domingo, 7 de noviembre de 2010

DETESTO HACERTE DAÑO


Capítulo 9 "Detesto hacerte daño"

—Vete —volvió a ordenarle Edward, impidiéndole acercarse.
—Yo… —sintió una náusea—. Si es algo… malo, no pienso dejarte solo.
—Tú no estás acostumbrada a estas cosas —la empujó suavemente hacia la puerta.
—¿Y tú sí? —clavó los talones en el suelo, negándose a moverse.
—Bella —la tomó de los hombros, la hizo volverse y volvió a empujarla, en esa ocasión con bastante menos delicadeza—. Fuera, per favore —y cerró la puerta.
Afortunadamente no tuvo que esperar mucho. No había pasado ni un minuto cuando la puerta volvió a abrirse, dejando escapar el hedor de antes. Bella se tapó la nariz mientras Edward asomaba la cabeza.
—Voy a sacarlo fuera. No mires.
—¿Entonces es algo… muerto? —inquirió estremecida.
—Sí —respondió sonriendo.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
—Que no es tan siniestro como habíamos sospechado.
—¿Qué quieres decir? —vio que llevaba una pala con los restos de una enorme rata. Se dio la vuelta rápidamente.
—Te dije que no miraras. ¿No dicen que la curiosidad mató al gato?
—Al parecer la curiosidad tampoco es buena para las ratas.
Se acercó al borde del acantilado mientras Edward enterraba a la rata.
—¿No es ésa la cala donde nos abandonaron?
—No. Nosotros escalamos desde el otro lado. ¿Por qué?
—Porque hay unos escalones excavados en la roca que bajan hasta la playa.
—Mejor. Así nos resultará más fácil botar la barca.
—¿La barca? ¿Qué barca? —lo siguió de nuevo al cobertizo. Vio montones de redes y demás aparejos de pesca—. ¿Dónde está?
Edward retiró la cubierta de lona con una reverencia.
—Aquí.
—Eso no es una barca. Es un cacharro con remos.
—La repararé.
—¡No esperarás que nos internemos en el mar con esa trampa flotante!
—No pienso quedarme aquí como una marioneta a esperar que Megaera se digne recogernos —le puso un dedo bajo la barbilla para alzarle delicadamente la cara—. Yo te protegeré. Después de todo lo que hemos pasado juntos… ¿todavía desconfías de mí, Bella?
—No —lo cierto era que cuanto más tiempo pasaba con él, más crecía su confianza.
—Muy bien. Lo primero es lo primero —cortó un trozo de cuerda con el hacha con la intención de utilizarlo como cinturón—. Si podemos hacer un fuego para hacer señales y nos ve un barco, no necesitaremos la barca.
Bella no pudo menos que rezar para que pasase un barco cerca.
—¿Podrías cortarme a mí un pedazo de cuerda? Así de largo —se lo indicó.
No le preguntó para qué era, pero tampoco tardó en saberlo. Bella se recogió el pelo y se hizo una cola de caballo con la cuerda. Edward lo miró decepcionado.
—Tu pelo es una maravilla. Me gusta que te lo dejes suelto.
—Y yo prefiero no quemármelo cuando hagamos ese fuego.
—Ya sabes que yo nunca te haría ningún daño —le aseguró mientras la acompañaba fuera del cobertizo.
El tono de aquella frase le extrañó. Otra vez estaba hablando con su particular código secreto. Mientras ella recogía leña para la fogata, Edward regresó a la cabaña. En una de las veces que pasó al lado de la ventana, lo sorprendió registrándolo sigilosamente, sin hacer ruido… y de repente se dio cuenta. Edward estaba registrando la cabaña en busca de su iPod y de su cuaderno de notas.
¿Por qué? Se mordió el labio. Quizá Edward pudiera ayudarla realmente a limpiar el nombre de su padre. Si le entregaba las anotaciones de su agenda, tal vez… Estudió su fuerte y sombrío perfil mientras salía de la cabaña. No. Confiaba en aquel hombre enigmático, desde luego, pero no lo suficiente para confiarle lo único que le quedaba de su padre: su reputación.
Mientras salía de la cabaña, Edward se quitó la chaqueta y se arremangó el suéter, descubriendo sus musculosos antebrazos. Siguiendo sus instrucciones, Bella lo ayudó a distribuir los montones de leña formando un triángulo.
—Voy a buscar ramas verdes mientras tú eliges algunos discos del gramófono para quemarlos. La laca quemada hará un humo negro, perfectamente visible a la luz del día.
Bella escogió unos cuantos discos. Edward colocó el queroseno y los fósforos al lado de la puerta trasera, para tenerlos a la mano. Cuando divisaran un barco, si acaso llegaban alguna vez a hacerlo, tendrían que apresurarse a encender la triple fogata.
—Edward, deberíamos sacar el espejo. El reflejo resultará visible a kilómetros de distancia —al ver su expresión de sorpresa, se apresuró a explicarse—: Lo he leído en alguna parte…
Después de subir el espejo de la bodega, Edward sacó la barca del cobertizo. El casco tenía maderas astilladas y llamativos agujeros. Bella sintió un escalofrío: aquella maltrecha embarcación parecía realmente un ataúd flotante.
