miércoles, 13 de octubre de 2010

CAPITULO 1


Capítulo 1
El Sueño de Carmen.
Mediados de octubre…
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El padre Connelly, alias bajo el que se escondía Amun Antzas, atravesó en tres zancadas su camarote con gesto impaciente. Frunciendo el ceño, empezó a desabrocharse la camisa negra. Luego se arrancó el alzacuellos, aquella especie de penitencia necesaria, y lo lanzó lejos de sí. «Penitencia», pensó, irónico. Su disfraz estaba afectando a su manera de pensar.
Se sirvió una copa de whisky irlandés. Aquel papel de benévolo sacerdote al estilo Spencer Tracy lo estaba matando. Era el papel más difícil que le había tocado hacer en su vida… pero también el más provechoso. Bebió un trago, deleitándose con el ardor del licor deslizándose lentamente por su garganta.
Como padre Pat Connelly, sacerdote especialista en la antigüedad clásica, había sido contratado por la agencia de cruceros para impartir conferencias a los pasajeros interesados. Como Amun Antzas, veterano traficante profesional, las imitaciones de antigüedades con que solía ilustrar sus conferencias le habían facilitado la coartada perfecta para esconder las piezas originales, mezcladas a plena vista con las falsas. Una vez de regreso en Estados Unidos, su misterioso jefe se encargaría de vender las piezas que había introducido secretamente a bordo con la ayuda de su socio.
Miró el cajón del escritorio donde guardaba las piezas menores que había adquirido en los diversos puertos en los que había atracado el barco. Periódicamente los exhibía en la biblioteca para ilustrar sus conferencias. También eran reales, pero eso nadie lo sabía. Eran sus… pequeñas inversiones personales. Si el plan de su jefe funcionaba, serían como un complemento salarial. Y si no funcionaba, serían su póliza de seguros.
Unos golpes en la puerta lo sobresaltaron. Se apresuró a abrir y soltó una maldición al ver al primer oficial, Benjamín Kourti.
—¿Qué pasa ahora?
Benjamín entró rápidamente, nervioso, con aspecto de playboy venido a menos.
—¿Lo has visto? ¿Alto, pelo rubio, italiano, de unos cincuenta y algo años?
—Carlisle. Sí, asistió ayer a mi conferencia.
—¿Y? —inquirió, cada vez más alterado—. ¿Has percibido las vibraciones?
Las vibraciones del policía. Quince años engañando a todo tipo de gente le habían dado a Amun  la experiencia necesaria para no dejarse engañar con nadie. Pero, con Carlisle, no estaba seguro. En cualquier caso, y después de los errores que se habían cometido en la operación, no estaba dispuesto a correr riesgos a esas alturas del juego. Pensaba retirarse a alguna luminosa playa del Caribe, y no pudrirse entre las rejas de una cárcel federal.
Bebió otro trago de whisky, ganando tiempo. Confiaba en sus propios instintos, pero no en los del pequeño canalla que tenía delante. Todo fracaso requería su víctima propiciatoria, y no se le ocurría ninguna mejor que Benjamín Kourti. El joven griego era un ególatra que derrochaba el dinero que le regalaba su papá en mujeres fáciles y juego compulsivo. La antigua amistad de Kourti padre con Eleazar Denali, el propietario del crucero, era la única razón por la que aquel joven tenía aquel trabajo. Sólo Dios sabía por qué la persona que los había contratado a ambos para aquel negocio no lo había despedido ya. De hecho, en uno de los primeros cruceros, el muy imbécil se había asustado y había escondido varias piezas en unos maceteros del barco, donde la policía había terminado encontrándolas.
Si Amun  se salía con la suya, no tendría que seguir soportando a su socio durante mucho más tiempo. Pero para ello había que mostrarse dócil y no despertar sospechas.
—Carlisle parecía verdaderamente interesado por la conferencia —se encogió de hombros—. Tomó un montón de notas y habló con los otros asistentes—. Si es realmente un policía, es el más culto con el que me he tropezado en mi vida.
