martes, 15 de febrero de 2011

Dimito


Capítulo 5 “Dimito”

Querida señorita Marie,
Si se burla de mis dulces palabras, quizá deba intentar seducirla con dulces besos…
—¿Señorita Dwyer? ¡Oh, señorita Dwyer! —La cantinela quejumbrosa estaba acompañada por el alegre tintineo de la campanilla de Edward.
Bella se volvió despacio en la puerta de la alcoba, sin aliento aún por haber subido cuatro pisos desde las cocinas del sótano por tercera vez esa mañana.
Su paciente estaba recostado entre las almohadas de la cama en un claro de sol matutino. Allí tumbado sobre las sábanas arrugadas, con la luz del sol filtrándose en su pelo revuelto, no parecía un inválido, sino un hombre que acababa de disfrutar de una cita apasionada.
Edward extendió la taza Wedgwood que Bella le acababa de dar con una mueca de decepción en la esquina intacta de su boca.
—Me temo que el chocolate está templado. ¿Le importaría pedirle a Étienne que haga otro cazo?
—Por supuesto que no —respondió Bella volviendo a la cama y cogiendo la taza de su mano con más fuerza de la necesaria.
No había llegado aún a lo alto de las escaleras cuando la campanilla comenzó a sonar de nuevo. Se detuvo y contó hasta diez en voz baja antes de volver sobre sus pasos y asomar la cabeza por la puerta.
—¿Ha llamado?
Edward dejó caer la campanilla.
—He pensado que cuando vuelva podría reorganizar mi armario. He decidido que me resultaría más fácil vestirme si pone juntos todos mis pañuelos, mis medias y mis chalecos.
—La semana pasada no se levantó el tiempo suficiente de la cama para vestirse. Y ayer pasé seis horas combinando su ropa en conjuntos completos porque decidió que no le interesaba tenerla ordenada por prendas.
Edward suspiró acariciando la colcha de raso.
—Bueno, si es demasiada molestia… —Agachando la cabeza, dejó el reto flotando en el aire.
Ella apretó los dientes en una sonrisa que parecía más bien un rictus mortal.
—Ni mucho menos. Por el contrario, será un privilegio y un placer.
Antes de que pudiera encontrar la campanilla entre las sábanas arrugadas, Bella giró sobre sus talones y bajó las escaleras preguntándose si podría convencer al cocinero francés para que echara cicuta al siguiente cazo de chocolate para su amo.
Pasó el resto del día como había pasado todos los momentos de vigilia de la última semana: al servicio de Edward. Desde la primera mañana que la llamó no le había dejado ni un segundo para ella. Cada vez que pensaba en sentarse unos minutos o echar una breve siesta, la campanilla volvía a sonar. Su ruido persistente, que continuaba hasta la noche, obligaba a los demás criados a dormir con sus almohadas sobre las orejas.
Aunque sabía exactamente qué intentaba hacer, Bella no tenía ninguna intención de renunciar a su trabajo. Estaba decidida a demostrar que era más fuerte que la vieja Cora Gringott o la viuda Hawkins. Nunca había sido una enfermera tan devota con el bienestar de su paciente. Se mordía las réplicas sarcásticas y realizaba incansablemente las funciones de valet, mayordomo y cocinera.
Edward estaba especialmente quisquilloso a la hora de acostarse. Cuando metía las mantas a su alrededor y corría las cortinas de la cama, él se quejaba de que la habitación estaba un poco cargada. Descorría las cortinas, sacaba las mantas y entreabría una ventana, pero antes de que pudiera ir de puntillas a la puerta él suspiraba y decía que temía enfriarse con el aire de la noche. Después de taparle otra vez se quedaba en la puerta esperando a que sus pestañas cobrizas cayeran sobre sus mejillas. Entonces bajaba corriendo por las escaleras a su habitación, soñando ya con su colchón de plumas y una noche de sueño ininterrumpido. Pero antes de que pudiera hundir la cabeza en su lujosa almohada de plumón de ganso la campanilla volvía a sonar.
