miércoles, 16 de febrero de 2011

Esto es lo que me estaba perdiendo




Capítulo 9 "Esto es lo que me estaba perdiendo"
La llevó a casa con él como si fuese un gatito abandonado que hubiese encontrado en la calle. No la llevó a su palacete de recreo sino al Palazzo Reale. Bella pensó que el príncipe Edward quería formalizar así su proposición, pero no estaba segura de cuál iba a ser el mensaje que Ascensión recibiría.
Al llegar al inmenso y amplio rectángulo dorado de ladrillo, con sus techos en mansarda y sus ventanas elegantemente talladas, la condujo de la mano a través del dorado laberinto de salones de mármol que conformaban el ala privada del palacio, donde se situaban los aposentos de la familia real.
En el tercer piso, la instaló en una gran suite, ventilada y decorada con terciopelo rosa. Tenía un saloncito acondicionado con una chimenea de mármol blanco tallada con cisnes y un balcón exterior con vistas a Belfort.
La dejó al cuidado del viejo doctor de la corte, para que le curasen debidamente la herida del brazo. Un batallón de bien dispuestas sirvientas con cofia y delantal entraron también en la habitación a la espera de sus órdenes. Las sirvientas le echaron un vistazo con sus ropas negras y empezaron inmediatamente a preparar el baño. Otras se quedaron junto a ella preguntándole lo que quería para comer, cualquier cosa, como si temiesen que fuera a salir volando a la menor ráfaga de viento que hubiera si no la alimentaban pronto, según las instrucciones de su alteza.
Al día siguiente, Edward le había dicho que las costureras reales, muy reputadas por vestir a su hermana, la impresionante princesa Alice, pasarían el día con ella para hacerle el vestido de bodas lo más pronto posible. ¡El loco del príncipe quería que la boda tuviese lugar dentro de tres días! Los costureros debían también empezar a trabajar, según había dicho el príncipe, en la elaboración del extenso guardarropa que necesitaría para su nueva vida de princesa heredera. Por fin, la dejó en manos de las sirvientas, riendo al ver que ella se enfrentaba airada al doctor y a las sirvientas que la atosigaban.
Una vez terminada la tarea de convertir un caballo trotón en una princesa, su brazo apareció cubierto de un vendaje limpio, su piel exfoliada con jabón de rosa y su pelo lavado y peinado con bastante violencia. No tenía nada que ponerse, excepto la combinación blanca que ellos le habían dado y un vestido de seda estampado de cachemira. Había ingerido una gran cantidad de alimentos, servida en platos de reluciente plata.
Entre plato y plato, habían avisado a Ángela y al abuelo de lo que estaba ocurriendo, porque seguramente estarían preocupados. A partir de ese momento, Bella se sintió mucho mejor, pero a eso de las tres de la tarde, se empezó a sentir exhausta ante tanta nueva orden.
Mirando a la calle desde el balcón, mordisqueó una galleta de chocolate y almendras y terminó su taza de café azucarado con tanto azúcar como quiso, exceso sobre exceso, y después entró una vez más en la habitación y se subió en la gran cama, enroscándose bajo las frescas sábanas de lino.
No estaba segura de poder conciliar el sueño a pesar de la fatiga. Esa sensación de mariposas revoloteando en su estómago pervivía, y no podía dejar de pensar en la boda y en el rito de intimidad que seguiría..., perdería la virginidad con el príncipe Edward. ¿Cómo sería? ¿Le cubriría el cuerpo de besos? Hundió su cara acalorada en la almohada con una sensación de nerviosismo en el corazón y un hormigueo en el vientre. Se apretujó aún más bajo las sábanas porque una oleada de temor parecía haber sustituido al deseo. Ella sabía que no era en besos en lo que terminaba todo.
¿Le dolería? ¿Cómo podría encontrar la fuerza para cumplir con la dolorosa, desagradable y terrible invasión de su cuerpo, especialmente cuando sabía que el final que le aguardaba era la muerte en el parto, tal y como le había sucedido a su madre? Sin embargo, había dado su palabra. Tendría que dejarle que se lo hiciera.
Lo que importaba, se dijo, es que había conseguido salvar a los Black. Además, si ella sobrevivía a la orden del parto, quizás siendo princesa heredera pudiese hacer cosas buenas por Ascensión, por ejemplo echar del reino a corruptos como el cerdo de Forge, causa principal de que ella se hubiese hecho criminal. ¿Qué dirían el rey Carlisle y la reina Esme cuando conocieran la elección que había hecho su hijo? Suponía que ya habría tiempo de cruzar esos puentes más tarde. Por el momento, estaba agotada.
Con la vista fija en los dibujos que la luz hacía en la hermosa alfombra persa, el efecto del sol de la tarde y el cansancio de una noche en el lóbrego calabozo de la cárcel contribuyeron a que fuera quedándose poco a poco dormida.
Cuando se despertó, era por la mañana.
Se incorporó en la cama sorprendida, recordando de repente el nuevo mundo en el que estaba. Frotándose los ojos, se quedó mirando con asombro la puerta cuando se abrió y apareció por ella la cabeza de la corpulenta, aunque anciana, sirvienta.
— ¡Ah, buenos días, señorita! ¡Justo a tiempo para el desayuno! Hay un regalo para usted en la habitación contigua. ¿Quiere verlo ahora?
— ¿Para mí?
Una sonrisa iluminó el rostro rechoncho de la mujer, que asintió apremiándola. Bella bajó de la enorme cama y caminó con ligereza hasta la sirvienta, que mantenía la puerta abierta con su cuerpo. Con cautela, Bella miró a hurtadillas en la otra habitación, con un grito de sorpresa.