—Desde que subió a bordo, he tenido un mal presentimiento —Benjamín  se rascó la barbilla—. Nunca lo he sorprendido mirándome, pero es como si se hubiera pegado a mí.
Carlisle había abordado a Amun  para hablar de antigüedades. Aquel italiano alto, de facciones amables, se había presentado como un contratista especializado en restaurar edificios antiguos. El arte era su gran pasión, especialmente los frescos. Recientemente había perdido a su hijo, que había trabajado con él, en un accidente de coche: al parecer se había apuntado al crucero para recuperarse. Era un hombre inteligente e interesante; un solitario que tenía muy poco de amenazador. Aparentemente sus conversaciones habían sido tan amables como relajadas. Pero Amun  también sospechaba.
—Quizá le haya gustado tu técnica de conseguir mujeres fáciles —sonrió—. O quizá le hayas gustado tú.
La maniobra de distracción funcionó. El griego se puso a resoplar de furia.
—Yo no soy de ésos, lo sabes perfectamente, maldito seas…
—Creía que por dinero eras capaz de hacer cualquier cosa —de hecho, Amun  sabía que Benjamín  también había hecho su propio acopio de «inversiones personales». Más cuerda para que el muy imbécil terminara ahorcándose. Señaló la puerta con la cabeza—. Estoy cansado. Adiós.
Benjamín  vaciló.
—Pero deberíamos avisar al jefe…
Eso era lo último que necesitaban. Megaera podría desconfiar y abortar la operación. O prescindir de ellos.
—¿Informarlo de que te estás imaginando que un tipo no hace otra cosa que mirarte? No. Mejor vigílalo de cerca y mantente a la espera.
—La madre de Isabella Swan aún sigue a bordo. Dice que no se marchará mientras no haya encontrado a su hija. ¿Sabes algo nuevo?
—No —se encogió de hombros. Al comienzo del crucero, una de sus piezas auténticas, una crátera griega, se había roto accidentalmente en la biblioteca. Amun  la había recompuesto meticulosamente, pero había echado en falta un fragmento. La bibliotecaria había despertado sus sospechas desde el primer día, y en aquella ocasión había sido la única persona presente en la biblioteca, la única que había podido llevarse el fragmento. Luego había estado metiendo la nariz donde no debía y haciendo preguntas, así que Amun  y Benjamín  habían tenido que informar a su jefe. E Isabella Swan había terminado desapareciendo.
—Lleva desaparecida más de un mes —dijo Benjamín —. ¿Crees que está muerta?
—No es problema mío —Amun  apuró el último trago de whisky. Lo cierto era que últimamente se sentía muy inquieto. Pero no por el bienestar de la entrometida bibliotecaria, sino por el suyo propio. Si al final la habían matado por el soplo que le había dado al jefe, entonces él había sido cómplice de asesinato. Pero no quería que Benjamín  pensara demasiado sobre ello. El muy imbécil podía asustarse y dejarlo a él colgado—. Te gustaba, ¿eh? Bah, deja de preocuparte por eso. Este barco está lleno de chicas.
Pero esa vez Benjamín  no picó el anzuelo.
—Será tu problema si Bella ha muerto y su desaparición está de algún modo relacionada con nosotros. La pena por homicidio es mucho más alta que la de contrabando.
Amun  apenas resistió el impulso de poner los ojos en blanco.
—Es demasiado tarde para sufrir un ataque de remordimientos, Kourti. El jefe es un profesional. Hasta ahora los planes de Megaera han marchado muy bien, incluso a pesar de tu error. Ten confianza.
Consiguió por fin que saliera de su camarote y rellenó su copa. A partir de ese momento, tendría que tener los ojos y los oídos bien abiertos. En cuanto detectase el menor problema, desaparecería y dejaría que Megaera y su esbirro pagaran el precio que hubiera que pagar. 
