martes, 15 de marzo de 2011

Tú eres la única

Capítulo 17 "Tú eres la única"
James localizó al joven cocinero Collin en el mismo burdel donde le había encontrado la vez anterior. Una vez más, sacó al escuálido muchacho de la cama de la hermosa Leah y le llevó a su carruaje, con las manos atadas para evitar cualquier imprevisto. De esta guisa se encaminó como alma que lleva el diablo hacia el elegante palacio del primer ministro, situada en el lado más occidental de Belfort.
La casa no estaba lejos, pero James estaba impaciente. Por fin, el carruaje negro se detuvo frente a la casa de don Aro, a quien había visitado muchas veces para ganarse su afecto. Después de perder a su querido sobrino Demetri en un duelo años atrás, el anciano se había encariñado con James como si fuera el hijo que nunca tuvo.
«Ni siquiera su verdadero padre sospechaba quién era su verdadero hijo», pensó con una amarga repulsa. De un salto bajó del asiento del conductor y se dispuso a abrir la puerta del compartimento de pasajeros. Le cerró la salida a Collin, e inspeccionó al ser humano que iba a utilizar como anzuelo con una mirada preocupada.
—Sabes lo que tienes que decir, ¿verdad?
—Sí, excelencia. —Collin tragó saliva y después añadió—: ¿No es demasiado tarde para presentarnos, señor? Pasa ya la media noche.
James sonrió con suavidad.
—Don Aro no querría que le hiciesen esperar para conocer una noticia tan terrible e impactante como la que tú vas a darle, muchacho.
El alto y desgarbado muchacho se encogió de hombros y miró hacia otro lado, fuera de la ventana, con aire abatido.
—No hagas ninguna estupidez, Collin. Volveré a por ti. —Con esto, James revisó la soga con la que ataba sus muñecas una vez más, y después cerró con llave la puerta del carruaje.
Al caminar hacia la elegante entrada, meditó sobre lo que iba a hacer y adoptó su rostro más apropiado para la ocasión, como hacían los camaleones. Al tocar en la puerta del primer ministro, su expresión era de rabia y temor. Caminó de un lado a otro del porche con nerviosismo hasta que el viejo mayordomo salió a abrirle la puerta con un gorro de dormir en la cabeza y una palmatoria en la mano.
— ¡Por el amor de Dios, excelencia! Debe de ser algo importante.
—Despierta al primer ministro —le ordenó James.
— ¿Señor?
— ¡Por el bien de Ascensión, tráelo, hombre! ¡Esto es una emergencia!
Mirándole con asombro al ver que James abría de un manotazo la puerta y entraba en el vestíbulo, el mayordomo palideció.
—Ahora mismo, señor.
Cuando el hombre desapareció en busca de don Aro, James volvió a salir y ordenó a Collin que saliese del carruaje. Cogiéndole con fuerza del brazo, le introdujo en el palacio y le lanzó a la sala de recepciones de don Aro.
—Espera aquí hasta que venga a buscarte. No me falles —le murmuró amenazante. Después, le dejó allí encerrado.
Volvió al vestíbulo con el tiempo justo para mirarse al espejo y recuperar su cara de aireada descompostura antes de que el venerable don Aro entrase arrastrando los pies en el recibidor con la bata puesta.
—James, ¿qué está haciendo aquí a esta hora? ¿Qué ha pasado?
— ¡Don Aro! —Dio un paso hacia él—. Debemos hablar en privado, señor, ahora mismo.
El anciano frunció el ceño, con su única ceja moviéndose arriba y abajo como si le hubiese nacido un bigote en la frente.
—De acuerdo, tranquilícese muchacho. Entre en mi despacho.
—Tengo noticias relativas a la enfermedad del Rey. Señor, noticias de lo más horribles —dijo con tono de angustia, después de que la puerta se cerrara tras ellos.
— ¿De qué se trata? —preguntó el primer ministro, de pie, tras la mesa del escritorio. Sobre la repisa de la chimenea había un portarretrato con la imagen del sobrino que había muerto en el duelo.
James se frotó la frente, moviendo la cabeza.
—Señor, ni siquiera sé cómo decirlo. —Bajó la mano y se encontró con la mirada ansiosa de don Aro—. Tengo pruebas de que el Rey no tiene cáncer de estómago. Su enfermedad puede... puede haber sido provocada por envenenamiento.
— ¿Cómo? —Con los ojos muy abiertos, don Aro se hundió lentamente en la silla.
—He encontrado a un joven cocinero de palacio que asegura que alguien de nuestra confianza le obligó a envenenar la comida de su majestad. ¡Dice que lleva ocho meses administrándole veneno!
—¿Quién se lo pidió?
