Capítulo 2 “Houdini, la escapista”
El atracador aparcó frente a un almacén en un barrio en ruinas. Un aluvión de adrenalina recorrió a Bella. Ahora que habían dejado de correr a la velocidad de la luz, tal vez tuviera una oportunidad de huir. La negociación y la lógica no servían. Era el momento de usar la patada de Alice en los morros, o cualquier otra treta. Mientras él salía del coche, ella se tensó, esperando la oportunidad.
Él rodeó el vehículo, le abrió la puerta y le ofreció una mano.
Ahora o nunca. Con el corazón desbocado, salió de un salto, lo golpeó con la puerta y echó a correr por la acera.
Apenas había recorrido cinco metros cuando él la agarró por la cintura y tiró de ella contra su cuerpo. A pesar de la desesperación por escapar, su olor limpio y masculino le embriagó los sentidos y tuvo que sacudir la cabeza. ¿Quién iba a imaginarse que un atracador loco y salvaje pudiera oler tan bien?
—Ese golpe con la puerta ha estado demasiado cerca de la parte favorita de mi anatomía. A menos que quieras acabar atada y amordazada, te sugiero que te calmes —le dijo, pero su amenaza sonó más divertida que furiosa.
Para ser un atracador de bancos, parecía sorprendentemente tranquilo y tolerante.
La hizo entrar en el almacén, subir tres tramos de escalones rotos y avanzar por un pasillo en penumbra. Levantó la barra de una puerta de acero y el chirrido del metal resonó en el corredor.
A Bella se le erizaron los pelos de la nuca mientras lo precedía al interior de una habitación grande y oscura.
—Siéntate —le ordenó él agarrando el respaldo de una polvorienta silla de madera.
La furia borró parte de su nerviosismo. ¿Quién se pensaba que era?
—No soy ningún perro —espetó.
La risa del secuestrador retumbó en la habitación.
— ¿Te importa sentarte en esta silla, por favor? —añadió en un tono azucarado.
Sin más opción que obedecer, se sentó. Consciente de su posición tan vulnerable, se puso rígida y se le entrecortó la respiración. Hasta el momento, su raptor no había abusado de ella e incluso se había mostrado cortés. Pero ¿qué haría ahora que la tenía a su merced? Sin avisar, le puso las manos en los hombros.
—Tranquila —le dijo acercando la boca a su oreja—. No voy a hacerte daño —su tono era suave y reconfortante, y la envolvió como el calor de una noche de verano, provocándole un estremecimiento—. ¿Tienes frío?
Bella intentó concentrarse en la pregunta y negó con la cabeza. Estaba tensa, inquieta y asustada, pero no tenía nada de frío.
—Escucha. Tengo que ocuparme de algunos asuntos. Debería atarte y amordazarte…
«¡Por encima de mi cadáver!», pensó ella endureciendo todos los músculos del cuerpo.
—Pero no lo haré —dijo él, apretándole suavemente los hombros—. De aquí no hay escapatoria, y si piensas gritar pidiendo ayuda, te aconsejo que no lo hagas. La ayuda que recibirías en este barrio no es la que estás buscando. Volveré enseguida. Estarás a salvo si te quedas quieta y no haces ninguna estupidez, ¿entendido?
Ella asintió y oyó el crujido de sus ropas al marcharse. La puerta chirrió y se cerró de golpe. La barra volvió a retumbar al ser colocada en su sitio, dejando a Bella sola en el silencio y la oscuridad.
Un alivio inmediato la invadió. Como en un sueño, una sensación de irrealidad le nubló la mente. Las sorpresas de ese tipo no formaban parte de la ordenada y predecible vida de Isabella Swan. Ser raptada por un loco no entraba dentro de su agenda.
¿Qué pasaría cuando volviera? Le había dicho que no le haría daño, y hasta el momento había mantenido su palabra. Pero, posiblemente, la primera regla del manual del secuestrador fuera mantener a la víctima tranquila y obediente. Por desgracia, ella había estado tan ocupada con los planes de boda que no había asistido con Alice a las clases de kickboxing del mes pasado… Aunque unas cuantas técnicas de autodefensa no debían de ser muy efectivas contra un secuestrador como aquél, cuya sonrisa, en la que brillaba una mezcla de sensualidad y malicia, podía desarmar a cualquier mujer.
