martes, 16 de noviembre de 2010

Dámelo todo, Bella… que yo te lo daré a ti


Capítulo 10 "Dámelo todo, Bella… que yo te lo daré a ti"

Bella enterró los dedos en su pelo y Edward profundizó el beso mientras soltaba un gruñido de placer… y de dolor.
—Perdona, ¿te he hecho daño en el brazo? —sin aliento, se apartó rápidamente.
—No se trata de mi brazo —sonriendo, le acunó el rostro entre las manos—. Esto es un error.
Frunció el ceño, confusa.
—¿Por qué?
—Acabas de pasar por una prueba muy difícil.
—Fuiste tú quien se quedó quieto como una roca bajo mi temblorosa aguja.
—Estás alterada. Sigues bajo el efecto de esa tensión.
Era cierto. Pero su alteración se debía más bien a lo que acababa de descubrir: lo mucho que lo quería.
—Hablas demasiado —le puso una mano en el pecho y sintió su pulso acelerado. Ella no era la única en experimentar tumultuosos sentimientos—. ¿Por qué no nos dejamos de rodeos?
—Bella, el deseo que siento por ti no es ningún secreto —sonriendo, se llevó su mano a los labios—. Anda, ven a sentarte conmigo frente al fuego. Dentro de una hora, si me lo vuelves a proponer, no me negare.
Para una vez que se dejaba llevar por sus impulsos… ¿era él quien adoptaba el papel de prudente? Bajó la mirada a su pantalón y vio su abultada bragueta. Un delicioso calor se extendió por su bajo vientre.
—No te aconsejo que sigas mirándome así, cara.
Aunque procuraba disimularlo, el brazo debía de dolerle mucho. Bella experimentó una punzada de remordimiento. Pasaron al salón y se sentaron en el sofá. Estaba inquieta: sus sentimientos recién descubiertos por Edward la tenían desasosegada. Aquella historia… ¿tendría un final feliz? ¿O sería un final trágico? Quizá lo mejor fuera no saberlo.
Miró por la ventana, sorprendida de ver lo oscuro que estaba el cielo.
—¿Qué hora es?
—Todavía no ha pasado una hora —repuso, riendo.
—Muy gracioso —arrugó la nariz—. Es que me parece muy pronto para que esté tan oscuro.
Edward miró su reloj.
—Son las siete y cuarto.
—¿Tienes hambre?
—Podría comer.
Se dirigió a la cocina, contenta de ocuparse en algo. Descorchó una botella de vino blanco, se sirvió una copa y rellenó la de Edward. Estaba recostado en el sofá, con los ojos cerrados. Evidentemente necesitaba descansar.
Intentó pensar en lo que habría podido pasar si Edward no la hubiera detenido cuando ella le propuso lo que le propuso. No quería simplemente una aventura fugaz. Quería tener una conexión profunda con aquel hombre. Necesitaba conocerlo mejor, saber lo que pensaba, lo que sentía.
Y Edward seguía manteniendo su reserva de siempre. Todavía no estaba preparado para compartir los secretos que albergaba en su corazón. Suspiró. Quizá no lo estuviera nunca…
Terminó la truculenta tarea de limpiar la sangre de la mesa y recogió su iPod y su cuaderno de notas del suelo. Lo cual le recordó que Edward no era el único que tenía secretos. Pese a lo que acaba de descubrir acerca de sus sentimientos por él, ella también tenía los suyos.
Entró en el cuarto de baño para ponerse el pantalón militar y la blusa, que ya se le habían secado. El iPod y el cuaderno de notas se los guardó en el bolsillo del pantalón, su escondite más seguro. Luego volvió a la cocina. Preparó una ensalada con verduras del huerto y añadió queso y aceitunas. Finalmente la aliñó con aceite y vinagre de hierbas.
Edward abrió los ojos cuando ella se acercó con los platos.
—Te has puesto tu ropa.
—No pongas esa cara de decepción. Con aquel suéter ni siquiera podía respirar. La cena está servida.
—Tiene un aspecto delicioso —sonrió.
—Gracias por no quejarte de mi talento culinario.