Edward sacó varias planchas y tablones y construyó un primitivo caballete. Luego se quitó el suéter y empezó a cortar y a pulir unos maderos sirviéndose del filo del hacha. Bella suspiró.
—Por mucho que deteste contribuir a construir esta suerte de Titanic, podríamos aprovechar la resina de los pinos para calafatear el casco.
—Perfecto —sonrió, admirado—. Supongo que eso también lo habrás leído en alguna parte.
Lo dejó haciendo cuñas de madera mientras ella iba a buscar recipientes. Luego recogió las cuñas y el martillo y se internó en el pinar que rodeaba la cabaña.
—Procura no alejarte demasiado. Que no te pierda de vista.
Bella hizo un gesto de indiferencia, pero en el fondo estaba conmovida. Le encantaba aquella vena protectora de Edward.
Edward continuó trabajando en el barco, intentando ganar tiempo antes de que estallara la tormenta. Bella volvió a la cabaña para preparar la comida. Frunciendo el ceño, examinó la despensa. Edward tenía razón: sus reservas eran demasiado escasas. Hizo café y preparó un plato de queso de cabra y pescado ahumado. Las uvas servirían de postre.
Llevó la comida fuera. Edward comió a toda prisa y se tomó el café mientras trabajaba. Bella aprovechó para explorar los alrededores de la cabaña. Había un huerto abandonado, invadido de malas hierbas. Intentó sanearlo todo lo posible: había verduras que eran incluso aprovechables. Los truenos resonaban a lo lejos, mar adentro, y el viento arreciaba.
Edward alzó la mirada de su improvisado caballete y frunció el ceño al ver que estaba temblando de frío.
—Entra en la cabaña, Bella, no vayas a agarrar un resfriado…
—Pero quiero ayudarte…
—Si quieres ayudarme, tráeme un poco de agua, pero luego quédate dentro, por favor.
Fue al cobertizo a buscar algo, y Bella aprovechó para recuperar su iPod y su cuaderno de notas del macetero de crisantemos del patio trasero, donde lo había escondido. Un escondite perfecto.
Llevó sus cosas a la cabaña, llenó un vaso de agua y salió de nuevo para entregárselo. Después de avivar el fuego, encendió las lámparas y se instaló en la mesa con su iPod, papel y bolígrafo.
Transcurrió un buen rato mientras intentaba desentrañar las notas en griego clásico de la agenda de su padre. H/V salía varias veces. ¿Sería Hurghada? Su padre había estado en Hurghada dos semanas antes de ser detenido. ¿Pero por qué entonces había una «V»? ¿Sería la abreviatura del tipo de antigüedades que había comprado allí?
Sin la ayuda de un diccionario, la tarea era doblemente dura. Se frotó la frente. Quizá fueran las iníciales de un nombre. ¿Pero cuál?
—Bella.
La voz de Edward le sorprendió y alzó la mirada con gesto culpable. Estaba de pie en el umbral, muy pálido. Entonces vio la sangre del brazo.
—¡Edward! —exclamó, aterrada, levantándose bruscamente y corriendo hacia él—. ¿Qué ha pasado?
—Se me ha resbalado el hacha.
—Siéntate.
Lo guió hacia la silla más próxima. No estaba tan firme como quería hacerle creer; de hecho, se tambaleó levemente antes de sentarse en la silla. Corrió a la cocina a buscar trapos limpios.
—Apriétate la herida con esto.
La sangre empapó enseguida el trapo, circulando entre sus dedos. Bella lo acomodó lo mejor posible con los cojines del sofá.
—Eleva el brazo a la altura del pecho. Así…
Tenía la respiración demasiado acelerada y estaba muy pálido, indicios del estado de shock en que se encontraba.
—¿Estás mareado? ¿Tienes náuseas?
—No.
—Tranquilo —acercó una silla para que apoyara los pies y corrió a buscar una manta para abrigarle el torso desnudo—. La hemorragia está cediendo. ¿Quieres que te haga un torniquete?
—No —se apretó con fuerza la herida, esbozando una mueca—. Bella… vas a tener que coserme el corte.
—¿Co-cosértelo?
—El corte es profundo. Un vendaje no frenará del todo la hemorragia. Hay que coser la herida.
—Oh, no…
—Bella, ¿quieres que me desangre hasta morir?
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Vete por el neceser de costura.
Tambaleándose, corrió al cuarto de baño a por el botiquín y recogió también hilo y aguja. Lo colocó todo sobre la mesa, después de hacer sitio de un manotazo: su iPod y su cuaderno de notas fueron a parar al suelo. En el equipo de primeros auxilios había un paquete de ibuprofeno. Edward señaló la cocina con un movimiento de cabeza.
—El vino, per favore.
—Tengo antiséptico para esterilizar la herida.
Edward soltó una temblorosa carcajada.