Se enderezó en la silla. ¿Qué demonios le pasaba? El shock debía de haberla desquiciado. De ningún modo iba a esperarlo en aquel lúgubre depósito.
De pronto oyó un chillido agudo que salía de un rincón. Tragó saliva. ¿Ratas? Soltó un grito y se levantó de un salto, mirando alrededor. Había periódicos desperdigados por el suelo y tres cajas de cartón apiladas en un rincón. No había mucho de lo que valerse para huir, pero un pequeño ventanuco en la pared opuesta ofrecía alguna esperanza.
En una de sus películas favoritas, Goldie Hawn burlaba a sus secuestradores al huir por la escalera de incendios. Pero aunque ella pudiera alcanzar la ventana, ésta parecía demasiado estrecha. Comparó mentalmente la ventana con sus caderas, contenta de haberse saltado el almuerzo.
Después de una mirada vacilante al rincón de donde había salido el chillido, puso la silla bajo la ventana y se aupó. Pero seguía estando fuera de su alcance.
Entonces se fijó en las cajas y se le ocurrió una idea. Agarró los periódicos y los metió en una caja, la levantó y la colocó sobre la silla. Repitió el procedimiento con otra caja. Los periódicos tenían los bordes mordidos, y al levantar la caja descubrió un montón de excrementos. Aquello la incitó a moverse más rápido, y cuando colocó la tercera caja encima de las otras dos, se apartó para examinar la improvisada escalera. No estaba mal.
Respiró hondo y se levantó la falda para encaramarse a la oscilante torre. La cabeza le llegaba ahora al alféizar. Sonrió. ¡Podía hacerlo! La chaqueta le dificultaba los movimientos, y tuvo que desabrochársela para poder auparse y mirar por el mugriento cristal. Sus esperanzas se desvanecieron. No había escalera de incendios.
— ¿Y ahora qué, Goldie? —murmuró.
Reacia a dejarse vencer por la desesperación, recorrió con la mirada el exterior del edificio. Un tubo de desagüe atornillado a la pared con soportes metálicos llegaba hasta el suelo como una escalera de mano en miniatura. Las palmas se le empaparon de sudor. La tubería parecía demasiado frágil.
Del rincón salieron más chillidos y una rata del tamaño de un gato cruzó la habitación. Bella gritó e intentó subirse al alféizar, pero la falda larga y la chaqueta abierta se lo impidieron.
No tenía elección. Sobre las cajas tambaleantes se quitó el traje. Nada le imposibilitaba ya la huida, y menos si una jauría de roedores gigantes amenazaba con hacerla pedazos. No podría escalar con las enaguas, las medias y los zapatos, de modo que también se los quitó e hizo un bulto can la ropa.
Vestida tan sólo con un sujetador de satén morado y unas braguitas a juego, sujetó el bulto con los dientes, levantó las rodillas hasta el alféizar y empujó el cristal. El callejón estaba vacío, así que dejó caer la ropa al suelo antes de escurrirse por la abertura.
Con el estómago apoyado sobre el alféizar, alargó los brazos y agarró la cañería. Tenía las manos sudorosas y temblorosas, pero consiguió aferrarse al delgado tubo, lo único que la separaba de una caída de tres pisos.
—No mires abajo —murmuró, y empezó a tararear para armarse de valor. Arqueó el pie y encontró el primer soporte. Con mucho tiento comprobó si resistía su peso.
¡Podía sostenerla! Centímetro a centímetro, comenzó a descender.
Al llegar al asfalto, levantó los brazos en señal de victoria:
— ¡Sí! —gritó.
Lo siguiente era vestirse, encontrar un teléfono y llamar a la policía.
— ¿Vas a alguna parte? —preguntó una voz masculina tras ella.
El corazón le dio un vuelco. Se giró protegiéndose el torso con los brazos. Su atractivo secuestrador estaba apoyado en la pared con el bulto de la ropa colgando de un dedo. Una amplia y maliciosa sonrisa le iluminaba el rostro, y los ojos le brillaban al observarla con interés. Bella se quedó helada. Otra vez la había atrapado. Y en esa ocasión casi desnuda. El rubor le cubrió las mejillas.
—Podrías haberte matado haciendo esta tontería —dijo él.
