Capítulo 11 "Nada de compromisos ni expectativas"
Arrebujada bajo el cuerpo de Edward, Bella escuchaba gozosa el acelerado pulso de su amado, mientras la tormenta se desataba a su alrededor.
—¿Tienes frío? —le preguntó él, alzando la cabeza para mirarla.
Bella sonrió ante su consternada expresión.
—¿Frío? Estamos echando vapor…
—Un momento —se echó a reír—. Me temo que ahora mismo no soy capaz ni de caminar…
Se apartó delicadamente y se abrochó el pantalón. Bella descubrió sorprendida que mientras que ella se había quedado completamente desnuda, él no había perdido el tiempo en quitarse el pantalón… o las botas.
Después de recoger su ropa, Edward la levantó en brazos a la vez que la abrigaba con la chaqueta. Al ver que se ponía a temblar, frunció el ceño.
—Yo…
Bella le puso un dedo en los labios.
—Si vas a disculparte por lo que acaba de suceder, no lo hagas.
La miró con expresión sombría. ¿Tan pronto iba a arrepentirse?
—No lamento haberte hecho el amor, al contrario. Aunque quizá sí que lamente el momento y el lugar escogidos…
—Nosotros no los escogimos. Nos escogieron ellos a nosotros.
—En cualquier caso, lo hecho, hecho está —la acunó en sus brazos—. Pero no quiero que agarres un resfriado.
La llevó a la cabaña y la metió directamente en el baño. La depositó cuidadosamente en la bañera, que se apresuró a llenar de agua caliente.
—Así entrarás en calor.
Bella apoyó la cabeza en el borde, deleitada. Las caricias de Edward habían despertado hasta la última de sus terminaciones nerviosas, así como sus sentimientos más dulces. Amarlo la había despertado a la vida.
Mientras terminaba de llenarse la bañera, Edward se quitó las botas. Descalzo y vestido sólo con los vaqueros empapados, se dedicó a tender su ropa frente al fuego.
—Edward —lo llamó—, ¿podrías alcanzarme el jabón, por favor?
—Por supuesto —lo recogió del lavabo y se agachó para entregárselo.
—Gracias —lo agarró de la muñeca y, sin previo aviso, tiró de él para meterlo en la enorme bañera.
—¿Qué diablos…? —exclamó, escupiendo agua.
—Me pareció que tú también tenías frío —se echó a reír.
—Pero si llevo el pantalón puesto…
—Parece que solamente te lo quitas cuando te mojas, ¿no? Escucha, tengo algo importante que decirte.
Edward se tensó inmediatamente, incorporándose en la bañera.
—Soy todo oídos.
—Señor Sexy, está usted más sabroso que una tarta de chocolate.
Aquello le arrancó una carcajada.
—Entonces será mejor que me pruebes otra vez…
Después de un baño más que agitado, Edward tuvo que ayudarla a salir de la bañera, ya que apenas podía sostenerse de pie. Se echó a reír al ver el suelo lleno de agua.
—Al menos esta vez he conseguido que te quitaras los vaqueros… pero lo has puesto todo perdido de agua.
—No he sido yo quien ha empezado a gritar y a salpicar…
Bella se envolvió en una toalla.
—Yo no grito. Bueno, está bien, sólo en ocasiones especiales —se puso de puntillas para plantarle un beso en los labios—. Y ésta ha sido una de ellas. Digamos que te has mostrado bastante… creativo.
Edward sonrió mientras se ataba una toalla a la cintura. De repente se puso serio y empezó a caminar de un lado a otro del cuarto de baño… maldiciéndose a sí mismo.
—¿Edward? ¡Tranquilízate! ¿Qué pasa?
—No puedo creerlo. ¡Soy un imbécil! Es increíble… Solo he pensado en hacerte el amor… ¡Me he olvidado de protegerte!
A Bella le dio un vuelco el estómago. Si cualquiera de ellos se hubiera detenido a pensárselo dos veces, no habrían acabado haciendo el amor.
—Yo nunca… ¿Cómo he podido olvidarme?
—Oye, no hace falta que te sientas culpable —lo agarro de un brazo y lo hizo volverse—. Tomo la píldora —hizo un rápido cálculo—. No creo que haya pasado nada.
—¿No crees?
