martes, 2 de noviembre de 2010

CALDO DE LENTEJAS


Capítulo 6 “Caldo de lentejas”
Terriblemente acalorado, y no sólo a causa del ejercicio físico, Edward entró en la cabaña y le entregó el hacha a Bella.
—Toma.
— ¿Quieres que corte leña mientras tú te bañas?
—No, ya tenemos suficiente para meses. El hacha es para defensa propia.
—Si tú lo dices… —lo miró sobresaltada. Su mirada se detuvo en su sudoroso pecho desnudo y tragó saliva—. Er… ¿defenderme de quién?
—La isla parece desierta, pero no puedo estar del todo seguro. No quiero correr riesgos con tu seguridad.
—Yo no sé si podría utilizarla… —miró la hoja del hacha y esbozó una mueca.
—Te sorprenderías de lo que uno puede llegar a hacer en caso de necesidad.
—Tienes razón. Nunca imaginé que poseería el coraje necesario para enfrentarme a dos matones y a una serpiente venenosa.
—Has hecho un trabajo excepcional. Eres muy valiente.
Un brillo de deleite asomó a los ojos de Bella.
—Gracias. Tú tampoco te quedas corto en ese aspecto.
Edward se sintió especialmente halagado, para su propio desconcierto. Normalmente era inmune a lo que los demás pensaran de él. Dada su profesión, no podía ser de otra manera.
—He improvisado una especie de barricada. Si alguien intenta derribarla, golpea primero.
—Haré lo que pueda —bajó el hacha y se apoyó en la pared—. Pero no soy precisamente muy hábil con estas cosas.
—Después de oír eso, creo que esta noche dormiré como un tronco —repuso con una sonrisa irónica. Lo dudaba, sobre todo después de haberla visto recién bañada, con una toalla como única vestimenta.
Se dedicó a colocar los leños al lado de la chimenea, procurando ignorar su mirada. Se disponía a entrar al cuarto de baño cuando Bella le gritó desde la despensa, contigua a la cocina:
—Deja tu ropa al pie de la puerta. La lavaré en el fregadero junto con la mía.
—Llevo haciendo mi propia colada desde que era pequeño.
—Tú has cortado la leña, ¿no? —parecía algo molesta—. Lo sensato es que repartamos las tareas.
Una vez en el cuarto de baño, Edward se quitó la ropa y la dejó al otro lado de la puerta. Se sentía incómodo dejando que Bella se la lavara; estaba acostumbrado a arreglárselas solo. Y a confiar únicamente en sí mismo. Los compromisos lo volvían a uno vulnerable. Los tiburones con los que solía nadar seguían el rastro de la vulnerabilidad como la sangre en el agua. Era autosuficiente no sólo por naturaleza, sino por obligación. Su supervivencia dependía de ello.
No había tenido otro remedio, pensó mientras rebuscaba en el armario. La consecuencia era que su profesión era incompatible con las relaciones sentimentales. Nunca había salido con nadie que quisiera invertir su tiempo en un hombre que desaparecía durante meses enteros, que a veces tenía que marcharse de repente, sin avisar… y que constantemente estaba en peligro de muerte.
En las raras ocasiones en que le había confesado a alguna mujer lo que hacía para ganarse la vida… la mujer en cuestión lo había rehuido como la peste. A veces se sentía solo, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía familia. Pero lo cierto era que tampoco había conocido a ninguna mujer que mereciera realmente la pena. Alguien por quien pudiera sentirse tentado a cambiar de vida.
Apenas se reconoció cuando se miró al espejo. Su pelo necesitaba un buen corte, y su cara era una auténtica colección de cortes y magulladuras, con restos de sangre reseca en la barba y el bigote. Los matones contratados por Megaera se habían visto sorprendidos por la explosión del yate: no habían sido ellos, así que solamente quedaba una posibilidad: la Camorra se había enterado de que Edward no había cumplido su promesa de asesinar a Bella.
Bella y él figuraban en más de una lista negra. Un cambio de imagen lo haría menos reconocible frente a todos sus perseguidores, fueran quienes fueran. Miró la navaja de afeitar y la barra de jabón que acababa de encontrar… y se encogió de hombros con gesto resignado.
Un largo baño caliente consiguió relajar sus doloridos músculos. Una vez limpio y descansado, con una toalla atada a la cintura, abrió la puerta del cuarto de baño…y se quedó paralizado.
Lámparas de queroseno bañaban la habitación con una acogedora luz dorada. Bella había retirado la funda protectora del sofá y lo había acercado a la chimenea, con sus coloridos cojines. También había puesto a secar la ropa de ambos frente al fuego. Incluso le había limpiado las botas.
