Capítulo 6 "Bond, Edward Bond"
Los colegas de Bella la rodearon, nada más entrar en el banco a la mañana siguiente, pero, después de recibir varias miradas furiosas del señor Jenks, puso finalmente a trabajar a todo el mundo.
Dejó la puerta del despacho abierta y se sentó tras el escritorio. Su pequeño surtido de helechos, palmeras y ficus le daban un aire acogedor a la austera decoración de tonos negros y dorados. Tomó un sorbo de té de su taza de Elvis Presley y empezó a hojear un montón de memorandos. El cajero automático seguía estropeado. Suspiró. ¿Cuántas veces tendrían que llamar al servicio técnico para arreglarlo de una vez?
—¿Señorita Swan? —la pomposa voz de Jason Jenks le hizo levantar la mirada.
Su corpulento y bigotudo jefe entró en el despacho seguido de otro hombre que andaba arrastrando los pies y con los hombros caídos. El hombre llevaba un traje holgado color oliva que desentonaba con su camisa morada y sus tirantes amarillos. Su pelo, de un color indeterminado, estaba peinado hacia atrás con una espesa capa de gomina, y unas gafas gruesas de montura negra reducían sus ojos a dos diminutos puntos. Lucía una tímida sonrisa, mostrando unos dientes salientes. Bella ahogó un gemido. ¡Otro sobrino de Jenks! ¡Horror!
—Victoria ha dimitido sin avisar —dijo Jenks—. Éste es su nuevo cajero. Sus referencias son impecables. Confío en usted para su formación rigurosa y eficiente.
¿La encargada de la cámara acorazada había dimitido? A Bella se le encogió el estómago. Si el coeficiente intelectual del nuevo se correspondía con su sentido de la moda, iban a tener serios problemas en el banco.
—Por supuesto —dijo con una sonrisa forzada. Se levantó y le ofreció la mano—. Me llamo Isabella Swan.
Él le envolvió la mano con unos dedos esbeltos y cálidos, y Bella sintió un hormigueó que le subía por el brazo. ¿Qué demonios…?
Ladeó la cabeza y le escrutó el rostro con ojos entornados. ¡Oh, no! No podía ser. Tendría que haber supuesto que Edward haría alguna de las suyas cuando la llevó al trabajo en un viejo y destartalado Pinto amarillo. Edward le había dicho que no le quitaría ojo de encima, pero ella había supuesto que la estaría vigilando desde lejos. Nada más.
Se había equivocado.
—Bond, Edward Bond —respondió él con acento nasal, antes de dedicarle la maliciosa sonrisa que ella conocía tan bien, parcialmente oculta por los dientes.
— ¿Señorita Swan? —la llamada de atención de su jefe le hizo darse cuenta de que estaba con la boca abierta.
La cerró de golpe, sintiendo una repentina empatía por Luisa Lane.
—Lo dejo a su cargo. Estaré fuera toda la mañana —dijo Jenks, y salió.
— ¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó ella, cuando se quedaron solos.
—Es mi nuevo disfraz. ¿Te gusta?
—Podrías haberme avisado.
— ¿Y perderme la divertidísima expresión de tu cara? —se echó a reír—. Ojalá hubiera traído una cámara. Te dije que te lo haría pagar. Ya estamos en paz.
Bella contó mentalmente hasta veinte.
—Con esa ropa vas a destacar más que una ramera en una iglesia. ¿No se supone que los agentes secretos tienen que confundirse con la multitud y pasar desapercibidos?
—Esto es mejor que el camuflaje. La mayoría de las personas no se molestan en mirar bajo la superficie. Y bastará con una mirada a mi aspecto para considerarme inofensivo. Nadie querrá conocerme mejor. Admítelo, ¿en qué has pensado nada más verme?
—Vale, tienes razón —se masajeó las sienes, doloridas—. ¿Sabes algo de la banca, señor Bond? ¿O tendré que empezar enseñándote lo más básico?
