lunes, 29 de noviembre de 2010

Crisol: Un entrenamiento de 54 horas para reclutas en el campamento de instrucción, caracterizado por falta de sueño, poca comida, ejercicio brutal y trabajo en equipo


Capítulo Doce
Crisol: Un entrenamiento de 54 horas para reclutas en el campamento de instrucción, caracterizado por falta de sueño, poca comida, ejercicio brutal y trabajo en equipo

Doce horas después, Edward se fue a Atlanta, compró un coche y firmó un contrato de alquiler de tres meses en un dúplex amueblado. Quería vivir en un sitio que le resultara conveniente y que fuese temporal porque aún no había decidido dónde quería instalarse definitivamente. Pero cada vez que tomaba una decisión, se preguntaba qué diría Bella.
Seguramente el SUV no le gustaría nada porque preferiría un coche más pequeño y más utilitario, pero sí aprobaría el dúplex. No le gustarían los muebles, pero sí el tragaluz y los enormes ventanales.
Pero odiaría el tráfico y el ritmo frenético de la ciudad. Echaría de menos el mar.
Él también lo echaría de menos, pensó, cuando volvía a Carolina del Sur. Pero a Bella la echaría de menos más que a nada.
Sin embargo, sólo estaba allí porque tenía una misión, se recordó a sí mismo. Había conseguido el objetivo de sacarla de casa. Ahora podía trabajar, relacionarse con otras personas... Ya no volvería a encerrarse, pensó.
Se preguntó entonces cuándo empezaría a salir con hombres y la idea le molestó tanto que tuvo que poner la radio a todo volumen.
Instintivamente fue a su casa, pero vio que el Chevrolet no estaba aparcado delante del porche. Bella no había vuelto. Ojalá hubiese podido ir con ella, pensó. Le dolía que no hubiese querido que la acompañara.
Nervioso, bajó del coche y se acercó a la playa. Estaba oscureciendo, pero el olor a sal llenó sus pulmones y la brisa pareció limpiarlo por dentro.
La brisa, sin embargo, no podía borrar los recuerdos de Bella. Hasta ese momento no se percató de cómo se había metido esa mujer bajo su piel. Antes de conocerla ya se sentía atraído por ella. Envidiaba a Jake y cuando él murió se vio atormentado por la imagen de su viuda. Cuando se hicieron amantes pensó que la atracción pasaría pronto, pero no había sido así. Todo lo contrario.
Entonces vio unas luces por el rabillo del ojo y se volvió. Era ella. Había vuelto.
Edward se acercó a la casa cuando ella bajaba del coche.
—¿Qué tal el viaje?
—Ah, no te había visto. ¿Coche nuevo? —preguntó Bella, señalando el SUV.
—Sí, he decidido que ya era hora de comprometerme.
—Definitivamente, un coche de hombre.
—No te gusta —sonrió Edward—. Demasiado grande, ¿verdad?
—Eso es. Y me habría gustado de otro color. El negro no me va.
—¿Por qué? ¿No es artístico?
Bella negó con la cabeza.
—Por razones de seguridad, tonto. El negro es un color invisible de noche. Hay momentos para esconderse y momentos para que te vean.
Él tomó su mano.
—No sabía que yo te importara tanto.
—No te pongas sentimental. También me importa mi gato.
Edward soltó una carcajada.
—Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Estás bien?
—Sí —contestó Bella—. Me ha dado mucha pena, pero no me he sentido tan perdida... Es difícil de explicar.
—No tienes que hacerlo si no quieres —murmuró él, acariciando su pelo.
—Vamos dentro. Llevo horas sentada en el coche y quiero estirar las piernas.
—Entra tú, yo llevaré tus cosas.
—No olvides el vino. He comprado una botella por el camino —dijo ella entonces, subiendo los escalones del porche.
—¿Ah, sí?
¿Qué quería decir eso? ¿Lo habría comprado para él? A lo mejor pensaba tomar una copa cuando estuviera sola... A lo mejor no tenía nada que ver con él.
Edward soltó una maldición. Pensaba demasiado, se dijo. Un minuto después, entraba en la casa con una maleta, una mochila y una bolsa de plástico. Metió el vino en el congelador y estaba a punto de tirar la bolsa a la basura cuando vio cuatro galletas de chocolate.
—He tomado una hamburguesa por el camino —le explicó Bella—. Pero se me ocurrió que las galletas de chocolate iban bien con el vino. Hay cuatro, dos para ti y dos para mí.
Edward sonrió. De modo que había pensado en él.
—Ah, gracias.
—¿Qué tal tu viaje?