Extrañamente, la idea de tener un hijo de Edward no le preocupaba.
—Sí. De todas formas, no sirve de nada preocuparse de cerrar el establo una vez que el semental ya se ha escapado, ¿no?
Edward le lanzó una enigmática mirada. Una reacia sonrisa se dibujó en sus labios… hasta que terminó soltando una carcajada.
—¿El semental?
—Vamos —le dio unas palmaditas en el brazo—. Tienes el vendaje empapado. Te pongo uno nuevo y nos ponemos a preparar la cena, ¿de acuerdo?
Edward insistió en cocinar mientras Bella preparaba la mesa. Mientras la lluvia repiqueteaba en el tejado, hablaron de música, de pintura, de filosofía e incluso de política. Como si fueran dos viejos amantes compartiendo una comida, y no un secuestrador y su cautiva encerrados en una isla desierta.
Cuando terminó, Bella dejó su tenedor al lado de su plato vacío.
—Estaba riquísimo.
—Grazie. Si quieres, recoge tú la mesa. Yo fregaré.
—Me toca a mí. Te recuerdo que tú ganaste nuestra apuesta de la playa.
—Tesoro, esa apuesta ya me la cobré. Con un beso tuyo… y bastantes cosas más.
—Eso fue un regalo —repuso, estremecida—. Sin compromisos ni expectativas —le recordó.
Edward le tomó una mano y se la apretó.
—Lo que lo convierte en algo doblemente precioso.
Las lágrimas le nublaron la vista mientras se levantaba para recoger la mesa. Tampoco para Edward lo que habían compartido en el acantilado había sido algo sólo físico.
Mientras él fregaba los platos, se dedicó a curiosear el gramófono. Descubrió emocionada que había discos de Puccini, Donizetti y Debussy. Eligió uno. Segundos después sonaban los primeros acordes de Lucía de Limmermoor.
—Bravo —dijo Edward, volviendo al salón—. ¿Sabías que esa ópera está basada en una historia real?
—Sí. Muy trágica.
—A menudo las grandes pasiones terminan mal —murmuró, pensativo.
La realidad de su propia situación parecía acechar detrás de aquellas palabras. Bella le dio la espalda para contemplar la tormenta por la ventana.
—¿Bella? —se le acercó—. ¿Qué pasa?
—Nada.
—Cuando una mujer dice «nada» con ese tono, está queriendo decir «todo» —le puso las manos sobre los hombros—. ¿Te arrepientes de algo?
—No. Para nada —no se arrepentía en absoluto de la intimidad que habían compartido. Se apoyó en su sólido pecho—. Supongo que es este tiempo, que me pone triste.
Edward la rodeó con sus brazos, envolviéndola en su cálida fuerza. De repente alzó una mano y le soltó la cuerda con que se recogía el pelo.
—Espero que no te importe —se lo soltó delicadamente—. Me encanta tu preciosa melena.
La música se imponía al rumor del viento y de la lluvia. Con un rápido movimiento, le tomó una mano y la hizo girar en redondo.
—Baila conmigo.
Bella alzó la mirada y se dejó seducir por su sonrisa. Aquel hombre podía arrasarla con su encanto.
—Está bien.
—Háblame de tus sueños, Bella… —le dijo mientras empezaban a moverse al ritmo de la música de ópera—. Si las cosas hubieran sido distintas, si no te humeras hecho bibliotecaria… ¿qué te habría gustado ser?
No le sorprendió que bailara tan bien. Era tan buen bailarín como amante.
—Siempre he querido escribir una novela épica de fantasía —le confesó—. Me habría gustado ser el nuevo J.R.R. Tolkien.
—¿Y quién te lo impide?
—Buena pregunta. Mi padre me animaba a escribir. Le gustaban demasiado las leyendas. ¿Y tú, Edward? ¿Cuáles son tus sueños?
—Asegurarme de que los demás puedan tenerlos.
«Otra frase críptica», pensó Bella, irónica.
—En el instituto… ¿qué asignatura era la que más te gustaba?
—¿Además del fútbol y de salir con chicas, quieres decir? —la miró dubitativo—. No te rías, pero me encantaba la pintura y el arte, sobre todo el antiguo. Todo aquello que posee una herencia, una historia —vaciló por un momento—. Seguramente porque… yo no las tengo.
