miércoles, 3 de noviembre de 2010

QUIERO ACOSTARME CONTIGO

Capítulo 7 “Quiero que nos acostemos juntos”

Culpa. Un inesperado ataque de culpa le estaba nublando el juicio. Habían pasado décadas desde la última vez que se había sentido profundamente avergonzado, cuando el rastrillo de la prisión se había cerrado a su espalda, consciente de que Elizabeth acabaría enterándose.
—Elizabeth me enseñó a cocinar cuando era niño —sacó una sartén—. Me decía que estaba obligado a ello si quería comer bien.
—Me gustan las mujeres progresistas. ¿Te crió tu tía?
—Era la tía de mi madre. Era demasiado mayor para hacerse cargo de mí, pero no lo dudó —echó la masa en la sartén—. Si alguna vez llegó a arrepentirse de ello, jamás lo demostró. Sé ganaba la vida limpiando las casas de los demás y por las noches regresaba a la suya agotada. A los seis años yo ya realizaba todas las tareas domésticas.
—Eras muy pequeño para asumir esa responsabilidad… ¿Vivían los dos solos?
—Sí. Era una mujer severa, pera amable y generosa. Y muy inteligente. Nos llevábamos muy bien —casi sin darse cuenta, le había contado toda la verdad.
—Ella… ¿murió?
—Este mes de Junio hará cinco años —Elizabeth había fallecido pocos días después de su cumpleaños, de una neumonía.
—Y ahora estás solo.
—Sí.
—Lo siento —fue a tocarlo, pero pareció pensárselo mejor. En lugar de ello, llenó un florero de agua y lo llevó a la mesa.
—No me compadezcas, Bella. Tengo la vida que he elegido. ¿Puedes tú decir lo mismo?
Había calculado bien la pregunta. Su respuesta podría proporcionarle la clave de sus secretos.
Bella lo miró, con el florero en una mano y un ramillete de crisantemos en la otra. La luz de las velas del candelabro daba un tono dorado a su piel y arrancaba reflejos a su pelo. Le recordó una preciosa pintura que había visto una vez, representando a Flora, la diosa de las flores y la fertilidad.
Tuvo que apoyarse en el mostrador. Se recordó que se había jurado conservar el control.
—Hasta hace cuarenta y ocho horas no habría vacilado en responderte.
—¿Eras feliz?
—Digamos que estaba contenta —se ocupó de arreglar el ramillete—. Al menos eso creía… hasta que me vi en la popa del barco de Megaera, temiendo que fueran a arrojarme al mar.
Edward también había mirado cara a cara a la muerte, sin remordimientos. Apenas unas semanas atrás, no habría cambiado nada de su vida. ¿Por qué entonces aquella repentina insatisfacción?
—¿Y ahora?
—Me he dado cuenta de que he sublimado mis deseos y renunciado a mis objetivos para responder a las expectativas de los demás. De mis padres, de mis profesores, de mi jefe —vaciló antes de pronunciar el nombre—. De Mike.
Edward había leído un grueso dossier de Bella con detalles sobre el tal Mike Newton, pero fingió no saber nada. Una mentira más.
—¿Mike?
—Un profesor con el que… estaba encariñada. Rompimos después de la muerte de mi padre —el dolor nubló su mirada—. Un disgusto que añadir a los anteriores.
Una violenta punzada de celos tomó desprevenido a Edward. Afectado tanto por sus palabras como por su tono, apagó bruscamente el fuego de la cocina.
—¿Qué es lo que quieres realmente, Bella?
—Limpiar el nombre de mi padre.
El corazón le latía a velocidad. Por culpa suya, tal vez nunca llegara a conseguirlo. Llevó la olla a la mesa. En cualquier caso, no quería sumarse a la larga lista de personas que le habían hecho daño.
—¿Por él? ¿O por ti?
—Sabes ir al corazón de cualquier asunto, ¿eh? —lo miró pensativa—. Pero por el momento yo he hablado bastante más que tú. Y no es justo.
Oh-oh. Era una mujer muy lista. Optó por una retirada estratégica y empezó a servir el caldo.
—Ya es suficiente —dijo Bella cuando él se disponía a servirle más.
—Tu estómago está tan vacío como el mío, bella. No lo niegues.
—Pero yo he comido uvas. No quiero llenarme demasiado.
Aquel gesto lo dejó conmovido: se estaba sacrificando para que él comiera más. Elizabeth había tenido la costumbre de hacer lo mismo, pero a Bella no estaba dispuesto a consentírselo.
—Tomaremos idénticas raciones.
