Capítulo 12 "Todo era verdad"
El Sueño de Carmen había emprendido su crucero final por las islas griegas antes de su recalada final en El Pireo, para preparar la nueva etapa caribeña. Carlisle «West» encendió un habano en el Club Emperador. Los acordes de una suave melodía de jazz flotaban entre nubes de humo. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra reinante y se acercó a la mesa del padre Connelly. Parecía nervioso. No había tocado el vaso de agua con gas que tenía delante.
La vida de Carlisle dependía de su capacidad para detectar las contradicciones entre las palabras y el lenguaje corporal. Se notaba que aquel hombre no era el afable y piadoso sacerdote que intentaba parecer.
—Ciao, padre.
Connelly alzó la mirada. Sonrió, pero su mirada seguía siendo fría.
—Hola, signore West.
Carlisle lo saludó con un gesto bonachón que desmentía la urgencia que lo corroía por dentro. Ciertamente su nombre era Carlisle, pero West no era su apellido. Como tampoco era un contratista especializado en restaurar edificios de valor histórico-artístico, ni había perdido recientemente a su hijo. Aunque cualquiera que se hubiera molestado en investigar habría encontrado sólidas evidencias de lo contrario.
—¿Me permite acompañarlo? —sonrió—. ¿Sería inapropiado que le invitara una copa, padre?
Tal y como esperaba, Connelly aceptó.
—No, dado que ahora mismo no estoy de servicio. Se lo agradezco.
—Tengo entendido que su viaje ha tenido una cierta dosis de aventura —arqueó una ceja ante su expresión de sorpresa—. La gente no para de hablar de una bibliotecaria desaparecida.
—Ah, sí. La señorita Swan. Se rumorea que se fugó con un amante —el sacerdote desvió la mirada, lo que indicaba que estaba mintiendo—. Rezo todas las noches para que no le haya pasado nada malo.
—Dio recompensará su devoción…
«Maldita serpiente», pronunció para sus adentros, furioso. Se alegró de que el camarero apareciera en aquel mismo momento para tomarles la orden. Lo primero que había hecho nada más abordar el barco, setenta y dos horas atrás, había sido revisar los mensajes telefónicos que había recibido Bella. Un profesor amigo suyo de Estados Unidos lo había informado de que el fragmento de cerámica que le había enviado para que lo examinara era auténtico: pertenecía a una genuina crátera griega. Bella no había llegado a escuchar el mensaje, porque alguien la había secuestrado antes de que tuviera oportunidad de hacerlo. La cerámica se había roto en la biblioteca del barco, donde el padre Connelly estaba a cargo de la exposición de presuntas antigüedades.
Carlisle tenía la autoridad, los recursos y las mejores razones del mundo para no escatimar medios en su investigación. Había mantenido discretas conversaciones con varios pasajeros y tripulantes. Al parecer el padre Connelly había sido sorprendido flirteando con mujeres de una manera muy poco piadosa, además de que se le habían escapado algunos errores de bulto en sus conferencias sobre antigüedades grecolatinas. Las discrepancias entre su comportamiento real y su aparente profesión eran múltiples.
Llegaron las copas, y el sacerdote bebió a su salud. Mientras charlaban de temas intrascendentes, Carlisle hizo un balance mental de la situación. Su segunda tarea había sido abrir el camarote de Connelly y registrarlo a fondo. El arte antiguo era una de sus especialidades, y el tríptico albanés que había descubierto en un cajón no había podido menos que llamar su atención. El icono era una pieza excelente para tratarse de una antigüedad.
Había tomado una minúscula muestra de la pintura y nada más atracar en el siguiente puerto, la había enviado a su despacho para hacerla analizar. Al mismo tiempo había encargado a uno de sus hombres que entrevistara a los responsables del convento del Vaticano que albergaba el icono original. Esperaba de un momento a otro la llegada de ambos informes.