Con los ojos muy abiertos, entró en el salón y vio que había sido transformado mientras dormía en un jardín de ensueño. Estaba lleno de infinitos ramos de flores. Deambuló por la habitación, dejándose intoxicar por los delicados perfumes florales. Rosas cubiertas de puñados de velos de novia inundaban la habitación: rojas, rosadas, anaranjadas y blancas. Había orquídeas reales de un intenso morado oscuro, camelias de suculentos pétalos blancos, remolinos de boca de dragón y lilas recatadas, lirios azules resplandecientes y puñados de margaritas, amarillas y blancas. En un vaso delgado y cristalino, una voluptuosa flor de árbol frutal, una misteriosa y extrañamente erótica flor solitaria. Al levantar la tarjeta colocada delicadamente sobre uno de los arreglos, uno con dos docenas de rosas rosas mezcladas con flores frutales de verano en todo su esplendor, se preguntó quién había podido enviar un regalo tan sorprendente. Todo lo que de cía era «E».
— ¡E! —-exclamó suavemente, dirigiendo una mirada sin respiración hacia las sirvientas, mientras su rostro se ponía tan rojo como el de las rosas.
Las mujeres sonrieron, mirándose unas a otras.
—E —susurró de nuevo para sí. Parecía excesivo para un hombre que sólo estaba utilizándola, pensó, y de repente una risita traviesa escapó de sus labios desde lo más profundo de su corazón. Arrepentida, se tapó la boca con la mano para que no oyeran ese sonido infantil y juguetón.
—Vamos, señorita. Tiene usted que comer —dijo la sirvienta principal—. ¡Está tan delgada como un pajarillo!
Bella sonrió, sintiéndose como una estúpida, aunque feliz de que la cuidaran.
—Ha sido verdaderamente hermoso que él me enviase flores, ¿no creen?
—Desde luego, señorita. —Las sirvientas asintieron, reprimiendo una sonrisa.
—Me pregunto por qué lo ha hecho. —Volvió danzando al dormitorio y dejó que la vistieran, dispuesta a satisfacer todos sus deseos.
Quizás estaba tratando de llegar a ella con este maravilloso gesto, pensó satisfecha. Quizás había más sinceridad en su oferta de matrimonio de lo que ella se había atrevido a imaginar. Quizás se había dado cuenta de que ella no era del tipo de persona que podría mentirle. Eso era lo que él quería, ¿no? Alguien en quien poder confiar.
Ella no sería una gran belleza, pero era sin duda leal a aquellos a quien amaba.
La enérgica mujer uniformada la devolvió a la cama mientras una sirvienta más joven traía una elegante bandeja de plata con el desayuno. Un segundo después, la modista entró y se presentó, mientras sus ayudantes y costureras empezaron a preparar todo para mostrar una gran variedad de telas de todos los colores.
Bella tomó el desayuno sentada en la cama, con la mirada insistente de la modista clavada en ella, quien esperaba sentada en una silla cercana. Mientras ella terminaba de comer, iba recibiendo toda clase de recomendaciones sobre materiales y telas, aunque su mente estaba más ocupada pensando que robar a Edward había sido el mejor error que había cometido en su vida.
La sesión de costura continuó hasta el almuerzo. Para entonces, Bella había tenido más que suficiente de sedas y satenes, muselinas y terciopelos, encajes y tafetán. Sobre todo, no podía soportar más los reproches del fabricante de capas, molesto por que sólo tenía cuarenta y ocho horas para confeccionar un vestido de novia digno para la realeza.
Bella seguía mirando la puerta, con la esperanza de que «E» viniese a visitarla. Estaba segura de que él sabría muy bien cuáles eran las prendas que más convenían a una mujer y no le hubiese importado oír sus opiniones sobre algunos de los vestidos que las costureras le habían recomendado.
Para su sorpresa e indignación consigo misma, deseaba demasiado la llegada de ese descarado mujeriego. Pero nunca apareció. Empezó incluso a pensar que había habido algún error. ¿Se había olvidado de ella? ¿Volverían los guardias para meterla otra vez en el calabozo?
Desde luego, todo era demasiado bueno para ser cierto. Tal vez había cambiado de idea, o mejor, había recuperado el juicio. Cuando el sol empezaba ya a caer en el cielo de la tarde, Bella supo que no se le permitía salir de la habitación. Para que tuviera algo que ponerse de su talla, las costureras le habían traído el primero de los nuevos vestidos, uno color verde menta que sorprendentemente le iba como un guante. Con él, Bella intentó dar un paseo, pero no llegó más allá del recibidor porque enseguida los guardias la introdujeron con amabilidad de vuelta en sus floridas habitaciones. Con el rabillo del ojo, pudo ver en el pasillo a los hombres de la guardia real vigilando la entrada.
Lo que no pudo saber bien era si estaban allí para protegerla o para asegurarse de que no escapara. Sin embargo, conforme el día avanzaba, su nerviosismo y su aburrimiento aumentaban, y empezó a preguntarse si no seguiría siendo la prisionera del príncipe. Molesta, salió al balcón, arrugando el ceño mientras miraba en la lejanía la ciudad y el mar. Unos minutos más tarde, una de las sirvientas vino a buscarla. Con una mirada de picardía le anunció que tenía una visita.
« ¿Edward?», se preguntó, sintiendo que el corazón se le aceleraba. Se dio la vuelta y fue corriendo del dormitorio al salón, sintiendo cómo el calor subía a sus mejillas. Percibió su combustible presencia resonando en la suite rosa y dorada. Su voz agradable y profunda llegaba desde la otra habitación. Preguntaba a las sirvientas y se aseguraba de que todos sus deseos hubiesen sido satisfechos. Las mariposas de su estómago volvieron a revolotear cuando por fin entró en la habitación en la que él estaba.