—Él mismo puede decíroslo, señor, porque está aquí.
— ¿En mi casa? —exclamó.
—Sí, yo mismo le he traído hasta aquí. Así podrá juzgar usted mismo si le cree o no, porque yo no sé qué pensar. Él nos espera en la sala de recepciones.
— ¡James, espere! Necesito un momento para asimilar esto. Dios mío, mi pobre y querido Rey. ¿Envenenado? —Don Aro le miró incrédulo—. ¿Cómo encontró a esa criatura tan ruin y cómo diablos le convenció para que confesara?
—Collin vino a mí por su propia voluntad y me lo contó todo, confesando su participación en el crimen porque quería mi protección. Ahora que su majestad ha dejado Ascensión, el chico ya no es necesario. La persona que contrató a Collin está tratando de matarle para que no desvele el secreto.
Don Aro se inclinó, con la voz reducida a un susurro.
— ¿De quién se trata, James?
James le miró angustiado.
— ¿Quién puede ganar más con la muerte del Rey, señor? Me duele decirlo, señor. Creo que sabe de quién estoy hablando.
—Edward —respondió, como si apenas se atreviera a respirar su nombre.
James cerró los ojos y asintió.
Don Aro se cubrió la boca con la mano y se volvió a sentar, sin poder articular palabra.
James le miró, alegrándose en su interior por la credulidad del hombre.
—Volveré con el cocinero.
Don Aro seguía sin reaccionar, con la vista perdida y una expresión de abatimiento en la cara.
James dejó el despacho sin decir una palabra y caminó por el pasillo en dirección a donde estaba Collin, satisfecho por cómo estaban saliendo las cosas. Abrió con la llave la puerta del salón y se asomó.
—Ha llegado el momento —gruñó. Sin embargo, al escudriñar la habitación no vio a Collin en ella: la ventana estaba abierta.
Con una maldición, cruzó corriendo la habitación hasta llegar a la ventana. A lo lejos vio a Collin que escapaba a toda velocidad... Después el chico desapareció de su vista al girar en una esquina de edificios. ¡La putita del burdel iba con él! Corrían a toda prisa, cogidos de la mano. Leah debía haberles seguido desde el burdel y había ayudado a Collin a escapar.
Gruñendo, James se deslizó por el alféizar de la ventana y se dejó caer sin esfuerzo al césped que había debajo. Sacando el cuchillo del bolsillo, se dispuso a perseguirles con grandes zancadas.
El chico esquivó a los guardias nocturnos en vez de buscar su protección. Debió darse cuenta de que si les pedía ayuda, ellos se limitarían a entregarlo a James. Los jóvenes amantes se apartaron así del camino principal y se adentraron por los oscuros y estrechos callejones de los laterales. James les siguió.
El único sonido perceptible era el de sus pasos retumbando sobre los altos y cerrados muros y el rugido de su pulso en los oídos, un rápido y caliente deseo de sangre. Necesitaba al chico más o menos vivo, pero sabía con detalle lo que quería hacer con la chica.
Más adelante, ellos se separaron aprovechando la bifurcación del callejón: Collin corrió hacia la derecha y Leah hacia la izquierda. Sediento de sangre, James tomó el camino de la derecha, detrás de Collin.
Ya casi sin respiración por la carrera, James rio satisfecho al darse cuenta de que su presa había elegido un callejón sin salida. El chico miraba de frente al muro de ladrillos que le bloqueaba el paso y después se dio la vuelta colocándose de cara frente a James.
James se inclinó levemente, con las manos apoyadas en los muslos para descansar, y después se irguió. El pecho le palpitaba por el esfuerzo. Caminó lentamente hacia el cocinero. Collin se echó hacia atrás. Echó un vistazo aterrorizado a la pila de basura que había en los laterales del callejón, sin duda buscando algo que pudiera servirle como arma.
—Es hora de volver, Collin —jadeó James.
— ¡No! ¡No lo haré! —se encogió—. ¡No quiero hacerlo!
—Pero debes hacerlo. Le contarás todo a don Aro, tal y como lo hemos convenido.
— ¿Tengo que decirle que usted es el único que quiere que el Rey muera, maldito bastardo? —le gritó, y empezó a llorar.
—Pobre chico —dijo James, riéndose por lo bajo.
—Nunca quise hacer daño a nadie. ¡Usted me forzó!
—Hicimos un trato, Collin. Una sencilla transacción. ¿Me vendiste tu alma, recuerdas?
—El acuerdo se ha acabado. No lo haré. Ya es suficientemente malo lo que me hizo hacerle al Rey. ¡No enviaré a su hijo a la horca!
—Edward es un estúpido. Se merece morir.