Después de volver a vestirse, Bella subía de nuevo las escaleras y se encontraba a Edward apoyado en el cabecero de la cama sonriendo como un querubín. Odiaba molestarla, le confesaba con timidez, pero ¿le importaría ahuecarle las almohadas antes de retirarse a dormir?
Esa noche Bella se hundió en el mullido orejero de la sala de estar de Edward pensando sólo en poner en alto sus doloridos pies unos minutos.
Edward se recostó en la cama fingiendo estar dormido y esperó a oír chirriar la puerta. Se había acostumbrado al crujido de las faldas de la señorita Dwyer mientras andaba por su habitación apagando velas y recogiendo los objetos que había conseguido esparcir por el suelo sin salir de la cama. En cuanto creyera que estaba dormido intentaría escapar. Siempre sabía en qué momento se iba. Su ausencia dejaba un vacío casi tangible.
Pero esa noche no oyó nada.
—¡Señorita Dwyer! —dijo con firmeza sacando sus largos pies por debajo de las mantas—. Se me están enfriando los dedos de los pies.
Movió los dedos, pero nadie respondió.
—¿Señorita Dwyer?
Su única respuesta fue un suave ronquido.
Edward apartó las sábanas. Jugar a ser un inválido día y noche resultaba cada vez más cansado. Era increíble que su enfermera fuese tan obstinada. Ya debería haber presentado su dimisión. Pero a pesar de sus amables respuestas a sus demandas, su entereza estaba empezando a flaquear.
Sólo esa noche, después de pedirle que le ahuecara las almohadas por tercera vez en una hora, la sintió rondando a su alrededor y supo que le faltaba poco para rendirse.
Fue a tientas por los paneles tapizados hasta la sala de estar contigua a su alcoba. La melodía de los ronquidos le llevó al orejero que estaba enfrente de la chimenea. A juzgar por el aire frío, la señorita Dwyer no se había molestado en encender el fuego.
Sintiendo una punzada de remordimiento, Edward se arrodilló junto a la butaca. Sólo el agotamiento extremo podía haber dejado así a su infatigable enfermera. Sabía que debía despertarla, insistir en que se levantara inmediatamente y cerrase la ventana o fuera a buscar un ladrillo caliente envuelto en lana para calentar sus pies. Pero se encontró acercándose a ella, tocando los mechones sueltos de pelo que cubrían su frente. Eran más suaves de lo que esperaba, y se deslizaban como la seda entre sus dedos.
Los ronquidos cesaron. Bella cambió de postura en la butaca. Edward contuvo el aliento, pero enseguida siguió respirando con un ritmo constante y profundo.
Su mano rozó el frío metal de sus gafas de acero. A pesar de lo que había dicho Marks, parecían colgar de una nariz demasiado pequeña para soportar tanto peso. Se las quitó con suavidad y las dejó a un lado, asegurándose de que sólo estaba velando por su comodidad. Pero con la cara desnuda presentaba una tentación demasiado grande.
Era culpa suya, se dijo a sí mismo con firmeza. Si no hubiera persuadido a Marks para gastarle esa broma perversa, su curiosidad por su aspecto podría estar satisfecha.
Edward pasó las puntas de los dedos por su mejilla, sorprendido por la suavidad de su piel. Debía ser bastante más joven de lo que le había llevado a pensar su dura voz.
En vez de satisfacer su curiosidad, su descubrimiento la agravó aún más. ¿Por qué habría elegido una joven distinguida una profesión tan ingrata? ¿Había sido víctima de un padre aficionado al juego o un amante infiel que la había arruinado antes de abandonarla a su suerte? Si no podían encontrar trabajo como institutrices o costureras, esas mujeres acababan con frecuencia en las calles vendiéndose a sí mismas.