—No hay mucho que contar. He comprado el SUV y he alquilado un dúplex amueblado.
—Amueblado —repitió ella, arrugando la nariz.
—Sólo estaré allí unos meses, pero está bien. Tiene un tragaluz y un jacuzzi.
—Ah, eso del jacuzzi me gusta. Pero me consolaré con mi mar.
—Tu mar. ¿Desde cuándo es tuyo?
—Bueno, me conformaré con mi trocito de playa —rió Bella—. Sé que he sido un estorbo para ti...
—No digas eso.
—Pero vas a echarme de menos.
Edward esperaba que no fuera así. La había echado tanto de menos aquel fin de semana que no podría añorarla más.
—Claro que te echaré de menos. Como a un dolor de muelas.
—Me va a resultar raro no tenerte cerca.
—Puedes llamarme por teléfono. Y Atlanta sólo está a cuatro horas de aquí.
Bella se mordió los labios.
—No voy a molestarte mientras empiezas tu nueva vida.
—¿Y si yo creo que no sería una molestia?
Ella sacudió la cabeza.
—Lo dices porque tienes un exagerado sentido de la responsabilidad.
—Ahora mismo no me siento muy responsable —murmuró Edward, tomándola por la cintura.
—¿Ah, no?
Bella enredó los brazos alrededor de su cuello. Y Edward se tomó su tiempo, besándola a placer hasta que ella tuvo que apartarse para buscar aire.
—Mientras volvía a casa, pensaba en ti.
—Yo también he pensado mucho en ti.
—Pues no pareces muy contento.
No estaba contento. Impaciente con la ropa, con cualquier cosa que los separase, Edward rozó uno de sus pezones con el dedo y la sintió temblar.
Cuando ella apartó su camisa para acariciarlo, estaba tan caliente que se preguntó si su piel chisporrotearía al tocarlo.
—Yo había pensado tomar una copa de vino con las galletas, pero...
—Podemos tomar una copa de vino, pero hay que esperar un poco más para que se enfríe —dijo Edward con voz ronca.
—¿Cuánto tiempo?
—Quince o veinte minutos.
—¿Veinte minutos? Pues yo creo que ya estás listo —murmuró Bella, pasando descaradamente la mano por la cremallera de su pantalón.
Increíblemente excitado, Edward contuvo el aliento.
—Parece que siempre estoy listo para ti.
Bella cerró los ojos.
—Yo también estoy lista. Llevo horas pensando en esto.
Él empezó a sudar.
—Haces imposible que vaya despacio.
—No quiero que vayas despacio esta noche —murmuró ella, quitándose la camiseta.
Edward sintió algo. Algo más fuerte que el deseo. Quería dar y recibir, tomar y poseer. No podía rebelarse ante aquel instinto primitivo. Quería que Bella fuera suya y de nadie más...
Enardecido, la tomó en brazos para llevarla a la habitación y, una vez allí, la tumbó sobre la cama, ayudándola a quitarse la ropa entre beso y beso. Su piel era como el satén. Cuando la tocó entre las piernas, la encontró húmeda y dispuesta.
Incapaz de esperar ni un segundo más, la penetró. Sus jadeos se mezclaron.
—Hazme tuya —le suplicó ella—. Deja que te haga mío.
Ya lo había hecho suyo, pensó Edward, moviéndose a un ritmo que lo enviaría al precipicio enseguida. Pero no podía parar. Sin embargo, en pleno fragor, por el rabillo del ojo vio la foto de Jake, sus medallas...
Incluso cuando estaba sintiendo el orgasmo, una vocecita le dijo: «Nunca será tuya».
Pero eso no impediría que lo intentase.
Una vez saciados los dos, fue a buscar la botella de vino y brindó por su pelo, por sus labios, por su nariz... Bella reía, contenta.
Le hizo el amor una y otra vez esa noche, intentando llenarse de ella para no desearla más.
Cuando la luz del amanecer empezó a entrar en la habitación, se sentía sexualmente satisfecho, saciado. Completo. Suspirando, miró a Bella, pero ella estaba mirando hacia el otro lado. Quería ver su cara, pero estaba dormida... O eso creyó hasta que la oyó emitir un suave gemido.
—¿Bella? —la llamó, alarmado.
Entonces descubrió lo que pasaba y se le hizo un nudo en la garganta. Bella miraba la fotografía de Jake. Y estaba llorando.
—Bella, por favor...
Ella lo empujó con la mano y ese gesto le rompió el corazón.
—Lo siento —murmuró ella, incorporándose—. Es que, de repente, he pensado en él y... Me puse muy triste en el homenaje, pensé en todas las cosas que hacíamos cuando éramos pequeños, pero... Creo que estoy empezando a perderlo —susurró, cubriéndose la cara con las manos—. Ya no pienso en él todo el tiempo.