— ¡Bueno, al menos no es un malvado ni un loco! ¡No como usted! gritó Collin—. ¿Por qué les hace esto? —Llorando estrepitosamente, se retiró hacia un montón de basura.
James le dedicó una mirada siniestra. Cada vez estaba más enfadado porque se daba cuenta de que, con el intento de fuga del chico y sus histerias, no podía en realidad confiar más en él. Había forzado al chico hacia un punto de no retorno, más allá de su propia capacidad para manejarlo. Si llevaba de vuelta a Collin en ese estado para que contase su historia a don Aro, podría muy bien envalentonarse y soltar toda la verdad.
«Sabía demasiado.»
James se sintió de repente furioso por un esfuerzo tan mal aprovechado. Todo había sido para nada. Dio otro paso lento hacia el chico, apretando con más fuerza el cuchillo. Collin miró el arma, hipnotizado. Sus chillidos cesaron de repente.
—Me decepcionas, Collin. Me decepcionas mucho.
—No, por favor. Estoy desarmado —susurró.
James se acercó más aún. De repente, algo le golpeó en un lateral de la cara, dejándole atontado durante un momento. El trozo de ladrillo roto cayó al suelo y rodó. Él se sacudió del duro golpe. Sabía sin mirar que había sido la muchacha la que le había golpeado, y entonces Collin salió corriendo.
James ignoró el dolor y fue tras él, con la sangre cayéndole por el ojo izquierdo desde la frente. Estiró el brazo y cogió la parte de atrás de la chaqueta de Collin. Después estiró el pie y le puso la zancadilla. Collin cayó con un gemido.
James se inclinó sobre él y le cortó el cuello, después se alejó del convulso cuerpo para ir detrás de la muchacha.
Como había estado preocupado por Collin, ella contaba con ventaja y por su cuenta, Leah se había movido con mayor rapidez, secretamente. James la persiguió por una serie de callejones ciegos hasta que se dio cuenta de que había dejado de oír sus pasos delante de él.
La putita callejera estaba con toda seguridad acostumbrada a cuidar de sí misma, pensó. Pero no podría escapar de él. No tenía salvación.
Un movimiento sobre él le hizo mirar hacia arriba. Allí estaba, escalando por un viejo peristilo, desde donde saltó a un balcón y de allí al tejado. James empezó a subir también por la columna, pero la madera cedió por el peso y el duque cayó al suelo con una maldición en la boca al ver que Leah se alejaba cada vez más.
Se puso en pie con una gran raja en el puño de la mano y miró hacia el lado del edificio en el que ella había desaparecido.
Justo antes de perderla, James le arrojó el cuchillo con un poderoso movimiento de muñeca.
Falló. El cuchillo alcanzó la pared de arcilla de la casa y se clavó allí, vibrando por el impacto.
— ¡Pequeña zorra! —gruñó—. ¡No puedes escapar de mí! ¡Te encontraré! ¡Me beberé tu sangre! —Su grito profundo resonó por todo el callejón como si fuese el mismo diablo quien estuviese maldiciendo.
Echando chispas, con los ojos rojos de rabia, levantó la vista hacia el cuchillo clavado en el lateral de la casa. No tenía intención de ir a recuperarlo.
Era un arma asesina, después de todo.
Se pasó la mano por el pelo; el cuerpo le temblaba por el esfuerzo y la rabia. Dio media vuelta y empezó a caminar lentamente por donde había venido. Odiaba a esa pequeña ramera. Se aseguraría de que no tuviese una muerte fácil cuando la encontrase.
Para tranquilizarse, trató de convencerse de que Leah tendría tanto miedo que no se atrevería a ir a las autoridades. ¿Qué podía valer la palabra de una puta frente a la de un duque de sangre real? Pero por si acaso, decidió informar a la guardia real y a la policía local de su existencia y de las mentiras que podían esperar de una mujer de su calaña si trataba de contactarles. Por su parte, sabía que tenía que volver a la casa del primer ministro y decirle algo. Había dejado al hombre allí, despierto y en bata, mientras él desaparecía detrás de Collin.
Buscó en su mente algo que decir mientras caminaba por la parte occidental de la ciudad, que estaba ya a punto de despertar. Tenía que proceder con cautela, porque por encima de todo, necesitaba tener a don Aro de su parte para ganar poder. ¿Cómo podía explicarle que su testigo se había desvanecido?
«Él te creerá porque le estás dando lo que más quiere en este mundo —reflexionó—: la cabeza del Príncipe Azul en una bandeja de plata.» Sí, el primer ministro estaría dispuesto a creerle.

