lunes, 1 de noviembre de 2010

"TENDRÁS QUE CASARTE"


 “Tendrás que casarte”

Isabella Dwyer se sentía intranquila al entrar esa mañana en la sala llena de sol, y encontrarse frente a su madre y su padre. Phil Dwyer rara vez la llamaba tan temprano, y nunca la había llamado con un día de anticipación. Isabella sabía que debía tener algo muy importante que decirle, algo que afectaría su vida. Esto la había preocupado durante toda la noche, pero en el fondo sabía de qué se trataba. Tenía veinte años y estaba en edad de casarse.

Hacía tres años que esperaba que eso sucediera, desde el momento en que abandonara la escuela del convento. La mayoría de las muchachas de familias ricas eran entregadas en matrimonio cuando aún estaban en la niñez, a los catorce o quince años, como la madre de Isabella. Muchos candidatos habían visitado a su padre, aunque a ella no se le había permitido verlos. Pero su padre no tuvo en cuenta a ninguno de los jóvenes que deseaban desposarla, porque ninguno era lo suficientemente rico como para complacerlo. Isabella estaba segura de que su futuro acababa de decidirse. Pronto le dirían el nombre del hombre con quien se casaría.

Phil Dwyer estaba sentado ante su escritorio y no se molestó en levantar la mirada cuando Isabella entró en la habitación. ¿Era posible que su padre postergara deliberadamente la tarea de comunicarle su decisión? Tal vez se sentía un poco culpable ahora. Pero, ¿podía sentirse culpable? Era el mismo hombre que la había enviado al convento, diciéndole que era demasiado difícil de manejar. Había pasado la mayor parte de sus diecinueve años lejos de su casa, y ahora volverían a enviarla a otra parte para siempre.

Renée Dwyer miró ansiosamente a su hija. Había tratado desesperadamente de disuadir a Phil de que eligiera un marido para Isabella y pensaba que lo había logrado hasta la noche anterior, cuando Phil inesperadarnente, la informó sobre su decisión. Ella no era como la mayoría de las muchachas; era demasiado vivaz y demasiado hermosa como para entregarla fácilmente a un marido. Podría haber elegido un buen marido por sí misma, si Phil hubiera sido razonable. Pero no, Phil tenía que encontrar un marido rico y con título para su hija, y no le importaba si Isabella lo encontraba repulsivo o no.

Renée estaba sentada frente a las puertas abiertas que llevaban a la terraza, como lo hacía todas las mañanas, pero ese día no había podido dar una sola puntada en el tapiz que tenía ante ella. No podía dejar de pensar en el destino que esperaba a su hija.

–Bien, Isabella, esto no llevará mucho tiempo –dijo Phil Dwyer bruscamente.
Pero esto no alarmó a Isabella, su padre nunca le había demostrado ternura ni amor, ni tampoco a su madre. Las trataba a ambas como trataba a los criados. Phil Dwyer era un hombre frío, obsesionado únicamente por incrementar su riqueza. Y esto consumía casi todo su tiempo y sus pensamientos, y le dejaba poco para su familia.

–¿Por qué no te sientas, ma chérie? –dijo Renée con ternura, antes de que su esposo tuviera oportunidad de continuar.

Isabella sabía que su madre la amaba. Pero se negó a sentarse, porque no quería parecer cómoda y facilitar las cosas a su padre. En cierto modo se sentía rebelde, y sabía que no tenía derecho a serlo, porque así sucedían las cosas en el año mil seiscientos sesenta y siete. Así había sido durante siglos, y tal vez nunca cambiarían. Sólo deseaba que su madre no hubiera hablado tanto de enamorarse y de elegir el propio marido.

Un matrimonio de conveniencia, para eso estaban las hijas, al menos las hijas de padres ricos. Además, no había candidatos serios en el pequeño pueblo de Argen, tan sólo campesinos Y pequeños comerciantes. Si Isabella se hubiera enamorado, su padre jamás lo habría consentido, y la habrían mantenido aislada de los jóvenes de su propia clase.

–He dispuesto que te cases con el conde Jacob Black –continuó Phil–. La boda se realizará poco después del comienzo del nuevo año.

Isabella le dedicó una mirada furiosa de sus ojos color café oscuro, una última demostración de desafío para que él supiera lo que ella pensaba sobre este crudo anuncio; luego inclinó la cabeza como una hija buena y obediente.

–Sí, papá –dijo en voz baja, asombrándose de su propia serenidad.