—No lo estás perdiendo, cariño. Sólo estás empezando a vivir otra vez. Jake siempre será parte de ti. Siempre estará contigo.
Querría decirle mucho más, pero no se atrevía. Jake era su pasado y él quería ser su futuro, pero... Empezaba a pensar que pasar por el Crisol en el campamento de instrucción no sería tan duro como lo que iba a tener que sufrir con Isabella Black.
Fueron a pasear por la mañana. Era un día soleado y Bella hablaba animadamente de su trabajo. Su voz sonaba como música celestial en los oídos de Edward. Una cosa más que echaría de menos...
Cuando volvieron a casa, ella tomó su mano.
—No has dicho una palabra y caminabas como si quisieras llegar a Egipto. ¿Qué te pasa?
—A Egipto, no. A Atlanta.
La sonrisa de Bella desapareció.
—¿Cuándo te vas?
—Hoy.
—¿Hoy? —repitió ella, pálida.
—Bella, yo...
—No tienes que darme explicaciones. Estoy bien, no te preocupes. No voy a ponerme a llorar como una niña, no voy a pedirte que te quedes.
«¿Y si eso es lo que yo quiero que hagas?» Pensó Edward.
—Puedes llamarme para lo que quieras. Si me necesitas, vendré enseguida.
—Agradezco todo lo que has hecho por mí, Edward. Me has sacado del agujero y... —Bella sacudió la cabeza—. Que Dios me perdone, pero acostarme contigo ha sido lo más emocionante que he hecho en mi vida.
—Lo mismo digo.
Ella abrió mucho los ojos.
—No me lo creo.
—Pues es verdad.
Se miraron a los ojos y, de nuevo, Edward sintió ese calambre, esa especie de descarga eléctrica.
—Ten cuidado. Se me podría subir a la cabeza.
—Es lo más justo. Tú te me has subido a la cabeza.
No podía decirle nada más. No le haría promesas que no estaba seguro de poder cumplir. Y no le diría algo que podría hacer que se desmayara.
—Venga, no quiero que te preocupes por mí mientras empiezas tu nueva vida —sonrió Bella entonces—. He quedado a comer con Ángela Webber y, no sé cómo, me he comprometido a pasar por la guardería una vez a la semana.
—Al menos, arrancarás el coche una vez a la semana.
Ella lo fulminó con la mirada.
—No te hagas el inocente conmigo. Sé que lo de Ángela es cosa tuya.
—Es que...
—Da igual, no importa. Por cierto, quería darte una cosa antes de que te fueras. Espera...
Bella entró en la casa corriendo y volvió unos segundos después con el bolso en la mano.
—No quiero nada, no necesito nada.
—Es sólo un recuerdo —insistió ella—. Ahora me alegro de haberlas revelado —dijo entonces, sacando un sobre de fotografías—. ¿Dónde está...? ¡Ah, aquí! Es un recuerdo... no mío, sino tuyo.
Distraído por el ritmo frenético de su charla, Edward miró la fotografía y frunció el ceño, confuso. Era la foto que les habían hecho delante del castillo de arena. Bella tenía la nariz roja, el pelo al viento y una sonrisa en los labios.
—¿Ves qué aspecto más relajado tienes? Pareces contento.
Edward se miró a sí mismo. Era verdad, parecía contento.
—Sí.
—No olvides los castillos de arena.
—¿Qué quieres decir?
—Que eres uno de los hombres más decididos que he conocido nunca. Eres intenso, a veces demasiado serio y casi siempre muy duro contigo mismo. No olvides cuáles eran tus sueños cuando eras niño —sonrió Bella, poniéndose de puntillas para darle un beso—. Dibuja algún castillo cuando estés trabajando.
Edward tenía un nudo en la garganta, pero consiguió hablar:
—Lo haré —murmuró, mirándola como si quisiera memorizar sus rasgos—. Llámame cuando quieras.
Ella negó con la cabeza.
—Ésta es tu aventura. Me niego a molestar, pero gracias por todo. Adi...
—No lo digas —la interrumpió Edward.
—¿Qué quieres que diga? —musitó Bella, su voz reflejando la misma desesperación que él sentía.
—Nos veremos pronto.
—¿Y si no fuera cierto?
—Dilo de todas formas.
—Nos veremos pronto —intentó sonreír ella.
Edward la abrazó y permanecieron así, en silencio, durante dos minutos y medio. Fue el tiempo que necesitó para recuperar el aliento y alejarse de ella.

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