Asimismo había examinado la factura de compra del plato griego con motivos marinos que Connelly había adquirido para su colección. Estaba seguro de que era auténtico. Había enviado agentes a todos y cada uno de los puertos en los que había recalado el Sueño de Carmen, para recabar información.
Benjamín Kourti entró en aquel momento en el salón. El primer oficial era un tipo pegajoso de mirada huidiza y nervios a flor de piel. Se dirigió directamente hacia la mesa del sacerdote pero, al descubrir a Carlisle, vaciló ostensiblemente. Finalmente forzó una sonrisa y se reunió con ellos.
Carlisle sonrió también. «Interesante», pensó. ¿Habría estado esperando el padre Connelly a Kourti? Terminó su copa mientras los oía hablar con tono extrañamente forzado de las dificultades que aquel tiempo tormentoso estaba poniendo a la navegación. No había que ser muy listo para adivinar lo que estaba sucediendo. Ni siquiera el capitán del barco le profesaba demasiada devoción a Kourti. Y lo mismo el jefe de seguridad, Peter. Carlisle había leído el desprecio y la sospecha en sus ojos cuando se habían tropezado con el primer oficial.
Estaba seguro de que el sacerdote y Benjamín se dedicaban al tráfico de antigüedades… y que además tenían bastante que ver con la desaparición de Bella. Y por tanto con la del mejor agente de Carlisle.
La pregunta era si Bella era una colaboradora de aquellos dos… o su víctima. No era ningún secreto que Kourti la había estado rondando, y los pasajeros con los que había hablado habían percibido cierta tensión entre la chica y el padre Connelly. Y luego estaba el dato fundamental: su padre había sido arrestado por traficar con antigüedades robadas: concretamente, joyas etruscas. ¿Habría heredado Isabella Swan aquel negocio?
No había vuelto a saber nada de Edward desde que explotó el yate en el que había viajado con Bella, frente a la costa griega setenta y dos horas antes. Bella era la única pista que Carlisle tenía para llegar a Edward, que era el verdadero motivo por el que se había embarcado en aquel crucero e iniciado la investigación. ¿Tendría ella algo que ver con el hecho de que Edward estuviera incomunicado? De haber podido, no habría dudado en ponerse en contacto con él.
Connelly y Kourti se disculparon diciendo que querían estirar un poco las piernas. Antes de retirarse, lo invitaron con escaso entusiasmo a que los acompañara. Carlisle declinó amablemente la invitación. Una vez que se marcharon, dio una chupada a su habano y se guardó el vaso vacío del padre Connelly en un bolsillo de la chaqueta. Sus huellas dactilares iban a resultarle muy útiles.
Tenía contactos por toda la zona, recursos casi ilimitados, tecnología de punta… y la mayor de las motivaciones personales. Estaba acumulando a marchas forzadas evidencias suficientes para acabar con aquella red de traficantes. Entrecerró los ojos con un gesto de feroz determinación. Si aquellos canallas habían matado a Edward, el hombre al que quería como si fuera su hijo… lo iban a pagar muy caro.
Benjamín paseaba nervioso por la cubierta del barco.
—¿Cómo es que estabas hablando con él?
—Me invitó a una copa, eso es todo. Llevo tratando con policías desde que tú estabas en pañales. Confía en mí.
—¿Ha vuelto a contactar Megaera contigo después de lo de Atenas?
—Sí. Todo está preparado.
—¿Qué es lo que vamos a subir a bordo? ¿Cuál es el plan?
Estaba desesperado. Cuando perdió una fortuna en el Grand Prix, se había visto obligado a pedir fondos, y no precisamente a un banco. Su padre le había dejado claro que no estaba dispuesto a seguir pagando sus deudas, y el prestamista de Benjamín se estaba impacientando.
—¿Para qué te escapes con tu parte y lo estropees todo? No, gracias.
—Te lo juro, Antzas… —apretó los puños—. Si estás jugando conmigo…
—¿Qué harás, júnior? Sin mí, Megaera no tendrá su mercancía. Y tú no querrás contrariarla, ¿verdad? —y se marchó.
