Capítulo 1 “Ahora eres mi rehén”
—Otro mal presagio. ¡Tienes que cancelar la boda!
Isabella Swan levantó la mirada del escritorio cuando su mejor amiga, Alice Brandon, irrumpió en su despacho del Oregón Pacific Bank con una gran bolsa colgada del hombro.
— ¿Allie? ¿Qué pasa? —preguntó, alarmada.
Alice cerró la puerta con el pie.
—Cada vez que das un paso en tus planes de boda, sucede algo terrible. Unos hongos acabaron con el cultivo de orquídeas, tu fotógrafo resbaló con un pescado en un Bar Mitzva y se rompió el brazo, tu proveedor se ha quedado en la ruina después de intoxicar a trescientos gastroenterólogos con sus conservas caducadas…
—Coincidencias —la calmó Bella—. Esas cosas ocurren. Pero todo tiene solución.
Alice le puso la bolsa bajo la nariz.
— ¿Eso crees? Bien, pues tal vez esto te convenza.
Bella miró el reloj. Era más de la una. Aquella semana andaban faltos de cajeras en el banco, por lo que llevaba días sin poder tomarse un respiro. Se levantó y rodeó la mesa.
—Tienes diez minutos.
Alice abrió la bolsa y con una floritura sacó dos vestidos y los colgó en el perchero de la puerta.
—Espero que no hayas comido.
Bella se quedó boquiabierta al contemplar la monstruosidad blanca más espantosa que hubiera visto en su vida y el horrible vestido morado de la dama de honor.
— ¿Qué… qué es eso?
—Karen cambió tu pedido. Imagina mi sorpresa cuando recogí hoy los vestidos.
— ¡Oh, no! —pasó los dedos sobre los volantes de organza—. Parece sacado de Lo que el viento se llevó. Una falda de aro, por amor de Dios.
—Al menos el tuyo es blanco, no como el disfraz de berenjena que me ha tocado a mí —se burló Allie—. ¿En qué estaría pensando esa mujer?
—No lo sé, pero esta vez se pasado de la raya —volvió a meter rápidamente los vestidos en la bolsa—. Hay que devolverlos. Le pedí ayuda a Karen porque a mi madre le importa un bledo esta boda, pero me niego a permitir una afrenta como ésta.
—Sí. Hay que ir con cuidado con tu futura suegra.
—Espero que la tienda de novias pueda entregar nuestro encargo original en menos de dos semanas.
—Esa es la menor de tus preocupaciones. Todavía tienes mucho tiempo para cambiar de idea.
— ¿Eso crees? —preguntó Bella—. Elegí el vestido de satén por su cintura alta, pero tuve miedo de que mi trasero sobresaliera demasiado.
—Has estado comparándote otra vez con esas modelos de las revistas, ¿verdad? Tu trasero está muy bien —dijo Alice con un suspiro—. No me refiero al vestido, sino a la boda. Por favor, no te cases con Mike sólo porque creas que te dará la seguridad que necesitas. ¿En serio quieres pasar los próximos veinte años enfrentándose a Karen?
Por un momento, sólo se oyó el murmullo de voces procedentes del otro despacho. Entonces Bella se estremeció y soltó una carcajada tensa.
—Tú sí que sabes de enfrentamientos.
—No cambies de tema. No lo quieres de verdad. Confiésalo.
—Claro que lo quiero. Durante dos años Mike ha sido mi mejor amigo, además de ti. El amor salvaje y apasionado no es más que una revolución de las hormonas. Diez minutos de placer… y una vida entera de consecuencias. Mi madre, por ejemplo.
—Sí, tenía un nuevo hombre cada vez que llamabas a casa. Pero Renée es un mal ejemplo. Muchas actrices hacen lo mismo.
Cierto, pero la infidelidad de Renée había causado la muerte de la única persona que había amado de verdad a Bella. Su padre. El frívolo estilo de vida de Renée había hecho que Bella eligiera una carrera financiera. Los números no mentían, ni cambiaban, ni defraudaban.
—Mike y yo estamos muy bien juntos. Él es contable y yo trabajo en un banco. A los dos nos gustan los libros, la música y tocar en los conciertos benéficos de Karen.