—Había ratas —replicó ella, frunciendo el ceño para disimular su aprensión—. Me encerraste con ratas gigantes.
—No sabía que hubiera ratas mutantes en el almacén. Lo siento —le tendió la ropa—. Vístete.
Ella le arrebató el bulto y Edward se volvió para darle algo de intimidad, riéndose para sí mismo. Vestida con lencería morada, con sus rizos castaños cayéndole sobre los hombros, aferrada a la cañería mientras tarareaba Don 't Be Cruel, debería haber ofrecido un aspecto ridículo.
Pero nada más lejos de la realidad. Su aspecto era irresistiblemente sexy. El deseo le recorrió las venas, calentándole la sangre. Quería entrelazar los dedos en aquellos rizos, besar aquellos labios rosados y apetitosos, tomar aquellos pechos redondeados…
«¿En qué demonios estás pensando, Masen? Es tu prisionera y está bajo tu protección, nada más».
—Ya estoy vestida —la voz indignada interrumpió sus pensamientos.
A pesar de que estaba aterrorizada, Edward tenía que reconocer que estaba demostrando una sorprendente frialdad. Eso sin mencionar su ingenio para escapar. Si hubiera llegado dos minutos tarde, habría sido demasiado tarde. Su admiración por ella creció, y no sólo por sus atributos físicos.
Debía de estar perdiendo el juicio. Sacudió la cabeza y la agarró por el brazo.
—Vamos, Houdini —la llevó hasta la boca del callejón y la ayudó a subir a un Jaguar gris.
—Has cambiado de coche —dijo ella.
Edward arrancó y maniobró el volante para salir del callejón.
—Eres muy observadora. Sí, éste es un Jaguar XK8, y nunca encontrarás un coche mejor —le sonrió y ella frunció el ceño. Estaba realmente preciosa cuando arrugaba la nariz así. Se sacó un frasco de píldoras del bolsillo y se lo tendió—. Tómate un par de ellas. No tengo más pasamontañas y es un largo trayecto. Hay refrescos en la nevera detrás de tu asiento, y algunos sándwiches por si tienes hambre.
—Oye, pareces ser una persona inteligente —dijo ella. Intentó hablar con voz serena, pero un atisbo de inquietud ensombreció sus encantadores ojos—. ¿Por qué no demuestras algo de sensibilidad y me dejas marchar? Así podrás ir más rápido, y la policía no pondrá tanto afán en encontrarte si no tienes un rehén.
— ¿Cómo te llamas?
Ella lo observó con desconfianza.
—Isabella, pero me gusta que me digan Bella.
Edward cambió de marcha y adelantó a un camión.
—Por tu propio bien no puedo dejarte ir. Por desgracia te has metido en un buen lío, que no puedo explicarte —le dijo. Pero si pudiera descubrir cuánto sabía y aun así mantenerla escondida, quizá pudiera ponerla en libertad sin peligro. La escoria a la que acababa de timar no se andaba con tonterías, y ya se habían cobrado demasiadas víctimas. Le gustara o no, ahora era el ángel protector de aquella mujer—. Mi nombre es Edward —le puso la mano sobre la suya.
Ella le apartó la mano.
—No me toques. ¿Y quién eres realmente? Los atracadores de bancos son gente nerviosa y taciturna. No suelen bromear ni toman rehenes a menos que se encuentren acorralados. Y desde luego no se muestran considerados con sus prisioneros —lo miró con ojos entornados—. Seguro que tienes un motivo oculto. ¿Tiene que ver con los cheques de nóminas que hay en las bolsas que te llevaste del banco, quizá?
Edward reprimió una sonrisa. Aquella mujer era demasiado lista para estar segura. Su precipitada decisión de llevársela había sido más acertada de lo que pensaba.
—Tranquila. Conmigo estás a salvo. Pero cuanto menos sepas, mejor.
—Deja que lo adivine. Podrías decírmelo, pero entonces tendrías que matarme —miró por la ventanilla. Su lenguaje corporal decía que quería creerlo pero que no se atrevía—. ¿Adónde vamos?
—A un sitio donde pueda protegerte hasta que resuelva todo este jaleo.
— ¿Y cuánto tiempo será eso?
—Ah, sí… ¿Dijiste algo de una cita importante?
