construir esta casa unos cinco años después de la batalla de Tewkesberry.
Finalmente el carruaje se detuvo ante una elegante escalinata que conducía a unas enormes puertas labradas. Emmett se apeó de un salto y ayudó a Bella a bajar. Mientras los demás los imitaban, ella retrocedió unos pasos para contemplar la enorme y elegante casa, que no era un castillo ni un señorío, sino una hermosa combinación de ambos.
De pronto frunció el entrecejo, porque a través de las ventanas del segundo piso vio moverse una sombra. Sacudió ligeramente la cabeza, preguntándose por qué le había inquietado tanto, ya que sin duda había un buen número de personas en la casa, incluido Edward. Entonces recordó que la sombra parecía moverse furtivamente, junto con un foco de luz.
—¡Bella! —exclamó Alice.
Ella se volvió y vio que se habían abierto las grandes puertas y que los sirvientes habían salido a recibirlos. Emmett hablaba con un hombre corpulento vestido con una hermosa librea, y unos muchachos más jóvenes acudieron a recoger los baúles.
Bella empezó a subir por la escalinata, nerviosa ahora que había llegado. Sin embargo, no había motivos para temer la reacción de su marido, porque no estaba allí. Mientras Jasper daba al hombre corpulento de la puerta un efusivo abrazo, Emmett rió y lo presentó como Garret. Jasper aseguró a Bella que Garret se ocuparía de todo lo que precisara. Y añadió que de niños los había sacado de más de un apuro. Ella sonrió, satisfecha de la familiaridad, y simpatizó al instante con Garret, aunque advirtió que la examinaba con cautela. Entonces Garret tendió los brazos hacia el bebé y Bella se sobresaltó. Jasper le aseguró que Garret los había tenido en brazos a todos ellos de niños. Bella se sorprendió gratamente al ver que a su hija le gustaba el viejo Garret y se acurrucaba encantada contra su pecho mientras él los conducía al interior de la casa.
Bella se enganchó el dobladillo en la puerta y se detuvo; Emmett rió y retrocedió para soltárselo. Ella lanzó una mirada por encima de su cabeza hacia la oscuridad y de pronto le invadió un extraño temor. Más allá de la casa, justo detrás de un grupo de cobertizos, empezaban los bosques. Y donde los robles empezaban a entrelazar sus ramas, Bella vio otra sombra. Llevaba una antorcha y se movía furtivamente.
—¡Emmett!
—¿Sí?
Pero la luz desapareció de entre los árboles.
—He creído ver... No importa. —Decidió guardar silencio. Si la gente ya murmuraba que la casa estaba encantada, probablemente no debería mencionar una sombra. Por lo menos a nadie salvo a Edward—. ¿Dónde está Edward, Emmett?
—Sigue fuera arreglando una disputa sobre tierras —murmuró Emmett con pesar.
—¿Volverá esta noche?
—Tarde, o al menos eso dice Garret. Y me alegro, porque me cortará la cabeza por esto. Vamos, os enseñaré la casa ahora que estáis aquí.
La cogió del brazo y la condujo a un majestuoso vestíbulo revestido de paneles. A la izquierda se hallaba la sala de banquetes y la galería; a la derecha, el gran salón, las oficinas y las cocinas. La hizo pasar al gran salón y ella quedó muda de asombro ante tanto esplendor. Había numerosos asientos con almohadones de felpa junto a las ventanas y brillantes alfombras de países exóticos recubrían los suelos. De las paredes colgaban elegantes tapices y cortinajes, y a lo largo de la arcada de piedra que rodeaba la chimenea se alineaban grandes sillas.
—¡Y él odia este lugar! —murmuró ella.
Garret, que observaba a Katherine a la luz del fuego, levantó la vista y la miró con tristeza. La niña se echó a llorar y Bella pensó que estaba hambrienta y muerta de sueño, pues no había podido atenderla debidamente en el carruaje. Sonrió y la cogió de los brazos de Garret.
—Si fuerais tan amable de mostrarme dónde puedo llevar al bebé.
—Milady —respondió Garret con reverencia.
Pero ella advirtió que miraba a Emmett por encima de su hombro pidiendo ayuda y se dio cuenta de que Garret temía que Edward no la quisiera allí.
—Necesito una habitación donde dar de mamar al bebé, Garret —dijo ella tajante, con el sutil tono autoritario que llevaba aprendiendo toda la vida.
Él se apresuró a levantarse e hizo una señal a un joven sirviente en dirección a las escaleras.