Desde la entrada, le vio de pie en el otro lado de la habitación, inspeccionando uno de los ramos que le había enviado. Estaba de espaldas a ella, con las manos juntas, su alto y elegante cuerpo engalanado con una chaqueta impecable y unos pantalones beis de lino. Llevaba el pelo cobrizo recogido en su habitual coleta, que caía limpiamente entre sus amplios hombros.
La luz pareció inundar todo su ser cuando sus ojos volaron hacia él. Y los de él parecieron dibujar una sonrisa al oír que ella le decía con las manos en la cintura:
— ¡Vaya! —dijo juguetona—. ¿Así que es éste nuestro mis terioso señor E?
Edward abandonó las rosas y se volvió con una mueca de picardía en el semblante. Pero al ver a la increíble joven que se alzaba en la entrada de la habitación, sus ojos se abrieron sorprendidos. Era como si le hubiesen comido la lengua.
Sonriéndole como un rayo de luz, con las mejillas sonrojadas y sus ojos chocolate más brillantes que nunca, su futura esposa le dedicó una delicada reverencia.
—Gracias por las flores, alteza.
— ¡Por el amor de Dios! —exclamó, devorándola con los ojos—. Estás maravillosa.
Manteniendo aún la reverencia, levantó su extasiada mirada hacia él. Al instante, él cruzó la habitación para colocarse junto a ella, levantándola para que se mantuviera erguida junto a él.
—Eres una criatura maravillosa, deja que te vea. —Ella enrojeció al ver que él hacía un círculo alrededor suyo, absorbiéndola literalmente con la mirada—. ¡Ay, ay! Tengo que recompensar a Madame por esto.
—No te burles de mí—le dijo, con el ceño fruncido.
—Claro que no. Tu vestido, tu pelo... —Palpó con los dedos la fina seda verde menta y acarició uno de sus mechones rizados que enmarcaban su rostro con afección. Entonces, echó la cabeza hacia atrás y dando una palmada empezó a reírse con fuerza—. ¡Eres perfecta, Isabella! Absolutamente perfecta. —De repente, la tomó de las manos y empezó a tirar de ella hacia la puerta—. ¡Vamos! Es hora de separar el trigo de la paja. ¡Vas a ayudarme a deshacerme de los fardos inservibles que me rodean!
— ¿Qué quieres decir? —preguntó, apresurándose para poder seguir sus largas zancadas—. ¿Adonde vamos?
—Quiero que conozcas a mis amigos.
Ella plantó sus bien calzados pies en el suelo y se detuvo. Edward se volvió para saber qué pasaba, todavía sorprendido de su transformación. No sabía muy bien si era el nuevo vestido y el peinado lo que le sentaban tan bien, o si se trataba de la comida y las buenas horas de sueño. Había venido únicamente para comprobar que todo estaba bien, lamentando tener que dejarla en la habitación todo el día. Sin embargo, ahora sólo quería mostrarla a los demás, ponerla ante sus caras para que vieran que iba a casarse con ella, una decisión que le había costado defender ante sí mismo las últimas treinta y seis horas. Mostrarla sería suficiente para acallar sus objeciones para siempre.
Isabella Swan estaba hecha para él.
Ella seguía allí, plantada, con una súplica en los ojos.
—No quiero conocerles. ¡Van a odiarme!
El miró fijamente el rosa coral de sus labios.
— ¿Cómo?
— ¡Les he robado prácticamente a todos ellos, Edward!
Sin hacer caso de sus palabras, se inclinó, sobrecogido irremediablemente, y probó esos labios con un suave beso.
Ella cerró los ojos, incapaz de reaccionar ante ese beso sencillo y evocador. Entonces, se echó hacia atrás bruscamente y le dijo con el ceño fruncido.
— ¿Es que no me has oído?
Le sonrió con suficiencia, imaginando mejores maneras de pasar la tarde con ella.
—Todo lo que puedo oír son sonidos angelicales, querida. ¿Acaso tú no los oyes?
Ella entrecerró los ojos, incapaz de reprimir una sonrisa de desesperación.
—Escucha —susurró él, acercándose a ella de nuevo. Rodeándole la cintura con su esbelto brazo, la besó tiernamente una vez más—. ¿Los has oído esta vez?
Como si soñara, su prometida abrió los ojos y los levantó hacia él. Levantó también su mano y le acarició el rostro. —Estás completamente loco —dijo suavemente. Con un gruñido espontáneo y complacido, la agarró para cogerla en brazos, doblándola por la cintura para colocarla sobre su hombro derecho. Él le daba pequeños azotes en el trasero y ella balanceaba los pies como una niña.
— ¡Vamos, querida! Es hora de que conozcas a la corte.
Empezó a caminar a grandes zancadas por el pasillo, como si fuera un ladrón cargando su botín.
— ¡Bájame! ¡Bájame ahora mismo!
— ¿Te has preguntado alguna vez lo que hubiese pasado si yo hubiese sido el ladrón y tú la princesa? —preguntó, observando con una mueca que ella no estaba luchando con verdadera insistencia. Bajó la cabeza y le mordió la cadera a través del vestido de seda verde. Después, la puso con cuidado en el suelo, fuera del salón, junto a la puerta de la habitación donde había dejado a sus amigos.