—Voy a casarme dentro de dos semanas y tengo un millón de cosas pendientes que tratar con mi futura y despótica suegra.
— ¿Por qué quieres hacer algo tan estúpido como casarte?
— ¿Cómo?
—No puedo imaginarme nada peor que atarme de por vida —dijo él estremeciéndose—. Salvo quizá estar en la cárcel.
—Prueba a que te rapten, te metan en un coche conducido por un lunático y te encierren con ratas gigantes… Ah, y que tu ascenso se vaya por un tubo —frunció el ceño—. Estás loco, pero supongo que eso no es extraño en alguien que roba bancos para divertirse.
El echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Tienes razón. Ahora, tómate un par de píldoras. No quiero tener que limpiar el Jaguar por dentro. Es prestado.
—Querrás decir robado.
—Vaya, Bella, eso ha dolido. Tienes una opinión muy pobre de mí —se pasó una mano por la cabeza y sonrió—. Dame un par de sándwiches, ¿quieres? Me muero de hambre.
Bella despertó sintiéndose desorientada en una cama de matrimonio en una habitación forrada de madera. Recordó ver pasar los árboles por la ventanilla del coche antes de que las imágenes se tornaran borrosas. Las píldoras debían de haberla dormido. Parpadeó unas cuantas veces, pero la habitación seguía dando vueltas. Un agudo graznido le destrozó los tímpanos. Oyó el rítmico sonido del agua y el terror le congeló la sangre.
Abrió la puerta y subió unas escaleras. Al llegar arriba se detuvo en seco, llena de pánico. Las incesantes olas verdes se perdían en el horizonte del océano Pacífico. Un chillido salió de su interior y cayó desplomada, temblando.
Entonces oyó unos pasos en la borda y sintió las fuertes manos de Edward en los hombros.
— ¿Qué ocurre, Bella?
Ella intentó hablar, pero no pudo. La cabeza no dejaba de darle vueltas y apenas veía nada. Le costaba respirar y el corazón le latía desbocado.
—Escúchame, ¿quieres? —le ordenó la profunda voz de Edward—. Sufres una hiperventilación. Respira lentamente, toma el aire por la nariz y expúlsalo por la boca —la abrazó y le frotó la espalda—. Con calma. Despacio, cariño.
Ella obedeció. Lentamente, fue recuperando la respiración y la vista.
—Eso es —dijo él apretándola con más fuerza—. Y ahora dime qué ocurre.
— Sácame de aquí —pidió ella con voz jadeante, aferrándose a él—. Sácame del mar… de este barco.
— ¿Qué…? Éste es mi yate, Serendipity, y está en perfectas condiciones para navegar. No va a pasarte nada.
Bella rompió a llorar, clavándole inconscientemente las uñas en los brazos, a través del suéter blanco de algodón.
—Quiero irme de aquí —suplicó—. ¡Ahora!
—De acuerdo —aceptó él acariciándole el pelo—. Déjame preparar el bote.
Ella consiguió soltarlo para dejar que se levantara y se acurrucó sobre el suelo de cubierta, atrapada en la pesadilla que la había acosado desde los seis años. Mantuvo los ojos fuertemente cerrados y luchó por respirar. Oyó que los pasos de Edward se alejaban, un golpe seco, seguido de un ruido metálico y un estruendo.
—Supongo que no sabes nadar —dijo él, volviendo a su lado minutos más tarde. Ella se estremeció—. Bueno, ponte esto —la ayudó a colocarse un chaleco salvavidas color naranja—. Ya está, vamos.
— ¿No vas a ponerte tú uno? —le preguntó con voz temblorosa.
—En el agua me siento más cómodo que en mi dormitorio —dijo él riendo.
La hizo levantarse y caminar hacia la barandilla. Bella miró el mar, oscuro y agitado, y se detuvo.
—Bella —le habló con mucha paciencia—, la única manera de llegar a tierra firme es subiéndose al bote.
—No puedo —gimió—. Golpéame.
— ¿Qué?
—Golpéame, noquéame. Si no, no podré alcanzar la costa.
Él suspiró.
—Cierra los ojos.
Desesperada, obedeció. Pero, en vez de recibir un golpe se encontró en los brazos de Edward.