—Os conduciré a...
—No, Garret. Lo haré yo. Su Señoría probablemente me cuelgue por esto —susurró Emmett.
—Gracias —murmuró Bella.
Sonrió a Alice y Jasper, y pensó que estaban un poco pálidos. Jasper dio las buenas noches y ella sintió deseos de llamarlo cobarde, pues quería estar a salvo en la cama con su esposa antes de que volviera Edward. Pero ¿acaso podía culparlo?
El segundo piso de la casa era tan imponente como el primero. Las habitaciones y pasillos se hallaban separados por airosos arcos y de las paredes colgaban numerosos retratos. Emmett señaló la biblioteca y sala de música, que formaban parte de los aposentos del señor. Entonces se detuvo y abrió de un empujón unas puertas de pesados pomos de bronce. Con el corazón palpitante, Bella lo precedió.
Permaneció de pie en el umbral, contemplando las elegantes alfombras de los suelos, y los suntuosos y abrigados cortinajes de las ventanas. Había una enorme cama de cuatro pesadas columnas labradas con un sencillo diseño en forma de bellota. Las pesadas colgaduras de damasco se hallaban recogidas y sujetas a cada columna, y sólo una ligera y sutil gasa blanca colgaba alrededor de la cama. No era una habitación femenina ni demasiado masculina, sino más bien decorada para satisfacer tanto a un hombre como a una mujer. En aquella familia era costumbre que las parejas casadas —incluso las que se habían unido por libre elección— tuvieran habitaciones separadas. Pero Tanya y Edward siempre habían dormido juntos, según advirtió Bella con el corazón encogido.
—Enviaré arriba a Jess y a un mozo con vuestro equipaje —ofreció Emmett—. ¿Queréis tomar un baño?
Bella asintió. ¡Sí, le agradaría tomar un baño! Quería sentirse limpia y llenar el agua de aceites perfumados. Quería volver a tener la piel suave y atrayente para el hombre que se había apartado de ella.
Emmett se encaminó hacia la puerta. Bella volvió a reparar en las preciosas ventanas, con cristales de color azul bordeando los arcos. Y de pronto cayó en la cuenta de que era exactamente allí donde había visto la sombra y la luz moverse furtivamente.
—¡Esperad, Emmett! ¿Estáis seguro de que Edward no está aquí?
—Por supuesto —replicó Emmett—. Garret lo sabría. ¿Por qué?
Ella sonrió intranquila y dio una palmadita en la espalda a Katherine.
—Perdonad, Emmett, no tiene importancia.
En cuanto él se hubo marchado, Bella se tendió en la cama con Katherine y, mientras ésta mamaba, siguió mirando alrededor. Era una habitación acogedora. Pensó en Tanya, y aunque no era capaz de imaginar su rostro, sintió su presencia, grácil y flexible, moviéndose con un susurro de seda; percibía el hálito de su serena belleza ante el tocador. De pronto recordó la sombra que había visto y se estremeció, pero la apartó de sí. No creía que los espíritus malignos regresaran para atormentar a los vivos. Además, Tanya había sido buena. Bella estaba convencida de que esa bondadosa mujer la hubiera comprendido y sido su amiga, y desde luego no le habría deseado nada malo.
Al rato Katherine se quedó dormida. Jess apareció seguida de varios jóvenes acarreando una elegante tina de cobre y cubos de agua caliente.
Bella permaneció largo rato dentro del agua, confiando en que el vapor aliviara su espíritu. ¿Cómo reaccionaría Edward?, se preguntaba una y otra vez. ¿La echaría? Tal vez no se alegraría de verla, pero querría tener en brazos a su hija.
Jess le cepilló el cabello hasta que brilló y cayó por la espalda en una cascada de rizos. Bella se vistió de blanco, con un traje de fina seda, tiras de encaje y adornos de perlas. Jess llamó a los muchachos para que retiraran la tina y arregló la habitación en un momento. Entonces Garret acudió para mostrarle a Jess su habitación en los aposentos de los sirvientes del piso de arriba y Bella volvió a quedarse a solas.
Echó un vistazo a su querida hija, que dormía plácidamente en la cama, y se mordió el labio. No se le había ocurrido preguntar dónde dormiría Katherine, y al parecer ni Garret ni ningún otro sirviente habían pensado en procurarle una cuna. Saltaba a la vista que no las esperaban.