Alice soltó un bufido.
—Reconozco que nunca he tenido una relación que dure más de dos citas, así que soy la persona menos adecuada para aconsejarte en esto. Pero no te conformes con un soso hombre de ojos azules. Tú te mereces lo mejor.
—Tal vez Mike no sea tan excitante como James Bond, pero es fiel, responsable y encantador, y adora a los niños. Es todo lo que deseo —frunció el ceño—. Dentro de dos semanas me casaré con él y tendré mi propia familia. Unos hijos a los que cuidar, un perro tendido en la alfombra, unas vacaciones frenéticas… Y nada podrá detenerme.
—Vale, como quieras. Si te digo esto es porque no quiero que te despiertes dentro de treinta años y descubras que has desperdiciado tu vida con el hombre equivocado.
—Vamos, no te reprimas —dijo Bella riendo—. ¿Qué piensas realmente?
—Después de veinte años, eres más que mí mejor amiga… Eres como mi hermana. Hemos sido como uña y carne desde que nuestras miradas llorosas se encontraron aquel traumático primer día en el internado y yo quise que fueras feliz.
—Pero ahora soy feliz, ¿no lo ves? Todo marcha según lo planeado —volvió a mirar el reloj y soltó un gemido—. Salvo que se me echa el tiempo encima. Jenks lleva encima de mí toda la semana por culpa del retraso. Estará encantado de echármelo en cara en la entrevista para el ascenso.
—Tiene mucha suerte de contar contigo. Cualquier mujer que ordene las especias por orden alfabético y coloque las latas por la fecha de caducidad es un modelo de organización —tomó las manos de Bella en las suyas—. Pero te lo advierto: el fiasco del vestido es otro presagio. Mike no es tu destino. Si no espabilas, el Gran Hombre tendrá que utilizar medios mucho más drásticos.
La declaración de su amiga resonó en la cabeza de Bella. «Mike no es tu destino».
Un escalofrío le recorrió la columna, pero se obligó a ignorarlo. Era una mujer práctica y sensata que no creía en el destino. Una persona hacía su propio destino. No permitiría que nada ni nadie la apartaran de su sueño. Ni ahora ni cuando finalmente lo consiguiera.
—Todo saldrá bien —le dijo a Alice con una sonrisa—. A partir de ahora todo irá como la seda, ya lo verás.
La puerta se abrió y entró Victoria, la encargada de la cámara acorazada.
—Siento interrumpir, pero ahí fuera la situación está que arde. Tenemos a los clientes haciendo cola en la puerta. Hay que contar el dinero que acaba de llegar. El cajero automático no funciona. La nueva de la ventanilla tres va a sufrir un ataque de pánico y Ángela se ha ido a casa enferma de gripe —hizo una pausa y gimió—. Oh, y el señor Jenks está muy enfadado porque aún no ha recibido tu informe semanal. Lo quiere enseguida.
Bella suspiró. Como supervisora de operaciones, su trabajo era asegurar que la sucursal del banco funcionara eficazmente, sobre todo durante las frecuentes ausencias del señor Jenks. Con los clientes esperando y una cajera más de baja, tendría que mantener a Victoria en una ventanilla y encargarse ella misma de la cámara acorazada. Eso significaba pasarse una hora contando billetes después del trabajo. Y después tenía una cena con Mike y Karen para discutir los planes de boda. Al pensar en el enfrentamiento con Karen se le encogió el corazón. Según la revista Modern Day Bride, los recién casados se peleaban por tres cosas principalmente: el dinero, el sexo y los suegros. Puso una mueca. Sus esperanzas de ser la excepción a la última regla no parecían muy prometedoras.
—Dale una palmadita en la espalda a la nueva, dile que respire hondo y que se concentre en las cosas una por una. Luego vuelve a tu ventanilla. Yo me ocupo de contar el dinero.
Victoria negó con la cabeza.
—Ése es mi trabajo. Tú ya estás muy ocupada.
—Sí, pero te necesito en la ventanilla.
— ¿No deberías ser tú la de la ventanilla? La nueva parece muy insegura, y con la baja de Ángela, estamos ya sin tres cajeras. Y hoy es el día de cobro para las grandes empresas de la ciudad. Sería mejor que yo contara el dinero.
