lunes, 1 de noviembre de 2010

RESISTE A LA TENTACIÓN


Capítulo 5 “Resiste a la tentación”

El capitán Garrett se hallaba en el puente de mando del Sueño de Carmen, contemplando el mar azul. Nunca se cansaría del desafío que suponía dirigir un barco tan impresionante. La seguridad de cerca de más de un millar de pasajeros y cientos de empleados y tripulantes estaba en sus manos.
Precisamente la seguridad de uno de aquellos empleados no le dejaba la conciencia tranquila, desde hacía más de un mes. ¿Qué habría sido de la joven bibliotecaria del crucero?
Peter, el jefe de seguridad del barco, se presentó en el puente de mando, y Garrett escuchó su informe diario de incidencias antes de preguntarle:
—¿Alguna noticia sobre Isabella Swan?
—No. Su madre está terriblemente preocupada. Y el investigador privado que contrató Eleazar Denali no ha encontrado ninguna pista, aparte de que la vieron por última vez hablando con un trabajador italiano del yacimiento arqueológico de Paestum —Peter frunció el ceño—. Las autoridades locales han sugerido que pudo haberse escapado de buen grado con él.
—¿Tú qué piensas?
—Bella es una joven demasiado responsable para quedarse en un puerto sin avisar y largarse luego con un tipo —Peter negó con la cabeza—. Creo que la policía es incapaz de encontrarla y está escurriendo el bulto.
—Ya. Tienes razón. Aunque a veces un hombre y una mujer enamorados pueden llegar a cometer acciones muy… impulsivas —el propio Garrett lo sabía muy bien, a partir de su experiencia con Kate Denali.
—Soy bien consciente de ello, señor —Peter apretó los labios como si estuviera reprimiendo una sonrisa.
Garrett volvió de nuevo la mirada hacia el horizonte. Sabía que recientemente Peter había asumido riesgos muy personales cuando se enamoró de Charlotte, que en aquel momento estaba residiendo en París, y con quien Peter se reuniría muy pronto.
—Con el debido respeto, señor —añadió Peter—. Yo… me habría gustado haber hecho algo más al respecto que notificar la desaparición a las autoridades e informar a la Interpol.
—Hemos hecho todo cuanto estaba en nuestro poder —Garrett frunció el ceño. No confiaba demasiado en las policías extranjeras. Y el FBI no podía entrar en escena si no existían indicios de delito—. Tenemos más de un millar de vidas en nuestras manos. Si recibes alguna noticia, avísame inmediatamente. Nada más.
Peter abandonó el puente de mando y Garrett contempló de nuevo el horizonte. Odiaba dejar a Bella en la estacada. Cada persona que viajaba a bordo de aquel barco era su responsabilidad. E Isabella Swan también.
Se masajeó las sienes con los dedos. No podía sacudirse la sensación de que le había fallado. ¿Dónde se habría metido?


Agachado al lado de Bella, Edward continuaba frotándole la espalda con gesto consolador.
—No podía dejar de gritar…
—Dicen que las mujeres y las serpientes son enemigos mortales desde el principio de los tiempos.
—Estaba a punto de morderte. ¿Cómo pudiste quedarte tan quieto, sabiendo que iba por ti? —Edward había dejado que la serpiente lo atacara a él para protegerla, y con ello se había ganado tanto su gratitud como su respeto. Aquel sacrifico casi la hacía olvidarse de que había sido él quien la había secuestrado.
—Hay veces en que uno tiene que hacer algo y punto. He aprendido que, a veces, la huida puede salvarte la vida… pero condenarte el alma.
Aquella declaración la dejó conmovida. Tal vez fuera un secuestrador y un delincuente, pero también era un hombre generoso, caballeroso y sacrificado.
—Ésa es una filosofía admirable.
—Quizá —le retiró delicadamente un mechón de pelo de la cara—. Pero es la misma razón por la que tú arriesgaste tu vida para defenderme, ¿recuerdas?
Se le quedó mirando a los ojos con el corazón acelerado. Nunca había conocido a nadie como él. Suspiró profundamente.
—Siento de nuevo haber montado ese escándalo.
—No te preocupes. Quienquiera que se encuentre allá arriba seguro que ya está informado de nuestra presencia. Tienen que saber que estamos aquí. Megaera es una mujer muy calculadora.
—Tienes razón. Y si alguien hubiera querido tendernos una emboscada, lo habría hecho anoche, en la playa —su miedo se había disipado con el cálido contacto de Edward. De hecho, parecía haberse derretido por dentro—. Megaera era una de las Furias de la mitología griega. Dudo que ése sea su verdadero nombre.