Había una arcada al fondo de la habitación y Bella se preguntó si comunicaría con el cuarto de los niños. Siempre la alegraba dormir con Katherine cuando estaba sola, pero no quería que Edward tuviera distracciones esa noche.
Cogió al bebé y se encaminó hacia la arcada. Seguramente tendría que pedir que cambiaran las sábanas de la cuna, pero los sirvientes de Edward eran rápidos y eficientes. Sin embargo, mientras pensaba en ello, llamaron a la puerta, y ella se apresuró a abrirla temiendo que Katherine despertara, pues empezaba a ser tarde.
Era Emmett, sonriendo con aire de disculpa y sosteniendo en la mano una bandeja con vino y copas.
—Pensé que tal vez querríais tomar algo mientras esperáis —dijo.
Bella sonrió porque él sabía lo nerviosa que estaba.
—Gracias, Emmett. Pasad, por favor. Necesito vuestra ayuda.
Lo condujo hacia la puerta del fondo pero de pronto él se detuvo, negándose a continuar.
—¿Comunica con la habitación de los niños? —preguntó ella.
Él tardó en responder. Bella frunció el entrecejo y trató de abrir la puerta; el pomo giró sin dificultad.
—Traed la lámpara.
Entró en la habitación a oscuras, preguntándose si Emmett la seguiría. Éste lo hizo al cabo de unos momentos, sosteniendo la lámpara.
—Bella, será mejor que...
Pero ella ya había visto la cuna y exclamando un grito de júbilo. Alguien había preparado la habitación para Katherine. Podía percibir el olor a limpio de las sábanas de la nueva y elegante cuna. Y al lado había una mesa, sillas, un baúl y todo lo necesario para un bebé. Con cuidado y ternura dejó a Katherine en la cuna. Entonces se volvió y Emmett estaba detrás de ella, sosteniendo la lámpara; las sombras le cubrían el rostro, revelando un tono ceniciento.
—Emmett, ¿qué...?
—Venid aquí. —Emmett bajó la cabeza y señaló el suelo.
Ella retrocedió y vio la mancha grande y oscura que asomaba bajo la cuna.
—Ella murió aquí —dijo Emmett sombríamente—, y fue Edward quien la encontró. Supongo que alguien ha preparado la habitación para Katherine, pero no sé, tal vez no deberíais...
Bella cayó de rodillas y pasó la mano por el suelo, abrumada de dolor por la desconocida mujer que había vivido allí y terminado sus días inclinada sobre la cuna donde debería haber dormido su hijo. Miró a Emmett y debió de traicionarle la expresión del rostro, porque él, arrodillándose a su lado, le alzó la barbilla.
—Bella, no sé qué decir para aliviar...
—¡Será mejor que se os ocurra algo enseguida, Emmett!
La voz llegó procedente del umbral, áspera y amenazadora. Bella se volvió y se levantó con un débil grito. Edward había vuelto. Iba vestido con ceñidas calzas de piel, botas altas, camisa blanca holgada y chaqueta de piel. Se apoyaba contra el marco con aire indiferente, pero Bella no creía haber visto nunca semejante furia asesina en sus ojos. Se acercó en silencio y con la agilidad de un gato, mirando fijamente, a Emmett con una mano en la empuñadura de la espada.
Emmett se puso de pie y se encaró con él.
—¡Entonces desenfundad, milord! Llevo muchos años sirviéndoos lealmente, y vuestras dudas son insultantes. ¡Sabéis perfectamente que no ha ocurrido nada vergonzoso aquí!
Edward se detuvo en el centro de la habitación y miró a Bella. Luego se sentó en una de las grandes sillas y los observó con el fuego del infierno todavía reflejado en los ojos. Levantó una mano señalando el vestido de Bella.
—¿Acostumbráis hacer visitas nocturnas a mi esposa?
—Desde luego que no —replicó Emmett, acalorado—. He venido únicamente a explicarle...
—¡No tenéis por qué explicarle nada acerca de mí! —bramó Edward.
Bella sentía deseos de llorar; la tensión flotaba en el ambiente, pero no podía creer que Edward se volviera contra Emmett.
—Si milord —Emmett pronunció el título con frialdad —desea creer...
—¡Basta, Emmett! —gritó Bella. Estaba paralizada de miedo, pero no importaba que Edward se encolerizara, no iba a permitir que esos dos hombres siguieran comportándose de ese modo—. ¿No veis que no está enfadado con vos? Simplemente no puede perdonarme que no sea Tanya.