Su cautelosa exploración demostró que no tenía cara de caballo. Sus delicados huesos hacían que tuviese forma de corazón, ancha en las mejillas pero con una barbilla afilada en la que no parecía haber lunares ni pelos. El pulgar de Edward se apartó de los otros dedos para encontrar una suavidad más seductora.
Mientras le acariciaba sus labios carnosos, la señorita Dwyer apoyó la mejilla en su mano y lanzó un pequeño gemido de placer.
Edward se quedó paralizado al sentir una intensa concentración de sangre en su entrepierna. Había presumido de que su circulación estaba bien, pero hasta ese momento no se había dado cuenta de lo bien que estaba. Hacía mucho tiempo que no tocaba la cálida piel de una mujer, que no sentía la caricia de su aliento mientras sus labios se separaban. Incluso antes de Trafalgar, había pasado casi un año en el mar sólo con un desgastado paquete de cartas y sus sueños para el futuro para reconfortarle. Había olvidado lo poderosa que podía ser la fuerza del deseo. Además de peligrosa.
Apartó rápidamente la mano indignado consigo mismo. Una cosa era torturar a su enfermera cuando estaba despierta, y otra acariciarla mientras dormía. Volvió a acercarse a ella, esta vez decidido a despertarla y mandarla a su dormitorio antes de que su juicio le abandonara por completo.
Ella se movió y siguió roncando. Edward suspiró.
Blasfemando para sus adentros, fue a tientas a la habitación contigua y cogió un edredón. Luego regresó a la sala de estar y la arropó torpemente con él antes de volver a su cama fría y vacía.


Bella se acurrucó aún más en su confortable nido intentando ignorar que se sentía como si una docena de duendes estuvieran clavándole agujas en el pie derecho. No quería despertarse, no quería renunciar al delicioso sueño que se aferraba aún a los límites de su conciencia. No podía recordar los detalles exactos. Sólo sabía que en él se sentía segura y querida, y que al salir se quedaría con una profunda sensación de nostalgia.
Abrió despacio los ojos. A través de la ventana podía ver la neblina dorada del amanecer en el horizonte. Bostezó y estiró sus músculos entumecidos intentando recordar la última vez que había podido dormir toda la noche. Al sacar el pie de debajo, el edredón se resbaló y se cayó al suelo.
Bella parpadeó al darse cuenta de que era uno de los lujosos edredones de la cama del conde. Desconcertada, levantó la mano instintivamente para quitarse las gafas, pero habían desaparecido.
Sintiéndose terriblemente expuesta, buscó a tientas en la butaca a su alrededor pensando que se le habrían caído mientras dormía. Pero al inclinarse hacia delante las encontró bien dobladas en la alfombra junto a la butaca.
Muy despierta de repente, Bella se las puso y miró con cautela a su alrededor. Apenas recordaba cómo había acabado allí la noche anterior, pero le vinieron a la mente algunos fragmentos de su sueño: los cálidos dedos de un hombre tocándole el pelo, rozándole la piel, acariciando la suavidad de sus labios. Cerrando los ojos, se llevó dos dedos a los labios para revivir la exquisita sensación y el anhelo que había provocado su tacto.
¿Y si no había sido un sueño?
Bella abrió bien los ojos para librarse de esa terrible idea. Dudaba que el hombre que estaba durmiendo en la habitación de al lado fuera capaz de tanta ternura. Pero entonces no se explicaba quién la había tapado y le había quitado las gafas cuidadosamente.
Recogiendo el edredón, se levantó y fue en silencio a la alcoba contigua sin estar segura de lo que esperaba encontrar. Edward estaba tumbado boca abajo entre las mantas arrugadas con los brazos doblados sobre la cabeza. La sábana de seda se le había caído sobre una pierna musculosa, que estaba cubierta con el mismo vello dorado cobrizo que tenía en el pecho. Bella sabía exactamente cómo había conseguido esos músculos: montando a caballo, cazando, paseándose por la cubierta de un barco, gritando órdenes a los hombres bajo su mando.