Bella frunció el ceño. Normalmente Victoria obedecía sin rechistar.
—Ya sé que no soportas la atención al público, pero tienes que hacerlo. Llámame si me necesitas.
Victoria la miró llena de pánico, pero cerró la boca y se marchó.
—Tengo que irme —dijo Bella volviéndose hacia Alice.
—Sí, lo sé. ¡Menudo cretino es ese Jenks! Siempre está fuera, y te explota como a una esclava mientras retrasa tu ascenso mes tras mes —dijo Alice poniendo las manos en las caderas—. Por cinco mil dólares te lo quito de en medio. Y a Karen también. La semana pasada aprendí dos golpes mortales en mis clases de kickboxing. Lo haría gratis, pero estoy sin liquidez.
A pesar de su exasperación, Bella se echó a reír.
—Ya no necesito que me defiendas como en el internado. Arreglaré las cosas con Jenks y Karen. Todo es cuestión de negociar con lógica.
—Negociar con lógica… Claro. Y de vez en cuando una buena patada en los morros —añadió Allie agarrando la bolsa—. Devolveré estos vestidos y exigiré los originales. No quería aceptarlos, pero sabía que tenías que verlos para creerlo —se despidió con la mano y se dirigió hacia la puerta—. Adiós. Y piensa en lo que te he dicho, ¿de acuerdo?
—Dudo de que tenga tiempo ni para respirar, y mucho menos para pensar.
Cuando Alice se marchó, el estómago le recordó a Bella que aún no había comido. Necesitaba algo para mantenerse en pie si quería seguir trabajando, así que fue a la sala de descanso y se comió dos donuts de chocolate antes de meterse en la cámara.
Dentro del depósito, abrió la primera bolsa y sacó un fajo de billetes de veinte dólares, que procedió a colocar en la contadora. La máquina emitió un suave zumbido mientras los arrugados billetes iban cayendo en un pulcro rectángulo. Bella empezó a tararear El rock de la cárcel y sacó el siguiente fajo.
El proceso continuó sin incidencias hasta el último fajo, cuando encontró unos cuantos cheques de nóminas mezclados con los billetes. Aquello era muy extraño. Con el ceño fruncido hojeó el montón de cheques, y vio que la suma ascendía a cincuenta mil dólares.
Tenía que informar de aquella irregularidad inmediatamente.
Volvió a meter los cheques en la bolsa y salió de la cámara. Un espeluznante silencio caía sobre el local, y todo el mundo estaba inmóvil.
— ¿Qué…?
Al ver a un hombre alto, vestido de negro y con un pasamontañas de nylon, se le quebró la voz. Sintió que se le revolvía el estómago. Acababa de interrumpir un atraco.
Edward Masen vio cómo se cerraba la puerta de la cámara acorazada. El débil clic resonó como un disparo en el vestíbulo. Observó a la mujer que se había quedado helada en el sitio. Su traje marrón era tan holgado que casi le ocultaba su curvilínea figura, y sus largos rizos castaños estaban sujetos a la nuca en una cola de caballo. Una gatita asustada con un aspecto demasiado conservador. No le daría problemas.
Pero entonces se encontró con unos ojos grandes y marrones, penetrantes e inteligentes, que lo miraban llenos de horror. Una sensación familiar lo sacudió, y por un breve segundo perdió la concentración. Imposible. No la había visto antes.
— ¿Eres la encargada de la cámara? —le preguntó con su tono más amenazador.
Ella se puso pálida y asintió.
Oh, Dios, ojalá no se desmayara en aquel momento.
—Saca el dinero —apretó la mandíbula al ver el miedo en sus grandes ojos, pero no tenía tiempo para tranquilizarla. Tenía que agarrar el dinero y escapar.
Ella permaneció quieta, aturdida y mirándolo, haciéndolo sentirse como el cazador que mató a la madre de Bambi.
— ¡Vamos! ¡Muévete!
La gatita cuadró los hombros. El color volvió a sus mejillas. Alzó el mentón y le lanzó una mirada tan furiosa que Edward sintió que lo abrasaba. Captó el mensaje enseguida.