Bella frunció el ceño. Edward vaciló de nuevo, sin dejar de bailar.
—No llegué a conocer a mi padre. Abandonó a mi madre cuando ella se quedó embarazada. Murió en el parto.
Aquellas palabras le desgarraron el corazón. Edward se sentía claramente avergonzado por las circunstancias de su nacimiento. Pero aun así había confiado lo suficiente en ella como para contárselo.
—Es terrible… Siento que no pudieras conocer a tus padres. Pero no eres responsable de lo que sucedió.
—Soy un hombre sin pasado.
—Tu pasado forma parte de ti. Es lo que te ha convertido en el hombre que ahora eres —le apretó la mano con fuerza—. No es tu pasado lo que me preocupa, sino… tu futuro.
Se tensó inmediatamente, poniéndose de nuevo en guardia.
—Pues no deberías.
«Al contrario», quiso decirle Bella. «Estoy enamorada de ti y me preocupa lo que pueda pasarte. Tanto si seguimos juntos como si no».
—Dada tu afición a las antigüedades… ¿alguna vez has pensado en convertirte en restaurador de museo, o quizá en profesor?
—¿Puedes imaginarme sentado detrás de un escritorio en un polvoriento museo? —esbozó una mueca—. ¿O dando clases en un aula llena de aburridos estudiantes?
—La verdad es que no.
—¿Tanto lo amabas? —le espetó con tono amargo—. Me temo que yo nunca podré reemplazarlo.
—¿A quién? —Bella no lo entendía.
—A tu profesor.
—¿Piensas que me gustaría modelarte a imagen y semejanza de Mike?
Edward se encogió de hombros.
—Lo que quiero es que hagas lo que te guste, sea lo que sea. Y, por tu propio bien, me gustaría verte… trabajando del lado de la ley —suspiró—. En cuanto a Mike… era un hombre atractivo, culto e inteligente. Nos llevábamos bien.
La expresión de Edward se endureció de pronto. Se notaba a las claras que estaba celoso.
—Todavía no he terminado… —le acarició tiernamente la espalda, sin dejar de bailar—. Me encantaba la persona que creía que era Mike. Pero estuvimos saliendo durante cerca de un año y nunca me dejó ver la persona que era en realidad.
—Pecado de omisión.
—Mentira, más bien. Contigo es diferente. Nos conocemos desde hace menos de dos meses, pero te conozco mucho mejor que al hombre con quien quería casarme.
Edward dio un respigo. Una galería de sentimientos desfiló en rápida sucesión por su rostro. Asombro. Placer. Miedo. Angustia.
—Está bien, Edward, no tienes por qué decir nada —bajó la cabeza para que no descubriera su mirada dolida—. Sólo quería que lo supieras.
Se había quedado tan inmóvil como una estatua. Hasta que de repente empezó a temblar. No la soltó: seguía con la mejilla apretada contra su pelo. Bella podía sentir la fiera batalla que estaba librando en su interior.
—Antes hablaba en serio —le confesó ella, luchando con las lágrimas. No quería que la viera llorar—. Nada de compromisos ni de expectativas.
—Dios mío, ayúdame… —murmuró con voz ronca antes de apartarse—.Voy a buscar más vino a la bodega.
Recogió la lámpara y abandonó a toda prisa la cabaña. Cuando la puerta se cerró a su espalda, Bella se dejó caer en el sofá y estalló en sollozos. Edward no estaba acostumbrado a huir. ¿Cuál sería el motivo de su tormento?
Le ocultaba algo de su situación. Fuera lo que fuera, tenía que ser malo. Se obligó a respirar hondo. Tenía que conservar la calma, mantener la cabeza fría.
Tenía la sensación de que estaba intentando distanciarse de ella precisamente para protegerla. ¿Pero de qué? ¿De quién? ¿Qué clase de amenaza lo habría impulsado a secuestrarla?
Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro del salón. De alguna manera, tenía que convencerlo de que confiara en ella. De repente Edward irrumpió en la cabaña por la puerta trasera:
—¡Bella, rápido, per favore! —se apresuró a recoger el hacha—. ¡Agarra una lámpara!
—¿Qué pasa?
—¡Tienes que verlo para creerlo!
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