—Y yo que creía que la habían bautizado así porque al nacer era una bambina muy fea… —bromeó, pero de repente se puso serio—. Cuando Megaera te interrogó en el barco… me alegré enormemente de ver que no te había hecho daño. ¿Qué fue lo que te ofreció, cara?
Bella evocó las palabras finales de aquella mujer: «Guarda bien tus secretos, Isabella Swan. No los reveles a nadie. Sólo así tendrás alguna oportunidad de hacer justicia a tu padre».
¿Habría sido una velada advertencia de que no confiara en Edward? ¿Una amenaza quizá? Se mordió el labio. ¿En quién debía confiar? ¿En Megaera o en Edward?
Las caricias y atenciones de Edward le habían hecho bajar la guardia. Debía ir con cuidado.
—¿Te ofreció algo a ti?
—Dinero —contestó tras una breve vacilación—. ¿Y a ti?
—A mí no me ofreció dinero —lo miró—. Obviamente, no lo aceptaste. ¿Por qué?
De repente toda traza de ternura desapareció de su rostro barbado.
—Prefiero trabajar solo.
—No te mostraste tan escrupuloso con tus colaboradores en el yacimiento arqueológico. Estabas lo suficientemente desesperado por conseguir dinero como para secuestrarme. ¿Y ahora resulta que has rechazado el de Megaera?
De pronto comprendió el alcance de la advertencia de Megaera. ¿Era el dinero la razón por la que la había secuestrado Edward? ¿O se trataba de otro motivo completamente diferente?
—¿Conociste a mi padre? ¿Tiene esto algo que ver con él?
—Yo no conocí a tu padre.
Repentinamente aturdida, se apartó de él.
—¡Dime la verdad!
—Tranquilízate, Bella. Te juro que yo no conocí a Charlie Swan —apretó los labios—. Vamos. Cada minuto de retraso es un minuto más que estamos regalando a los habitantes de esa casa para que se preparen.
Bella bajó la mirada al suelo. Había negado que Megaera hubiera intentado sobornarla con dinero, pero no que le hubiera hecho una oferta. Edward había negado conocer a Charlie Swan, pero no que estuviera excluido de su agenda. Ambos habían eludido la verdad.
¿Sería Edward un traficante de antigüedades, un contrabandista? Eso explicaría su presencia en el yacimiento arqueológico. ¿La habría secuestrado creyendo tal vez que sabía algo que pudiera reportarle algún beneficio personal? Le dolía terriblemente que aquella incertidumbre hubiera ahogado las raíces de su incipiente intimidad.
Edward recogió su chaqueta de cuero y, al ver que seguía temblando, se la echó sobre los hombros. Parpadeando para contener las lágrimas, Bella se levantó y continuó caminando. Ninguno de los dos volvió a decir nada durante un buen rato.
Al llegar a la última curva del sendero, Edward le pidió que se ocultara tras unos altos arbustos de laurel.
—Quédate aquí mientras hecho un vistazo.
—¡Espera! —lo agarró de un brazo—. No es una buena idea —suspicacias aparte, Edward era lo único que tenía. Sin él estaría sola en el mundo—. Si algo te sucediera… nunca podría sobrevivir sola.
—Volveré.
—Sé que tienes mucha confianza en ti mismo, pero quiero acompañarte. Somos un equipo.
Edward alzó entonces una mano para acariciarle una mejilla.
—Prefiero ir solo. No puedo dejarme distraer defendiéndote, mia cara.
Bella suspiró. Discutir con él era tan frustrante como inútil.
—Al menos llévate el bastón.
—No pienso dejarte aquí sin defensas.
Pero Bella se lo entregó.
—Tú lo necesitarás más, ya que yo me quedaré escondida en estos arbustos.
—Me las arreglaré bien.
—Te crees invencible, ¿eh? —inquirió irritada.
—No te preocupes, saldré de ésta. Además, tengo un buen incentivo para volver, ¿no te parece?
¿Qué habría querido decir con eso? Antes de que tuviera tiempo para preguntárselo, Edward desapareció. Aquel hombre se movía con una rapidez y un sigilo asombrosos.
Aunque le dolían los miembros de puro agotamiento, estaba demasiado nerviosa para sentarse. Aguzó los oídos, pero sólo podía escuchar el distante rumor del mar y el susurro del viento entre las hojas. Volvió a echar otro vistazo y sacó su iPod para mirar la hora. La una de la tarde. Le daría a Edward treinta minutos más.
Luego la oveja saldría en pos del león.
¿Y si Edward había caído en alguna trampa? ¿Y si se había peleado con alguien y había perdido? ¿Y si estaba herido o maniatado? Un nudo de pánico le subió por la garganta. ¿Y si estaba muerto?