El se quitó las gafas y la miró con ojos brillantes.
—Enséñame lo que quieras, cariño. Soy un buen alumno… y aprendo muy rápido.
— ¡Deja ya las insinuaciones! —exclamó ella, riendo a pesar de su enojo—. Esto será imposible si no te comportas. ¡Conseguirás que me despidan!
—A propósito, Jenks ha dicho que la encargada de la cámara ha dimitido —arqueó una ceja—. No podría haber elegido momento más oportuno.
—¿Crees que Victoria está implicada con los criminales? Eso es absurdo.
—Nada es absurdo. ¿Tienes alguna sospecha de ella?
Bella se mordió el labio inferior.
—Ahora que lo dices, intentó evitarme la tarea de contar el envío de dinero el día que apareciste. Pero pensé que lo hacía porque teníamos mucho trabajo y ella odia ocuparse de la ventanilla.
Edward se frotó la mandíbula.
—Prepárame como tu nuevo encargado de la cámara. Mientras más acceso tenga, mejor. Y no olvides que un fallo puede hacer que te maten.
Bella aferró con fuerza el asa y tragó saliva. Edward le quitó la taza de la mano.
—No voy a dejar que te ocurra nada malo —le aseguró, dándole un apretón en la mano—. Y ahora, ¿por dónde empezamos? Tú eres la jefa.
—Sígueme —murmuró ella apartando la mano—. Te presentaré al personal y te dejaré con un manual de instrucciones a cargo de una ventanilla.
Dos horas después, Bella tuvo que morderse la lengua para no gritar. La presencia constante de Edward, el roce de sus cuerpos, su voz profunda y sensual al oído… la tenían al borde de un ataque de nervios. Y lo peor era que no sabía por qué; Edward había mantenido un comportamiento impecable toda la mañana.
Cuando llegó el envío de dinero, agarró las bolsas y le dio la mitad a él.
—Vamos a meterlas en la cámara —le dijo.
La puerta se cerró tras ellos. Genial. Estaba obligada a encerrarse con el hombre que la volvía loca. Se apartó de él todo lo que pudo en el poco espacio que había, pero el olor y el calor que emanaban de su musculoso cuerpo la atraían irresistiblemente.
—¿Cuál es el procedimiento a seguir? —preguntó él.
Bella dejó el dinero en una estantería, junto al contador de billetes y otros accesorios.
—Cuando entres o salgas, anota tus iníciales y la hora —agarró un bolígrafo de la bandeja, escribió en un portafolios y se lo guardó en el bolsillo—. La entrega se realiza alrededor de las once. Normalmente suelo comprobarlo de inmediato, pero depende de lo ocupada que esté.
Abrió la primera bolsa y sacó un fajo de billetes de cincuenta dólares.
—Colócalos en el contador, y luego vuelve a atarlos y mételos en una caja fuerte. La responsable de la cámara también se ocupa de llenar el cajero automático —metió los billetes en la máquina y presionó un botón—. Tenemos dos. Uno en el vestíbulo y otro para sacar dinero desde el coche.
Edward se quitó las gafas y se rascó la nariz.
— ¿Por qué eres tan paciente con ella?
— ¿Cómo dices?
—Con Karen. Yo la hubiera mandado a pasear a su perro.
—Va a ser mi suegra. Y puedo defenderme sin recurrir a la grosería.
—Tu novio es hombre de pocas palabras.
—A diferencia de algunos —recalcó ella—. Es muy reservado, pero es una persona maravillosa. Compasivo, inteligente, y respetuoso. Su padre murió hace tres años y desde entonces se ocupa de su madre. Además es un músico de talento. Por las noches y los fines de semana les da clases gratis de violín a los niños desamparados.
—Todo un dechado de virtudes.
— ¡No te burles de él!