Isabella reía, con la cara roja por haber estado boca abajo, y él se sintió volar por la oleada de deseo que le invadía. Apenas podía creer que fuera a poder, sin culpa ni remordimiento, llevarla tan pronto a la cama, disfrutar de ella y hacerla completamente suya... su mujer. La risa de Isabella se quebró al ver el calor en la mirada de él. Dando un paso atrás, sus ojos se abrieron cargados de incertidumbre y vergüenza. Edward sonrió débilmente, peguntándose si alguien le habría dicho alguna vez lo maravillosa que era, porque de verdad parecía desconocer su propio encanto. Él apartó la pasión de su mirada antes de que ella saliera huyendo.
—Si alguno de los que está ahí dentro se porta mal contigo, será expulsado de la corte. ¿Entendido?
— ¿Echarías a tus amigos por mí? —preguntó con asombro.
Edward rozó con los nudillos la delicada curva de su mejilla.
—Tengo muchos amigos, pero sólo una esposa. No quiero verte infeliz bajo mi techo, Isabella. Tomaré cualquier insulto contra ti, como si fuera un insulto a mi propia persona.
—Eres de verdad muy amable conmigo —dijo débilmente. Entonces se aclaró la garganta y adoptó un aire más profesional—, pero puedo cuidar de mí misma, ¿sabes? No estoy segura de sentirme cómoda si me colocas entre tus amigos y tú.
En ese momento, Edward estaba dispuesto a matar dragones por ella, pero quizás estaba siendo demasiado vehemente.
—Señora mía, valga decir que tú eres mi elección y que yo soy su señor. Piensa en ello como en una prueba de lealtad hacia mí.
—Ah —dijo, asintiendo con seriedad—, está bien.
— ¿Lista?
Se colocó el vestido.
—Supongo. Trataré de no ponerte en evidencia.
Él la reconfortó con una sonrisa.
—Sólo tienes que ser tú misma. Yo estaré justo a tu lado. —Un sentimiento protector le invadía al abrir la puerta para que ella pasara.
Bella se preparó para lo que fuera que le esperase y después entró con paso regio. Edward la observó ansioso, lleno de orgullo al verla entrar en la habitación por delante de él. Su paso flotante y armonioso le fascinaba. Vio cómo se le pegaba la falda a sus esbeltas piernas, hasta tomar asiento en un sillón colocado en el centro de la habitación. Con la columna muy derecha, se sentó muy remilgada, con la cabeza alta y las manos colocadas finamente sobre el regazo.
Edward se paseó tranquilamente hasta donde ella estaba y se colocó detrás, en pie, de guardia. Se inclinó a su espalda en una pose natural, con los ojos entrecerrados, alerta, observando a sus amigos cuando se acercaban a ella para presentarse y darle la enhorabuena.
Edward vio aliviado que a Emmett le gustó al instante. Su primo James la trató con educada reserva, pero el altivo Mike y el siempre sarcástico Caius fueron corteses con ella sólo porque Edward estaba allí detrás amenazándoles. Isabella no ofreció su mano a ninguno de ellos, esto le agradó. Se comportó con autoridad y nobleza, hablando poco. Después de presentarla a unos pocos más, Edward se sintió satisfecho.
Le puso la mano en el brazo y la sacó del salón, contento de tenerla solo para él, por fin. Mientras caminaban por el pasillo, se dio cuenta de que parecía un tanto asustada.
Dios sabía que tenía cientos de asuntos que atender en esos momentos, pero todo lo que parecía importarle ahora era estar con ella, preferiblemente lejos de los ojos inquisidores de la corte. Deslizó el brazo sobre sus débiles hombros y la apretó con cariño.
—Lo hiciste muy bien.
Ella le miró desconcertada. De repente, dejó escapar un suspiro.
— ¡Vamos! Hay algo que quiero enseñarte. —Cogiéndola de la mano, la llevó hasta el vestíbulo, insistiendo con su dulce e irresistible sonrisa cuando protestó.
Una hora después, se encontraban navegando en su resplandeciente embarcación de noventa metros de eslora, surcando las plácidas olas que rodeaban el puerto. Edward se sentía libre. De pie en la cubierta, con las mangas de la camisa remangadas y su largo pelo suelto mecido por la brisa de la tarde, se sabía observado furtivamente por Isabella, que buscaba algo de comer en la cesta de la merienda. Una de las sirvientas se la había entregado antes de partir y alejarse de toda la muchedumbre de sirvientes, personal de servicio y demás aduladores que habitaban en la corte.
Edward contemplaba las velas sobre el cielo azul violeta, donde unas pocas estrellas empezaban ya a aparecer. Ante ellos, el horizonte aparecía dorado y rosa, como el despertar de un querubín. El navío navegaba lentamente sobre el agua. Cuando estuvieron a más de una milla de distancia de la isla, afianzó el timón y subió al mástil para bajar un poco las velas y suavizar la marcha.
Isabella comía un melocotón y le miraba.
Él sonrió para sí mientras ataba la vela mayor y bajaba a la brillante y limpia cubierta. A juzgar por su expresión de asombro, ella no había sospechado que supiese navegar sin tener que dar órdenes a sus subalternos, pensó divertido. Pero, para un prisionero de su rango y reputación, el bote era su santuario: éste era el único lugar donde había sentido algo de libertad en su vida. Disfrutaba de la soledad que el mar le ofrecía. Tal y como había estado siempre, rodeado de aduladores, la magnitud del océano era lo único que le recordaba su propia insignificancia y le hacía sentirse humilde.
Al sentarse junto a ella cerca de la proa, se preguntó qué diría si le dijese que era la primera vez que llevaba a una mujer al barco.