Se acercó un poco más a la cama. A pesar de los meses que llevaba encerrado en aquella casa, la tersa piel de su espalda no había perdido del todo su brillo dorado. Atraída por esa extensión de oro fundido, extendió la mano. Aunque sus dedos apenas rozaron su piel, sintió una oleada de calor que recorrió todo su cuerpo.
Apartó la mano horrorizada por su descaro. Luego le echó por encima el edredón y fue corriendo a la puerta. Podía imaginar lo que pensarían la señora Cope y los demás criados si la veían salir de la alcoba del conde al amanecer con la cara sonrojada y los ojos somnolientos.
Agarrándose a la barandilla, bajó las escaleras de puntillas apresuradamente. Cuando estaba a punto de llegar a su rellano oyó un agudo tintineo que bajaba del piso de arriba. Bella se quedó paralizada, horrorizada por la idea de que Edward pudiese haber fingido que estaba durmiendo.
La campanilla volvió a sonar con más insistencia aún.
Hundiendo los hombros, Bella dio despacio la vuelta y subió de nuevo las escaleras.


Para la tarde el eco infernal de la campanilla parecía haberse instalado de forma permanente en la cabeza de Bella. Cuando estaba a cuatro patas en el suelo del vestidor de Edward, estirándose para recoger un pañuelo de seda que se había resbalado, volvió a sonar el tintineo. Al levantarse se dio un golpe en la cabeza con la estantería de arriba. La estantería se inclinó, y le cayeron encima una docena de sombreros de piel de castor.
Después de librarse de ellos murmuró:
—No comprendo cómo un hombre con una sola cabeza puede necesitar tantos sombreros.
Salió de los sofocantes confines del vestidor con el pelo empapado de sudor pegado a la cabeza y un pañuelo en cada mano como un par de serpientes venenosas.
—¿Ha llamado, señor? —gruñó.
Aunque el sol que se filtraba por la ventana proyectaba un halo angelical alrededor de su enmarañado pelo, la cara de Edward tenía los rasgos saturninos de un príncipe déspota acostumbrado a conseguir todos sus caprichos.
—Me estaba preguntando dónde habría ido —dijo con un tono acusatorio más grave que de costumbre.
—He estado tomando el sol en la playa de Brighton —respondió ella—. No pensaba que me echaría de menos.
—¿Ha habido alguna noticia de mi padre o de sus médicos?
—No desde que pregunté hace diez minutos.
Él apretó la boca en un silencioso reproche. Los dos habían estado todo el día de mal humor. A pesar de haber dormido toda la noche, a Bella le seguía atormentando ese sueño escurridizo y la posibilidad de que él hubiese sentido sus ridículas caricias. ¿Y si pensaba que era una vieja criada patética que se moría porque la tocase un hombre?
Desesperada por restablecer una corrección aparente entre ellos, dijo con firmeza:
—He estado la mitad del día en su vestidor ordenando sus pañuelos por tejidos y larguras como me ordenó. Seguro que no hay nada tan urgente que tenga prioridad sobre eso.
—Aquí dentro hace calor. —Edward se llevó una mano a la frente—. Creo que tengo fiebre. —Al echar las mantas hacia atrás dejó al descubierto un trozo de pierna bien musculada. Bella agradeció que esa mañana se hubiese puesto unos pantalones, aunque sólo le llegasen hasta la rodilla.
Sin darse cuenta, se pasó uno de los pañuelos por su acalorado cuello.
—Hoy hace un día muy caluroso. Quizá si abro las ventanas…
Cuando estaba cruzando la habitación dijo de repente:
—No se preocupe. Ya sabe que el olor a lilas me hace cosquillas en la nariz y me hace estornudar. —Desplomándose sobre las almohadas, movió la mano de un lado a otro—. Tal vez podría abanicarme un rato.