—¡Bella! —exclamó Edward entornando los ojos.
Ella se acercó a él y se detuvo a un paso de distancia.
—Lo siento, pero Dios sabe que yo...
Él se puso de pie con brusquedad y ella no pudo evitar retroceder, cerrando los puños a la espalda. Él no dirigía su cólera hacia ella, sino hacia Emmett. Miró a su amigo.
—¿Qué está haciendo ella aquí? —preguntó secamente.
—Es vuestra esposa. Exigió que la trajéramos. ¿Qué podía hacer?
Edward volvió a mirar a Bella, quien rodeó la cuna y permaneció detrás angustiada porque sabía que nada de lo que pudiera decir lograría detenerlo.
—Perdisteis un hijo —repuso con frialdad—, pero ahora tenéis una hija, y aunque no sea fruto de la esposa de vuestra elección, es obra vuestra y le debéis cierta consideración.
Edward no había visto al bebé. Miraba furioso a Bella como si se hubiera vuelto loca. Ella soltó un grito al ver que se acercaba resuelto a la cuna, cogía a Katherine y, dándoles la espalda, regresaba a su alcoba.
—¡No la despertéis, Edward, está muy cansada!
Bella miró a Emmett y luego corrió tras Edward. Se detuvo y cerró los puños a los costados al verlo de pie ante la ventana, con el bebé todavía dormido en sus brazos.
—Emmett, disculpadnos —dijo con frialdad, sin volverse.
Emmett vaciló y lanzó una mirada intranquila a Bella, pero no tenía ningún derecho a entrometerse entre marido y mujer. Giró sobre sus talones y salió.
—Por el amor de Dios, ¿qué estáis haciendo aquí? —preguntó Edward con voz áspera cuando se hubo cerrado la puerta.
Bella lo miró sin comprender. Luego bajó los ojos hacia lo que debería haber sido la seductora falda del vestido de perlas. Sentía deseos de reír y llorar al mismo tiempo.
—No lo sé —respondió en voz queda y llena de amargura.
Edward seguía dándole la espalda, tenso e inalcanzable. Ella intentó contener las lágrimas y corrió hacia la botella de vino que Emmett había traído. Hubo un silencio cargado de tensión mientras bebía un sorbo y temió que el vaso se hiciera añicos en su temblorosa mano.
—¡Por el amor de Dios, Edward! ¡Tened compasión de vuestra hija! ¡La cuna no está manchada! ¡Por favor!
Durante unos momentos él siguió rígido, pero luego volvió a cruzar la arcada de la habitación de los niños. Bella sintió que su frialdad la perforaba y se apresuró a acercarse al fuego y frotarse las manos para calentarse. Luego se volvió y dejó escapar otro grito al ver que Edward ya estaba allí y la observaba tan melancólicamente que ella de pronto sintió deseos de huir.
No apartó los ojos de ella mientras se acercaba a la mesa y se servía vino. Lo bebió de un trago como si fuese cerveza.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —repitió con voz ronca.
Bella no respondió. Él advirtió que le latía el pulso en su delicado cuello, y reparó en sus senos, todavía hinchados y redondeados, tirando de la tela del casi diáfano corpiño. Y vio el fuego detrás de ella, que se reflejaba en su brillante melena como un reluciente halo alrededor de la cabeza.
El traje revelaba lo principal de su figura: las amplias caderas y las airosas y flexibles curvas que le habían encendido los sentidos.
Ella no debería estar allí; no debería haber venido. Él no podía evitar deprimirse en aquel lugar; todavía no se había liberado del pasado. No creía que Tanya pudiera volver, pues de ser así habría cruzado las mismas puertas del infierno para traerla de vuelta. Tampoco creía que Bedford estuviera encantado, pero estaba preocupado y no podía soportar ver a Bella allí. Tal vez temía por su seguridad.
Había hecho el voto de no volver a forzarla, pero no podía resistirse a las tumultuosas sensaciones que le provocaba verla en su alcoba. La deseaba con una apremiante urgencia, un pulso frenético que latía en lo más hondo de su ser. Con una sonrisa amarga dejó el vaso a un lado y volvió a formularle la pregunta.
—Os lo repito, milady, ¿qué estáis haciendo aquí? —Se acercó a ella.
Bella no respondió. El dulce aroma que ella despedía y la fragancia a rosas lo embriagaron y la atrajo hacia sí para besarla con ardor sin importarle si lo aceptaba o lo rechazaba. Y cuando ella trató de apartarlo, se echó a reír aún más amargamente, y la estrechó contra sí y se estremeció al sentir aquel cuerpo contra el suyo.