Bella apoyó las palmas de las manos sobre la mesa con gesto decidido. Edward no pudo evitar advertir que la toalla resbaló algunos centímetros por su pecho…
—Tú eres más grande que yo y has gastado más energía física. Necesitas comer más.
—Ambos necesitamos mantenernos fuertes —no estaba dispuesto a ceder.
—No me tomaré el resto.
—Yo tampoco.
—Como quieras.
Edward aceptó el desafío. Tenía armas de disuasión mucho más efectivas en su arsenal. Lanzándole una mirada descaradamente sensual, esbozó la sonrisa que tan bien solía funcionarle con las mujeres.
—Me extraña que quieras privarte de algo tan sabroso…
Bella se ruborizó inmediatamente.
—No tengo tanta hambre.
—Ah —bajó la voz hasta convertirla en un ronco susurro—. Y yo que tenía la impresión de que te morías de ganas de hincarle el diente a mí comida…
Bella puso los ojos en blanco, pero enseguida optó por seguirle el juego.
—¿De veras? —contoneando las caderas, rodeó la mesa para acercarse a él—. Como regla general, no suelo pelearme por las sobras.
Su deliciosa fragancia lo envolvió, tentándolo. La garganta se le había secado de repente.
—Edward… —alzó una mano para juguetear con el vello de su pecho.
El pulso le atronaba los oídos. Estaba tan concentrado en la sensual caricia de sus dedos que apenas la escuchó.
—¿Sí?
—Acerca de tu sabrosa comida…
—¿Che cosa, bella mia? —inquirió con voz ronca.
—Se te está quemando —sonrió.
Siguió la dirección de su mirada hasta que vio el humo gris que estaba saliendo del horno. Maldiciendo, se apresuró a sacar la sartén. Afortunadamente los panes no se habían quemado del todo.
¿Cómo era posible que perdiera tan fácilmente el control con aquella mujer? La oyó soltar una carcajada.
—¿Creías que me ibas a encandilar con tu look italiano? Además, ahora ya conozco tu número.
Touché —sonrió, reacio. Tenía razón. Profesional o aficionada, aquella mujer era un portento. Sirvió los panes en un plato.
En aquel momento Bella pasó a su lado para entrar en la despensa y salió con una jarra de miel.
—Mira lo que he encontrado —esbozó una diabólica sonrisa—. Néctar de dioses. Afrodita solía untarse el cuerpo con ella e invitar a sus amantes a darse un festín…
Bajo la toalla, su miembro reaccionó de inmediato y maldijo entre dientes. Al parecer Bella poseía armas bastante más eficaces que las suyas. A esas alturas, sabía perfectamente cómo torturarlo.
La signorina Swan no tenía ni idea del juego tan peligroso que estaba jugando. Edward la siguió al salón, esforzándose por no mirar el sensual contoneo de su trasero.
Las discusiones verbales eran la especialidad de Edward. No era fácil que alguien lo superara en ellas. Pero se le estaba escapando algo obvio, importante. Debería ser capaz de verlo… y no podía. Cada vez que intentaba capturar, definir la sensación… se le escapaba. Era como intentar capturar las estrellas del cielo con la mano.
Experimentó una punzada de miedo. Nunca le había preocupado demasiado el futuro. ¿Por qué de repente sentía aquella necesidad de cuestionarse a sí mismo, de replantearse todo aquello con lo que se había identificado hasta entonces?
—Voy a lavarme las manos —le dijo después de dejar el plato sobre la mesa—. Usa tú el fregadero, si quieres.
Se encerró en el cuarto de baño y emprendió una nueva y rápida búsqueda de su iPod y de su cuaderno de notas. El dormitorio era el último lugar que le quedaba por registrar. Dado que no tenía puerta, le sería imposible mirar allí estando cerca Bella.
Se lavó las manos y volvió a la mesa. Cuando fue a sacarle la silla, Bella alzó la mirada y le dio las gracias. Aquel simple gesto casi le emocionó. Su instinto se puso alerta. Estaba en problemas todavía más graves de lo que había imaginado…
Se sentó frente a ella y bajó la cabeza para rezar una silenciosa plegaria. Aparte de bendecir la mesa, rezó para resistir la tentación. Al levantar de nuevo la cabeza, le extrañó su expresión de sorpresa.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta que bendiga la mesa?
—No, no es eso —bajó la mirada y empezó a juguetear con su cuchara—. Es que no entiendo cómo puedes creer en la existencia de un poder superior y… —suspiró—. No importa.