Benjamín se quedó en cubierta, contemplando el mar y pensando no por primera vez en lo que le habría ocurrido a Bella. Se había divertido rondándola y aunque la chica le había dado calabazas, habría apostado a que ella también se lo había pasado bien. Pero sus preguntas habían acabado por irritar al jefe. Si Megaera descubría que Benjamín había estado haciendo negocios particulares por su cuenta… Le daban escalofríos sólo de pensarlo. A Connelly y a él les habían prometido una bonificación extraordinaria después de lo de Atenas. Tendría que ir con muchísimo cuidado.
Si contrariaba a Megaera, o no conseguía el dinero necesario para pagar su crédito y los intereses… él sería el siguiente en desaparecer.
Bella bajó las escaleras de la bodega detrás de Edward. Una vez abajo, se detuvo en seco.
—¿Es eso lo que creo que es?
—Sí —Edward levantó el hacha.
El suelo estaba cubierto de cajas: Edward había vaciado la estantería para moverla. Sobre un banco había una palanqueta. Se acercó para asomarse al agujero que había abierto en la pared del fondo.
—Las habitaciones secretas fueron muy comunes en Europa, sobre todo durante las dos guerras mundiales. ¿Cómo la has encontrado?
—Había levantado la lámpara para ver las botellas cuando una corriente de aire agitó la llama. Registré los estantes y lo encontré —señaló el agujero de la pared—. La estantería disimulaba el tabique. No es tan antiguo como la cabaña.
—Me pregunto qué habrá dentro —dejó la lámpara sobre el banco de trabajo. Había disfrutado enormemente con los relatos de descubrimientos que le había contado su padre, pero nunca había vivido ninguno—. ¡No puedo esperar para verlo!
—No tendrás que esperar mucho —sonrió Edward, y blandió el hacha. No tardó en derribar del todo el tabique.
—Necesitamos una luz —eufórica, recogió de nuevo la lámpara, pasó por encima de los escombros y penetró en la cámara secreta. Se quedó sin respiración. La sala era grande y estaba repleta de cajones que formaban columnas altas hasta el techo—. ¡Un tesoro oculto! —susurró.
Edward se disponía a leer la etiqueta de la caja más cercana cuando oyeron un ruido que hizo temblar el techo.
—¿Qué ha sido eso?
Edward maldijo entre dientes y recogió el hacha.
—Ha sonado a cristal roto. No te muevas —abandonó la cámara secreta y subió las escaleras de dos en dos.
—¿Y quedarme aquí sola? Ni hablar —recogió la palanqueta y lo siguió a la carrera.
—Bella —le dijo una vez que salieron al exterior, bajo la lluvia—, tienes que quedarte abajo. Ahí estarás a salvo.
—¿Y hacer de blanco fijo? No —blandió la palanqueta—. Además, puede que necesites ayuda.
—Al menos ponte detrás de mí —suspiró Edward—. No hagas ruido.
La puerta trasera de la cabaña estaba cerrada. No parecía que hubiera entrado nadie. Edward le ordenó que se aperara mientras acercaba la oreja al panel de madera.
—He oído algo. Sígueme dentro y luego quédate escondida en la despensa. Si es algún intruso, golpea primero, y fuerte —susurró—. Así hasta inmovilizar a tu oponente. ¿Capisci?
Le sudaban las manos con que agarraba la palanqueta. Había visto a Edward en acción antes: se alegraba de que estuviera de su lado.
—Sí.
—No es demasiado tarde para que cambies de opinión y vuelvas a la bodega, Bella.
—No. Vamos.
Cerró los dedos sobre el frío metal. ¿Habría ido alguien a buscarlos? ¿El griego y el ruso, quizá? Apenas había entrado en la despensa cuando oyó el grito de Edward:
—¡Bella, sal!
—¿Qué pasa? —entró en el salón.