—Sólo habéis venido para una cosa y no puedo negárosla.
—¡Edward! —exclamó Bella, al borde de las lágrimas mientras sus pies abandonaban poco a poco el suelo.
Él cruzó la habitación llevándola en brazos y la arrojó sobre la cama. ¡Oh, cómo había soñado Bella con un dulce reencuentro! Palabras susurradas ante el fuego y tiernas caricias. Pero su amante era implacable y estaba más lleno de ímpetu que de ternura, y ella lo temía porque apenas lo conocía.
—¡Edward! —Trató de incorporarse, pero tenía el seductor vestido enrollado a la cintura y él la rodeaba con los brazos.
Siguió abrazándola mientras trataba torpemente de despojarse de sus ropas, ella sintió el peso y dureza del cuerpo de Edward sobre el suyo, lleno de determinación. Observó la expresión severa de su rostro y la mirada glacial, y se quedó confundida y perpleja al ver que no había rastro de compasión en él.
—Para esto habéis venido, ¿verdad? —preguntó él con aspereza—. No se me ocurre otra razón.
—¡Edward, no! ¡Así no!
Él no parecía oírla y tal vez no lo hiciera, porque en aquella casa parecían perseguirlo los demonios. Ella forcejeó en vano. Él ya tenía los ardientes labios en su cuello, las manos ásperas sobre sus tiernos senos. Y a continuación la penetró con avidez y lujuria, sin compasión. Ella gritó porque no se lo esperaba; no se le había ocurrido que la primera vez después del nacimiento de Katherine sería en aquellas circunstancias.
El grito de dolor desgarró a Edward. La deseaba con avidez, pero no quería hacerle daño. Se retiró de ella con brusquedad y durante unos segundos ella yació como un animalillo herido, con los ojos llorosos y los senos agitados; no se movió, ni siquiera para cubrirse con la sábana o bajarse las faldas.
Y entonces se levantó de la cama de un salto y se arrodilló ante el fuego, abrazándose las rodillas contra el pecho. Edward vio cómo le temblaban los hombros y no pudo soportarlo.
—¿Por qué habéis venido? —preguntó con voz quebrada. Bella, que seguía perpleja por el daño que le había hecho, pensó que parecía el eco de su propio dolor—. Me habéis odiado durante tanto tiempo...
Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada histérica, luego siguió riendo pero quedamente, y la risa no tardó en mezclarse con el llanto.
—Os he odiado porque os amo. Os odiaba porque no podía soportar amaros. Estoy aquí porque os amo.
Las palabras lo envolvieron como deslumbrantes rayos de sol. No podía darles crédito, pero trató de saborearlas, sin atreverse a pensar en nada más, ni analizarlas... Tenía que acercarse a ella, tocarla con ternura, abandonar la tensión y las preocupaciones en la delicada red de su cabello y el calor cautivador de su cuerpo.
Tenía que plantar, en lo más hondo de ella, su vara, su corazón y su alma. Aquellas palabras de Bella llegaron a él como hebras de plata que lo enredaban y arrastraban hacia ella.
Se levantó y, acercándose a la chimenea, se puso en cuclillas a su lado. La estrechó en sus fuertes brazos con delicadeza y le besó la frente y las mejillas, murmurando incoherencias. Y ella le echó los brazos al cuello, sollozando como una niña extraviada.
Finalmente él se levantó con su preciosa carga en los brazos y volvió a llevarla a la cama. Ella seguía temblando y él le prometió amarla con tanta ternura que no sentiría el menor dolor.
Y así lo hizo, saboreando cada caricia, penetrándola con delicadeza y con el firme pulso del deseo, y llevándola tan lejos con la ternura de sus besos y de sus manos que ella se retorció en sus brazos y se entregó a él, febril y desenfrenadamente, en un torrente de sensualidad. Bella se rindió y se fundió en él, curando sus heridas para siempre. Ya no lo perseguían los tormentos, pensamientos y hechos del pasado. Ella era una rosa delicada y fragante que brotaba en medio del polvo, la suciedad y la muerte del campo de batalla. Era todo en sus brazos, era la vida. Y lo amaba.

1 comentario:

  1. Solo espero que esto sea el inicio de una relacion llenada de amor, confianza, respeto y demas para q por fin sean felices.

    Por cierto solamente actualizaras el miercoles??

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