—Cuando no tienes nada que comer, no sueles quejarte de la comida.
—¿Tú has pasado mucha hambre, Edward? —le preguntó, curiosa.
—Sí —se incorporó lentamente—. Hace años de eso.
—Lo debiste de pasar muy mal después de perder a tu padre —se sentó a su lado mientras le pasaba su plato—. ¿Te apetece hablar de ello?
—Siempre me ha parecido absurdo evocar el pasado.
—Pero reprimir las emociones no es bueno ni sano —le acarició una mano—. Y a mí me gusta escuchar a la gente.
Comió con gesto concentrado, consciente de la necesidad de reponer fuerzas. Bella, por su parte, picaba su ensalada sin perderlo de vista. Sabía que estaba discutiendo consigo mismo sobre si decírselo o no.
Hasta que finalmente, ya tomada la decisión, Edward dejo su plato vacío a un lado.
—Elizabeth trabajaba como un animal, y apenas teníamos dinero cuando cayó enferma… precisamente por el exceso de trabajo. Tuvo que vender algunas reliquias de la familia y el anticuario la estafó. Acabamos viviendo en la indigencia —bajó la mirada a su brazo vendado—. Ella necesitaba comida. Y medicinas. Yo tenía doce años. Estaba desesperado.
Bella lo escuchaba emocionada, perdido el apetito.
—Entonces fue cuando te metiste en el mundo de la delincuencia…
—Eso es. Conseguí un trabajo limpiando pescado en el mercado, pero no pagaban demasiado. Y no podía seguir estudiando —vaciló, encogiéndose de hombros—. Quería algo mejor. Quería algo más que pasarme hasta la última hora del día arrastrando una miserable existencia… Empecé como carterista. Luego la Camorra me ofreció una gran cantidad de dinero por hacer unos cuantos recados.
«¡No!», exclamó Bella para sus adentros, apretando con fuerza su plato.
—¿Trabajas para la Camorra?
—Ya no —respondió con la mirada clavada en el fuego—. No apruebo lo que hacen, ni me gusta. Sin embargo, a veces, me he visto obligado a trabajar para ellos.
—Entiendo. Ahora eres independiente —suspiró aliviada—. Gracias por ser sincero conmigo.
—No me lo agradezcas. Er… Bella… ¿no te escandaliza escuchar estas cosas?
—Después de lo que le ocurrió a mi padre, confío tan poco en la policía como en los delincuentes.
Edward giró lentamente la cabeza hacia ella y la miró. El dolor que ella vio reflejado en sus ojos la dejó estupefacta.
—Hay mucho más de lo que tú sabes. Cosas de las que no puedo hablarte.
—Me doy cuenta. Yo nunca he pasado hambre en mi vida. No tengo derecho a juzgarte —le cubrió la mano del brazo sano con la suya—. Tenías que sobrevivir.
—Así que no me condenas —la miró asombrado—. No me lo hechas en cara.
—Tú eres un buen hombre, Edward —le apretó los dedos—. Yo nunca he sido pobre, pero puedo imaginar una situación como la que has vivido. Y sé lo que es sentirse desesperado por ayudar a los seres queridos.
—Lo dices por lo de tu padre.
—Sí. Lamento que tú y tu tía lo hayan pasado tan mal.
—Es el destino. Las cosas no cambian porque nosotros queramos que sean diferentes.
De repente Bella sintió una punzada de aprensión.
—¿Sabes? Tengo la impresión de que lo que no me estás diciendo es más importante que tus palabras.
—Eres muy perceptiva —la miró fijamente a los ojos—. Cuando tengas dudas… porque las dudas vendrán, bella… escucha a tu corazón. Sólo tu corazón te dirá la verdad —entrelazó los dedos con los suyos—. Bucea en el fondo de tu alma. ¿Cómo lo llaman ustedes? Intuición. Sigue tu intuición. Prométeme que lo harás.
—Edward, ¿qué estás planeando? —le preguntó, estremecida.
—Prométemelo, Bella.
—Está bien, te lo prometo.
Grazie —le acarició con el pulgar la palma de la mano—. Y ahora voy a pedirte que seas sincera.