Como consecuencia del viento, una rama había roto el cristal de una de las ventanas del salón… y cuatro intrusos habían aprovechado para entrar dentro. Rió sorprendida al descubrir a las cuatro gallinas que habían intentado encontrar refugio.
—No creo que necesites el hacha.
Edward se ocupó de echarlas.
—Necesito ir a buscar algunas tablas al cobertizo para cerrar esa ventana.
—De acuerdo. Mientras tanto, yo volveré a la bodega para examinar nuestros maestros hallazgos.
Dicho y hecho. A la luz de la lámpara, utilizó la palanqueta para abrir un cajón. Contuvo al aliento al descubrir un vaso de cerámica etrusca, del siglo VII antes de Cristo. La civilización etrusca había sido una de las especialidades de su padre. Había más cerámicas, todas del mismo tipo y época. Las fue sacando con reverencia para colocarlas en el suelo. Conocía bien su valor: solamente el contenido de aquel cajón valía miles de dólares.
Picada por la curiosidad, examinó la etiqueta con la fecha de embarque que figuraba en la tapa. El cajón había sido enviado año y medio atrás. Un escalofrío le recorrió la espalda. Como destinatario, figuraba el Ministerio de Cultura griego, pero no era una dirección oficial. De repente se quedó helada. Aquella dirección era la misma que había encontrado en las notas de su padre.
Examinó las etiquetas de los demás cajones. Con diferentes fechas, había remitentes con sellos de Milán, Barcelona, Estambul, El Cairo: todas ellas dirigidas a la misma dirección del Ministerio de Cultura griego. Y todas ellas ciudades que su padre había visitado durante aquel mismo periodo.
Nadie habría sospechado de unos envíos dirigidos al Ministerio de Cultura griego. Pero entonces… ¿por qué estaban escondidos allí? Se sentía aturdida. No. Aquello era circunstancial. Tenía que haber alguna explicación. Necesitaba encontrar los recibos, las facturas.
Hizo a un lado uno de los cajones y descubrió una caja metálica en una esquina. Forzó la cerradura con la palanqueta, sin importarle que se lastimara los nudillos. La abrió. Contenía cartas: decenas de cartas dobladas, sin sobres. Temblando, desdobló la primera. Estaba escrita en griego moderno. La fecha era de año y medio atrás.
Mi queridísima Heidi, espero que te encuentres bien y contenta. Lamento las circunstancias de nuestra última despedida, pero confío en que entiendas que no puedo abandonar a mi familia hasta que todo esté resuelto. Cuida bien de la última inversión que hemos incorporado a nuestra reserva. No dejo de pensar en el tiempo tan maravilloso que pasamos juntos, y anhelo que llegue el día en que lo estemos para siempre. Te llamaré la semana que viene a la hora de costumbre.
Se despedía con un Te querré siempre, firmado por una única y aparatosa inicial: C. Las siguientes cartas eran muy similares de contenido, todas firmadas por la misma inicial. Una náusea le subió por la garganta. Volcó la caja para terminar de registrarla, desesperada por ahuyentar sus peores miedos.
Entre las cartas aparecieron varias fotos, y se apresuró a recoger una. En ella aparecía un hombre sonriente tomando el sol en una terraza, con el Mediterráneo brillando al fondo. Tenía un vaso de vino en una mano y sostenía en la otra una pulsera de oro con rubíes engastados. Bella reconoció al hombre y a la joya. La pulsera era la misma que había llevado Megaera.
Y el hombre era su padre.
Se olvidó de respirar mientras hacía memoria. Se vio a sí misma con doce años, negándose a irse de campamento y aceptando, en cambio, pasar el verano trabajando con su padre en el museo. En una ocasión había abierto una caja que su padre guardaba al fondo de un cajón de su escritorio… y había descubierto la pulsera etrusca. Se la había probado, deslumbrada por el brillo del oro y de los rubíes. Le había extrañado la reacción de su padre cuando, al descubrirla, montó en cólera: le quitó la pulsera y la echó a gritos de su despacho. Horas después se disculpó con ella diciéndole que se trataba de un objeto de valor inestimable, reservado para un cliente especial.