Oh, oh. La gatita se había transformado en una leona.
«No, por favor. Nada de heroicidades».
— ¡Vamos!
Ella volvió a meterse en la cámara y sacó seis bolsas de lona. Avanzó hacia él y se las arrojó a los pies. Edward se dispuso a recogerlas, pero al ver que estaban abiertas se detuvo en seco. ¡Maldición! El plan se estaba yendo al infierno.
— ¿Has mirado el contenido?
Después de una breve duda, ella asintió. Entonces pareció comprenderlo y se ruborizó.
Era demasiado tarde. ¡Seguro que esa mujer había visto los cheques! Edward evaluó la situación con la velocidad que le proporcionaba la experiencia y reaccionó por instinto. Alargó una mano enguantada y la rodeó por la cintura. La mujer se puso rígida.
—Agarra las bolsas —le ordenó al oído.
Cuando ella obedeció, lo rozó suavemente con el trasero en la ingle, y su cálida fragancia de fresas le enturbió los sentidos.
¿Qué demonios le pasaba? Él nunca perdía la concentración. Nunca. Y menos con una mujer. Suavizando deliberadamente su brusquedad, tiró de ella hacia la puerta e intentó meterla en su Corvette negro.
— ¿Qué está haciendo? —preguntó ella, retorciéndose para intentar salir.
—Lo siento, cariño. Ahora eres mi rehén.
— ¡No! —gritó ella, y lo golpeó con el codo en el plexo solar.
Edward se quedó momentáneamente sin aire y aflojó su agarre, lo cual aprovechó ella para soltarse y correr hacia el banco. Pero él se recuperó enseguida y la sujetó por la chaqueta. La metió en el coche y él se sentó al volante.
—Buen intento —dijo, arrojando el dinero al asiento trasero.
—No puedo ser su rehén —protestó ella—. Tengo una cita muy importante.
Él frunció el ceño. Aquella pobre gatita no sabía lo que estaba diciendo. No quería asustarla, pero si ella sabía algo estaría en peligro. No podía dejarla atrás.
—No te haré daño —le aseguró mientras giraba la llave en el contacto. En ese momento sonó una sirena. Sonrió. Alguna empleada había hecho saltar la alarma. La situación se ponía emocionante, como a él le gustaba—. Abróchate el cinturón —le ordenó, y salió disparado del aparcamiento.
El pasamontañas le dificultaba la visión, así que se lo quitó junto con los guantes. Más tarde se ocuparía de las repercusiones por enseñar su rostro. De momento, tenía que alejarlos a los dos de allí. No estaba dispuesto a añadir sus nombres a la larga lista de víctimas. Pisó a fondo el acelerador.
— ¡Eh! —gritó su prisionera—. ¡Se ha saltado un semáforo!
—No me digas —se burló él riendo—. Una multa de tráfico es la menor de mis preocupaciones, cariño.
—Ha cometido un robo, no sea estúpido y no añada un secuestro —arguyó ella en un tono razonable, aunque la voz temblorosa delataba su miedo—. Pueden caerle cinco años más. Por favor, deje que me vaya.
—No hay tiempo para explicaciones. Te estoy protegiendo.
El Corvette respondía a su control como una amante entregada. Giró en un cruce sin desacelerar y a punto estuvieron de volcar. Su pasajera soltó un chillido y Edward la miró. Estaba completamente rígida, aferrada al reposabrazos como si fuera un salvavidas y con el rostro pálido.
— ¿Estás bien?
—Me estoy mareando —murmuró ella.
Fantástico. Justo lo que necesitaba.
—Respira hondo —pulsó un botón para bajar la ventanilla del pasajero.
Bella sacó la cabeza para respirar aire fresco, luchando contra el miedo y las náuseas. Aquello era una pesadilla. En cualquier momento se despertaría, llamaría a Alice y se lo contaría entre risas… pero eso después de vomitar.
Necesitaba distraerse con algo. Y rápido. Imaginó que la policía querría una descripción de su raptor, de modo que se obligó a examinarlo. Medía un metro ochenta y cinco, aproximadamente y pesaría unos ochenta y cinco kilos. Era todo fibra y músculo enfundado en camiseta, chaqueta y pantalones negros. Su espeso cabello cobrizo estaba cortado al estilo militar por los lados y por detrás, y lo llevaba un poco más largo por delante. Unas pestañas largas bordeaban unos ojos de color verde claro.