Bella dejó caer la mandíbula.
—¿No le apetece también que le dé unas uvas frescas a la boca?
—Si usted quiere. —Cogió la campanilla—. ¿Pido unas cuantas?
Bella apretó los dientes.
—¿Por qué no toma mejor un poco de agua fría? Ha sobrado algo de su almuerzo.
Después de dejar los pañuelos sobre el espejo de cuerpo entero que había en la esquina, Bella sirvió una copa de agua de la jarra de barro que estaba sobre la consola, que había sido diseñada para mantener fresca el agua de manantial. Mientras se acercaba a la cama no podía dejar de pensar que si Edward no fuese ciego la miraría con tanta suspicacia como ella a él.
—Aquí tiene —dijo poniéndole la copa en la mano.
Él se negó a cerrar los dedos a su alrededor.
—¿Por qué no hace usted los honores? Estoy un poco cansado —suspiró—. Esta noche no he dormido demasiado bien. He soñado que había un osezno gruñendo en la habitación de al lado. Ha sido muy angustioso.
Se apoyó en las almohadas separando los labios como un pajarito esperando a que su madre le diera de comer. Bella le miró en silencio durante un largo rato antes de levantar la copa. El chorro de agua fría cayó sobre la cara de Edward, que se incorporó rápidamente farfullando y maldiciendo.
—¡Maldita mujer! ¿Pretende ahogarme?
Bella se apartó de la cama y volvió a dejar la copa en el borde de la mesa.
—Eso sería demasiado bueno para alguien como usted. Sabe muy bien que anoche no había un osezno durmiendo en la habitación de al lado. ¡Era yo! ¿Cómo se atreve a tomarse esas libertades con mi persona?
Edward parpadeó el agua de las pestañas con una expresión ofendida y desconcertada.
—No tengo ni la menor idea de qué está hablando.
—¡Me quitó las gafas!
Él soltó una carcajada de incredulidad.
—Por su forma de hablar cualquiera diría que le quité la ropa.
Bella se agarró el cuello de su sencillo vestido verde botella.
—¿Cómo sé que no lo hizo?
El silencio que se quedó flotando entre ellos era más espeso que el aire caliente. Luego su oscura voz se adentró en un territorio peligroso.
—Si le hubiera quitado la ropa, señorita Dwyer, puedo asegurarle que habría merecido la pena despertarla. —Antes de que Bella pudiera decidir si eso era una promesa o una amenaza, prosiguió—: Lo único que hice fue quitarle las gafas y taparla. Sólo estaba intentando que se encontrara cómoda.
Para su sorpresa, un rubor de culpabilidad se extendió por sus mejillas. No habría pensado que fuese capaz de sonrojarse, aunque las mentiras y las verdades a medias saliesen de su boca con tanta facilidad.
Volvió a acomodarse entre las mantas con una expresión más autoritaria que nunca.
—Ahora, si ha terminado con mi baño improvisado, ¿sería tan amable de darme una toalla?
Bella se cruzó de brazos.
—Cójala usted mismo.
Edward arqueó una ceja cobriza tensando su cicatriz.
—¿Disculpe?
—Si quiere una toalla, cójala usted mismo. Estoy cansada de servirle. Puede que esté ciego, pero tiene dos brazos y dos piernas perfectamente capaces.
Confirmando sus palabras, echó las mantas hacia atrás y se puso de pie sobrepasándola. La campanilla se cayó al suelo con un ruido discordante, rodando un poco por la habitación.
Bella había olvidado lo impresionante que podía ser cuando no estaba tumbado entre las sábanas. Sobre todo cuando sólo llevaba unos desgastados pantalones de ante hasta las rodillas. Aunque su proximidad hizo que se le acelerara la respiración y su piel se estremeciera, se negó a retroceder ni un solo paso.