Pasaron los minutos en una espera interminable. Se disponía a volver a sacar el iPod del bolsillo cuando alguien le puso una mano en el hombro.
—Tranquila. Soy yo.
—No me tengas en suspenso. ¿Has visto la casa?
—Digamos que tengo una buena y una mala noticia.
—¿Por qué no me sorprende? Empieza por la buena.
—La casa está vacía.
—Ya —soltó un suspiro de alivio—. ¿Y la mala?
—Parece que la isla está desierta.
Lo miró alarmada. ¿Los habían dejado abandonados en una isla desierta? ¿Cómo lograrían sobrevivir? ¿Quién los rescataría?
—¿Cómo lo sabes?
—Desde lo alto del acantilado se domina prácticamente toda la isla. No he visto nada más que bosques y mar.
—Bueno, al menos dispondremos de un techo mientras decidimos nuestro siguiente movimiento.
—Mejor todavía: hay comida —le tendió la mano—. He descubierto una gran jarra de aceitunas en la despensa.
—Gracias, pero he dejado de comerlas crudas. Las prefiero en martinis —bromeó.
Terminaron de ascender por el sendero. Estaba decidida: le daría a aquel hombre enigmático su ayuda, su colaboración. Incluso aquella extraña amistad forjada en situaciones extremas. Pero guardaría sus secretos. Protegería, su corazón.
Más que una casa, era una sencilla cabaña de campo, construida en piedra. Sus únicos adornos se reducían a unas sólidas contraventanas de madera y la puerta pintada de azul cobalto. Rodeada de cipreses, buganvilias y crisantemos naranjas, emanaba un aire de rústico encanto. Miró a Edward.
—¿Seguro que está vacía?
—Sí. Y parece que desde hace bastante tiempo.
Había un emparrado en la puerta, con uvas de color burdeos que colgaban de las ramas. Bella se apresuró a recoger un puñado.
—¿Qué me puedes decir de los males de la uva silvestre? —le preguntó, sonriendo.
Edward le devolvió la sonrisa mientras giraba el picaporte de hierro y abría la puerta.
—Al contrario que con las aceitunas, los peligros de la uva sólo aparecen una vez que fermenta.
Riendo, le ofreció algunas.
—Toma. Tienes que estar tan muerto de hambre como yo.
—Estoy acostumbrado a pasar hambre. Ya comeré después de que nos hayamos instalado.
Lo miró de arriba abajo. No parecía mal alimentado. Quizá se había referido al pasado, a su infancia. Se le desgarró el corazón al imaginárselo de niño, falto de comida y de afecto…
Entraron en la cabaña. En la pared opuesta había una enorme chimenea de piedra, con una provisión de leña y un hacha al lado. El interior era oscuro y frío, con suelos de baldosa y vigas de techo sin desbastar. El mobiliario era una curiosa mezcla de antigüedades, incluido un gramófono auténtico. Pinturas de estilo rústico colgaban en las paredes. Los cojines del sofá y de los sillones iban del naranja al azul oscuro, pasando por el dorado: la impresión resultante era ciertamente cálida.
—¿Crees que se trata de una cabaña de vacaciones?
—Quizá —respondió mientras llenaba la chimenea de leña.
—Si no logramos abandonar esta isla de otra manera… tal vez nuestro problema se reduzca simplemente a sobrevivir hasta que aparezca el dueño.
—La temporada de vacaciones ha terminado. Es posible que no aparezca nadie hasta el verano que viene, y eso es mucho tiempo —frunció el ceño—. Megaera nos ha recluido aquí a propósito. El rescate es altamente improbable. Tenemos que encontrar nuestra propia manera de salir de aquí.
Bella continuó examinando la cabaña. Una mesa rectangular con cuatro sillas separaba el salón de una pequeña cocina. Soltando un grito de deleite, se acercó al fregadero y abrió el grifo.
—¡Hay agua! —metió las manos bajo el chorro de agua limpia.
—Es de un pozo. Y te encantará saber que también he descubierto un calentador de gas propano, que acabo de encender. La cocina también funciona con gas.
Bella registró los armarios en busca de vasos. Enjuagó dos, los llenó de agua y le tendió uno a Edward.
—¿Un baño caliente? ¿Es que me he muerto y estoy en el cielo?
Grazie —Edward apuró el vaso y se lo devolvió.
—¿Quieres otro?
—Ahora no.
No pudo menos que admirar su autodisciplina. Dejó los vasos sobre una mesa baja, al lado del sofá de madera de castaño. A la izquierda de la chimenea, una puerta en forma de arco daba a un dormitorio. Al otro lado había una puerta cerrada.