–Te marcharás dentro de un mes. No tendrás mucho tiempo para hacer tu ajuar, de manera que contrataré modistas para que te ayuden. El conde Black  reside en Saint Martin, una isla del Caribe, de manera que viajarás por barco. Lamentablemente, será un viaje largo y tedioso. Sue, tu vieja niñera, irá contigo como acompañante.

–¿Por qué debo irme tan lejos? –explotó Isabella–. Seguramente hay alguien con quien podría casarme aquí en Francia.

–¡Virgen Santa! –gritó Phil, y su piel habitualmente blanca enrojeció. Se puso de pie y miró con furia a su esposa–. ¡La envié a ese convento para qué aprendiera obediencia! Pero todos estos años fueron desperdiciados, ya lo veo. Aún cuestiona mi autoridad.

–Si alguna vez consideraras sus deseos, Phil. ¿Es demasiado pedir? –aventuró Renée.

–Sus deseos no tienen importancia, madame –dijo Phil–. Y no toleraré más oposiciones. Ya se ha arreglado el compromiso y no puede deshacerse. Isabella se casará con el conde Jacob Black. ¡Ruego a Dios que él domine su desafío, porque yo no he podido hacerlo!

Isabella estaba llena de ira. ¿Era necesario que su padre hablara siempre como si ella no estuviera presente, como si no tuviera la menor importancia? Quería a su padre pero a veces... en realidad la mayoría de las veces... él la enfurecía hasta el punto de que sentía deseos de gritar.

–¿Puedo retirarme ahora, papá? –preguntó.

–Sí, sí –replicó él con irritación–. Ya te he dicho todo lo que necesitas saber.

Isabella salió apresuradamente de la sala con ganas de reír, porque ¿qué le había dicho realmente? Conocía el nombre de su futuro esposo, el lugar donde vivía, y sabía que se casaría con él después de fin de año, eso era todo. Bien, al menos su padre no la había casado inmediatamente después de salir del convento. No; había tardado tres años en encontrar un marido, un hombre que estuviera en condiciones de tener sentimientos, había una especie de alegría... alegría de no estar completamente sola durante el viaje. Sue estaría con ella, la querida Sue, a quien amaba tanto como a su madre.

Antes de ir a su habitación, se detuvo ante la puerta contigua y llamó suavemente. Al oír la voz de Sue, Isabella entró en el cuarto, que sólo era un poco más pequeño que el suyo. Fue hasta la ventana donde se encontraba sentada Sue, y se sentó junto a ella.

Como Isabella no hablaba, sino que miraba pensativamente la calle vacía frente a la casa, Sue sonrió y dejó su costura.

–Tu padre ya te lo ha dicho, ¿verdad? –preguntó en voz baja.

Isabella se volvió lentamente hacia la mujer que la había cuidado cuando era niña, y que había cuidado también a su madre, desde el día de su nacimiento. Sue tenía cincuenta y cinco años, era ligeramente regordeta ahora, pero todavía ágil. Su cabello castaño se veía gris, de un gris plateado del mismo color de sus ojos.

–Entonces tú lo sabías –dijo pasivamente Isabella–. ¿Por qué no me lo advertiste, Sue?

–Tú también lo sabías, pequeña. Lo esperas desde hace tres años.

–Sí, pero no sabía que me harían cruzar el océano. No quiero irme de Francia –dijo Isabella, y su furia volvió a dominarla–. ¡Me escaparé!

– ¡No harás nada por el estilo, señorita! –la regañó Sue, agitando un dedo–. Aceptarás esto y lo aprovecharás lo mejor posible, así como finalmente aceptaste que te enviaran a la escuela. Deberías estar contenta de tener un marido como éste. Te dará muchos hijos y, si Dios quisiera yo estaré allí para verlos crecer.

Isabella sonrió y se apoyó en el respaldo de su silla. Sue tenía razón; aceptaría este matrimonio porque no podía hacer otra cosa. Ya había pasado la edad de las rabietas para obtener lo que deseaba. Las hermanas le habían enseñado a aprovechar las cosas lo mejor que podía.

Isabella era una niña alegre hasta que empezó a preguntarse por qué su padre no la quería. Esto pesaba mucho en su joven mente, y trataba desesperadamente de obtener el amor y la aprobación de su padre. Cuando no lo logró y él siguió ignorándola, comenzó a crear problemas para atraer su atención. No le resultaba suficiente el amor que su madre y Sue derramaban en ella. También quería el amor de su padre. Era muy joven, y no podía entender por qué su padre no la quería; no sabía que él había deseado un hijo varón. Y sólo tendría esta hija, porque Renée no podía tener más niños.