Isabella le ofreció un trozo de queso clavado en la punta del cuchillo. Él lo rechazó con un movimiento de mano, y después miró a su alrededor en busca de la botella de vino joven que había traído del pequeño pero bien surtido camarote. Cuando la encontró, trató sin éxito de encontrar el sacacorchos que debía estar en el fondo de la cesta. Isabella se lo pasó con una sonrisa y él lo cogió de su mano después de robarle un beso.
—Algunas veces, cuando era un muchacho —dijo mientras colocaba el sacacorchos y empezaba a girarlo—, solía soñar que empaquetaba mis cosas en este pequeño velero y me iba de aquí para siempre. Que me escapaba de casa. Quería ser un explorador del Congo y del lejano Oriente, pero me encontraba atrapado aquí... afortunadamente. —La miró por el rabillo del ojo, con una expresión juguetona—. Hubiese muerto seguramente de malaria o habría sido comido por los caníbales en la jungla, ¡un niño rico como yo! ¿A que sí?
Ella se reía.
— ¿Qué?
—Sólo tú podrías tener una razón para querer huir de una vida como ésta. Sin duda debía ser un tormento ser adorado por todos... el futuro Rey, nacido con una cuchara de plata en la boca, el ojito derecho de tu madre...
— ¡Vamos, vamos... No ha sido ningún lecho de rosas! —protestó, riéndose con ella aún a sus expensas—. Tenía mis pruebas y mis tribulaciones, como todo el mundo.
— ¿Como cuáles? —le replicó, mientras él sacaba el corcho.
—Sucede que siempre se me ha exigido mucho. Me obligaron a estudiar cientos de materias relacionadas con los asuntos de Estado desde que fui lo suficiente grande como para andar —anunció, tratando de justificarse.
— ¿Cómo qué? —Ella cogió la cesta y después se volvió hacia él con dos copas. Edward sirvió el vino.
—Retórica, historia, lógica, composición, filosofía, lenguas (tanto muertas como vivas), álgebra, finanzas, ingeniería militar, arquitectura, comportamiento, bailes de salón...
—¡Bailes de salón!
—No es conveniente que un príncipe vaya por ahí pisando los pies de las damiselas. —Terminó de servir y cerró la botella con el corcho. Después, puso la botella a un lado.
Ella le dio una de las copas y después se abrazó a sus rodillas dobladas, sonriéndole.
— ¿Qué más tuviste que aprender?
— ¿Aprender? No, nada de aprender, querida... dominar —la corrigió mientras chocaba ligeramente su copa con la de ella a modo de brindis—. Mi padre no hubiese admitido menos. «Debes ser el más fuerte, el más inteligente, el mejor, Edward», decía mi padre. —Y él imitaba la voz de su padre—. La debilidad no me estaba permitida.
—Bastante riguroso —apuntó ella mientras sorbió un trago de vino.
Observándola, él hizo lo mismo, preguntándose cómo sabría en sus labios.
— ¿Por qué era tu padre tan estricto?
Edward bajó la copa.
—Bueno, él cree, como yo, que la única manera de imponer la autoridad es dando ejemplo. Si los hombres sienten signos de debilidad o inferioridad en su líder, se arrojarán a él como los lobos sobre los terneros heridos. —Se dio cuenta de su mueca y le sonrió, tratando de mantener el tono ligero de la conversación—. Para saber de todo, tuve todas las herramientas a mi disposición que me hicieran ser un modelo de ser humano. ¿Qué tal lo he hecho?
—No estoy segura —replicó con una mueca astuta que le resultó de lo más atractiva.
Sonriendo, se preguntó si ella se había dado cuenta de lo cerca que estaban. Él se sentaba con una mano por delante y ahora el hombro de ella descansaba en el espacio que había debajo de su brazo, como si se estuviera relajando sobre él cada vez más. Tenía miedo de hacer algún movimiento que la asustara y la alejase de él. Ella cruzó sus exquisitas piernas y flexionó los pies. Se estaba quitando los zapatos.
—Cuéntame más cosas de cómo fue crecer siendo el príncipe heredero. ¿Fue muy duro?
—Bueno, estaban las asignaturas académicas como leer, escribir y demás; las aptitudes sociales; los deportes, que era lo que más disfrutaba; y las artísticas, en ésas no sobresalía —añadió—. No tengo ningún talento artístico o musical, pero tengo buen gusto, por lo que mi padre no pudo culparme por eso.
—Me refería a cómo te sentías.
Él la miró dudoso durante un momento.
—Estaba bien.
Un rizo castaño caía con gracia por su mejilla cuando ella movió la cabeza, sonriéndole con escepticismo.
—No sé. Todo el mundo me tenía envidia —admitió, tirándole suavemente del rizo como si fuera un muelle—. La primera ley de supervivencia que debes aprender en tu nueva vida como princesa, Isabella, es que todo el mundo en la corte tiene una agenda. Como puedes hacer mucho por ellos si les eliges, todos te reirán las bromas y alabarán todos tus juicios, pero nunca sabrás quién es tu verdadero amigo. —Le sujetó la barbilla con delicadeza y le guiñó un ojo—. Excepto conmigo, claro.
Ella le sonrió afectuosamente. Sus ojos eran tan claros como el agua, y parecía tan despreocupada como una niña. Un sentimiento de culpa le sobrevino al darse cuenta de que estaba introduciéndola en el peligroso mundo de la vida palaciega. Ella no estaba preparada, era demasiado inocente. Tendría sin duda que cuidar muy bien de ella.
Levantó la copa hacia ella con una sonrisa y bebió, después se quedaron un rato en silencio, sentados uno al lado del otro disfrutando de la mutua compañía. La brisa de la tarde les rozaba la piel mientras el sol empezaba ya a descender por el oeste.