—Haré lo que pueda —contestó con una punzada de inquietud.
—¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar para limpiar el nombre de tu padre?
Se quedó mirando sus manos entrelazadas.
—Megaera me hizo esa misma pregunta.
—¿Y qué le respondiste?
—¿Me estás preguntando si sería capaz de infringir la ley?
—¿Lo harías? —tensó la mandíbula.
No podía estar segura. Y eso era lo que más le asustaba. Al menos Edward había sido consciente de sus propias decisiones.
—¿Me juzgarías por ello? ¿Me censurarías?
—No, mía cara —un brillo de compasión asomó a sus ojos—. Te compadecería más bien. Y daría mi sangre por ti.
El corazón le dio un vuelco.
—Yo no te lo pediría. Ni querría que lo hicieras. La elección sería mía.
Llevó los platos a la cocina. El viento azotaba la cabaña, cargado de malos presagios. Estremecida de frío, se apresuró a sentarse de nuevo frente al fuego.
—¿Cómo te sientes?
—Estoy bien —se le caían los párpados.
—No estás bien. Y te duele. Deberías irte a la cama —al ver que abría un tanto los ojos, añadió con una sonrisa triste—: Solo.
Bella se despertó temprano. Su dios romano tenía buen aspecto. Satisfecha al ver que no tenía fiebre y su respiración era perfectamente regular, se levantó de la cama. Encendió el fuego de la chimenea. Acababa de preparar el café cuando lo oyó moverse.
Edward se acercó descalzo a la cocina, vestido únicamente con sus vaqueros. Estaba despeinado y tenía los ojos soñolientos. Bostezó, desperezándose.
Buon giorno.
—¿Qué tal tu brazo?
—Bien. Puedo moverlo sin problemas. ¿Qué hay para desayunar?
Desayunaron una lata de guisantes y cereales con miel.
—Me gusta esta miel tan pura —murmuró Edward—. Sabe a sol y a lluvia.
—Qué descripción tan poética…
Se ruborizó antes de volver a concentrarse en su cuenco de cereales. Aquel chico duro rara vez mostraba su lado sensible, pensó Bella, aunque para ella no constituía ninguna sorpresa. No se había ganado su corazón con bellas palabras, sino con coraje y generosidad.
Edward desayunó rápidamente. Le dijo que disponían de muy poco tiempo. La tormenta se acercaba y quería terminar de reparar la barca esa misma mañana. Bella no estaba tan deseosa: le daba pánico enfrentarse con el mar a bordo de aquel cascarón.
Había hecho muchos progresos antes de cortarse con el hacha. Terminaron de reparar el casco y lo calafatearon con la resina que habían recogido en el pinar. Satisfecho, Edward escrutó el horizonte.
—La tormenta tardará todavía en llegar. Tenemos tiempo para bajar a explorar la playa e intentar pescar un poco.
Fueron al cobertizo a por dos cañas de pescar. Mientras Edward recogía larvas de un tronco podrido para usarlas como cebo, Bella se apresuró a preparar una mochila con comida.
Mientras descendían por la ladera que llevaba a la cala. Bella apenas abrió la boca, acosada por multitud de malos presentimientos. ¿Cómo conseguiría orientarse Edward? ¿Y si perecían en medio del mar, de hambre y de sed?
—Mi audaz bibliotecaria está muy callada —una vez en la playa, apoyó las cañas contra una roca y dejó la mochila en el suelo.
—Estoy asustada.
—Y aun así sé que subirás a nuestra barca cuando llegue el momento. En eso consiste el verdadero coraje —la abrazó, cariñoso—. Olvídate de tus preocupaciones por ahora. Concentrémonos en la comida.
—Está bien.
Enganchó una gruesa larva en el anzuelo. Bella estuvo a punto de vomitar el desayuno.
—Lo siento mucho —recogió su caña y se apartó unos metros—. No soy precisamente una mujer muy avezada…
—¿Cosa? —se echó a reír—. No lo había notado.
—Yo intentaré otra técnica —cortó parte del papel de plata con que había envuelto la comida y lo enrolló en torno a su anzuelo—. El brillo atraerá a los peces.