—Lo que te sorprende es que me preocupe el juicio divino… siendo como soy un gran pecador —sonrió, irónico.
—No he querido hacerme la santa. Yo tampoco soy perfecta. Nadie lo es.
Pero no todo el mundo mentía, secuestraba, mataba… Eso era lo que quería decirle. Edward extendió la servilleta sobre su regazo.
—En cualquier caso, todos tendremos que responder algún día por nuestros actos.
—¿No te preocupa que tú puedas condenarte?
Esperaba que sus buenas intenciones compensaran de alguna forma lo impropio de sus métodos. Aunque, en la que había sido la hora de su mayor vergüenza, Elizabeth le había dicho precisamente que sus buenas intenciones lo habían encaminado hacia la ruina. Vaciló antes de llevarse su cuchara a la boca. Se negaba a arrepentirse de sus actos, de las decisiones que había tomado.
—Estoy dispuesto a aceptar mis responsabilidades y a pagar las consecuencias de mis actos.
De repente se dio cuenta de que Bella había logrado distraerlo completamente de las preguntas que había querido hacerle. ¿A propósito? Se untó un pan con miel y lo devoró antes de preguntarle:
—¿Y tú?
—Yo estoy dispuesta a hacer lo mismo.
—Antes eludiste mi pregunta con gran habilidad.
—¿Estás insinuando que te he distraído a propósito? —resopló, indignada—. Te recuerdo que fuiste tú quien empezó con el jueguecito de la seducción…
—Y yo te recuerdo mi pregunta: ¿por quién estás haciendo esa cruzada para limpiar el nombre de tu padre? ¿Por él o por ti misma?
Bella entrecerró los ojos.
—Por los dos. ¿Por qué quieres saberlo?
—Porque, bella, tú nunca podrás redimir los actos de tu padre. Conviene que seas consciente de ello para ahorrarte dolor y disgustos.
Bella se disponía a llevarse el vaso de agua a los labios cuando se detuvo en seco.
—¡Tú crees que es culpable! —la mano empezó a temblarle—. ¿Qué es lo que sabes?
—Te equivocas: yo no he formulado ningún juicio sobre tu padre —aunque albergaba sospechas. Y su intuición no solía equivocarse—. Era un consejo por tu bien.
—Curioso consejo, viniendo del hombre que me secuestró —bebió un sorbo de agua, mirándolo por encima del borde—. ¿Por qué sigues manteniéndome cautiva, Edward?
—Ya hemos hablado de esto antes —no podía desvelarle las razones sin ponerla en peligro a ella, a él mismo y a otros muchos—. Sólo puedo decirte que una vez que haya terminado todo, volverás a tu casa sana y salva. Así que es mejor que no lo sepas.
—¿Mejor para quién?
—Para ti, Bella. Confía en mí.
—¿Por qué habría de hacerlo? Me estás mintiendo. Y yo aborrezco la mentira.
A Edward le costó tragar el pedazo de pan que se había llevado a la boca. Cuando descubriera la verdad, Bella lo odiaría.
—¿Tú nunca has mentido?
—Sí, pero para proteger a otro. No es lo mismo.
—¿Ah, no?
—¿Me estás diciendo que me secuestraste para protegerme? ¿De quién? ¿De qué? —dio un golpe en la mesa—. ¿Quién eres tú? ¡Dímelo!
Edward negó con la cabeza.
—Con ello sólo conseguiría ponerte en peligro…
—Sé que no me harás ningún daño. ¿Por qué no puedo salir ahora mismo por esa puerta?
—Porque afuera hace frío, está anocheciendo y vas vestida únicamente con una toalla —replicó con tono ligero, en un intento por distender el ambiente—. Eso suponiendo que quieras cambiar la seguridad de esta cabaña y mi compañía por serpientes y otros bichos.
—No te entiendo. No entiendo nada de todo esto.
Edward le cubrió una mano con la suya.
—Ten un poco más de paciencia.
—¿Paciencia, dices? —empezó a temblarle la barbilla—. Echo de menos a mi madre.
Aquello le desgarró el corazón.
—Lo sé, mia cara. Lo siento mucho.
—Entonces déjame libre.
—No puedo.
Con los ojos llenos de lágrimas, retiró la mano y apartó su plato.
—Ya he terminado —y se levantó de la mesa para dirigirse a la cocina.
Edward la siguió. Se había quedado de pie frente a la ventana, de espaldas a él.
—Bella —apoyó las manos sobre sus finos hombros—. Cuando todo esto haya terminado… yo te ayudaré a limpiar el nombre de tu padre.
Un temblor la recorrió de pies a cabeza, pero no se volvió.