—¿Eso es el cuarto de baño?
—Sí.
—¿Lo has revisado?
Edward asintió con la cabeza.
—¿Te importaría mirarlo bien por si hay insectos?
—Mi audaz bibliotecaria, que se ha enfrentado con dos asesinos a sueldo y una víbora… ¿tiene miedo de los bichos? —sonrió.
—Digamos que ya he agotado mi cuota de sustos por esta semana.
—Me temo que la guerra está lejos de haber terminado, cara —sonrió, triste—. Y, en mi propio detrimento, yo apostaría por tu victoria —tras soltar aquel nuevo y enigmático comentario, entró en el cuarto de baño.
Bella frunció el ceño. Era el hombre más misterioso y fascinante que había conocido. No tardó en regresar.
—Puedes bañarte tranquilamente. Mientras tanto, yo iré a buscar más leña.
El cuarto de baño estaba decorado con el mismo estilo rústico que el resto de la cabaña, con suelo de baldosa. Abrió los grifos de la gran bañera de pie. Mientras se llenaba, encontró toallas limpias, jabón y champú en el armario del lavabo.
Se quitó la ropa sucia y sudorosa: no pensaba volver a ponérsela hasta que no la hubiera lavado. Acababa de envolverse en una toalla cuando unos golpes la hicieron asomarse a la alta ventana. Edward, con el torso desnudo, estaba cortando leña en el patio de detrás de la cabaña. Se volvió para seleccionar un tronco de los que había apilados y lo colocó sobre un tocón. Con las piernas bien separadas, alzó el hacha. Sus poderosos músculos brillaron al sol mientras partía el tronco con un único y poderoso golpe.
Una gota de sudor se deslizó por el oscuro vello de su pecho, siguió camino abajo por sus duros abdominales y se perdió bajo la cintura de sus vaqueros. Seleccionó otro tronco, y Bella se inflamó por dentro mientras lo veía repetir la operación. Agarró con fuerza la toalla. ¿Cómo podía sentirse atraída por un hombre tan peligroso?
Edward apoyó el hacha en el tocón y recogió su vaso de agua. Echando la cabeza hacia atrás, lo apuró de un par de tragos. Parte del líquido escapó por las comisuras de su boca y resbaló por su musculoso cuello, humedeciendo su piel bronceada.
Gimió entre dientes. La pregunta era más bien otra: ¿cómo no sentirse atraída por un hombre así? Se quitó la toalla y entró en la bañera.
Apoyó la cabeza y cerró los ojos, con el agua hasta el cuello. Soltó un suspiro. El rítmico golpeteo del exterior le inspiraba sensuales visiones de un Edward sin camisa…
Edward recogió el hacha y miró hacia la cabaña. Bella estaba dentro, bañándose. Desnuda. Caliente. Húmeda. Con su delicioso cuerpo lleno de espuma… Se imaginó a sí mismo entrando en la bañera con ella y acunándola en su regazo, llenándose las manos con sus senos…
Se excitó de inmediato. Erró un golpe con el hacha y maldijo entre dientes. Aquel rumbo de pensamientos era un camino directo hacia la perdición y la ruina. Ya había cometido un error una vez… y había terminado en la cárcel. Había sido precisamente allí donde descubrió lo más valioso e importante de la vida. La integridad moral. El honor. El esfuerzo y la dedicación. Y la libertad: la física y la emocional.
Partió otro tronco. Había visto lo que les había pasado a aquéllos que se habían rendido a la tentación, fuera la que fuera. Algunos estaban en la cárcel. Muchos estaban muertos.
Se negaba a volver a cruzar aquella línea. Continuó cortando leña y sólo se detuvo cuando sus músculos protestaron de dolor. Se pasó el dorso del brazo por la frente sudorosa y soltó una carcajada. Había acumulado leña para medio invierno.
—¿Edward?
Se volvió para descubrir a Bella de pie en la parte trasera… vestida únicamente con una toalla. Se excitó de nuevo.
—¿Qué pasa? —gruñó—. ¿Has encontrado algún bicho en la cocina?
Bella se le quedó mirando con expresión molesta, las manos en las caderas. Tentándolo aún más con la posibilidad de que la toalla se deslizara poco a poco…
—Pensé que te gustaría saber que el baño está libre.
Y volvió a entrar, dejándole como última imagen la cascada de su húmeda melena derramándose sobre sus hombros desnudos.
Agarró con fuerza el hacha, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Tenía que encontrar alguna manera de escapar de aquella isla… mucho antes de que se les acabara la leña. Apenas tenían comida suficiente para sobrevivir una semana.
Para no hablar de su resistencia a la tentación, que tenía una vida mucho más corta.



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