martes, 19 de abril de 2011

Nunca te dejaré


Capítulo 23 "Nunca te dejaré "
—Mamá, ha despertado.
Bella escuchó una voz femenina, ligeramente aguda, que venía de algún lugar cercano, y después un sonido de faldas que revoloteaban.
—No la molestes, Alice. Deja que se recupere poco a poco —parecía reñir una segunda voz femenina.
La primera voz tenía una calidad burbujeante, como un arroyo alegre, pero la segunda era de un timbre más dulce, como el brillo del sol otoñal en la superficie de una jarra de miel.
—Ah, mamá, ¿no te parece adorable? Ahora entiendo por qué Edward está tan loco por ella. Es como una muñequita de porcelana. ¡Es tan pequeña! —Suspiró con melancolía—. Siempre quise tener una hermana.
—Creo que es muy joven —dijo la mujer más mayor, con un tono de voz mucho más maternal. Bella sintió que la mano cálida que había sobre su frente era colocada encima del elegante cabecero.
—Me gustaría que despertase.
La mano le acarició el brazo con cariño.
—Bueno, esta valiente ha pasado por una experiencia horrible, la pobre.
Había tanta dulzura en sus palabras que Bella encontró la fuerza para abrir los ojos. El mundo parecía borroso y distorsionado, pero pudo descubrir dos óvalos sobre ella que empezaban a convertirse en caras.
Los primeros rasgos que distinguió fueron los de un par de ojos increíblemente violetas que la miraban con impaciencia. Nunca había visto unos ojos de ese color antes. Cerró los suyos con fuerza, ordenándoles que trabajaran mejor la próxima vez. Entonces parpadeó para abrirlos otra vez y se encontró con la diosa sonriente del retrato.
Con una expresión expectante, mejillas sonrojadas y una cascada de rizos negros, la princesa Alice era incluso más espléndida en la vida real. Su sonrisa grande y sobrecogedora al ver que Bella despertaba fue como una bocanada de aire primaveral.
Aturdida, Bella giró ligeramente la cabeza y vio que la mujer mayor la miraba más tranquila, con unos ojos sabios y del color de las esmeraldas, bajo unas pestañas largas y doradas en la punta, y unos hoyuelos enérgicos a ambos lados de la cara. No parecía tener ni cincuenta años, con su pelo color caramelo peinado en un ligero recogido.
«¡La reina Esme!»
Al reconocerlas, Bella se sintió horrorizada de estar allí, tumbada como una perezosa mientras la Reina y la princesa Alice la miraban.
—Majestad —consiguió decir, tratando de sentarse en la cama. No podía recordar por qué estaba en la cama ni cuánto tiempo llevaba allí. Sólo sabía que la Reina estaba en su presencia y que había un protocolo que observar. Los expertos de Edward la habrían reprendido por esto.
—No te muevas —le ordenó su majestad, poniéndole una mano en el hombro.
Bella la miró suplicante para que perdonase su horrible falta de etiqueta. Nunca había sido muy buena en esas cosas, pero obedeció, porque la cabeza le dolía de una manera horrible.
—Alice, tráele algo de agua.
Bella volvió a hundirse en la almohada, cerrando los ojos una vez más para encontrar la bendita oscuridad. Entonces lo recordó todo. La fortaleza en ruinas... James... Edward salvándola... y la pequeña cantidad de sangre que había sentido correr entre sus piernas después de que James la golpeara.
— ¡Mi hijo! —gritó, tratando de incorporarse.
—No lo has perdido —dijo la reina Esme con una voz cariñosa, aunque firme.
Bella la miró fijamente, jadeando de miedo.
—Está bien. El doctor ha dicho que tuviste una pequeña hemorragia, pero con una semana o dos de descanso, dice que los dos os pondréis bien.
Todo su cuerpo temblaba al recordar lo que había vivido.
La princesa Alice cruzó la habitación para unirse a ellas, con un vaso de agua en la mano para Bella. Se sentó en el borde de la cama y se lo ofreció.
—Gracias, alteza —dijo débilmente al aceptarlo, asombrada de tanta amabilidad.
Para ser una conocida criminal que se había casado con su querido hijo, había esperado una recepción mucho más fría y distante de la familia real. De hecho, había temido bastante su regreso, segura de que iban a rechazarla. La cabeza le latió al pensar en las cinco princesas que habían seleccionado para Edward y la amenaza de sus majestades obligándole a elegir entre una de ellas o la Corona. Se sentía como si debiera pedir perdón y explicar que le había resultado demasiado duro resistirse.
Madre e hija la miraban intensamente.
Bella bebió un poco de agua y después miró de una a otra, tratando de ordenar sus pensamientos.