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Encerrada en el tambaleante vientre de un monstruo marino, Isabella Swan recuperó lentamente la conciencia. ¿Se había desmayado? ¿La habían golpeado?
Abrió los ojos, pero ninguna luz conseguía penetrar en aquella oscuridad.
No, había muerto y estaba en el infierno. El Hades era frío, húmedo y negro. Y apestaba a gasolina y a pescado.
Intentó moverse. Tenía las muñecas atadas a la espalda. Le dolía la cabeza. Le costaba respirar y se sentía como si acabara de recibir una paliza.
— ¿Bella? —escuchó una voz con acento italiano—. ¿Estás despierta?
Dio un respingo. No estaba muerta. Pero no había escapado al diablo…
— ¿Dónde estás? —la profunda voz de aquella oscuridad la seducía con una promesa de calor. La impelía a contestar.
Bella apretó los labios.
— ¿Estás bien?
Eso dependía de su definición de «bien». Había sobrevivido a una banda de secuestradores, a la explosión de un yate y a un fallido intento de fuga. Si hubiera sido un gato, siete vidas habrían sido pocas.
— ¿Bella? Soy Edward.
Un estremecimiento le recorrió la espalda. Como si no hubiera reconocido la seductora voz del hombre que la había mantenido cautiva durante cerca de un mes.
A finales de agosto, un vendedor napolitano de antigüedades le había indicado la pista de un yacimiento arqueológico cercano. Allí había encontrado a Edward, un trabajador de las excavaciones. Alto, Piel muy blanca, fuerte, de voz ronca y vibrante. Bella le había hecho algunas preguntas y, poco después, había sido secuestrada por una banda de mafiosos. El socio de Edward la había interrogado; a punto había estado de matarla en el proceso. Luego la habían drogado y se había despertado en una casa extraña… a solas con Edward.
—Contéstame, bella. Yo también soy prisionero de esta gente.
En vano intentó distinguir algo. Era una nueva táctica. Poco a poco fue recomponiendo los recuerdos de la noche anterior. ¿Habría ideado un elaborado plan para ganar su colaboración? Edward la había mantenido cautiva durante cerca de un mes antes de meterla en aquel yate. Habían navegado por el Mediterráneo durante un par de semanas más. El día anterior, sin embargo, una explosión había destruido el yate, poco antes de que Edward la hubiera llevado a tierra. Después había intentado escapar, pero tras un tiroteo, ambos habían sido hechos prisioneros.
—Tenemos que actuar. Puede que no dispongamos de mucho tiempo antes de que vuelvan.
¿Quiénes? Parecía realmente preocupado. Si se trataba de una trampa, estaba haciendo un trabajo magnífico. Pero… ¿cómo podían haberlo atacado también a él? A no ser que Edward no trabajara para la Camorra, la mafia de Nápoles. Quizá la Camorra había perseguido a Edward y luego había hecho explotar el yate. Cerró los ojos. Le resultaba imposible pensar con aquel dolor de cabeza.
Quizá Edward se había enfrentado a los mañosos y había decidido secuestrarla sólo para él. Eso explicaría por qué no le había hecho ningún daño. Era su inversión, para así conseguir un buen rescate por ella. Edward parecía pensar que su familia poseía valiosas antigüedades, aunque Bella le había explicado múltiples veces que la realidad era muy distinta y su nivel económico más bien humilde.
—Confía en mí, Bella —insistió.
Incluso antes de que Edward la hubiera secuestrado, se había sentido tan sola… Su madre había desaprobado su decisión de entrar a trabajar de bibliotecaria en el crucero. En el barco había hecho amistades, sí, pero no de la confianza suficiente como para compartir con ellas sus verdaderos planes de rehabilitar el buen nombre de su padre. Y para colmo había sospechado de dos tipos que habían expresado cierto interés por ella. El padre Connelly tal vez tuviera los conocimientos necesarios para impartir conferencias sobre antigüedades clásicas, pero no era exactamente un santo varón. Y el primer oficial Benjamín Kourti tampoco era de fiar.