Cerca de una década después de aquello, Charlie sería detenido y acusado de intentar traficar con un collar etrusco de estilo muy semejante, así como con otras piezas de yacimientos expoliados.
Al dolor siguió la rabia. Su padre y su amante Megaera-Heidi habían expoliado yacimientos arqueológicos y traficado con valiosas piezas, utilizando para ello una dirección falsa del ministerio griego. De esa manera, Charlie habría financiado convenientemente su plan de abandonar a su esposa y a su hija.
No había sido el FBI quien había destrozado su familia. Había sido su padre.
Como en una película a cámara lenta, leyó hasta la última carta. Las paredes de la bodega parecían cerrarse en torno a ella, creando una prisión de ira y de dolor. Hasta que al fin un único pensamiento terminó abriéndose paso entre aquella niebla. «Busca a Edward».
De repente se encontró fuera de la bodega, bajo la lluvia. Caminó tambaleándose en la oscuridad. Edward la ayudaría. Estaba segura. Intentó llamarlo, pero aquella horrible sensación de ahogo, asociada a la infancia, le cerró los pulmones. El pánico se apoderó de ella. No podía pronunciar el menor sonido. No podía respirar.
Edward terminó de clavar la última tabla que tapiaba la ventana y se apresuró a reunirse con Bella en la bodega. Acababa de abandonar la cabaña cuando ella se lanzó a sus brazos.
—¿A qué tanta prisa, Bella?
Se agarraba a las solapas de su chaqueta como si su vida dependiera de ello, temblando. Los sollozos sacudían su cuerpo.
—¿Bella? ¿Qué ha pasado?
Se tambaleó. Las rodillas le flaqueaban y lo estaba agarrando ya con menos fuerza. Maldiciendo entre dientes, Edward la levantó en vilo y la metió en la cabaña. La depositó en el sofá, delante de la chimenea.
—Tranquila, tranquila… —susurró mientras la acunaba en sus brazos—. Respira lenta, profundamente… así, muy bien.
Seguía llorando. Edward le palpó el cuerpo, en busca de alguna herida. Bella esbozó una mueca de dolor cuando le tocó la mano izquierda: la tenía ensangrentada, con los nudillos magullados.
—Estás herida… ¿qué ha pasado? ¡Dímelo, por favor! ¿Te ha atacado alguien? —inquirió, alarmado.
—No.
—Bella, me estás asustando… Cuéntame qué te ha pasado, por favor.
Finalmente, entre sollozos, consiguió decírselo:
—Todo… todo estaba en las cartas. Sus planes, sus proyectos. La lista de piezas con las que traficaron. Los cómplices. Todo.
Algo le dijo que durante todo el tiempo había tenido razón. Aun así, tenía que preguntárselo:
—¿De qué estás hablando? ¿Quién escribió esas cartas que has encontrado?
—Mi-mi padre. Fue él quien envió todas esas piezas que hay en la bodega. Las robó utilizando una dirección oficial falsa. Traficó con ellas.
Edward apoyó la frente contra la suya.
—Lo siento.
—Hay más —la angustia le oprimía el pecho—. Su amante era Megaera. Cuando me interrogó en su barco, vi que llevaba una pulsera que me resultó familiar: fue mi padre quien se la regaló. Su nombre verdadero es Heidi. Planeaban irse a vivir juntos.
Eso explicaba su desastroso estado psíquico. La abrazó con fuerza.
—Quería abandonarnos —prosiguió, sollozando—. ¿Cómo es posible? ¿Cómo pudo pensar en abandonarme a mí y a mamá?
Edward no recordaba el abandono de su padre, pero le dolía igual. El sufrimiento de Bella tenía que ser todavía peor. Continuó acunándola en sus brazos, con el corazón desgarrado.
—Ojalá tuviera una respuesta para eso.
—Nosotras no significábamos nada para él. Nada era real. Nuestra vida era una farsa. Una fachada de mentiras.