—Perdonadme, aún no soy yo misma. No puedo creer estar conociéndolas en estas condiciones. —Se pasó la mano por sus despeinados cabellos.
Alice dejó escapar una risa musical.
—Es la mejor condición que has tenido en los últimos dos días. Nos tenías en vilo. Estoy tan contenta de que hayas despertado. .. Por fin voy a tener una hermana. Bueno, será mejor que vaya a por Edward. Ha estado al lado de tu cama casi a todas horas. Mamá consiguió por fin sacarle de aquí y hacerle dar un paseo con papá antes de que se volviese loco.
— ¿Está bien? —preguntó Bella con ansiedad.
—Estará mejor cuando sepa que has despertado.
—Vamos, Alice —dijo la Reina, dirigiéndose a la puer ta—. No debemos cargarla demasiado. Ya habrá tiempo de sobra para estar juntas cuando se sienta mejor. —Con una mano en el pomo de la puerta, la reina Esme se detuvo y miró volviéndose un poco hacia Bella—. Y tú, jovencita, tienes que dormir un poco.
—Sí, majestad —respondió Bella, volviendo a poner la cabeza sobre la almohada.
La Reina se detuvo. Su sonrisa era cálida y generosa.
—No tienes que tenerme miedo, Isabella. Admito que me enfadé la primera vez que supe que mi Edward había ignorado nuestros deseos, pero en el momento en que oí cómo habías salvado a Alec... y cuando hablé con Edward y vi lo mucho que te ama y cómo le has convertido en el hombre que siempre supe que sería... Tuve claro que eras todo lo que podía desear para mi hijo... y para mi pueblo.
Conmovida, sin poder articular palabra, Bella se sonrojó, bajando la cabeza.
—Gracias, majestad.
—No tienes que llamarme majestad, Isabella.
Ella levantó los ojos con una mirada rápida y nerviosa.
— ¿Có... cómo debería llamarle entonces, señora?
Desde el otro lado de la habitación, Esme la miraba con cariño.
—Puedes llamarme madre, si lo deseas.
Atónita, las lágrimas rodaron por sus ojos.
—Pero ¿qué ocurre, Isabella? —preguntó Alice dulcemente, cogiendo un mechón de Bella y poniéndoselo detrás de la oreja.
Por un momento, Bella se sintió demasiado abrumada para hablar, los ojos húmedos.
—Nunca he tenido una madre.
—Ah, pobre criatura —exclamó Alice con un susurro, abrazándola.
Entonces la Reina retrocedió y se acercó a ella por el otro lado de la cama, abrazándolas a ambas.
—Ahora la tienes, cariño —susurró mientras colocaba la cabeza de Bella sobre su confortable y blando hombro. Bella cerró los ojos y lloró con una mezcla de alegría y alivio entre sus brazos—. Ahora la tienes.
En los jardines de palacio, el príncipe Alec corría rodeado de sus sobrinos españoles, que eran un poco menores que él. Sus risas llenaban el parque real y las enfermeras y niñeras parecían irritadas, porque los nietos del Rey no se atrevían a portarse mal cuando su severo padre les cuidaba.
El conde Jasper Withlock se encontraba a pocos pasos de allí, vigilando siempre a su prole, con los brazos cruzados. De vez en cuando, miraba con igual preocupación al Rey y al príncipe heredero que se sentaban en un banco de piedra más alejado, bajo un gran árbol.
El pobre Edward parecía desanimado. Jasper nunca había visto a su despreocupado y vivaracho cuñado tan serio y cambiado. Carlisle no tenía mucho mejor aspecto, tampoco.
Aunque la salud del Rey había mejorado bastante, recuperando parte de su fortaleza y sana constitución de antaño, había supuesto un duro golpe para él llegar a Ascensión y descubrir que James había sido su hijo. Él no lo sabía.
Deslumbrado por el sol de la tarde que le daba de frente, Jasper miró a sus seis hijos otra vez. Ajenos a todo, se revolcaban en gran algarabía sobre el césped, para alegría del anciano duque de Swan que caminaba en medio de la alegre comitiva.
La habitual expresión dura y fiera de Jasper, su aquilina nariz y cincelado rostro, pareció suavizarse cuando su hija pequeña de dos años, Anita, vino a esconderse detrás de él para protegerse de su hermana mayor Elisabeta, de cuatro. No pudo evitar reírse.
Con grandes lamentos, Anita se arrojó a sus brazos como si se tratara de una columna de piedra. Después, las dos pequeñas, adornadas de enaguas y cubiertas de una greña de rizos negros se enroscaron en las piernas de su padre hasta que Jasper tuvo que cogerlas en brazos y tranquilizarlas con una mirada de desaprobación a cada una.
Era difícil mantener la autoridad cuando podían verle tan bien, pensó con un suspiro de impotencia. La respuesta que obtuvo a tan calculada mirada fue la misma que habían aprendido de su madre: risas y besos.