Edward seguía dándole vueltas al tema que ella había sacado. De repente, empezó a hablar, con la mirada fija en las olas.
—Imagino que conoces la historia de cómo mis abuelos paternos fueron asesinados cuando eran apenas unos años mayores que tú y que yo ahora, ¿no? Mi padre era sólo un niño entonces y fue el único que sobrevivió a la tragedia.
Ella asintió con tristeza.
—Una mancha horrible y trágica en la historia de Ascensión.
—Sí, lo es. Bueno, pues mi padre sufrió mucho durante su niñez en el exilio, después de esas muertes. Esas experiencias le endurecieron y piensa que es la razón de su efectividad ahora como Rey. Por eso se preocupa continuamente de que mi vida haya sido tan fácil. «Van a comerte vivo, Edward», me dice con cariño.
—Vaya, qué amable que confíe tan poco en ti —le dijo con ironía.
Él giró la cabeza para mirarla, sorprendido de que lo hubiese entendido tan bien.
—De eso se trata, precisamente —exclamó—. Él piensa que soy un idiota. Todos lo piensan.
—Bueno —dijo—, pues no lo eres.
—No, no lo soy —replicó él.
Ella le miró, sonriendo ligeramente, los dos absortos en ese raro instante de perfecta comprensión y sintonía. Después, Isabella bajó los ojos y pareció dudar al decir.
—Serás un gran Rey, Edward. Cualquiera puede ver eso.
—Ah —murmuró, apartando la mirada.
Por un momento ella se quedó callada. Después le puso la mano en el hombro y le empezó a acariciar poco a poco, para ver el efecto que esto producía en él. Él cerró los ojos, y agachó la cabeza, dejándose hacer.
Era una sensación maravillosa, la de ser acariciado por ella. No quería que terminase.
«Confía en mí, Isabella —pensó con desesperación—. Por favor, sólo necesito que alguien me quiera tal y como soy.»
—Su majestad debe de ser un hombre duro y estoy segura de que no te tiene que resultar fácil ser el objeto de todas sus esperanzas en lo que se refiere al futuro para Ascensión, pero él es tu padre y estoy segura de que lo hace por tu bien.
—He vivido en la sombra toda mi vida —susurró—. Nada de lo que hago parece ser suficiente para él. Al menos sólo una vez, me gustaría que me mirase y me dijese: «Bien hecho, Edward». No debería importarme lo que piense de mí, pero me impor ta. Cada vez que intento hacer algo, pienso en lo que ocurrió cuando era sólo un jovencito estúpido, y estoy seguro de que conoces también esa historia. Todo el mundo la conoce.
Isabella apoyó la cabeza en su hombro, rodeándole el cuello con un brazo.
—Todo el mundo comete errores de vez en cuando —dijo dulcemente—. Un error no tiene que ser el fin del mundo, Edward. Quizás tu padre ya te ha perdonado por aquello y eres tú el que no puede perdonarse.
— ¿Por qué iba a hacerlo? Fui un estúpido. Tal vez no me merezco gobernar Ascensión.
Ella le acarició el tenso cuello.
— ¿La amabas?
—No lo sé. Así lo creía entonces, pero tal vez no, porque no me sentía como ahora. —Alarmado por la dulce sinceridad de su propia voz, forzó rápidamente una sonrisa despreocupada y seductora, pero ella levantó la mano para tocarle los labios con sus dedos.
—No hagas eso —susurró, con la mirada grave e inocente—. No es necesario conmigo. Voy a ser tu esposa.
Él la miró, dándose cuenta de que de la misma manera en que él la había desenmascarado, ella acababa en ese momento de desnudar su alma. Lentamente, Isabella bajó la mano.
Por un momento fue incapaz de encontrar su voz y, de repente, la encontró algo más ronca de lo normal.
— ¿Cómo una muchacha provinciana como tú puede entender a un granuja de mundo como yo?
—No somos tan diferentes, Edward. Hay algo que quiero que sepas. —Le retiró el pelo de la cara antes de comenzar a hablar—. Me has hablado de lo difícil que fue para ti crecer entre todos esos cortesanos falsos y aduladores, y entiendo que no estés acostumbrado a confiar en la gente que te rodea. Tampoco tienes por qué confiar en mí si no quieres. No te culparía por ello. Pero tú me has perdonado la vida, por lo que estoy en deuda contigo. Lo cierto es que nunca te traicionaré. Te lo prometo.
Él la miró fijamente, pensando en la lealtad que había impedido que abandonase a su abuelo senil cuando podía haberle metido en alguno de los asilos del reino. La misma lealtad que había demostrado al entrar en su palacio de recreo para salvar al niño, Seth, incluso a riesgo de ser descubierta y arrestada. La misma lealtad que profesaba a los doscientos campesinos que vivían en sus tierras, razón por la cual se había dedicado al robo para poder alimentarles.
Fue un descubrimiento aterrador, darse cuenta de que la creía y de que no quería mantenerla alejada. Se dio cuenta también de que por primera vez desde Lauren, una mujer había conseguido descubrirle el alma.
Ella le acariciaba la mejilla con la mano, y él terminó por olvidar sus resquemores para hundirse en sus ojos color chocolate.
Era tan sencilla, tan genuina. Se sentía a salvo. Lo sabía, podía sentirlo.