Deseaba desesperadamente confiar en algo… en alguien.
—Sé que me estás escuchando. ¿Por qué no contestas?
¿Cómo podía saberlo? Se mordió el labio. Desde que empezó aquel viaje de cinco meses para lavar el buen nombre de su padre, no había conseguido nada en claro. Todo era un caos. Una mujer racional y equilibrada arrojada a un universo irracional…
—¡San Gennaro, mió bello, aiutami tu! —masculló Edward—. ¡Si quieres vivir, habla!
Aquello sorprendió a Bella. Un napolitano nunca habría invocado el nombre de su patrón en vano. Aunque algo distante, Edward también había sido amable con ella durante su cautividad. Le había facilitado ropa limpia, libros, revistas, un cappuccino por la mañana… Por supuesto, la había mantenido encerrada en el camarote del yate. Pero el día anterior, cuando se vieron obligados a abandonarlo, Edward no solamente le había salvado la vida, sino que se había compadecido de su fobia al agua y había cargado con ella en brazos para llevarla a tierra…
—Estoy atado de manos y pies. Si puedes hablar, hazlo, perfavore… Necesitamos un plan.
Finalmente, fue su instinto quien reaccionó por ella. Su instinto de supervivencia.
—Yo… —la voz le saló como un graznido, y se aclaró la garganta— yo sí que puedo levantarme. Sólo me han atado las manos.
    ¡Grazie a Dio! —soltó un suspiro de alivio—. Acércate entonces, por favor.
—Eso es muy fácil de decir. Esto está más oscuro que el vientre del caballo de Troya.
—«Desconfío de los dánaos hasta cuando hacen regalos» —cito de memoria a Virgilio. Su risa resultó extrañamente reconfortante—. Sigue el sonido de mi voz.
Después de unos cuantos tumbos, tropezó con él. Estaba sentado en un cajón, y Bella se colocó a su lado. Estaba caliente, al contrario que ella. No pudo evitar apoyar la cabeza en su hombro.
—Estás temblando.
Bajo su mejilla, podía sentir el firme latido de su corazón. Su barba suave le acariciaba deliciosamente una sien.
— ¿Estás herida?
—No —se apartó, poniendo fin a aquel íntimo contacto. Pero se quedó lo suficientemente cerca como para continuar sintiendo su calor.
—Vuélvete para que podamos desatarnos el uno al otro.
Se colocaron espalda contra espalda. La exploración de sus manos grandes, le provocó una sensación parecida a una descarga eléctrica. Había leído sobre el síndrome de Estocolmo. Con el tiempo, los rehenes se enamoraban de sus captores. Pero lo cierto era que desde el primer momento en que se cruzaron sus miradas en el yacimiento arqueológico, Bella había sentido algo especial por Edward.
Aquel misterioso italiano parecía poseer una extraña fuerza magnética. Pero como todo lo demás que le había ocurrido desde que murió su padre, aquella involuntaria atracción resultaba absurda. Edward estaba tan lejos del perfil de su antiguo novio como un hombre del Paleolítico. Para no hablar de que era un delincuente.
— ¿Somos prisioneros de la Camorra? —le preguntó mientras intentaba desatar sus ligaduras.
—Si hubiera sido así, ahora mismo estaríamos muertos. No tengo ni idea de quién es esta gente —tiró a su vez de la cuerda que atenazaba sus muñecas, pero con tanta fuerza que le hizo daño. La oyó quejarse—. Perdóname. No tengas miedo, Bella…Yo te protegeré.
— ¿Por qué? ¿Por el rescate que piensas pedir por mí?
Edward soltó un resoplido de disgusto.
—«Un hombre vale tanto como sus ambiciones».
Otra cita clásica. Bella estaba asombrada. ¿Quién habría imaginado que su secuestrador sería un hombre tan leído y cultivado?
—Eso era una cita de Marco Aurelio, el emperador-filosofo.
—En este momento lo encuentro más útil que citar a George Clooney.