—¿Necesito recordarle, señorita Dwyer, que si no le gustan las condiciones de trabajo que hay aquí sólo tiene que presentar su dimisión?
—Muy bien, señor —dijo con una fría calma—. Eso es lo que voy a hacer. Dimito.
Una expresión de sorpresa casi cómica le cruzó la cara.
—¿Qué quiere decir con que dimite?
—Quiero decir que voy a cobrar mi sueldo, recoger mis cosas y abandonar su casa antes de que anochezca. Si quiere le diré a Marks que ponga otro anuncio en el periódico antes de irme. Le sugeriría que esta vez ofreciese un sueldo más extravagante aún, aunque ninguna cantidad de dinero compensaría soportar sus ridículas exigencias durante más de una hora. —Girando sobre sus talones, fue hacia la puerta.
—¡Señorita Dwyer, vuelva aquí inmediatamente! ¡Es una orden!
—Me voy —dijo ella por encima del hombro con una alegría salvaje corriendo por sus venas—. ¡Ya no estoy obligada a obedecer sus órdenes! —Ignorando sus gruñidos, Bella salió por la puerta y la cerró de golpe detrás de ella con una gran satisfacción.


Edward se quedó junto a la cama con el portazo resonando en sus oídos. Todo había sido tan rápido que aún estaba intentando asimilarlo. Los hombres que había tenido bajo su mando nunca se habían atrevido a cuestionar sus órdenes, pero esa enfermera obstinada le había desafiado descaradamente.
Había ganado, se recordó a sí mismo. Una vez más. Había conseguido exactamente lo que quería: su dimisión. Debería estar triunfante.
¡Señorita Dwyer! —vociferó yendo detrás de ella.
Las horas que había pasado postrado en la cama habían hecho estragos en su equilibrio y su sentido de la orientación. Cuando apenas había dado tres pasos su tobillo se enganchó con una pata de la consola. Tanto él como la mesa comenzaron a balancearse. Entonces algo se resbaló de su pulida superficie y se produjo una explosión de cristales rotos.
Era demasiado tarde para detener su caída. Edward se cayó hacia delante pesadamente sintiendo una punzada cerca de la garganta. Se quedó allí tumbado un momento intentando recuperar el aliento. Pero cuando intentó levantarse un fuerte mareo le llevó de nuevo al suelo.
Su mano aterrizó en un charco caliente y húmedo. Durante un minuto pensó que era agua de la copa y la jarra que se habían roto. Pero cuando se tocó las puntas de los dedos estaban pegajosas.
—Maldita sea —murmuró al darse cuenta de que era su propia sangre.
De hecho parecía una maldición, porque el charco de sangre que tenía debajo era cada vez más grande.
Durante un breve instante se encontró de nuevo en la cubierta del Victory con la nariz inundada por el hedor de la sangre, que no era toda suya. Un terrible rugido invadió sus oídos, como el rugido de un mar hambriento dispuesto a tragárselo.
Edward extendió un brazo, buscando algo que pudiera agarrar para no caer en ese profundo abismo. Sus dedos tantearon una forma familiar: el mango de madera de su campanilla. La arrastró hacia él, pero el esfuerzo le dejó demasiado débil para levantarla.
Dejó caer la cabeza pensando en lo irónico e indigno que era todo ello. Había sobrevivido a Trafalgar para morir desangrado en el suelo de su propia alcoba, traicionado por un mueble y una enfermera mordaz y dominante. Se preguntó si la fría señorita Dwyer lloraría en su entierro. Mientras sentía cómo se le iba la vida, esa idea casi le hizo sonreír.
—¿Señorita Dwyer? —llamó débilmente. Después de dedicar sus últimas fuerzas a tocar una vez más la campanilla, su voz se hundió en un ronco susurro—. ¿Bella?
Luego el tintineo de la campanilla y el rugido de sus oídos se convirtieron en un silencio tan negro y opresivo como la sempiterna oscuridad.

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