De manera que en Isabella creció un mal carácter. Comenzó a tener rabietas, a ser desafiante e irrespetuosa. Odió a su padre cuando la envió a la escuela, y siguió con su carácter rebelde en el convento. Pero después de unos años aprendió a aceptar su destino.

Se daba cuenta de que la habían enviado al convento por su culpa. Las hermanas le enseñaron a dominar su genio, le enseñaron a obedecer y a ser paciente. Cuando volvió a su casa, ya no estaba resentida con su padre.

Nada había cambiado. Su padre seguía siendo para ella un desconocido, pero Isabella aceptó esto también. Dejó de lamentarse por sí misma, y abandonó la idea de obtener su aprobación. Tenía el amor de su madre, y también tenía a Sue. Aprendió a estar agradecida por lo que tenía.

Pero a veces no podía dejar de pensar qué diferente habría sido ella si su padre la hubiera querido. Tal vez no habría tenido tan mal genio, ni la necesidad de luchar para controlarlo. Pero, ¿qué importaba? Sólo su padre lograba ponerla furiosa, y pronto se separaría de este hombre frío e insensible.

Esa noche, temprano, Renée Dwyer entró en el dormitorio de Isabella para hablar claramente con su hija. Todavía estaba alterada.

–Lo intenté, ma chérie. Traté de disuadir a tu padre de que no te envíe con ese... ese hombre, –Renée hablaba nerviosamente, retorciéndose las manos, cosa que siempre hacía cuando estaba perturbada.

–No te preocupes, mamá. Me sentí mal al principio, pero sólo porque debo marcharme. Esperaba que me entregaran en matrimonio, de manera que esto no ha sido una sorpresa.

– ¡Para mí sí! Hace meses que Phil está buscando un marido para ti, pero sólo anoche me lo dijo; una vez que ya había hecho su elección, ya sabía que nadie la cambiaría. No pensó que te enviaba a un hombre desconocido, y que además te obligaba a adaptarte a un nuevo país y un nuevo clima al mismo tiempo. –Renée generalmente decía lo que pensaba, al menos a Isabella, pero se puso a pasear por la habitación y parecía no poder encontrar las palabras.

–¿Quieres decirme algo, mamá? –Aventuró Isabella.

–Sí, sí, quiero decirte algo –respondió Renée en inglés con fuerte acento.

A sus padres les gustaba hablar en inglés, porque muchos de los asociados de su padre eran ingleses. Y como Isabella también había aprendido ese rudo idioma en el convento, Phil insistía en que se hablara inglés en todo momento.

Renée aún vacilaba, de manera que Isabella trató de romper el silencio.

–Te echaré terriblemente de menos cuando me vaya el mes que viene, ¿Alguna vez volveré a verte? –preguntó esperanzadamente.

–Por supuesto, claro que sí, amor. Si tu nuevo... –hizo una pausa, porque no le gustaba decir la palabra–...nuevo marido no te trae aquí, convenceré a Phil para que vayamos a Saint Martin. –Renée miró a su hija con profunda preocupación en sus ojos de color café oscuro. –Ah, pequeña Isabella, lamento que tu padre haya insistido en darte en matrimonio al conde Black. Yo quería que eligieras tu propio marido. Si al menos Phil me hubiera permitido llevarte a París, podrías haber encontrado a un hombre que amaras, un hombre digno que Phil también habría aprobado. Hay tantos para elegir en París...

–El conde Black es un hombre digno, ¿verdad? –preguntó Isabella.

–Sí, pero no lo conoces, Isabella. No sabes si podrás amarlo o no. No sabes si serás feliz o no. Y eso es todo lo que yo deseo; que seas feliz.

–Pero papá ha elegido al conde Black y él desea que yo sea su esposa. Me ha visto, ¿verdad?

–Sí, hace un año. Estabas en el jardín cuando el conde vino a visitar a Phil. Pero, Isabella, eres una muchacha hermosa, increíblemente hermosa. Podrías haber elegido marido, y haber encontrado un hombre con quién quisieras pasar la vida. Pero tu padre es demasiado amante de la tradición. Sólo admite elegir él tu marido. No le importa si eres feliz o no.

–Pero así son las cosas, mamá. Yo no esperaba que fueran diferentes –Replicó Isabella aunque preguntándose por qué no.

–Eres una hija buena y confiada y me apena pensar que vas pasar la vida con un hombre que no amas. Por eso he venido, para decirte algo, aunque está en contra de mis convicciones.