Pese a lo desesperado de su situación, Bella no pudo evitar sonreírse. Ya antes había escuchado frases irónicas como aquélla, pero el sentido del humor de il diavolo, el diablo, como lo había llamado desde un principio, no dejaba de sorprenderle.
— ¿Exactamente cuáles son sus ambiciones, signor Edward?
—Esperemos que no tengamos que averiguarlo.
No necesitó verle la cara para imaginarse su expresión decidida, que tan bien se había reflejado en el tono de su voz. Durante las últimas semanas, había dedicado casi tanto tiempo a estudiarlo y descifrar sus expresiones como a desentrañar las notas encriptadas de su padre. Su rostro barbado apenas expresaba emoción alguna, pero sus ojos de color verde esmeralda revelaban demasiadas cosas.
—No te detengas, Bella.
—Los nudos están demasiado apretados…
Justo en ese instante se abrió una trampilla por encima de sus cabezas. Una luz de linterna la cegó momentáneamente. Dos hombres fornidos bajaron a la sentina mientras farfullaban una mezcla de griego, ruso y mal inglés.
Bella se aferró a las manos de Edward, aterrada. Uno de los matones, el que hablaba en griego, sacó un enorme cuchillo. Percibiendo su miedo, Edward le dio un reconfortante apretón. Ambos estaban unidos por una común amenaza. El enemigo de mi enemigo es mi amigo.
Aunque seguía atado de pies y manos, Edward maniobró rápidamente para colocarse delante de ella, sentado en el cajón. Blandiendo el cuchillo, el griego se acercó a él. Edward alzó las piernas, atadas por los tobillos, y le propinó una doble patada en los testículos. El cuchillo cayó al suelo mientras el matón se llevaba las manos a la zona golpeada.
El ruso soltó un juramento y golpeó a Edward en la mandíbula; como consecuencia del impacto, Bella salió proyectada contra la pared. Edward sacudió la cabeza, pero ni siquiera se quejó.
El griego se levantó trabajosamente y recuperó su cuchillo.
—Te quieren interrogar arriba. Ten cuidado, amigo. Sólo necesitamos tu lengua: el resto de tu cuerpo te lo podemos cortar a trocitos —le desató las ligaduras de los tobillos. Dejándole las manos atadas, entre los dos lo sacaron de la sentina.
Bella se quedó sola en la oscuridad, temblando de miedo y de frío. De niña, sus padres siempre la habían protegido y mimado. De adulta, se había refugiado en sus estudios. La violencia le resultaba algo ajeno, incomprensible. No podía dejar de temblar. ¿Cómo podía un ser humano maltratar fría y conscientemente a otro? Evocó la frase del matón: «El resto de tu cuerpo te lo podemos cortar a trocitos». Sintió una náusea. ¿Estarían torturando a Edward?
¿Sería ella la siguiente? Se obligó a respirar profunda, lentamente. «No te dejes llevar por el pánico. Piensa». Ella nunca había sido una mujer de acción. Su mundo había sido el de la inteligencia, nunca el de la fuerza.
Se levantó del cajón: ¿qué sentido tenía quedarse sentada mientras esperaba? Si iban a matarla, no se lo pondría fácil. Necesitaba un curso acelerado en pelea sucia… Horribles imágenes de lo que podían estar haciéndole a Edward acribillaban su cerebro. La mejor manera de ayudarlo a él y ayudarse a sí misma era liberarse.
No supo durante cuánto tiempo estuvo dando tumbos en la oscuridad hasta que tropezó con algo y cayó al suelo. El dolor era terrible. Por unos segundos se quedó inmóvil, hecha un ovillo, tentada de rendirse.
Pero el pensamiento de Edward soportando estoicamente la tortura la obligó a incorporarse. Palpó el suelo detrás de ella. Había tropezado con una cadena. Su borde áspero y rugoso le serviría para cortar sus ligaduras.