—Eh, no me estoy burlando —se excusó él alzando las manos—. Parece un tipo decente, pero… cuando te besa, ¿se te acelera el corazón? —dio un paso adelante y ella se apartó—. ¿Sientes hormigueos, estremecimientos? —se adelantó otro paso y ella volvió a apartarse—. ¿Igual que cuando yo te besé?
Bella se chocó de espaldas contra la pared. En aquel momento le estaba pasando todo lo que Edward le preguntaba. Se puso rígida, aterrada por su incontrolada reacción.
—¿Quieres arrastrarte a sus pies y estar así toda la vida? —murmuró él, apoyando las dos palmas en la pared, a ambos lados de su cabeza.
¿Cómo podía defender los atributos de su novio cuando lo que quería era besar a otro hombre?, se preguntó Bella. Era una situación de lo más enervante.
—Enhorabuena, acabas de batir un récord. Has conseguido comportarte durante dos horas —intentó respirar con calma—. Me prometiste que podía confiar en ti.
Edward se quedó helado.
—Tienes razón. Puedes hacerlo. No volveré a besarte —se retiró con un atisbo de sonrisa en los labios—. Hasta que tú me lo pidas.
Ella se apartó, juntando las manos para ocultar su temblor.
—Jamás.
—Nunca digas nunca jamás, Houdini —replicó él riendo, y abrió la última bolsa para darle otro fajo de billetes—. Supongo que Jenks tendrá un libro de registro y la lista del personal. Cuando su secretaria se vaya a comer, podremos buscar en su despacho.
— ¿Estás loco? Si nos descubre, me despedirá y me denunciará a la policía…
—Olvidas con quién estás tratando. En situaciones como ésta, yo soy la ley. Además, no haremos nada ilegal.
—No, claro. Esto es peor que poner a un zorro vigilando el gallinero.
—¿Por qué no empleas esa retórica tan descarada contra Karen? —le preguntó sonriendo.
—Trataré con ella a mi manera, ¿vale? No podemos hurgar en el despacho de Jenks. Cuando llega un nuevo empleado, siempre lo llevo a comer en su primer día. Mi política es muy estricta, y si me la salto levantaré sospechas. Jenks pasa más tiempo fuera del banco que dentro, así que ya tendremos oportunidad de hacerlo —miró su reloj—. Son las doce. Deberíamos irnos a comer.
—De acuerdo. Discutiremos el plan de acción y tú podrás hablarme de los otros empleados —se puso las gafas con una floritura—. Después de ti, jefa.
Bella encendió su bíper mientras conducía a Edward hacia los ascensores.
—La cafetería está en el sótano, pero cuando hace buen tiempo suelo almorzar en el patio trasero.
Después de pedir la comida, salieron al patio situado en el centro del edificio y se acomodaron en una mesa de un rincón, a la sombra de los arces.
—No me puedo creer que nadie más se esté aprovechando del día tan bueno que hace —comentó ella, limpiando de hojas el mantel antes de dejar la ensalada.
—Sí, se está muy bien al aire libre —corroboró él.
Tras dejar los vasos en la mesa, cerró los ojos y se echó hacia atrás, de cara al cielo. El sol otoñal bañaba su rostro de luz dorada, y sus bronceados rasgos irradiaban un aura de fuerza y paz.
A Bella le dio un vuelco el corazón. Dios, era guapísimo… a pesar del disfraz. El deseo volvió a invadirla, seguido por la extraña sensación de que su destino estaba escrito. En el coche, en el almacén, en la cabaña… Parecía no haber escapatoria de él.
—Dijiste que querías información sobre los empleados —dijo, tomando un sorbo de té helado para sofocar el pánico—. ¿Qué necesitas?
El abrió los ojos y le recorrió el rostro con su sensual mirada.
—¿De verdad quieres saber lo que necesito, Bella?
Su voz la acarició como una sábana de seda. De repente, Bella se quedó sin respiración.
—Hola, Bella.
Sobresaltada, levantó la mirada y vio al hombre rubio que se acercaba por el patio.