Bella se hallaba en la cocina, de espaldas a él, todavía vestida únicamente con la consabida toalla, tarareando una ópera. Edward vio que estaba cocinando algo en una cazuela. Aquella escena tan deliciosamente doméstica le despertó una extraña e inusitada emoción, como una especie de anhelo del que no hubiera sido consciente hasta ese momento.
Apretó la mandíbula. Había aprendido de la peor manera posible que era tan inútil como peligroso anhelar todo aquello que nunca podría tener. Jamás cambiaría su afición al peligro por una vida estable. Formar una familia era una opción que no se hallaba a su alcance.
Se pasó una mano por el pelo húmedo: ¿por qué estaba pensando en eso? Su destino se había decidido cuando sólo contaba doce años, y desde entonces no se había detenido a mirar atrás. Incluso en el hipotético caso de que quisiera realmente tener una familia, su actividad profesional sólo conseguiría ponerla en peligro.
Bella se volvió en ese instante.
—Hola. He encontrado una lata de caldo de lentejas… —de repente se quedó sin aliento. Hasta se le cayó la cuchara al suelo.
—¿Qué pasa? ¿Es por la toalla? Es la vestimenta del día, ¿no?
—No es eso, es… —tragó saliva—. ¡Tu cara!
—Sí. Guardo algunos recuerdos de los últimos acontecimientos. Y además he perdido la batalla con una navaja de afeitar. De las antiguas.
—Te has afeitado la barba. No sabía que… ¡Santo Zeus!
—Bueno, sólo son algunos cortes y magulladuras. No es tan terrible.
—No, no me refería a… —se agachó para recoger la cuchara—. Ah… estás sangrando un poco.
—No es tan grave —repuso Edward, tocándose la barbilla.
—Voy por el botiquín —salió a toda prisa de la habitación.
Edward pensó que quizá se había asustado a la vista de la sangre. Tal vez le había recordado los acontecimientos del día anterior.
—No te molestes tanto. Sobreviviré.
—Lo último que necesitamos es que agarres una infección —regresó al salón y sacó una silla de la mesa… que por cierto se había esmerado en preparar para la cena, con vajilla de porcelana y un florero con crisantemos rojos, anaranjados y amarillos—. Siéntate. Vamos.
Sonriendo, obedeció.
—Ésa es una petición que un caballero nunca podría rechazar.
Bella abrió el pequeño botiquín y le puso una mano en la frente.
—¿Che cosa?
—¿Tienes fiebre? ¿Te has tomado por un caballero? —bromeó—. Creo que estás peor de lo que pensaba.
Se sentó frente a él. Edward tuvo que abrir las piernas para que pudiera acercarse más y examinarle el corte. Una de sus rodillas rozó su muslo desnudo y una explosión de deseo lo arrasó por dentro. Apretó los dientes.
—Yo puedo ser muchas cosas, bella. Pero un caballero te aseguro que no.
—Cierto —empapó un algodón con antiséptico y se inclinó hacia él—. Pero eres listo y valiente y me has salvado la vida más de una vez. A un alto coste por tu parte.
Edward tragó saliva y cerró los ojos. Bella no tenía idea de lo mucho que le estaba costando en aquel momento conservar la cordura…
Le pasó el algodón por la mejilla mientras le rozaba el hombro con el pelo, en una caricia de seda. Cuando por un instante uno de sus senos hizo contacto con su brazo, todos los músculos de Edward se pusieron en tensión.
El sudor se le estaba acumulando justo encima del labio superior. Años de disciplina le habían enseñado a ejercer un férreo control sobre sí mismo. Hasta ahora.
Abrió los ojos. Bella tenía la boca a sólo unos centímetros de la suya.
—¿Te estoy haciendo daño?
—No —cerró los puños. ¿Cuánto tiempo más tendría que aguantar? Aquella tortura sensual era peor que cualquier tormento físico.
—Pronto estarán listas las lentejas. Debes de estar muerto de hambre.
—Desde luego —cuando sus miradas se encontraron, se quedó paralizado al ver su propio deseo reflejado en sus ojos.
Hipnotizado por el fulgor de sus pupilas marrones, dio un respingo al sentir una punzada de dolor en la barbilla, por culpa del antiséptico.
—Perdona —se inclinó aún más hacia él, acercó los labios y le sopló la herida. La caricia de su aliento lo embriagó con su aroma femenino.
Edward ya no pudo resistir más y la besó en los labios. Bella se quedó completamente inmóvil. No hubo resistencia, pero tampoco respuesta. Hasta que soltó un leve gemido, enterró los dedos en su pelo y le devolvió el beso con auténtica desesperación.
Edward dejó de pensar y se olvidó de todo en medio de la marea de sensaciones que lo inundó. Su aroma a flores le embriagaba los sentidos mientras deslizaba la lengua en el dulce interior de su boca. Aquello era como… volver a casa. Hasta ese momento, no había tenido plena conciencia de lo que se había estado perdiendo. Y desde ese momento ya nunca más sería capaz de olvidarlo.
Un gruñido escapó de su garganta mientras profundizaba aún más el beso, embebiéndose en ella. La generosidad de Bella apagaba, sofocaba su soledad. Su indomable espíritu acallaba los demonios de la sospecha de la duda. Bella seguía su ritmo y se adaptaba tan naturalmente a él como si hubieran sido amantes de toda la vida.
Acunándole la cabeza con una mano mientras la sostenía con la otra, se concentró en saborearla. Podía sentir sus dedos acariciándole la nuca, los hombros, el pecho, la espalda… como si quisiera memorizar su cuerpo.
Anhelaba tocarla a su vez. Pero no era simplemente deseo: era mucho más. En un impulso, la alzó en vilo y la tumbó sobre la mesa, apartando velas y platos.
—Voy a comerte viva, Bella.
—Sí. Por favor… —jadeando, se arqueó contra él. El perfume de los crisantemos se mezcló con su único y femenino aroma. La toalla se había abierto y sus endurecidos pezones le rozaban el pecho.
Edward deslizó las manos por sus sensuales curvas, alcanzando el sedoso vello de su sexo, y la oyó gemir de placer. No podía soportarlo. La única manera que tenía de satisfacer el deseo que lo incendiaba era hundirse profundamente en ella… Tenía que poseerla, hacerla suya… Se apoderó de un seno e inclinó la cabeza para chupar el excitado pezón.
—¡Edward! ¡Para! —lo apartó, tirándole del pelo con fuerza—. ¡Detente!
¿Qué se detuviera? ¿Ahora? Parpadeó varias veces con incrédula frustración. Apretó los dientes. «San Gennaro, mió bello, dame fuerzas…», rezó para sus adentros.
Tosiendo, Bella le puso las manos en el pecho y lo empujó. La habitación se había llenado de humo.
—¡Las lentejas! ¡Se están quemando!
Aturdido, enfocó la borrosa mirada en la olla de la que salía humo y llamas. Mascullando una frase que esperaba que Bella no entendiera, rodeó la mesa y se apresuró a retirar las lentejas del fuego.
Cuando se quemó con el asa, maldijo otra vez y dejó caer la olla en el fregadero. Al abrir el grifo, la masa negruzca del fondo soltó un humo todavía más denso. Tosiendo también, volvió la cabeza a tiempo de ver a Bella ajustándose con manos temblorosas la toalla.
¿Qué diablos le había pasado? Clavó la mirada en el agua que chorreaba sobre la cazuela hasta que por fin cerró el grifo. La cabaña entera habría podido arder y él ni siquiera se habría dado cuenta. Peor aún: la Camorra habría podido entrar en aquel instante… y lo habría sorprendido con los pantalones bajados.
— ¿Edward? —el roce de su mano en un hombro le hizo dar un respingo—. ¿Te has quemado?
—No —mintió. La quemadura de la mano era lo que menos le importaba. Sus emociones estaban tan achicharradas y humeantes como la masa negruzca de la cazuela.
El daño estaba hecho. Ya nunca más podría volver a confiar en sí mismo.
—¿Estás enfadado conmigo? —le preguntó Bella, estremecida.
Estaba furioso, desde luego. Pero no con ella, sino consigo mismo.
—No.
—¿Entonces por qué no me miras? —su tembloroso susurro le desgarró el corazón—. Pareces ofendido. Yo no pretendía…
Se volvió para mirarla. Craso error. Tenía los labios enrojecidos por sus besos. La fiera del deseo volvió a hacer presa en Edward. Aquella mujer no podía ser tan ingenua. Bajó la mirada a su toalla, que apenas se sostenía sobre sus caderas… no dejando nada a la imaginación. Sacudió la cabeza, resignado.
—¿Te parezco ofendido, mia cara?
Bella siguió la dirección de su mirada y se ruborizó.
—Yo sólo quería curarte. No pensé que…
Él tampoco había estado pensado, al menos no con la cabeza.
—Supongo que la culpa ha sido de los dos.
Cada persona tenía siempre dos aspectos, dos personalidades: ésa era una de las lecciones que Edward había aprendido en su trabajo. La miró, de pie ante él. No podía llevar encima ni su iPod ni su cuaderno de notas, sí que tenía que haberlos escondido en algún lado. Evocó de pronto la sensación de su cuerpo desnudo bajo el suyo y se quedó sin aliento. De eso sí que estaba seguro: de su propio deseo por ella.
—Lo siento. Sinceramente, Edward, no quería provocarte. No soy del tipo de chicas que empiezan conscientemente algo así y luego… cambian de idea —suspiró—. Quiero decir que… no soy ninguna puritana, pero tampoco tengo la costumbre de… —se abrazó, aturdida—. No sé qué es lo que me ha pasado.
—No necesitas disculparte, bella —estudió su expresión consternada. Incluso en aquel instante, ansiaba despejar sus preocupaciones y su asombro con besos y caricias—. Ha sido una reacción perfectamente natural, después de toda la tensión que hemos vivido.
Se preguntó de nuevo si Bella sería realmente tan ingenua como parecía. ¿O quizá lo había tentado deliberadamente para seducirlo? Si su intención había sido distraerlo, lo había conseguido, ciertamente.
Había aprendido de la peor manera posible a no confiar en nadie. Si Bella hubiera sido un asesino, en aquel momento estaría muerto. Como el abuelo de su amigo Jasper le había advertido tantas veces, el vino, el tabaco y las mujeres reducían a un hombre a cenizas. Hablando de cenizas, desvió la mirada hacia la masa negruzca de la olla.
—Soy fatal cocinando —reconoció Bella—. Bueno, dicen que menos la muerte todo tiene remedio, ¿no? —forzó una sonrisa—. Aunque este paciente parece que se encuentra en estado terminal —señaló la cazuela.
—Carbonizado, más bien.
La risita que lanzó Bella volvió a poner a prueba su resistencia. Edward bajó la mirada, decidido a controlarse.
—Mira, si tú te encargas de recoger esto… —le propuso— yo me ocuparé de la comida. ¿Te parece?
—De acuerdo. Pero, primero, voy a cambiarme la toalla.
Y desapareció en el cuarto de baño. Edward aprovechó para revisar el salón: no había rastro alguno ni del iPod ni de su cuaderno de notas.
Bella volvió antes de que pudiera seguir investigando más. Se notaba que se había refrescado la cara con agua fría. En cuanto a él… ni siquiera un iceberg del Ártico habría logrado bajarle la temperatura.
Mientras ella se ocupaba de limpiar la olla, Edward echó un vistazo a la gran despensa que funcionaba también como fresquera. Abrió otra lata de caldo de lentejas y las puso a calentar. Luego llenó un cazo de agua y vertió un poco de harina, azúcar, sal y aceite.
Se esforzaron por comportarse con naturalidad, como si la tentación no existiera. Y fracasaron miserablemente.
Edward era hiperconsciente de sus hombros desnudos, de su fino y delicado cuello, de su piel cremosa. Sobre todo después de haberla saboreado.
Y Bella parecía experimentar una inquietud semejante. Hizo un rápido viaje al patio trasero para volver con más flores.
— ¿Qué estás haciendo? —le preguntó, acercándose por detrás.
—Pan. Algo parecido a la focaccia. Pero ácimo, porque no tenemos levadura.
—Huele bien —olisqueó, teniendo buen cuidado de no tocarlo.
—Al menos nos llenará en el estómago —nunca volvería a ser capaz de oler a crisantemos sin excitarse.
—Menos mal que eres hábil con la cocina. Recuerdo cuando mi padre solía tragarse mis horribles platos y todavía me elogiaba…
Era la oportunidad perfecta. Tenía que ganarse su confianza para conseguir la información que buscaba.
—Lo querías mucho, ¿verdad?
—Todo el mundo lo quería —repuso ella—. Por eso fue tan horrible que la gente le diera la espalda cuando lo arrestaron por traficar con antigüedades. Una acusación del todo punto falsa. Y todo gracias al maldito FBI —se interrumpió—. Pero eso ya lo sabes. Dime una cosa. ¿Cómo es que un chico tan duro como tú sabe hacer pan?
—Los chicos duros no nacen, se hacen —se lavó las manos en el fregadero antes de remover el caldo de lentejas. Sabía lo que tenía que hacer. Las mujeres necesitaban intimidad emocional para confiarse a alguien. El método era frío, calculador… y eficaz.
—Cuenta.
Se había inventado mil historias para sobrevivir. Pero mentir a Bella era diferente. Nunca hasta entonces había sentido aquel nudo en el estómago. Aquella sensación de asco ante lo que estaba a punto de hacer.
«Haz tu maldito trabajo», se ordenó. Cuanto antes terminara con ello, antes se liberaría de Bella y de la tentación que representaba. Y se quedaría solo y libre para enfrentarse con su propia culpa.
Se volvió hacia ella, la miró y el corazón le dio un vuelco.
O quizá ambos quedaran para siempre marcados por aquella traición.



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