—No sé qué es lo que quieres escuchar ahora mismo… —sacudió la cabeza— pero yo creo que tu padre te amaba. Con el tiempo, serás capaz de perdonarlo.
—De pequeña, era mi héroe… Contigo, yo he sabido quién y lo que eras casi desde el principio. Tú no me lo has ocultado. No me mentiste cuando te lo pregunté. Tú no has fingido ser algo que no eres.
Edward soltó un suspiro. En realidad le había mentido desde el primer día. Le apartó tiernamente un mechón de cabello de la cara.
—Ahora mismo te sientes furiosa y dolida, no…
—Yo creía en mi padre —sollozó—. Lo defendí ante todo el mundo. He empleado casi un año de mi vida en reivindicarlo… —estaba temblando de furia—. ¿Cómo he podido estar tan confundida, tan equivocada? Con los dos… primero con Mike, y luego con mi padre.
A Edward le dio un vuelco el estómago. No quería ser el siguiente de la lista, el próximo en decepcionarla. Y aun así temía, o más bien sabía con una certidumbre que le desgarraba el corazón… que muy pronto se vería obligado a traicionarla. ¿Cómo podía hacérselo entender?
—A veces, Bella, las mentiras son necesarias. A veces, las circunstancias fuerzan las decisiones de la gente. A veces, las mentiras esconden la verdad, pero no invalidan lo que es real.
Bella dio un respingo.
—¿Lo estás disculpando?
—No. Estoy intentando hacerte comprender que no hay nada que sea completamente blanco, ni completamente negro. Hay personas buenas que pueden tomar malas decisiones.
—No entiendo.
—Estás muy alterada, y tienes todo el derecho del mundo a sentir lo que sientes. Sólo necesitas tiempo para meditarlo y superarlo.
—¿Por qué? —musitó—. ¿Por qué nadie puede corresponder a mis sentimientos? ¿Es que no valgo lo suficiente?
El corazón le dio un vuelco. «Para mí, sí, Bella», quiso contestarle. «Ti adoro. Ti amo». Pero no era libre para pronunciar aquellas palabras.
Como si hubiera percibido los sentimientos que lo estaban abrasando por dentro, Bella buscó sus labios en un desesperado beso. Edward no tardó en apartarse.
—No, ahora no. Estás demasiado afectada.
—Por favor, Edward —le echó los brazos al cuello.
Le besó los ojos, enjugándole las lágrimas. Luego la tumbó delicadamente en la alfombra, frente al fuego, y le hizo el amor con exquisita lentitud. Con sus besos intentó transmitirle la esperanza y el anhelo que habitaban en su corazón. Con su cuerpo, intentó comunicarle el amor que no se atrevía a confesarle en voz alta.
Una vez que se quedó dormida, permaneció contemplándola con el corazón encogido. La Camorra le había ordenado matarla. En lugar de ello, se había jurado a sí mismo protegerla. Al principio había sido su rehén. Pero ahora era su propio corazón el que estaba cautivo de aquella mujer. Prisionero de su destino.
Haría cualquier cosa para mantenerla a salvo. Delineó su rostro con los dedos, atesorando cada rasgo en su memoria. Bella iluminaba la oscuridad que lo habitaba por dentro. Su dulce generosidad ahuyentaba su amargura y su dolor. No quería separarse de ella.
La besó en los labios, quizá por última vez. Se recordó que sus sentimientos no eran importantes. Si se dejaba arrastrar por ellos… podría morir gente inocente. Tenía que hacer lo que tenía que hacer. Por ella. Protegerla a toda costa.
Enterró el rostro en su sedosa y fragante melena, consciente de que, de momento, tendría que seguir adelante. No podía desmontar todavía aquella maraña de mentiras, porque la verdad lo destruiría todo. Y a ella también.
Una vez que cumpliera con su deber, Bella lo despreciaría. Pero no había otro remedio.
Edward se despertó antes del amanecer y se levantó de la cama. En el umbral, se detuvo para mirar a Bella, que seguía dormida.