—Hola, James —consiguió decir. Por el rabillo del ojo vio que Edward se colocaba las gafas.
James se detuvo junto a la mesa. Tenía cara de no haber dormido muy bien.
—Pensé que te encontraría aquí. ¿Disfrutando del almuerzo?
—Sí. ¿Quieres acompañarnos?
—Me quedaré un minuto —dijo, y se sentó a su lado.
—Éste es Edward Bond, el nuevo encargado de la cámara. Edward, te presento al señor James Vulturi, el vicepresidente del banco.
—Hola —dijo Edward con el acento nasal que utilizaba con su disfraz.
—Bienvenido, señor Bond. ¿Viene de algún otro banco?
—No, estuve trabajando en Max's, el concesionario de coches usados. Ya sabe, «Venga a Max's, donde Max significa menos» —acompañó la broma con una risa estridente.
Los labios de James se curvaron en una media sonrisa.
—La señorita Swan es la mejor. Tiene suerte de trabajar para ella.
—Sí, estoy seguro de que voy a disfrutar mucho trabajando para ella… —le hizo un guiño a Bella y sonrió, mostrando los dientes.
Bella se contuvo para no darle un puntapié.
—Eh, sí, bueno —dijo James. Carraspeó y se volvió hacia Bella—. ¿Te has recuperado de tu horrible experiencia? Lamento mucho lo sucedido. Cuando cacen a ese criminal, se merece que lo cuelguen por los… eh, por los dedos de los pies.
—Estoy bien, gracias, y no puedo estar más de acuerdo contigo.
Edward emitió un sonido a medias entre una carcajada y una tos.
—¿Los veré a ti y a Mike en la comida del fin de semana? —preguntó James.
—Allí estaremos.
—Estupendo —se levantó—. Espero verlo a usted también, señor Bond. Así podrá conocer mejor a sus colegas.
—Tendré que consultar mi agenda.
James se despidió con la mano y se marchó.
—Parece que haces muy buenas migas con el vicepresidente —comentó Edward con su voz normal, antes de darle un mordisco a su sándwich de pavo.
Bella había conocido a James al entrar a trabajar en el banco. Se había convertido en su mentor e incluso le había pedido salir varias veces, antes de que ella estuviera con Mike. Pero ella siempre se había negado a mezclar el trabajo con las citas y James había aceptado que sólo fueran amigos. De vez en cuando iban juntos a comer o al cine.
—A James le gusta conocer a todos sus empleados. Su hermano Alec es el otro vicepresidente, y su padre, Aro, es el presidente de la compañía.
—Nada como el nepotismo para abrirse camino en la vida.
—Parecía estresado. Espero que no haya ocurrido nada malo. Alec y Aro no se llevan bien desde que Aro volvió a casarse y la hija de Alec empezó a tener problemas de salud. Parecen una familia muy agradable.
—Las apariencias engañan. A propósito, he recibido el informe sobre Félix. Su verdadero nombre era Gustav Moreau, un actor de segunda con un historial delictivo de un kilómetro de largo. Definitivamente no era del FBI, así que aún no sabemos cuál es la conexión de la policía —tomó un sorbo de su refresco—. Háblame de esa comida.
—Es el banquete anual de los empleados. Todos los meses de octubre se celebra un baile en el Chantal Ballroom para fomentar la integridad de la compañía.
—Ya, una oportunidad para soltarse el pelo, ¿eh? —se echó a reír—. Suena divertido.
— ¿Es que nunca puedes tomarte nada en serio?
—La vida es muy corta. Si te la tomas en serio sólo conseguirás úlceras, canas y arrugas.
—Y también una familia, estabilidad y seguridad.
—Claro —dijo él sonriendo, pero sin el brillo habitual en los ojos—. Volvamos al trabajo. Estoy impaciente por ponerme a tu servicio.
Volvieron a la oficina en silencio. Cuando Bella entró en el vestíbulo, Lauren Mallory, una de las cajeras, la llamó.