Se sentía en inferioridad de condiciones. Sus hijas le cubrieron de besos que sabían a caramelo, riendo mientras manchaban su camisa blanca almidonada de chocolate.
Trató de reñirlas.
— ¿Dónde habéis conseguido las golosinas?
— ¡El tío Eddie nos las ha dado! —dijo Anita alegremente. La niña de dos años había seguido a Edward como si fuera una sombra desde su llegada el día anterior. Jasper sabía que era la última cosa que Edward necesitaba, pero a él no parecía importarle demasiado.
—Bueno, ni una más hasta después de comer. Y no molestes a tu tío Edward, ¿entendido? —murmuró—. Está muy preocupado por la princesa Isabella. Intenta portarte bien cuando estés a su lado.
—Sí, papá —dijo la niña de cuatro años, con una disposición que Jasper sabía terminaría en cuanto él se diese la vuelta, otro truco que había aprendido de su preciosa madre.
—Sois unas pilluelas —murmuró, dándoles a cada una un beso en la frente. Ellas se retorcieron y patalearon, riendo tontamente hasta que él las puso en el suelo otra vez. Después salieron corriendo detrás de sus hermanos.
Edward había estado observando a Jasper con sus hijas, preguntándose lastimeramente si alguna vez conocería la dicha que su cuñado parecía haber encontrado como padre de familia.
El médico había dicho a Edward que Isabella se recuperaría y que su bebé había sobrevivido al ataque, pero era difícil creerlo cuando ella continuaba postrada en cama, inconsciente e inmóvil.
No había comido en dos días, y ella ya era de por sí una mujer delgada, pensó angustiado. Tampoco él había ni dormido ni comido. Estaba exhausto, crispado, asfixiado por la preocupación y casi al límite de sus fuerzas.
Aun así, tenía algunas cosas por las que sentirse agradecido. Los cargos por asesinato le habían sido retirados a pesar de su confesión firmada. Alec había testificado que fue James, y no Edward, el que había matado al obispo Marcus. El Rey había enviado un aviso devastador al Senado por su comportamiento con Edward.
Todo el Senado se había disculpado con él y había quedado claro que nadie volvería nunca a reírse de él, pero hasta que Bella no estuviese fuera de peligro, no quería oír nada de ninguno de ellos. Si no le hubiesen detenido, podía haber llegado antes a salvar a su mujer, librándola de las horribles manos de James. No estaba dispuesto a perdonarles tan pronto con todo lo que ella había sufrido.
En cuanto al primer ministro, don Aro estaba tan avergonzado de haber permitido que su rencor le cegara el juicio que había presentado su dimisión.
El Rey había desde luego recuperado su antigua salud, después de pasar algún tiempo sin ingerir las dosis del fatal y lento veneno llamado cantarela. Edward se alegraba en lo más profundo de su alma de que su padre se hubiese restablecido, porque se había sentido superado en su interludio como supremo señor de Ascensión. Ya no tenía ninguna prisa por ser Rey. Había comprendido que todavía tenía mucho que aprender de su padre sobre cómo gobernar un país. Al fin, había encontrado la humildad necesaria para obtener toda la sabiduría que su padre pudiera impartirle.
Al oír la historia de lo mucho que Bella había sufrido para sal var a Alec, y lo duro que habían trabajado Edward y Bella para llegar a la gente, ni el Rey ni la Reina encontraban ninguna razón para desautorizar su matrimonio.
Edward estaba también contento de que su hermano pequeño, Alec, hubiese escapado sano y salvo y de que Emmett hubiese salido de ello sin nada más serio que una simple rotura de tobillo. Por último, Edward se alegraba de que Jasper y Alice hubiesen decidido instalarse definitivamente en Ascensión, y Dios sabía lo mucho que significaba para sus padres tener cerca a sus nietos para poder malcriarlos.
El futuro parecía lleno de alegrías para todo el mundo. Pero si Bella no se recuperaba, Edward sabía que su propio futuro no sería nada más que una maldición para él.
No podía imaginar encontrar a otra mujer tan hermosa como Bella. Ella lo era todo para él. Cada segundo que ella pasaba tumbada en esa cama, él se sentía más abatido y perdido. Todos sabían lo mucho que sufría, por mucho que intentase disimularlo. Sus adorables sobrinos le alegraban de alguna manera, incluso cuando le rompían el corazón por el temor de que su propio hijo pudiera sufrir algún mal.
—Hijo —murmuró su padre, mirando hacia él en el banco de piedra en el que estaban.
Edward le preguntó con la mirada, la garganta seca y los ojos rojos y doloridos.
—Tengo algo que decirte.
—Sí, señor.