–¿De qué se trata, mamá?

–Sabes que Phil fue elegido para mí por mi padre cuando yo sólo tenía catorce años. Como tú ahora, yo estaba dispuesta a amar al marido que habían elegido para mí y a ser una buena esposa. Pero después de un año de matrimonio supe que eso jamás podría ser. Después de otro año, la situación empeoró, porque Phil deseaba un hijo varón y yo aún no había quedado encinta. Me sentía desolada, y la única persona en quien podía confiar y a quién podía querer era Sue. Entonces comencé a hacer largas caminatas y viajes a la ciudad, sólo para hallar paz. En uno de mis paseos conocí a un marino, un irlandés castaño con vivaces ojos marrones, su barco estaba anclado en la costa para ser reparado y él tenía licencia para visitar a sus padres, que habían dejado Irlanda y vivían entonces en la zona cercana a Montagne. Lo conocí cuando pasaba por Argentan. Se quedó aquí en lugar de ir a Montagne, nos vimos muchas veces y finalmente nos convertimos en... amantes.
–Ay, mamá, ¡qué romántico!

Renée sonrió, aliviada al ver que su hija no quedaba consternada con su confesión.

–Sí, era romántico. Charlie permaneció tres meses en Argentan, y yo me encontraba regularmente con él. Fueron los meses más felices de mi vida, y siempre guardaré su recuerdo como un tesoro. Lo amaba con todo mi corazón, y vive en ti, Isabella, porque tú vienes del amor que compartí con Charlie. Él fue tu verdadero padre.

–Entonces papá... ¿es mi padrastro?

–Sí, ma chérie, sólo tu padrastro. Quería que conocieras la felicidad que yo pude robar hace tantos años, el único amor que tuve jamás. Quería que lo supieras para el caso de que no ames al conde Black. Espero que lo ames, pero si no es así, deseo que encuentres a alguien a quien puedas amar, aunque sea por poco tiempo. Quiero que seas feliz, Isabella, y si te encuentras en un matrimonio sin amor, no quiero que te sientas culpable si se te presenta el amor en otra parte. No digo que debas ir a buscarlo. Pero si el amor viene a ti como sucedió conmigo, tómalo mientras puedas y sé feliz. Sólo quiero que seas feliz. –Renée se echó a llorar, e Isabella fue hacia ella y la abrazó tiernamente.

–Gracias, mamá. Gracias por decírmelo. Ahora ya no tengo miedo de ir a Saint Martin. Trataré de que sea un buen matrimonio, y trataré de amar al conde Black. Quién sabe, tal vez no sea tan difícil. Tal vez llegue naturalmente.

–Ah, así lo deseo, ma chérie.

Isabella dio un paso atrás y sonrió cálidamente a su madre.

–De manera que soy medio irlandesa. ¿Papá... Phil lo sabe? ¿Por eso nunca me quiso?

–Debes comprender, Isabella, que Phil no es un hombre demostrativo. Cree que eres su hija, pero deseaba mucho un hijo varón. Los médicos dijeron que yo no podía tener más hijos porque hubo problemas con tu nacimiento. Tal vez Phil está resentido contigo porque no eres el hijo varón que deseaba, pero a su manera te quiere. Es lamentable que no lo demuestre, y sé que te ha hecho muy desdichada.

–He pasado la mayor parte de mi vida tratando de ganar la aprobación de Phil, y no es mi verdadero padre –reflexionó Isabella–. Buscaba el amor de un hombre que no podía dármelo.

–Lo lamento, Isabella. Creo que tendría que haberte dicho la verdad cuando eras pequeña pero no pude. No es algo fácil de admitir. Pero debes seguir llamando papá a Phil. Tuve un miedo mortal de que nacieras con los rasgos irlandeses de Charlie. Pero afortunadamente los tres tenemos los cabellos de color castaño, aunque el tuyo tiene un extraño brillo rojizo en el sol, y tus ojos son de color cambiante como los de mi padre. Por supuesto, esos ojos tuyos pueden convertirse en un obstáculo. No puedes ocultar tus sentimientos con unos ojos tan claros. Como están en este momento de color dorado oscuro, me indican que eres feliz.

–¡Te burlas de mí!

–No, ma chérie. En este momento tus ojos están tomando un color café oscuro –rió Renée–. Sé que debe ser inquietante enterarse de que uno no puede ocultar sus sentimientos, pero tus ojos siempre dicen la verdad.