—Tienes a un hombre por la línea dos.
Bella corrió hacia su mesa y descolgó el auricular.
—Isabella Swan, ¿dígame?
Un clic resonó en su oreja. Habían colgado. Frunció el ceño y miró el teléfono.
— ¿Problemas? —preguntó Edward tras ella.
—Un cliente que se habrá cansado de esperar. Seguro que volverá a llamar —le sonrió dulcemente—. Puesto que estás tan ansioso por trabajar para mí, será mejor que empecemos cuanto antes.
Durante el resto de la tarde, le asignó a Edward las tareas más ingratas y serviles de la oficina. Pero él cumplió alegremente con todas ellas sin la menor queja.
A las cinco en punto, Bella salió de la cámara acorazada y se detuvo, sin saber por qué. Tenía la extraña sensación de que la estaban observando. Miró a su alrededor. Los únicos clientes eran un hombre de negocios y un adolescente alto y moreno. Todo estaba en calma. Reprimió sus temores y entró en su despacho, donde había dejado a Edward examinando las cuatrocientas transferencias de Lauren por un aparente error de nueve dólares.
— ¿Cómo te va? ¿Disfrutas trabajando para mí? —le preguntó en tono burlón.
Él levantó la mirada y le sonrió.
—Ah, cariño, sabes que me encanta recibir órdenes de ti.
Bella intentó ignorar el estremecimiento que sus palabras le provocaban, sin éxito.
—Es hora de cerrar.
Una hora más tarde, todas las cajeras habían hecho balance y se habían marchado. Bella conectó la alarma principal y cerró la puerta principal al salir. Edward esperaba en el Pinto amarillo. No quería que nadie los viera salir juntos. Ella pasó de largo y él la siguió de cerca. Le había dicho que la recogería en cuanto doblase la siguiente esquina.
De repente volvió a asaltarla la sensación de estar siendo observada. Se detuvo a mirar en un escaparate, viendo el reflejo de los viandantes. No había nada extraño. Sólo la gente con aspecto cansado que volvía a sus casas después del trabajo. Siguió andando, y en el cristal llegó a ver el reflejo de Edward. Parecía furioso, como ella nunca lo había visto. ¿Habría visto a alguien siguiéndola, después de todo?
Al doblar la esquina, se detuvo frente al palacio de justicia. Esperó a que Edward aparcara y entonces subió al coche.
—De todas las idiotas… —a Edward le temblaba la voz de furia—. Alguien intenta matarte, ¿y te paras a mirar zapatos?
—No miraba zapatos. Pensé que… —se calló, sin saber cómo continuar.
— ¿Que necesitabas un bolso, a juego? —espetó él—. Te dije lo que tenías que hacer, ¡y tú sigues haciendo lo que te da la gana!
Aquél era un Edward diferente, irreconocible. Debería hablarle de sus sospechas, pero no tenía nada sólido, sólo una sensación. Había estado sometida a mucho estrés.
Edward puso el Pinto en marcha y se alejaron rápidamente de allí. Tenía el corazón desbocado, un sudor frío le empapaba la frente y le costaba respirar. ¿Qué demonios le había pasado? Él nunca perdía el control.
Miró de reojo a la mujer callada que iba sentada a su lado. Al verla detenerse frente al escaparate y exponer su espalda como una diana, la posibilidad de que algo le ocurriera lo había sacudido por dentro.
No había peligro, los falsificadores no se arriesgarían a atacarla en público. Entonces, ¿por qué estaba tan asustado? Era un profesional. Jamás permitía que el trabajo lo afectara emocionalmente. En su vida no había lugar para sentimientos de ninguna clase.
Y, sin embargo, allí estaba, temblando como un recluta en su primera batalla.
El autocontrol lo mantenía cuerdo. Lo mantenía vivo. Pero su autocontrol se estaba haciendo añicos.
Y estaba muerto de miedo.
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