—No le he pegado a una mujer en mi vida, y no voy a empezar contigo —le susurró en la oreja—. Hasta los atracadores tenemos nuestros principios. Agárrate.
Ella se agarró con todas sus fuerzas sin abrir los ojos. Oyó que él abría una compuerta y sintió que bajaba una escalerilla, sosteniéndola con un solo brazo. El ruido de las olas se hizo más fuerte. Edward la dejó sobre un banco metálico que se agitaba violentamente. Bella se aferró al borde con tanta fuerza que le dolieron los dedos.
—Mantén los ojos cerrados —ordenó él, antes de apartarse.
Oyó el ruido de un motor y volvió a sentir el cálido cuerpo de Edward presionado contra ella. Abrió los ojos y él la rodeó con un brazo. Cuando la lancha se puso en movimiento, la brisa fresca la golpeó en el rostro. Temblando, se abrazó al cuello de Edward y enterró la cara en su hombro.
—No pasa nada —murmuró él, acariciándole la espalda—. Cuando era niño y me despertaba asustado por la noche, ¿sabes lo que hacía mi madre adoptiva?
Ella ahogó un sollozo y levantó la cabeza para mirarlo.
—Me daba besos para que los retuviera en mi mano. Así, siempre tenía su cariño conmigo —le dio un beso dulce y reconfortante en la frente.
El miedo de Bella retrocedió y dejó paso a la conciencia de estar protegida por un hombre.
La lancha dio un bandazo y cayó violentamente sobre la superficie. Bella se balanceó y se le escapó un grito involuntario de pánico.
— ¡Uf! No pasa nada, tranquila.
La apretó contra él y siguió susurrándole palabras tranquilizadoras hasta que llegaron a la costa y atracó la lancha en un viejo muelle. Saltó al malecón y la ayudó a subir, pero a Bella no le respondieron las piernas y tuvo que sostenerla. Se sentó y la acomodó en su regazo.
—Y ahora dime, ¿qué te ocurre?
—Me da miedo el agua.
— ¿En serio? —le apartó el pelo húmedo de la cara—. ¿Por qué?
—Cu… cuando tenía seis años, mi hermano me tiró al mar y me hundí. Casi me ahogo. La socorrista me salvó. Tuvo que hacerme el boca a boca, y pasé la noche en el hospital.
Él le tomó el rostro entre las manos.
—Tu miedo es la respuesta natural a un trauma. Pero… Estoy intentando ayudarte, no humillarte, ¿de acuerdo? No debes permitir que el miedo te controle.
—He intentado dominarlo. Puedo entenderlo racionalmente, pero no controlar mis emociones.
—Esto puede sonarte muy simplista, pero debes concentrarte en otra cosa, de modo que no tengas tiempo para sentir pánico.
Tal vez tuviera razón, pensó ella. Durante unos minutos en la lancha había olvidado su miedo, algo que nunca le había pasado. Y había estado concentrada… en él. Alarmada, sacudió la cabeza.
— ¿Es eso lo que haces tú?
Él guardó silencio por un minuto.
—Sí —una sombra oscureció fugazmente su expresión, pero enseguida volvió el malicioso brillo a sus ojos—. Pronto anochecerá. Vamos.
— ¿Adónde?
—Siempre tengo un plan B, cariño.
La sujetó mientras salían del muelle y subían por un pedregoso sendero bordeado por pinos. Pero su tacto, en vez de aprisionarla, la hacía sentirse protegida. Desconcertada, miró el espeso bosque de Oregón. Una hoja escarlata se posó en su hombro. La apartó y aspiró profundamente el aire impregnado de fragancia otoñal. De las sombras surgía el canto de los grillos.
El sol empezaba a ocultarse en el horizonte cuando llegaron a una cabaña de troncos en lo alto del acantilado. Por debajo, las olas impetuosas se estrellaban en la orilla. Bella se estremeció y apartó la mirada.
— ¿Dónde estamos?
En vez de responder, Edward abrió la puerta y le indicó un sofá verde oscuro.
—Siéntate. Encenderé un fuego.
Perfecto. Mientras él estuviese ocupado, ella intentaría escapar o pedir ayuda.
— ¿Puedo preparar un poco de café?
—Claro, pero no vayas a intentar huir por la ventana. La cocina da directamente al acantilado —le sonrió—. Hay sopa enlatada en el armario y pan en el congelador. No comiste nada en el coche. Deberías tomar algo.