—Recuerda, amore mío —susurró.
Salió sigilosamente del dormitorio, recogió su ropa ya seca y se vistió. La tormenta había amainado, pero se preparaba un día gris. Avivó el fuego y salió sigilosamente, sin despertarla. Era mejor así: que continuara durmiendo mientras él cumplía con su deber.
Reacio, bajó a la bodega en busca de las pruebas del delito de Charlie Swan.
Una vez en la cámara secreta, se quedó paralizado. Las piezas de cerámica de una de las cajas estaban dispersas en el suelo. Vio dos lámparas con el queroseno consumido, ennegrecidas, con el cristal roto. Donde deberían haber estado las cartas… sólo había un montón de cenizas. Bella había quemado las pruebas.
Una sensación de furiosa incredulidad se apoderó de él. Antes incluso de buscar consuelo en sus brazos, la noche anterior…Bella ya había elegido. Lo cual facilitaba a la vez que dificultaba su propia decisión.
Confuso y furioso, abandonó la bodega. En el patio, se agachó para recoger un papel del suelo. Era la foto que Bella había mencionado, arrugada y empapada. Estropeada. Inútil como prueba.
Entró en la cabaña. Bella había estado escribiendo en su cuaderno de notas cuando la sorprendió la noche anterior. Se acercó al sofá, se arrodilló y rebuscó entre los cojines hasta que encontró el cuaderno.
No quería creerlo, pero allí estaba, escrito de su puño y letra: nombres, direcciones, inventarios. Las anotaciones más recientes parecían una lluvia de ideas para cambiar de identidad y engañar a la Camorra.
Aquella verdad se le clavó como un cuchillo en el corazón. ¿Cómo podía haberlo engañado Bella de esa manera? ¿Y por qué? Él le había confesado su pasado de delincuente. Si sus sentimientos hubieran sido sinceros, ella no habría tenido reserva alguna en confesarle la verdad. Incluso le habría pedido ayuda.
A no ser que lo único que le interesara fuera el dinero. Le había dicho que su familia casi se había arruinado tras la detención de su padre. ¿Habría querido resarcirse y recuperar su dinero? El dinero era un poderoso móvil.
Descubrió también su iPod. Se puso los auriculares y lo encendió. Parecían lecciones de griego clásico, tal vez una información codificada…
—¿Qué estás haciendo con mis cosas?
Estaba en el umbral, en toda su gloriosa desnudez. Un brillo de furia ardía en sus ojos cafés.
—Déjalo. Son cosas personales.
Cada palabra pronunciada por aquellos labios aumentaba sus dudas. Sin dejar de mirarla, hizo a un lado el cuaderno de notas y el iPod. Pese al dolor de la decepción, volvió a experimentar una punzada de deseo. Lo cual sólo consiguió irritarle aún más.
—Vístete —le lanzó su ropa y se dirigió a la puerta trasera, apretando los dientes para no espetarle algo de lo que pudiera arrepentirse después.
—¡Edward, espera! —lo agarró de un brazo—. ¿Por qué te has enfadado conmigo?
Se volvió, reacio. Desnuda ante él, Bella lo miraba entre asombrada y dolida.
Aspiró profundamente. Aquella desnudez, como su expresión, podía ser premeditada. Liberó su brazo.
—Dime, Bella, ¿hay alguna diosa griega del engaño?
—Sí —respondió, vacilante—. Se llama Apate. La diosa del engaño y del embuste —frunció—. ¿Por qué? ¿Piensas que yo te he engañado?
—¿Y no lo has hecho?
—¿Es por las anotaciones de mi padre que guardo en el iPod? —se mordió el labio—. No te lo conté antes porque no sabía quién eras realmente ni cuáles eran tus verdaderas intenciones. Pero todo eso no tiene importancia después del descubrimiento de anoche. Ya lo sabes todo.
—Sí —gruñó—. Incluyendo el detalle de que has quemado todas las pruebas.