—¿Por qué? Yo no puedo pagarte.
—Ya has pagado suficiente. Es importante para ti… y por tanto también lo es para mí —consternado por la violencia con que estaba temblando, le acarició la nuca con los pulgares—. ¿Compartirás conmigo la información que tienes?
Contuvo el aliento a la espera de su respuesta. Sintió su pulso galopando bajo sus dedos, traicionando la batalla interior que estaba librando.
—Yo… —tragó saliva—. No tengo ninguna información.
Al contrario que a él, no se le daba bien mentir. Suspiro.
—Déjame en paz, por favor.
Edward volvió a la mesa y recogió los platos. Su habilidad para interpretar y analizar el comportamiento de la gente lo había ayudado a sobrevivir. El sufrimiento y la inocencia de Bella eran genuinos. Después de lo que le había sucedido a su padre, había sufrido mucho más de lo que cualquiera se merecía sufrir. Llevó los platos a la cocina y los dejó en el fregadero.
Tenía sus propios motivos para desear ganarse su confianza y ayudarla. Pero… ¿cómo podría ayudarla cuando cada palabra suya, cuando cada uno de sus actos estaba enmascarado bajo un manto de mentiras? «Concéntrate en tu objetivo», se ordenó. El fin justificaría los medios. Aunque Bella tuviera que despreciarlo cuando todo aquello hubiera terminado.
Pasó un trapo húmedo por la mesa. Ojalá su propia conciencia fuera tan fácil de limpiar… Luego apagó las velas del candelabro y volvió a la cocina. Bella se había puesto a fregar los platos. Al ver su expresión impasible, le preguntó:
—¿Te encuentras bien?
Asintió con la cabeza, sin levantar la vista.
—Alterarse tanto no sirve de nada. Entiendo que alguien te ha asignado una misteriosa misión que está relacionada conmigo —esa vez sí que alzó la cabeza. Un brillo de determinación ardía en sus ojos—. Pero será mejor que tengas clara una cosa: yo tampoco renunciaré a la mía. Ni por ti ni por nadie.
Edward no pudo menos que admirarla. Detrás de aquel aspecto tan dulce, se escondía una mujer de acero. Entró en el dormitorio mientras ella seguía lavando los platos. El escritorio estaba vacío, así como el armario. Bajo el colchón no había nada. Su inteligente signorina había escondido sus cosas en un lugar secreto, pero tarde o temprano acabaría encontrándolo…
Dio un respingo cuando Bella apareció tras él.
—Edward… ¿qué estás haciendo?
Entre avergonzado y furioso, se incorporó y masculló una maldición. Era la segunda vez en dos horas que se despistaba. Si seguía así, acabaría en el cementerio.
—He visto una araña.
Bella soltó un chillido y retrocedió varios pasos.
—¡Mátala! ¡No la dejes escapar!
—No te preocupes —volvió a agacharse y dio un manotazo en el suelo—. Ya está.
—¿Seguro que está muerta?
—Desde luego —se levantó de nuevo—. ¿Necesitabas algo?
—No, yo… —recorrió con la mirada su torso desnudo—. Me pareció ver algo en el patio. Y he oído unos ruidos extraños…
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —inquirió alarmado. Echó a correr hacia la puerta trasera recogiendo de camino el hacha, que había dejado al lado de la chimenea.
Bella se apresuró a seguirlo.
—Probablemente habrá sido el viento.
—Quédate dentro. Y apártate de las ventanas.
—¿Y si necesitas ayuda?
—Me ayudarás mejor manteniéndote alejada de la línea de fuego, si hay tiros —abrió la puerta—. Atranca la puerta con la barra cuando haya salido.
Salió disparado y se escondió detrás de un gran macetero, a la espera de que Bella atrancara la puerta. Empuñando el hacha con las dos manos, registró el patio y los árboles que se alzaban detrás.
Por fin suspiró aliviado y bajó el hacha.
—Bella, sal.
—¿Qué era?
—Gallinas.
—¿Gallinas?
—Sí —le indicó que se acercara—. Y también hay una cabra.
La cabra alzó la cabeza para mirarlos y continuó devorando un arbusto.
—¡Fantástico! ¡Huevos! Y podremos ordeñar a la cabra…
—Inténtalo, si quieres —sonrió Edward—. Pero siendo como es un macho, no creo que le guste.
—Oh. No importa.
Edward miró a su alrededor.
—Está anocheciendo muy rápido. Mañana tendremos tiempo para explorar los alrededores; para entonces ya se nos habrá secado la ropa —la siguió al interior de la cabaña y atrancó de nuevo la puerta.