De repente, le rodeó la cintura con su brazo y la atrajo hacia él, cerrando los ojos y hundiendo su rostro entre su pelo. El corazón le latía con fuerza. Sintió la repentina necesidad de colmar a esta mujer con todo aquello que había querido siempre, colmar su deseo, darle todo, absolutamente todo. Entonces se dio cuenta de que estaba acostumbrado a comprar el afecto de las mujeres con cosas materiales, brillantes fruslerías que costaban auténticas fortunas. Porque era eso todo lo que había estado dispuesto a dar, bagatelas sin ningún valor para él.
Isabella se merecía algo real, algo que proviniese de él. Se apartó lo suficiente como para poder ver de nuevo sus ojos de chocolate.
La luz dorada del atardecer había convertido el color castaño de su pelo en color siena brillante, y tornado su piel de porcelana en un delicado tono color melocotón. Al saberse mirada, sus mejillas enrojecieron y bajó los ojos avergonzada.
—Me confundes —dijo en un tono tan bajo que apenas pudo oírla.
— ¿Cómo? —murmuró, sujetándole la barbilla para que le mirara.
—Dices que sólo me estás utilizando para ganarte a tu pueblo, y después me miras de una forma...
— ¿De qué forma? ¿Como si quisiera besarte? —susurró, con una sonrisa juguetona—. Es que quiero besarte.
Ella parecía no saber qué decir. Decidida, se dio media vuelta y se sentó entre sus piernas, con la espalda apoyada en su pecho.
Se dio cuenta de que esa timidez iba perfectamente con su forma de ser. La rodeó con sus brazos y colocó la barbilla en su hombro.
—No soy una experta en comportamientos, alteza, pero no creo que esto sea correcto —dijo, poniéndose rígida al contacto con su cuerpo.
— ¿Correcto? —se burló—. Se te conoce como la princesa bandida, y yo sigo siendo Edward el Libertino. Creo, caracolita, que hemos superado con creces el concepto de «correcto».
—No me llames caracolita —se quejó.
— ¿Cómo te llama normalmente la gente?
—Bella.
Él sonrió, dándole un achuchón.
—Está bien, ese nombre te va. Es el nombre de una belleza. Tú puedes llamarme Ed si quieres.
—No quiero llamarte Ed.
— ¿No?
—Es un nombre para los granujas. —Le miró por encima del hombro, con una chispa de ironía en los ojos—. Te llamaré Edward, mi ángel.
—Ah, ¿así que eres de las optimistas? —Le pasó suavemente la mano por el cabello, dándole un pequeño masaje en los hombros y el cuello, hasta que vio que la tensión desaparecía. Ella se apretó a su pecho con un suspiro embriagador.
—Es maravilloso.
—Deberías saber que soy bastante bueno con las manos. —Rodeó sus orejas y sintió de nuevo la tensión al explorar la curva de su cuello con pequeños pellizcos, pero conforme seguía masajeando sus hombros, sus músculos volvían a relajarse—. Tienes unos brazos preciosos —dijo, acariciándoselos hasta llegar a las muñecas. Después la cogió de las manos y entrelazó sus dedos con los de ella—. ¿Te sientes incómoda? —susurró, deteniéndose. Se sentía tan cuidadoso con ella como si fuera un jovencito con su primer amor.
—No —dijo ella en voz baja.
—Bien. —Con los dedos aún entrelazados a los de ella, le bajó las manos y le colocó los brazos en la espalda, observando el color cremoso y etéreo de la piel de su cuello. Sus pechos eran pequeños pero encantadoramente contundentes y firmes. Se preguntó si sería capaz de abarcarlos con su boca. A ella le gustaría, pensó con una sonrisa de placer. Le inmovilizó las manos detrás de la cintura y bajó las suyas para acariciarle las caderas.
—Se está haciendo de noche —dijo ella sin respiración—. ¿No deberíamos volver?
—Me gusta pasar la noche en el mar. No se ve nada, sólo se escucha el sonido de las olas y huele a sal, y tienes que adivinar el camino de vuelta... encontrarlo en medio de la oscuridad —susurró mientras pasaba sus manos lentamente sobre su estómago hasta sus pechos—. Un hombre tiene que saber exactamente lo que está haciendo.
Ella se arqueó contra el cuerpo de él con un suave jadeo mientras él le cubría los pechos con sus manos. Sus generosos pezones se endurecieron al sentir las caricias circulares de sus finos dedos.
—Edward —gimió sin respiración, encorvándose contra él de una forma en la que parecía estar entregándole sus pechos con deseo. Él le rodeaba el cuerpo con los brazos. —No... no podemos. No estamos casados todavía.
—No hay peligro, amor. —Deslizó las manos bajo su estómago y empezó a acariciar sus muslos—. No quiero desflorarte esta noche. Sólo quiero saber qué es lo que te gusta.
—Pero yo... yo no sé lo que me gusta. —Su voz se quebró en un gemido de placer.
—Bueno —susurró—, entonces tendremos que descubrirlo.
Bella apoyó la cabeza en su pecho, volviéndose para mirarle, buscando su boca con inocente ardor. Él bajó la suya y partió sus labios con un lánguido movimiento de la lengua, saboreándola en su boca. Ella le acariciaba el pecho con las manos mientras se besaban con lenta y profunda intensidad.
Cuando ella introdujo los dedos en su melena suelta, Edward le levantó la falda para llegar a sus exquisitas piernas, sin dejar de besarla. El corazón le latía con fuerza al ver que ella le dejaba hacer bajo las interminables capas de muselina y seda. Dio un gemido de placer al encontrar con sus dedos el borde de sus medias blancas y tras ellas la calidez de su inefable piel. Sintió un repentino calor en la ingle y el conocido endurecimiento de su cuerpo, pero luchó por contener su apremiante necesidad, sabiendo que no debía proceder con demasiada rapidez.