—Yo… —de repente hizo memoria—. Estaba dolida, furiosa. No pensé en… sólo quería destruir aquellas cartas, no verlas más. Durante un año, lo he sacrificado todo por buscar la verdad. Y la verdad era tan horrible… —se sentó en el suelo, estallando en sollozos—. La traición de mi padre casi me dolió más que su muerte. Sólo quería destruir las palabras… de la misma manera que aquellas palabras destruyeron a nuestra familia, me destruyeron a mí…
Edward cerró los ojos para no mirarla. Para erigir un muro en torno a su corazón. Quizá estuviera jugando con él, o quizá no. Quizá todavía tuviera que pagar un último precio por ser tan ingenuo, pero su corazón no era de piedra. No podía soportar ser el causante de su angustia.
No cuando lo peor estaba aún por llegar. Se arrodilló frente a ella y la estrechó en sus brazos.
—Sssh… Tranquila.
—Yo no quería hacer nada malo. Lo echo tanto de menos… No es que yo quisiera conscientemente destruir aquellas pruebas…
Si se trataba de una actuación, era la mejor actriz del mundo. No creía que le estuviera mintiendo, pero aun así persistía alguna duda. Bella seguía aferrándose a él. Si seguían así, terminarían haciendo nuevamente el amor… que tal vez fuera precisamente lo que ella quería. Con el pulso atronándole los oídos, la apartó, reacio.
—Bella, tienes que vestirte. La tormenta ha amainado. Tenemos que subir a la barca y zarpar aprovechando la marea.
—Lo siento —sollozó—. No suelo llorar tanto…
—No necesitas disculparte, bella. Tu padre significaba y significa mucho para ti. Has pasado un verdadero infierno durante este último año. Como tú misma me dijiste una vez, es más sano expresar, liberar los sentimientos —la besó en la frente—. Pero ahora tenemos que irnos.
Se quedó callada durante un buen rato, recuperándose. Finalmente soltó un tembloroso suspiro.
—Voy a prepararme.
Su valentía resultaba conmovedora. Edward tuvo que luchar una vez más contra el impulso de olvidarse de todo y acostarse con ella.
Bajó a la bodega y se guardó un puñado de monedas antiguas en un bolsillo. Ya volvería a por el resto más tarde. Luego entró en el cobertizo para revisar el casco de la barca. Sabía que, aunque aterrada, Bella se subiría a ella. Su vida estaría en sus manos. En aquel momento, habría cambiado el tesoro entero de la bodega por un simple chaleco salvavidas.
Acababa de salir para contemplar el mar y calcular las horas que quedaban de marea… cuando vio un barco asomando en el horizonte. No era el de Megaera. Y supuestamente la Camorra ignoraba dónde estaban.
—¡Bella! —gritó desde la puerta trasera de la cabaña—. ¡Un barco! ¡Enciende las fogatas!
Bella salió a la carrera, abrochándose la blusa. Rociaron los tres montones de leña con queroseno y les prendieron fuego. Edward terminó primero y se apresuró a orientar el espejo al sol.
—¡Nos han visto! —Bella vio que el barco cambiaba de rumbo. Frunció el ceño—. No será el de Megaera. ¿verdad?
—Recuerdo que era rojo. Ése es verde y blanco.
Volvieron a la cabaña. Edward apagó el fuego de la chimenea mientras ella se guardaba su iPod y su cuaderno de notas en un bolsillo del pantalón. Nada más salir, vieron una lancha rápida acercándose a la costa. Cuatro hombres desembarcaron. Edward frunció el ceño. Los cuatro llevaban pistolas.
De repente Edward reconoció a uno de ellos. Demasiado tarde se había acordado de la amenaza que el griego y el turco les habían lanzado en la playa. Debían de haber ganado una fortuna traicionando a Megaera y revelando a los mañosos su escondite.
—¡Rápido! —la agarró de una mano, tirando de ella hacia la cabaña—. ¡Es la Camorra!
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