—He estado pensando. Con todo el rencor y odio de James, creo que es importante que te lo diga, para que lo sepas... —Su voz se quebró. Una línea de preocupación se dibujó en sus cejas al mirarle, después hizo un segundo intento—. Quiero decirte que quizás he sido demasiado duro contigo todos estos años. Tú has sido un buen muchacho y eres ahora un buen hombre. Quiero decirte que yo... me siento orgulloso de ti. Yo... la verdad es que... te quiero, hijo. Eso es todo —masculló.
Edward miró al suelo con un picor en los ojos. Su padre le puso una mano firme en el hombro. Él tragó fuerte y arrugó el entrecejo.
—Gracias, señor.
Cuando el Rey arrugó también el entrecejo y bajó la cabeza con la misma pose que Edward, se sorprendió de ver lo parecidos que eran.
—Ella se pondrá bien, Edward.
Pensó que iba a partirse en dos en aquel momento. —Sí, señor. —Levantó la barbilla, con la boca contraída. Justo entonces, su hermana salió por la veranda saludándoles con la mano mientras cruzaba el césped.
— ¡Edward! ¡Ven, rápido!
Se puso en pie de un salto y empezó a correr sobresaltado, con el corazón acelerado de repente.
— ¿Qué sucede?
Alice le dedicó una sonrisa cautivadora.
— ¡Se ha despertado! Sus ojos se abrieron.
Toda la fatiga pareció desaparecer como si le hubieran quitado una pesada carga de los hombros. Salió disparado en dirección a la casa. Entró y subió a toda prisa las escaleras, salvando los escalones de dos en dos.
Bella estaba sentada en la cama cuando la puerta se abrió de un golpe. Edward se quedó paralizado al verla, con la cara roja y su melena cobriza despeinada. La miró como si se le fuera la vida en ello.
El amor inundó los ojos de Bella al verle.
Moviéndose de repente, él cruzó la habitación con dos zancadas y se quedó un momento de pie junto a su cama, mirándola con sus ojos verde oro. Luego se inclinó y le tomó la mano entre las suyas.
Lentamente, se arrodilló junto a su cama, llevándose con fervor la mano a sus labios. Sus largas pestañas se cerraron junto con sus ojos.
—Edward —susurró ella.
Él presionó su mejilla sobre la mano de ella y abrió los ojos, llenos de lágrimas.
—Dios, ¡te he echado tanto de menos! —dijo con voz temblorosa.
Ella le ofreció los brazos. Edward la abrazó con cuidado, poniendo la cabeza sobre su pecho. Ella a su vez, le abrazó dejando caer su mejilla sobre lo alto de la cabeza de él. Estuvieron así un rato, en tembloroso silencio, inundados de gratitud, y dolor, y alegría por su encuentro.
—Pensé que te había perdido, Bella —dijo abruptamente.
—No —susurró ella, poniendo todo el amor que poseía en cada una de sus caricias—. No nos has perdido.
Su cuerpo grande y duro temblaba. Bajó la cabeza y le besó la barriga a través de la muselina blanca del camisón. Después cerró los ojos y dejó reposar la cabeza sobre su regazo.
Ella le acarició el pelo y la cara, amando cada una de las líneas de su angulado y bronceado rostro. Después de unos segundos, Edward levantó la cabeza y la miró, con toda el alma contenida en sus ojos.
Para ser un seductor empedernido, parecía haberse quedado mudo de la emoción. Sin embargo, todo lo decían sus tempestuosos ojos.
—Lo sé, amor. Yo también te amo —susurró ella.
Él cerró los ojos una vez más, con pánico, y bajó la barbilla, moviendo la cabeza en busca de sus caricias.
— No me dejes nunca, Isabella — dijo con una voz tensa y encogida —. No puedo vivir sin ti.
— Nunca te dejaré. Ven conmigo, vida mía — murmuró, atrayéndole hacia ella.
Él se levantó del suelo y se tumbó en la cama a su lado, protegiéndola entre sus brazos.
Se quedaron así tumbados, mirándose uno al otro y acariciándose. Él la besaba de vez en cuando en la frente, en los ojos y el pelo.
Ella se acurrucó contra su pecho con un suspiro, sintiéndose maravillosamente protegida y querida, sabiendo que por fin estaba en el lugar al que pertenecía. Edward buscó su mano y entrelazó sus dedos entre los de ella, mientras ella escuchaba el lento y poderoso sonido de su corazón, como el ritmo continuo de las mareas de Ascensión. La luz vibrante de la tarde se reflejaba en su anillo real y lo hacía brillar como si se tratara de una llamarada de miles de soles.
FIN

1 comentario:

  1. hola Gracy fue una historia realmente hermosa me gusto mucho un abrazo patricia1204

    ResponderEliminar