—Parece como si se estuviera preparando una tormenta —estremecida de frío, se dirigió directamente a la chimenea.
Edward la observó desde la cocina. Estaba de pie con las manos extendidas, la melena cayéndole en cascada sobre la espalda. Suspiró. Iba a ser una noche muy larga.
Alzó la mirada y lo sorprendió mirándola.
—¿Te has lavado las manos? Lo digo por la araña que has matado antes…
—Ah. Va bene —fue al fregadero y se las lavó. Bella había experimentado los que quizá habían sido los dos días peores de su vida. Y aquella misma tarde se había echado a llorar. Por el momento, dejaría a un lado sus intentos de sonsacarle información.
Se reunió con ella y echó más leños en la chimenea.
¿Se estaría ablandando? Frunció el ceño. Con lo mucho que conseguía excitarlo la encantadora signorina Swan, ésa era una posibilidad altamente improbable…
Se acercó a la estantería de al lado del gramófono. En uno de los estantes había un maletín de cuero.
—¿Te gusta el backgammon?
—¿Eso es un tablero? Sí, será divertido.
Se sentaron uno en cada extremo del sofá, recostándose en los cojines, y colocaron el tablero en el medio.
Bella ganó la primera partida. Sobre todo porque Edward estaba cautivado y distraído por la tersura de su piel, por el sensual dibujo de sus labios, por su dulce fragancia… Procuró concentrarse en la segunda partida, pero también perdió.
—¿No estás enfadado? —le preguntó ella.
—¿Por perder en un juego? No.
—Tengo la sensación de que no eres un hombre a quien le guste perder.
—Cierto, en la mayoría de los casos. Pero el backgammon es un juego de habilidad y de suerte —se encogió de hombros—. Si los dados juegan en tu favor y tu estrategia es mejor que la del contrario, mereces ganar.
—Aja. Así que no te importa que vuelva a dejarte en…
—Ya estoy en cueros —sonrió Edward.
Bella recorrió una vez más su torso desnudo con la mirada.
—Como si tuvieras que recordármelo…
—Al parecer no es necesario —sonrió de nuevo al ver que se ruborizaba—. Ya veremos quién pierde esta vez.
Continuaron jugando durante un par de horas. Sólo interrumpieron el juego para improvisar una cena con un poco de pan y jamón curado.
Bella alzó el puño cuando ganó una vez más.
—¡Ja! ¡Victoria!
—¿Quién habría pensado que la dulce y audaz bibliotecaria tendría una vena tan competitiva? —Estiró los brazos y miró su reloj. —Se está haciendo tarde.
—Bonito reloj. Es una suerte que no se te estropeara con el agua.
—Es sumergible. Un regalo de Elizabeth por mi último cumpleaños, antes de que muriera. Es el único recuerdo que conservo de ella. Lleva una frase grabada en la parte de atrás —se arrepintió de inmediato. ¿Por qué había sentido la necesidad de sincerarse con ella?
—¿Puedo verlo?
Se desabrochó el reloj y se lo tendió.
—El tiempo y la marea no esperan a ningún hombre —leyó Bella—. ¿Estaba intentando decirte algo?
Edward esbozó una sonrisa irónica.
—Pensaba que estaba desperdiciando mi vida. Estaba cansada de esperar a que le diera… nietos.
—Todavía estás a tiempo de fundar una familia.
—Las mujeres que andan buscando marido nunca elegirían a un hombre como yo —al ver la mirada de curiosidad que asomó a sus ojos, se apresuró a añadir—: Aparte de que yo tampoco tengo ningunas ganas de comprometerme, claro.
—¿Te gustan los niños? ¿No te gustaría tener hijos?
Vaciló antes de responder sinceramente:
—Si fuera posible, sí. Muchos.
—¿Y no lo es?
—Dadas las características de mi trabajo, no es probable. Ni seguro.
—Siempre puedes abandonarlo.
—No —repuso, tenso.
—¿Por qué no?
—Hay demasiadas cosas en juego.
—¿Te refieres al dinero? El dinero no resuelve nada.
—No, pero es un móvil poderoso. Igual que la pasión y el poder. Los tres móviles del asesinato.
—Antes me hiciste una pregunta —lo miró a los ojos mientras le devolvía el reloj—. Ahora voy a hacértela yo a ti. ¿Qué es lo que quieres tú, Edward?
Había llegado al límite de su resistencia. Cerró una mano sobre la suya con gesto posesivo.
—Quiero que nos acostemos juntos.

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