Va bene —sonrió—. Veremos si funciona.
—¿Quieres apostar, chico duro?
—¿Tan segura estás?
—De lo que no estoy segura es de que me guste esa mirada burlona tuya. Estoy dispuesta a apostar, desde luego. ¿Te jugarías lavar los platos durante el resto de nuestra estancia en la isla?
Non cé problema. ¿Y tú, bella? ¿Te jugarías tú un beso?
—Trato hecho, signore.
Lanzaron sus anzuelos y lo intentaron durante un par de horas… sin suerte alguna. Luego se comieron el resto del jamón ahumado y algunas galletas mientras charlaban sin parar.
Edward desplegó su enorme carisma. Si lo que había pretendido era distraerla y elevarle la moral, lo consiguió de sobra. Bella descubrió deleitada que su infancia no había sido tan terrible como al principio le había pintado, y él la hizo reír con sus numerosas anécdotas.
Le fascinaban los cambiantes aspectos de la personalidad de Edward. El hombre reservado y enigmático que había conocido había dejado de existir. Era como si hubiera bajado sus barreras y la hubiera dejado entrar, mostrándole el humor, el sentimiento y la integridad que escondía en su corazón.
Parecía que no iba a haber pescado para la cena. Ya estaban recogiendo sedal cuando de repente Edward sintió un tirón.
—¡Ha picado uno!
Bella observó cómo pescaba un pez diminuto y se apresuró a protestar:
—¡Tan pequeño no vale!
Edward la examinó con expresión grave.
—Tengo entendido que el tamaño no es lo que importa…
Su aparentemente inocente comentario le arrancó una carcajada. Habría apostado lo que fuera a que jamás había escuchado esa frase. Por lo menos de labios de una mujer.
—Está bien. Tú ganas… yo pago.
—¿Debería sentirme ofendido por esa ostentosa falta de entusiasmo? —inquirió él, riendo—. Yo no pensaba exigirte un pago inmediato… —recogió las dos cañas y la mochila y empezó a subir por el sendero.
Bella lo siguió. Edward la esperó al pie del acantilado para ayudarla a subir la pendiente. Su contacto la hacía sentirse segura. Protegida.
Faltaba poco para llegar a la cumbre cuando se detuvo para recuperar el aliento y levantó la mirada hacia Edward. Había dejado a un lado las cañas y la mochila y permanecía de pie, en el borde del acantilado, contemplando el mar. El viento alborotaba su pelo y hacía ondear los faldones de su chaqueta de cuero. Un relámpago atravesó el horizonte, iluminando su perfil como tallado a golpes de hacha. Rugió el trueno, y Edward alzó la cara hacia el cielo plomizo, descubriendo su poderoso cuello. Luego abrió los brazos para dejarse caer contra el viento, disfrutando con la sensación de su fuerza. Como si estuviera volando.
Parecía Zeus tonante, señor del trueno y del relámpago. Contemplándolo, Bella casi se olvidó de respirar. Era un ser libre. Intentó imaginárselo trabajando en una oficina, vestido de traje, y fracasó miserablemente, intentar cambiarlo sólo serviría para destruir el hombre que era.
De repente se dio cuenta. Era un hombre que amaba el riesgo. Y ella lo amaba.
El corazón le dio un vuelco. Los hados del destino los habían unido. Para que se ayudasen el uno al otro. Y posiblemente también para que se hiciesen daño mutuamente.
—Magnífico, ¿verdad? —le preguntó Edward mientras la ayudaba a trepar el último tramo y la tomaba de la cintura.
—Sí —susurró. «Y aterrador», añadió para sus adentros.
Permanecieron juntos en el borde del acantilado, admirando la tormenta. Y, en lugar de destrucción, Bella vio belleza en el paisaje. Puro arte. Se olvidó de sus temores y se dejó cautivar por el poder de las fuerzas de la naturaleza. Alzó el rostro y las primeras gotas resbalaron por su piel. Nunca se había sentido tan viva. Tan feliz.