Bella entró en la acogedora y pulcra cocina. Unas cortinas rojas adornaban la ventana, poniéndole un toque de color a las paredes de madera y los azulejos. Buscó un teléfono, pero no vio ninguno. Maldición… tendría que pensar en otra cosa.
Preparó el café y abrió el armario. Las tazas con dibujos del Correcaminos la hicieron sonreír, a su pesar. Encajaban a la perfección con el carácter de Edward.
Mientras llenaba una taza se le ocurrió una idea. Metió la mano en el bolsillo y sacó el frasco de píldoras. Dos de ellas habían bastado para dormirla durante varias horas. Si Edward ingería unas cuantas más…
Se quedó de pie, con el frasco fuertemente agarrado. ¿Y si lo mataba? No le gustaba la idea de drogarlo. Después de todo, él la había tratado muy bien.
Por amor de Dios, ¡ese hombre la había secuestrado! Vertió rápidamente seis píldoras en el café y removió el líquido.
En el salón, el fuego crepitaba ya en la chimenea. Bella no pudo mirar a Edward a los ojos mientras le tendía la taza. Se sentó muy rígida en un sillón junto al fuego y agitó suavemente su propia taza.
Edward soltó un suspiro de satisfacción y, tras quitarse los zapatos, colocó los pies sobre la mesita. Vestido con un jersey de pescador y unos vaqueros desgastados, parecía muy cómodo y relajado. En nada se parecía a un atracador de bancos. Tomó un sorbo de café y a Bella la traspasó una punzada de culpa. Se sentía como si le hubiera dado cicuta.
—Me preguntó cuánto tiempo tendrá este café —dijo él con una mueca de disgusto.
Ella desvió la mirada hacia las llamas. ¿Descubriría Edward lo que había hecho?
—Sigues nerviosa. No tendrás miedo de que te haga daño, ¿verdad?
—El mar me asusta. Tú no —a pesar de sus dudas, el instinto le decía que no tenía nada que temer. Sin embargo, quería regresar a su vida normal cuanto antes.
Edward dio un bostezo y se estiró.
—Me estoy quedando dormido. Será mejor que prepare unos sándwiches.
¡No! Tenía que estar quieto para que la medicación hiciera efecto.
—Yo lo haré —ofreció ella, poniéndose en pie de un salto.
El frunció el ceño y la miró extrañado.
—Iba a prepararme algo para mí, de todos modos —añadió ella.
—Adelante. Y gracias —le dedicó una de sus arrebatadoras sonrisas—. Te estás portando muy bien, considerando la situación en la que te he metido.
Sintiéndose como una traidora, Bella se marchó a la cocina.
Mientras se preparaba un sándwich de atún y lo llevaba a la pequeña mesa junto a la ventana, lo único que oía era el crepitar de las llamas. Masticó lentamente aunque no tenía hambre. Veinte minutos después, asomó la cabeza por la puerta.
Edward yacía en el sofá, con la taza aún sujeta en una mano. Sus largas pestañas descansaban sobre sus mejillas y tenía los labios entreabiertos. Estaba inmóvil, y ni siquiera parecía respirar.
¿Le habría dado demasiadas píldoras?, pensó ella.
El pulso se le aceleró y observó inquieta su pecho, hasta que vio cómo respiraba.
— ¿Edward? —le susurró. El no se movió—. ¿Edward? —repitió, sin obtener respuesta.
Caminó de puntillas por la habitación y giró con cuidado el pomo de la puerta. Ésta se abrió con un ligero chirrido. Se detuvo en el umbral.
— ¡No me dejes! —suplicó Edward de repente, con una voz ronca y cargada de angustia.
A Bella le dio un vuelco el corazón y se volvió hacia él. Seguía dormido, pero agitándose en sueños. La taza vacía cayó a la alfombra. Bella esperó con los músculos agarrotados hasta que volvió a calmarse. Entonces salió de la cabaña.
— ¡No! —gritó él—. ¡Por favor, no te vayas!
A Bella se le hizo un nudo en la garganta. ¿A quién le estaría suplicando?
Se le encogió el corazón mientras cerraba la puerta y se adentraba en la oscuridad. Sentía como si hubiera abandonado algo precioso.
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