¡Era tan frágil y pequeña! ¡Tan delicada en sus brazos! No se parecía a nadie que hubiese conocido, tan diferente a las calculadoras y endurecidas criaturas de la corte. Bella se creía fuerte e independiente, pero él sentía una profunda necesidad de protegerla tan grande como la que sentía de complacerla. Era tan inexperta, que deseaba disminuir el nerviosismo de la noche de bodas enseñándole ahora parte del placer que le esperaba.
Edward exploró su piel bajo el vestido, acariciando tiernamente sus caderas y su vientre, devorándole la boca al mismo tiempo. Con sus caricias trataba de calmar su reticencia, hasta que ya no hubo tensión bajo sus manos, sólo una calidez que se hacía cada vez más urgente y frenética.
Con los ojos cerrados, Edward sonrió para sí satisfecho de hacerla feliz. Ella se arqueaba y retorcía, sus piernas tensas de virginal frustración, gimiendo de impaciencia. Sus caderas se elevaban de deseo cuando él le amasaba el vientre con la mano derecha. Él sabía exactamente dónde quería que la tocasen y no tenía el menor inconveniente en complacerla.
Siguió acariciándola y encontró su centro húmedo, vibrando bajo sus dedos en femenina invitación. Sintió que su auto control estaba a punto de ceder. Se quedó quieto, protegiéndose de sí mismo, ebrio por sus suspiros de deseo.
—Edward, Edward...
Con asombrosa heroicidad, se contuvo y besó el lóbulo de su oreja.
—Bella. ¿Te gustaría mirar? —susurró con perversa ternura, subiéndole la falda con la otra mano.
— ¡No! ¡No podría! —jadeó, escandalizada.
—Mira.
El pecho le subía y bajaba apresurado. Una sonrisa de deseo curvaba su boca, al oír la impaciencia en su voz. Quizás era hora de que la pequeña Enmascarada tuviera una nueva aventura.
— ¿Por qué no? ¿Es pecaminoso? —susurró—. ¿No te gusta? ¿Quieres que pare?
—Edward —suplicó, derritiéndose junto a él.
—Mírame mientras te toco —murmuró, mientras empezaba a dibujar círculos con la yema de sus dedos—. No hay nada de lo que avergonzarse, querida. Puedes hacer todo lo que quieras conmigo. Yo sólo quiero complacerte. Mira cómo te doy placer. Mira lo bonita que eres... tu dulce cuerpo. Me encanta acariciarte. Eres como una diosa, Bella, como la Artemisa de la luna, la cazadora, libre y salvaje. Eres mi luna, mi amor virgen y salvaje.
—Ah, Edward.
Ella se dio la vuelta y le besó ardientemente. Un inexplicable deseo húmedo le invadió al sentir con los ojos cerrados su pureza, un ardor que desapareció en cuanto dejaron de besarse. Él empezó a besar la curva de su cuello, conmovido por la incertidumbre de la muchacha al bajar la cabeza y ver sus movimientos. Le cogió las rodillas dobladas y se las colocó a ambos lados de su cuerpo, después se inclinó ligeramente contra su cuerpo.
«Está preparada», pensó con agonía, rozando contra su espalda la dureza de su cuerpo. Hubiese sido tan fácil tumbarla y tomarla en ese momento, sobre la cálida y limpia cubierta del barco, la superficie aún ardiendo por el sol de todo el día... Pero una vez más tuvo que dejar la tentación a un lado, y se juró mostrarle el respeto que merecía y por ello contener ese momento para la noche de bodas.
— ¿Es demasiado intenso? —preguntó al tocarla.
—Perfecto —suspiró, retorciéndose de placer. Él sonrió contra su cuello. Con el pulgar masajeaba el centro de su placer e introducía el anular en el fluido ardiente y rosa que la envolvía. Besaba el lóbulo de su oreja y se hundía en su nuca. Ella se rindió a él por completo.
Introdujo los dedos por debajo de sus pantalones, acariciándole los muslos mientras gemía primero de asombro y después de deseo, reposando la cabeza en su hombro mientras él la tocaba. La victoria le embriagaba. La apretó con fuerza en sus brazos antes de que los gemidos femeninos de placer terminasen. La giró para verle la cara y la sostuvo en un sentimiento imposible de posesión. Ella se abrazó a su cuello y se abandonó contra él, sin fuerzas.
—Ah, Edward —susurró, con un ligero deje de asombro en su voz. Hundió la cara en su cuello un momento y después le besó con dulzura—. Creo... creo que necesitaba esto —le confió mientras recuperaba lentamente el aliento.
Asombrado, Edward empezó a reír suavemente y la abrazó con fuerza.
—Eres una mujer extraña —susurró.
—Lo digo de verdad —protestó con seriedad.
—Lo sé —dijo, sin parar de reír. Unas pequeñas lágrimas de nostalgia ahogaron sus ojos mientras hundía una sonrisa entre su pelo. «Esto es lo que me estaba perdiendo.»
Plenitud. Satisfacción. Por primera vez desde que él recordase se sintió como si estuviese realmente allí, con ella, y no limitándose a aparentar, a dejarse llevar. Se sentía como si ella le hubiese devuelto todo lo que Lauren le había robado: la inocencia. Ella suspiró y apoyó la cabeza en su hombro, cerrando los ojos con una pequeña sonrisa llena de beatitud. Edward levantó los ojos hacia la luna. La sostuvo con ternura, su alma gemela, y ninguno de los dos habló o se movió, escuchando uno la respiración del otro y saboreando la calidez de haberse encontrado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario