Capítulo 8 "Hablando en sueños"
Pese a que ella misma lo estaba abrazando, se tensó, confusa. «Espera», se ordenó. ¿Cómo habían podido evolucionar tan rápido las cosas? ¿Acaso no le había dejado claro que no quería llegar tan lejos?
¿O acaso solamente lo había pensado? Por lo que se refería a aquel hombre, no estaba segura de nada.
—No temas, mía cara —le acunó el rostro entre las manos—. No te haré daño.
—No te tengo miedo.
—Entonces… ¿por qué dudas?
Los besos de Edward la incendiaban. Su ardor minaba su resistencia. Enterró los dedos en su pelo.
—Tengo miedo de lo que me haces.
Había creído haber experimentado el amor, la pasión, el desengaño… pero todo aquello palidecía ante sus recién descubiertos sentimientos. Había vivido en un mundo gris, opaco, antes de conocer a Edward. Era la misma diferencia que había entre ver Madame Butterfly en una pantalla en blanco y negro o asistir a la ópera en un gran teatro. De repente la vida parecía haber estallado en un aria emocionante, de mil colores. Y ella no tenía ningún control sobre ello. Ninguna manera de reducir el volumen o atenuar el brillo. Ninguna forma de prevenir lo que pasaría al final: lo sola y perdida que se sentiría cuando terminara el espectáculo y cayera el telón.
—¿Qué es lo que te hago? —le preguntó Edward sin dejar de besarla.
Por mucho que protestara su cerebro, su corazón insistía en que estaba a salvo en sus brazos. Protegida.
—Ya nada es como antes. Ahora lo veo todo diferente. Lo siento diferente.
—¿Y tan malo es? —le mordisqueó juguetonamente el labio inferior.
—Sí. No —suspiró deleitada—. No lo sé.
—Me encanta tu olor —susurró mientras deslizaba los labios por su cuello—. Tu sabor.
Se estremeció, con los pezones endurecidos.
—No puedo pensar cuando me haces eso.
—Pues no pienses —la ronca cadencia de su voz reverberó en una íntima caricia mientras se apoderaba delicadamente de un seno—. Escucha tu propio corazón Bella. Simplemente siente.
—Mmmm… —se arqueó contra él—. Me gusta.
—Dime lo que quieres que te haga, tesoro —le acarició con su aliento el endurecido pezón.
—Edward…Tócame. Bésame. Hazme el amor.
Se quedó absolutamente inmóvil, cerniéndose sobre ella. El corazón le latía tan furiosamente como el suyo.
—Bella.
Abrió los ojos. Y vio los de Edward muy cerca, mirándola con expresión sorprendida.
—Bella —repitió—. Estabas hablando en sueños.
—¿Qué? —parpadeó varias veces. La lámpara de queroseno bañaba las paredes de un tenue color dorado. Miró a Edward. Estaba tendido a su lado en la cama… y no encima de ella.
«¡Oh, Dios mío!», exclamó para sus adentros, horrorizada. ¿Qué había hecho? ¿Qué había dicho?
—Has soñado conmigo.
Parecía enfadado. Su expresión indicaba que había revelado demasiadas cosas.
—Lo-lo siento…
Avergonzada, se subió las sábanas hasta el cuello. Empezó a recordar. Después de la última partida de backgammon. Edward le había asegurado que compartir la única cama de la cabaña era una simple cuestión de supervivencia. El suelo estaba duro y frío, y solamente disponían de dos mantas. Dormir juntos era el sistema más práctico, tanto por comodidad como para entrar en calor.
Recordaba haberle hecho prometer que el arreglo sería puramente funcional.
—No te culpo por estar enfadado.
Se volvió hacia el otro lado. Su perfil le recordaba el de un dios romano. ¿Cómo podía una mujer resistirse a un dios romano de carne y hueso?
—No lo estoy. Pero soy humano —añadió, suspirando—. Y mi resistencia tiene un límite.
—Lo sé. Lo siento. No puedo controlar lo que sueño —Edward había excitado su imaginación besándola antes de la cena. Él había tenido la culpa. Si la primera olla de caldo de lentejas no se hubiera quemado…
—Vuelve a dormir, Bella. Confiaste en mí lo suficiente para compartir esta cama conmigo. Y yo no traicionaré esta particular confianza —suspiró—. Buenas noches.
«¿Esa particular confianza?» Extraña elección de palabras. A veces tenía la sensación de que hablaba en una especie de código secreto.
Yacer al lado de Edward era una tortura. De alguna manera, tendría que soportarlo noche tras noche, hasta que los rescataran. ¿Y si volvía a soñar con él? Su resistencia se estaba debilitando por momentos. ¿Y si era él quien perdía el control?
Pero el cansancio terminó por imponerse, sumiéndola en un reacio e inquieto sueño.
Bella se despertó en la cama vacía. Era temprano y estaba nublado. Reconoció un sabroso y familiar aroma.
—¿Estoy oliendo a café?
—Ah, la Bella Durmiente se ha despertado —alzó la voz Edward desde la cocina—. Encontré café en la despensa.
Prácticamente babeando, saltó de la cama, se ajustó la toalla y corrió a la cocina.
En su apresuramiento y medio dormida, tropezó con Edward, que estaba apoyado en el mostrador. En la mano izquierda sostenía una taza blanca de cerámica, que alzó para que no se le derramara mientras la sujetaba con la otra. Deslizó el brazo por su cintura para evitar que cayese al suelo, con lo que Bella se encontró aprisionada contra su torso desnudo.
—Buon giorno, Bella. ¿Dónde está el fuego? —Le preguntó, riendo.
«Tú eres el fuego y, desafortunadamente, yo la mariposa atraída por la llama», pronunció para sus adentros.
—Buenos días —su aroma era todavía más sabroso que el del café. Estaba recién duchado y llevaba la inevitable toalla sujeta a la cintura. Tragó saliva—. Er… ya puedes soltarme.
Edward retiró el brazo, pero alzó la mano para acariciarle una mejilla.
—Estás… despeinada. Sei bellísima.
Si no dejaba de decirle aquellas cosas con aquel tono de voz… iba a incendiarse por combustión espontánea. Se apartó para servirse una taza de café.
—¿Por qué no te has vestido? —le preguntó, ruborizándose—. ¿No tienes… frío?
—El fuego se apagó poco después de que nos acostáramos y la ropa todavía está húmeda.
—Espléndido —comentó, irónica—. Son los inconvenientes de la ropa lavada a mano. Si no llueve, podría tenderla fuera, para que se secase con el viento.
—Todavía no está lloviendo. Pero la ropa interior sí que se ha secado, y el calzado también, gracias a tu brillante idea de rellenarlo de papel de periódico para que absorbiera la humedad.
—Trucos de supervivencia. Son muchos inviernos pasados en Filadelfia —mientras saboreaba el café, se quejo mirando el plano abdomen de Edward, cautivada por la fina línea de vello que, partiendo del ombligo, se perdía debajo de la toalla. Si se le había secado la ropa interior… ¿se habría puesto ya el calzoncillo o seguiría desnudo?
Edward se aclaró la garganta. Viéndose sorprendida, se ruborizó aún más.
—Er… ¿qué hay para desayunar?
—Toma —le tendió un cuenco con un par de huevos—. ¿Serás capaz de hacer unos huevos revueltos sin incendiar la cocina mientras yo preparo unos panes como los de ayer?
—Muy gracioso —mientras no la besara otra vez, se conformaría con eso.
Edward desapareció en la despensa y ella empezó a cascar los huevos.
—Bueno, veo que al menos alguien se ha levantado de la cama con el pie derecho.
—Sí, y seguimos vivos —añadió él—. En mi trabajo, uno nunca sabe qué día puede ser el último.
—¿Por qué arriesgas tu vida, Edward?
Sintió que se tensaba de inmediato.
—Porque tengo que hacerlo.
—¿Estás en algún apuro? ¿Debes dinero? Siempre hay una solución para todo. Los objetivos pueden cambiar. La gente puede cambiar. Yo podría ayudarte…
—Dijiste que no tenías dinero.
—Pero tengo contactos. Eres un hombre hábil e inteligente. Puedo conseguirte un trabajo digno.
—¿Me tienes pena? ¿Quieres rehabilitarme? ¿Soy yo el siguiente candidato para tu cruzada?
—No. Eres bueno y valiente. Decidido. En muchos aspectos, te admiro —con el corazón acelerado, se volvió para mirarlo. Contemplando aquellos preciosos ojos verdes, el pensamiento de que un día su brillo pudiera apagarse para siempre le desgarraba el corazón—. No quiero que te suceda nada malo.
Edward se encogió de hombros.
—Viviré el número de días que me ha sido asignado, ni uno más.
—Edward… —se mordió el labio—. Tú no eres una mala persona. Veo mucha bondad en ti. No sé lo que hiciste, pero no es demasiado tarde para cambiar de rumbo.
Había ternura en la sonrisa de Edward. Y lo que resultaba mucho más estimulante: también esperanza.
—No pretendo destruir mi vida, eso te lo aseguro.
—Que no tengas familia y estés solo en el mundo no significa que tu vida no sea preciosa para… otra gente.
Mirándola fijamente a los ojos, alzó una mano para acariciarle una mejilla.
—Tienes un generoso corazón, tesoro —susurró antes de acariciarle levemente los labios con los suyos.
Precisamente cuando Bella estaba a punto de dejarlo todo para lanzarse a sus brazos… él se apartó.
—Quizá volvamos a hablar de esto en otra ocasión. Ahora debemos concentrarnos en la supervivencia.
Bella se obligó a continuar batiendo los huevos. Le preocupaba lo que pudiera sucederle a Edward una vez que lograran abandonar aquella isla. Ella tenía familia, amigos. Pero… ¿y él?
Soltó un tembloroso suspiro. La había llamado «tesoro». Sabía que, de alguna manera, la apreciaba. Quizá pudiera ejercer la suficiente influencia sobre él como para conseguir que cambiara de rumbo, de vida.
Durante el desayuno, Edward le expuso sus planes de explorar la zona y hacer señales con fuego. Cuando terminaron, se acercó a la chimenea para recoger sus botas. Tarareando alegremente, Bella se puso a fregar los platos.
Minutos después, cuando se volvió para mirarlo, no pudo reprimir una carcajada. Edward se había calzado, con los calcetines y las botas, y se había puesto su chaqueta de cuero. Llevaba una gruesa manta en la mano. Pero lo cómico del asunto era que seguía luciendo la toalla.
—¿Qué pasa? Hace frío. Si te ríes, me veré obligado a dispararte.
—¿Sin pistola? No me digas. No puedo evitarlo. Pareces una especie de Tarzán motorista.
—Así estaré más abrigado. Y tú también —le echó delicadamente la manta sobre los hombros. Acto seguido, se la dobló para que pudiera sacar los brazos y se la sujetó con unos imperdibles en los lugares adecuados—. He encontrado un neceser de costura.
Bella sabía que no estaba haciendo aquello para excitarla, pero de todas formas lo estaba consiguiendo. Para cuando terminó, temblaba de pies a cabeza. Finalmente pudo apartarse y se acercó a la chimenea para recoger sus zapatos.
Fuera, un fuerte viento arrastraba las sombrías nubes y olas de un gris plomizo se estrellaban en los acantilados. Las gallinas picoteaban en el patio. No se oía ningún pájaro, probablemente debido a la cercanía de la tormenta. Bella tuvo buen cuidado de disimular bien su iPod y su cuaderno de notas. Los había recuperado aprovechando una distracción de Edward.
Edward le entregó una lámpara de queroseno. El globo de cristal protegía la llama.
—¿Para qué es la lámpara?
Se habían acercado a una puerta inclinada que se abría directamente en el suelo, muy cerca de los cimientos de la cabaña.
—Vamos a bajar a la bodega y necesito tener las manos libres —dejó el hacha a un lado y giró el picaporte.
La puerta se abrió con un chirrido. Bella se asomó para ver los escalones de piedra que se perdían en lo oscuro. Edward recuperó el hacha y bajó primero.
—Es por si nos encontramos con un maniaco enmascarado con una sierra mecánica.
—Grazie. Es una imagen mental encantadora —repuso, irónica. Sin embargo, le reconfortó aquel gesto. Edward no estaba dispuesto a que sufriera ningún daño.
Bajó detrás de él, manteniendo la lámpara bien alta. El interior estaba muy fresco, pero seco. «Como una tumba», pensó estremecida.
Un laberinto de telarañas se enredaba en las vigas del techo. Los maniacos enmascarados con sierras mecánicas sólo existían en las películas. En cambio, los ratones y las arañas gigantes… Se detuvo nada más terminar de bajar la escalera.
—Er… un hacha poco puede hacer contra los ratones y las arañas.
Edward se volvió hacia ella. La luz de la lámpara iluminó su rostro sonriente.
—Ya estuve aquí abajo ayer, mientras exploraba la cabaña —le confesó—. Está libre de bichos. Vamos, mía cara. Veamos qué clase de riquezas están esperando a que las descubramos.
De repente Bella percibió un movimiento cerca de ella y soltó un grito.
—Tranquila. Sólo es tu imagen reflejada en ese espejo.
Se llevó una mano al corazón. Sí, había un enorme espejo roto apoyado en una pared. El marco era del mismo estilo que el escritorio del dormitorio. Miró consternada su desaliñado aspecto: ¿cómo podía Edward parecerse a un dios romano cuando ella rivalizaba con la propia Medusa? Al menos estaba igual de despeinada…
—¿Bella? Mira esto.
Atravesó la sala y alzó la lámpara para examinar las botellas que estaban alineadas en un estante.
—Son de las mejores marcas —comentó.
—Va bene —sonriendo, apartó varias y se dedicó a registrar las cajas que había al lado—. Jarras de conservas, juegos de cartas, discos de gramófono… —dejó la primera caja junto a las botellas y abrió la segunda—. Ah, ropa…
Bella añadió una lata de queroseno, agua embotellada y fósforos a lo que ya habían apartado. Edward dejó la lámpara al pie de la escalera, se cargó la primera caja al hombro, recogió el hacha y abandonó la bodega. Ella lo siguió con la caja de ropa, menos pesada.
Una vez en la cabaña, Bella se concentró en registrar su caja.
—Alguien tiene buen gusto —sacó varias prendas de color negro—. Ohhh… Gianfranco Ferré. ¡Y un bolso de Fendi! ¡Este bolso costará más de tres mil dólares!
—¿Hay algo útil… aparte de bolsos carísimos y orgásmicos?
Bella le propinó un codazo en las costillas.
—Soy una chica.
—Ya lo he notado —sonrió.
—Toma —sacó unas mallas negras, de mujer, y dos suéteres de cachemir, con escote de pico: uno negro y otro color crema.
—No son de mi tamaño.
Bella se echó a reír.
—Hay más. Ten paciencia.
—La paciencia no es una de mis virtudes.
Sacó una chaqueta de tweed, gris y negra, de hombre, dos pantalones negros y un suéter de cachemir, de cuello de tortuga y color burdeos. Examinó la chaqueta, dubitativa.
—Demasiado estrecha de hombros —luego miró los pantalones—. La cintura podría ajustarse, pero son demasiado cortos.
—Mejor que una toalla es. Te dejo el cuarto de baño para que te cambies —y se metió en el dormitorio.
Bella recogió su ropa interior, ya seca, y entró en el baño. Mientras se ponía el sujetador de color albaricoque y la braga a juego, no pudo evitar pensar en que había sido Edward quien se los había comprado, junto con el resto de su ropa. Ciertamente había demostrado tener un gusto exquisito, aparte del tino que había tenido para elegir la talla…
Las mallas de lana le estaban ajustadísimas: prácticamente tuvo que tenderse en el suelo para poder ponérselas. Después de forcejear con el suéter de color crema, se miró en el espejo. También le estaba muy ajustado y le marcaba los senos. Pero, como había dicho Edward, cualquier ropa era mejor que una toalla.
Tardó unos minutos en cepillarse en el pelo y volvió a salón. Edward echó varios leños al fuego y se incorporó. Bella se quedó sin aliento: el suéter de cachemir delineaba cada músculo de su cuerpo, y el color burdeos combinaba maravillosamente con su cabello cobrizo y su tez cremosa.
Bajó la mirada al pantalón. No había podido abrocharse el botón de la cintura. Pero lo peor de todo era que le llegaba hasta media pantorrilla… Reprimió una carcajada.
—Parezco un estúpido colegial.
—Te quedan como una especie de bermudas. A lo mejor acabas de descubrir una nueva moda…
—Tú también estás bastante original.
Bella se abrazó, ruborizándose.
—Me temo que la dueña de esta ropa tenía una figura bastante más esbelta que la mía.
Un brillo de apreciación asomó a los ojos de Edward.
—Yo prefiero las mujeres que no parecen postes de telégrafo.
Bella no puedo menos que preguntarse cómo una simple mirada podía alborotarle tanto las hormonas… Volvieron a salir. Edward bajó a la bodega a buscar la lámpara y cerró la puerta.
Luego exploraron juntos el cobertizo de piedra que se levantaba al otro lado del patio, asustando a las gallinas. Edward le entregó la lámpara y entró primero. Un hedor horrible la dejó casi asfixiada: tuvo que cubrirse la nariz con la manga del suéter.
—¡Aj! Huele a animal muerto…
—No olía así ayer… —comentó Edward, muy serio, mientras rodeaba un banco de herramientas. De repente extendió una mano hacia ella—. Deja la lámpara en el suelo y sal de aquí.
—¿Edward? —vio un bulto en el suelo y un nudo de terror le subió por la garganta—. ¿Qué es eso?
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