Edward giró la cabeza y sus miradas se encontraron. Una oscura pasión ardía en sus ojos. Ahora comprendía Bella la necesidad que sentía aquel hombre de desafiar los elementos. El júbilo y la euforia que le producía desafiar la vida, la muerte y el destino. Su deseo de tentar a los hados.
Bella, en cambio, siempre había buscado la seguridad en la previsión, en la planificación de cada detalle. Ignoraba si existía un futuro para su relación. Pero tenían el presente. El aquí y el ahora.
Edward bajó la cabeza, y ella leyó en su mirada su deseo de besarla. Si estaba destinada a quemarse, saborearía al menos el recuerdo de una última danza en las llamas.
Se besaron con locura. Edward la devoraba con la boca, embriagándola de inusitadas sensaciones. Enterró los dedos en su pelo, atrayéndola hacia sí. Bella le echó los brazos al cuello, deseosa. Un ensordecedor trueno hizo de eco al poderoso latido de sus corazones.
La besó hasta dejarla sin resuello, temblorosa. Luego deslizó los labios por su mandíbula y Bella alzó la cabeza, ofreciéndole el cuello. Reclamó la sensible piel de detrás de la oreja y bajó luego hasta el hombro, provocándole deliciosos estremecimientos.
La despojó del suéter, que lanzó a un lado. Lo mismo hizo con la blusa, dejándola en sujetador.
Sei bella —jadeó.
«Eres preciosa». El deseo ardía en sus ojos, acelerándole el pulso.
Se apoderó de su boca en otro devorador beso mientras se quitaba la chaqueta de cuero y la dejaba caer al suelo. Salvaje y desenfrenado como la tormenta que se cernía sobre ellos, Edward no se anduvo con delicadezas. Pero Bella no tenía miedo. Daba la bienvenida a la tempestad. Gozaba con ella.
Deslizó las manos por debajo de su camiseta para acariciarle el pecho y el estómago, deleitándose con la dureza de sus músculos. Tiró de ella y se la sacó por la cabeza.
Sei bello.
Edward soltó una ronca carcajada. Luego le desabrochó rápidamente el sujetador y sus pezones rozaron su pecho desnudo, húmedo por la lluvia. Soltó un gruñido.
Dio, mifai impazzire.
—¡Oh! —Bella se quedó sin respiración al ver que bajaba la cabeza para lamerle una gota de lluvia de un pezón. La estaba volviendo loca.
Un relámpago estalló en el cielo y también en su vientre cuando Edward empezó a succionarle con fuerza el pezón, y luego el otro. Lo deseaba con desesperación. Gimió. Estaba tan cerca de…
—Date prisa, Edward —lo urgió—. Te necesito.
—Y yo a ti —jadeando, le desabrochó el pantalón y se lo bajó por las caderas. Bella lo ayudó quitándose los zapatos, hasta quedar completamente desnuda ante él.
—Tesoro —se arrodilló ante ella, como para venerarla—. Ti adoro —delineó con las puntas de los dedos las húmedas curvas de su cuerpo, desde los hombros hasta las caderas. Se apoderó de sus nalgas, la acercó hacia sí y la besó con pasión.
La fría lluvia resbalaba por su piel mientras la boca de Edward la incendiaba por dentro. Su lengua de seda la excitaba cada vez más, insoportablemente, con los truenos de fondo. Habría caído al suelo si él no la hubiera sujetado a tiempo. Hasta que abrió los brazos, desmadejada…y se sumergió en el éxtasis.
Edward la sostuvo con sus fuertes brazos hasta que la tumbó sobre su chaqueta extendida en el suelo.
—Bella —susurró mientras se desabrochaba el pantalón—. Mírame —le acunó el rostro entre las manos y entró en ella.
Fue una unión instantánea, eléctrica, que colmó hasta el último vacío de su cuerpo y de su corazón. Bella lo sintió temblar.
—Dámelo todo, Bella… que yo te lo daré a ti.
Lo miró en aquel instante a los ojos… y lo que vio fue amor.
Las gotas de lluvia le nublaron la vista, mezclándose con las lágrimas de gozo. Esa vez, cuando volvió a alcanzar la cumbre del éxtasis, gritó su nombre. Y él voló con ella.



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