–Pero, ¿por qué yo no me había dado cuenta? Siempre pensé que mis ojos eran de un extraño tono dorado.

–Porque cuando estás enfadada o alterada, rara vez te miras al espejo. Haces lo mismo que tu verdadero padre. Te paseas, no puedes quedarte quieta. Has heredado muchas cosas de Charlie.

–Siempre me he preguntado por qué soy más alta que tú y que Phil. ¿Charlie era un hombre alto?

–Sí, muy alto. ¡Era un joven muy apuesto! Pero era de genio rápido y con una terquedad irlandesa, como tú. Pero no te preocupes por tus ojos, ma chérie. No hay muchos que adviertan estos cambios y siempre puedes decir que cambian con la luz, como el ópalo.

–¿Por qué no te fuiste con él, mamá? ¿Por qué te quedaste aquí y renunciaste a tu felicidad?

–Charlie tenía que volver a su barco, y yo no podía ir con él, especialmente porque ya sabía que estaba encinta de ti. Charlie era un marinero común, aunque esto no me importaba mucho, pero quería hacer fortuna antes de llevarme con él. Prometió volver a buscarme, y yo lo esperé muchos años antes de abandonar las esperanzas. No me gusta pensar por qué no volvió. Prefiero pensar que encontró un nuevo amor en otra tierra y no que ha muerto...

Isabella se entristeció al pensar que su madre nunca sabría la verdadera razón.

–¿Sabía que yo estaba en camino?

–Sí. Me habría gustado que hubiera conocido a su hermosa hija.

Más tarde, cuando Renée ya se había ido a la cama, Isabella se sentó ante el tocador para mirarse en el espejo. Se preguntó por qué el conde Black la habría elegido como esposa. Pensaba que era bonita, pero no que era tan hermosa como su madre le decía. Tenía una nariz ligeramente curvada en la punta, un rostro ovalado, pero le parecía que su frente no era lo suficientemente alta. Su piel pálida era suave, perfecta, pero sus cabellos de color caoba eran lacios y no rizados, como pedía la moda, y ella los odiaba.

No se parecía a las muchachas de la escuela, que se burlaban de su aspecto diferente. Era muy alta, mucho más que las pequeñas francesas. Y en lugar de tener pechos llenos y curvas suaves y redondeadas, era muy delgada. Sus pechos tenían hermosa forma y no eran demasiado pequeños, de manera que le parecían satisfactorios. Pero odiaba sus caderas. Eran estrechas, demasiado estrechas, en realidad... y sus piernas no mejoraban el asunto. Su pequeña cintura daba una ligera curva a sus caderas, pero Isabella se sentía molesta por tener que poner un relleno a sus faldas. Le encantaba que su madre dijera que era hermosa, aunque sabía que no era cierto. Sólo a sus ojos lo era, porque ella la amaba. Echaría mucho de menos a su madre.

Su revelación no perturbó realmente a Isabella. En cierto modo, le pareció que la liberaban de un gran peso. Era... había oído usar la palabra a los sirvientes y conocía su significado... era una bastarda. ¿Pero qué importaba? Nadie lo sabía excepto su madre. Isabella deseaba que Charlie hubiera vuelto con ella. Y ahora ella, también, se preguntaba qué le habría sucedido. ¿Tal vez había muerto en un naufragio, o lo habían matado? ¿O aún cruzaba los mares buscando una fortuna para traer a su madre? La explicación que más le gustaba era esta última. Su padre aún podía volver después de todos estos años, y todos irían a vivir a Saint Martin.

–Ay, Isabella, sueñas demasiado –susurró en voz alta–. Debo afrontar la realidad. Iré a encontrarme con un desconocido y viviré con él como su obediente esposa. Bien, tal vez no sea tan obediente. –Rió–. Pero seré su esposa y... ¡ni siquiera sé cómo es! Tal vez sea bajo y grueso, o viejo. Debo preguntarle a mamá cómo es. También puede ser joven y apuesto. Sí, me eligió. Debo recordar eso. –Bostezó, luego miró una vez más sus ojos dorados en el espejo, oscuros como oro fundido.

–Seguramente mamá me lo decía en broma. ¿Cómo es posible que los ojos cambien de color?

Isabella se puso de pie y fue hacia la gran cama con dosel, con sus volantes de color rosa y blanco. Se metió bajo las mantas y echó sus largos cabellos sueltos a un lado de la almohada, y eran tan largos que llegaban al suelo.
Pensaba tantas cosas que tardó mucho tiempo en quedarse dormida.

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