Luchando contra el dolor que le atenazaba las muñecas, se concentró en frotar la cuerda contra el metal. Si antes de empezar su cruzada personal, alguien le hubiera advertido de las tribulaciones que tendría que soportar… ¿se habría echado atrás? No. Rehabilitar el nombre de su padre justificaba cualquier sufrimiento: no se merecía todo lo que le había pasado. Y ya que no podía defenderse, ella hablaría por él. Proclamaría la inocencia de Charlie Swan a los cuatro vientos.
De repente volvió a abrirse la trampilla y una fría luz cortó la oscuridad. Edward cayó como un fardo al suelo, empujado por los matones. Bella se apresuró a arrodillarse a su lado. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Tenía la cara magullada, un corte en los labios, la barba teñida de sangre.
Ignorando a Edward, el ruso se agachó, la agarró del pelo y le dio un fuerte tirón. Bella soltó un grito de dolor.
— ¡No la toques! —gruñó Edward mientras se levantaba, dispuesto a atacarlo. Del cabezazo que le propinó, lo dejó sentado en el suelo—. Si vuelves a tocarla, te arrancaré las entrañas.
Pese a su estado, el feroz italiano parecía decidido a cumplir su amenaza. En un impulso, Bella se refugió detrás de él.
El ruso se levantó. Sorprendentemente, los matones parecieron vacilar antes de pasar al ataque. Edward se resistió pese a su limitada movilidad, pero sus atacantes descargaron golpe tras golpe sobre su cuerpo indefenso.
— ¡Quietos! ¡Déjenlo! —gritó Bella. Al interponerse, recibió un golpe en la mandíbula que la hizo caer de rodillas.
Jadeando, Edward se dejó caer a su lado.
— ¡Ponte detrás de mí!
Estaba llorando. Nadie le había hecho nunca el menor daño. ¿Cómo podía Edward soportar tanto dolor sin quejarse?
El ruso le propinó un último golpe. Con el pulso atronándole los oídos, Bella se inclinó sobre el cuerpo caído. No le quedaba mucho tiempo.
—Edward, ¿puedes oírme?
—Bella —giró con esfuerzo la cabeza para mirarla—. Te he fallado. Perdonami.
—No tengo nada que perdonarte —susurró—. Ahorra tus fuerzas y deja que me lleven. A unos diez pasos de aquí, a estribor, hay una cadena en el suelo. Con ella podrás cortar tus ligaduras.
Una expresión de preocupado respeto asomó a sus ojos.
—Aguanta —murmuró—. Si les dices lo que quieren saber, dejarás de serles útil. ¿Capisci, bella mia?
Tragó saliva. Lo entendía demasiado bien. El ruso fue a agarrarla nuevamente del pelo, pero ella se levantó rápidamente.
—Terminemos con esto de una vez.
El griego la empujó hacia la puerta.
—Pronto averiguaremos lo dura que eres.
— ¡Canallas! —resonó la voz de Edward a su espalda—. Si le hacen algún daño, los mataré. Lo juro.
La valiente amenaza de Edward fortaleció la resolución de Bella. Alzó la barbilla: eso era mucho mejor que echarse a llorar.
Los matones la sacaron de la sentina. El miedo le helaba la sangre mientras subía la escalera y continuaba luego por un largo y oscuro corredor. Por fin la hicieron detenerse frente a la puerta cerrada de un camarote.
—Muestra el debido respeto y habla sólo cuando te lo digan —le ordenó el griego con una mueca burlona—. No intentes nada. Si lo haces… —se pasó un dedo por la garganta— no habrá piedad.
El matón golpeó la puerta con el puño mientras un nudo de terror se extendía por el pecho de Bella. Edward no había hablado, y ella tampoco lo haría, pese a lo que pudieran hacerle aquellos hombres.
Porque si hablaba… tanto Edward como ella estarían muertos.

1 comentario:

  1. Que historia tan mas interesante, aunque eso si algo confusa pero ojala no tarde en comprender los hechos y espero q los chicos salgan lo mejor librados de su encierro y pronto.

    Sigo al pendiente...

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