Las luces cambiantes del exterior iluminaban un rostro pálido de facciones clásicas, con pómulos marcados y nariz romana. Sus labios estaban curvados en una sonrisa que mostraba una blanca dentadura, y su mentón era robusto y cuadrado, con un hoyuelo en el centro. Tenía unos hombros anchos y unas manos grandes y esbeltas, propias de un músico, que maniobraban el volante con elegante pericia.
De repente vio que entornaba los ojos y que aguantaba la respiración. Bella giró la vista al frente y vio dos coches patrulla que avanzaban hacia ellos, a un kilómetro de distancia. Los coches ocupaban los dos carriles de la carretera, cerrándoles el paso. ¡Estaba salvada! Pero, en vez de reducir la velocidad, su raptor cambió la marcha y pisó a fondo. El coche se lanzó como un cohete hacia delante.
— ¿Qué está haciendo? —gritó ella.
—Jugar a la gallina —respondió él, con una maliciosa sonrisa de puro gozo.
¿Estaría loco?, se preguntó Bella, sabiendo que era una pregunta absurda. Había atracado un banco y ahora intentaba escapar de la policía a una velocidad de infarto. Por supuesto que estaba loco. El pánico le oprimió el corazón mientras se acercaban velozmente a los coches patrulla.
«Calma. Tranquila. Síguele la corriente».
— ¿Sabe cuáles son las probabilidades de que esto salga bien?
—No me hables de probabilidades.
—Han Solo.
— ¿Qué? —preguntó él, echándole una rápida mirada de desconcierto.
—Ha citado a Han Solo en El imperio contraataca —balbuceó.
El sentido común le dijo que se callara.
—Eres una mujer de lo más excéntrica —movió la cabeza—. Tranquila. Sé lo que hago. Se apartarán.
Así que además de loco, sufría delirios de grandeza. Demasiado para intentar negociar con él, pensó Bella. Se aferró al salpicadero, muerta de miedo. Tenía que hacer algo, pensar con lógica. Lógica. La lógica nunca le había fallado.
— ¿Ha intentado antes esta locura?
—Sí, dos veces.
— ¿Y funcionó?
—La primera vez no.
El coche casi volaba hacia los policías, cada vez más rápido. Bella intentó respirar hondo.
— ¿Y la segunda?
—Te lo diré dentro de cinco segundos —respondió él con una risita.
Dio un brusco acelerón, lanzando a Bella de espaldas contra el asiento. Los coches patrulla tampoco se detenían. El choque parecía inminente. A Bella se le revolvió el estómago, la bilis se le subió hasta la garganta y su vida entera pasó ante sus ojos.
Oyó el espeluznante chirrido de los neumáticos y el estruendo de las bocinas.
Su raptor soltó una carcajada.
— ¿Lo ves? No ha pasado nada.
— ¿Quién eres, el Ángel de la Muerte ? —preguntó ella con un hilo de voz. Estaba a punto de vomitar.
Miró frenética por todas partes. No había nada en el coche donde poder hacerlo. Entonces se fijó en las bolsas de dinero. Si pudiera abrir una a tiempo…
—Oh, no, de eso nada. Necesito que ese dinero esté limpio —le advirtió él, y le arrojó el pasamontañas.
Ella lo agarró y le dio la espalda, arrepintiéndose de haber tomado los donuts de chocolate. Después de unos horribles minutos, se sintió mucho mejor. Entonces miró el abridor de la puerta y luego el pasamontañas que sostenía entre dos dedos.
—No se pueden dejar pruebas —dijo él, y alargó el brazo derecho para abrir la guantera.
Bella dejó el pasamontañas en el interior y cerró el compartimiento. Se permitió un débil suspiro de alivio. Un problema menos. Miró a su raptor. Se lo tenía merecido por conducir como un lunático.
Miró por el espejo retrovisor y vio que la calle estaba vacía tras ellos. Su secuestrador había escapado de la policía.
Su esperanza de escapar se desvaneció.
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