—El vino es para el estómago. Y para el dolor.
Le llevó una botella de vino tinto y le sirvió hasta tres vasos. Se los bebió seguidos, casi sin respirar.
—Hazlo.
Aterrada, retiró los trapos para descubrir el corte.
—Esto tiene que dolerte muchísimo…
—Te aconsejo que no te apuntes a enfermera —soltó otra carcajada.
—Créeme, no figura en mis planes —se tragó la náusea que le subía por la garganta e intentó enhebrar la aguja.
—Haz como si estuvieras cosiéndote una falda.
—Probablemente éste no sea el mejor momento para comunicarte que en el instituto suspendí repetidamente la asignatura de tareas domésticas: o sea, coser y cocinar. Una vez cosí una blusa al revés.
Edward chasqueó con la lengua.
—Simplemente procura no hacer lo mismo con mi brazo.
Bella esterilizó la aguja acercándola a la llama de la lámpara y Edward apoyó el brazo sobre la mesa.
—Me temo que esto te va a quemar como si fuera fuego líquido —comentó ella mientras abría el frasco de antiséptico.
—Hay que hacerlo, ¿no?
Inclinó el frasco para verter el contenido en la herida. Edward se tensó, apretando los dientes sin pronunciar una palabra.
Con una dolorosa opresión en el pecho, Bella recogió la aguja con el hilo ya enhebrado y se inclinó sobre su brazo. De repente se quedó paralizada. Las manos le temblaban de manera incontrolable.
—No creo que pueda.
—Todo saldrá bien, Bella. Yo no le tengo miedo al dolor.
—Yo sí —tenía el estómago encogido—. Pero preferiría que me doliera a mí antes que a ti.
—Mírame, tesoro —la fe que brillaba en sus ojos la dejó conmovida—. Lo harás perfectamente. Estoy seguro.
Le sonrió. De repente fue como si el mundo se desprendiera de su eje. En aquel estremecedor instante, Bella comprendió que sería capaz de hacer lo que fuera por aquel hombre. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Pero esto qué es? —bromeó él—. El paciente consolando a la enfermera.
No era momento de dejarse llevar por el miedo. Edward la necesitaba. No había tiempo que perder.
—Está bien. ¿Listo?
—Listo.
—Hecho —pronunció Bella minutos después, mirando el pálido rostro de Edward.
—No ha sido tan terrible —soltó el aire lentamente. Sonriendo, se sirvió el poco vino que quedaba en la botella—. Has hecho un excelente trabajo.
—Gracias. ¿Quieres sentarte cerca del fuego?
No tuvo necesidad de ayudarlo. No se tambaleó mientras se dirigía al sofá. Bebió un sorbo de vino: estaba recuperando el color por momentos.
—¿Estás bien?
—Sí —palmeó los cojines—. Siéntate conmigo.
—Ahora voy. Yo… necesito un minuto.
Se encerró en el cuarto de baño. Tenía náuseas y le flaqueaban las piernas. Se quedó sentada en el suelo de baldosa, con la frente sobre las rodillas flexionadas. «No te rindas», se ordenó.
Pero el duro combate que había entablado contra el miedo la había dejado aturdida, mareada. Terminó vomitando.
Poco después sintió la cálida mano de Edward acariciándole la espalda.
—Tranquila, tesoro.
—Oh, no —gimió—. ¿Qué estás haciendo levantado?
Abrió el grifo del lavabo, tomó una toalla y la empapó en agua fría.
—Relájate —le refrescó la nuca—. Respira profundamente.
—Estoy bien —se levantó cuidadosamente. Vio que ya se había vestido con su propia ropa. Se lavó la cara con la toalla—. Por favor, vete.
—No —recogió la toalla y le tendió un cepillo de dientes con pasta dentífrica.
—Tienes que estar muy débil… Por favor, siéntate —de nuevo a punto de llorar, se dio la vuelta y se cepilló los dientes. Luego se enjuagó la boca—. Por favor, siéntate.
—Tú has cuidado de mí. Ahora me toca a ti.
—No es la vista de la sangre lo que me ha puesto así —soltó un sollozo, sin poder evitarlo—. Detesto hacerte daño.
—Lo sé —le acarició tiernamente el pelo—. Pero a veces tienes que hacer daño a la gente… por su propio bien.
Alzó la mirada. Otra vez tenía la sensación de que estaba hablando en clave. No sabía quién o qué era Edward. Y, sin embargo, conocía al hombre que se escondía detrás. Era bueno, inteligente y honesto, con un código del honor muy estricto. De repente se dio cuenta: lo quería. Mucho más de lo que había querido a ningún hombre.
No pudo evitarlo, no había otra opción. Le echó los brazos al cuello. Durante toda su vida había jugado seguro, sin arriesgarse. Lo cual no le había evitado sufrimientos. Y había terminado sola, vacía.
Se puso de puntillas y lo besó en los labios. Sabía a vino y a deseo. Por primera vez en su vida, prescindió de la lógica y de la razón. Algunas cosas merecían ese esfuerzo.

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