Bella estaba teniendo el más maravilloso y escandaloso de los sueños. Era como si la puerta se hubiese abierto y dejase entrar un pequeño rayo de luz. Otro pequeño sonido y la puerta se cerró, con lo que ella volvió a sumergirse en el sueño, sólo para sentir que las mantas se ceñían bajo un nuevo y agradable peso, como si alguien grande y fuerte se hubiese metido en la cama con ella. Entonces el sueño cambió. Su respiración se hizo más fuerte. Sintió unas manos grandes, cálidas y suaves deslizándose por debajo de su camisón y recorriendo lentamente su cuerpo. Ella yacía boca abajo, con un brazo debajo de la al mohada. Edward.
Su cuerpo se ablandó, el placer la inundó como en una ola cálida. Sintió unos besos a lo largo de su espina dorsal, una cara bien afeitada rozándole la curva última de su espalda. Y entonces una boca fina y deliciosa recorrió la parte de atrás de sus piernas, que parecían haberse partido de deseo con el dulzor del juego. Bella sólo se despertó por completo cuando él le cogió delicadamente las nalgas con sus ciegas manos y pasó su lengua por ellas, acariciándolas con sus besos.
Su cuerpo empezó a temblar. Contuvo el aliento y se arqueó a cuatro patas. Sin detenerse, él le colocó la mano en la parte de lantera del muslo. Con la punta de los dedos acarició la joya ultra sensitiva de su vagina, mientras exploraba con la lengua el interior de su sexo.
Ella se acercó a él y acarició su pelo cobrizo. Podía sentir en la espalda la desnudez de su torso y sus brazos. A sus caricias, él levantó los ojos y le dedicó la más ardiente de las miradas, con la boca aún pegada a su pálida piel. Después, sus largas pestañas se bajaron de nuevo, inclinando la cabeza para seguir dándole placer.
Muy pronto superó ella sus reparos, incapaz casi de formular un pensamiento coherente. Sólo se dio cuenta de que con esas caricias él iba a conseguir todo lo que quisiese. La razón ya no tenía cabida. Las sensaciones lo ocupaban todo.
Él siguió seduciéndola.
Cuando su gemido de deseo se hizo audible, él empezó a besarle la espalda de nuevo, sosteniéndola firmemente por las caderas. Le quitó el camisón sacándoselo por la cabeza y después cubrió su cuerpo con el suyo, presionándola sobre las sábanas bajo su peso. El pecho de él resultaba duro y caliente contra su espalda desnuda.
Su cuerpo musculoso era tan grande que parecía rodearla por completo, dominarla. Era un maestro besándole el lóbulo de la oreja. Podía oír su respiración pesada, sentir el roce de la tela de los pantalones contra la desnudez de su piel y la masiva evidencia de su deseo en el empuje contundente de su miembro.
Ella arqueó el cuello hacia atrás cuando sus dedos le acariciaron suavemente la garganta, moviéndose hacia abajo para llegar a sus pezones. Gemía de deseo, su cuerpo se ondulaba debajo del suyo. Entonces le dio una orden contundente:
—Pídemelo —respiró.
Ella gimió su nombre, sabiendo que si la dejaba una vez más en este tormento inacabado, moriría. Su anillo real brillaba a la luz de la luna cuando le pasó la mano por la piel.
Él le dio un beso en un hombro.
—Pídemelo.
Por fin cerró los ojos y se rindió a él.
—Edward, Edward —gimió—, tómame.
—Vuélvete —le ordenó con un susurro tosco. Tirando de ella hacia arriba, dejó que se girara mientras él terminaba de desvestirse, sin apartar nunca los ojos del cuerpo de ella.
Desnudos ya los dos, él cogió sus pechos con las manos y se inclinó para besarlos. Ella se acurrucó sobre su pecho, con los ojos cerrados.
—Te quiero, Edward —le dijo en voz muy baja—. No quiero perderte.
Lentamente, se levantó sobre ella y la miró lenta y solemnemente a los ojos, buscando el interior de su alma.
—Nunca me perderás.
—Edward. —Le acarició el pecho con las dos manos y después le rodeó el cuello con los brazos—. Hazlo, para que nunca puedan separarnos.
Edward cerró los ojos, inclinó la cabeza y le partió los labios con los suyos. Sin dejar de besarla, le abrió suavemente las piernas y se colocó entre ellas.
Murmuraba palabras de cariño conforme el momento se acercaba. Bella estaba cada vez más nerviosa ante la pura magnitud de su cuerpo. Le observaba la cara, buscando cualquier cambio en su expresión mientras se abandonaba en sus brazos, confiando en él como nunca antes había confiado en nadie. Le entregó todo. Le dejó avivar el fuego prendido en su interior hasta que sintió que iba a abrasarse, y cuando el momento llegó, se abrió por completo, entregándose, rindiéndose a él para que entrara en ella. Edward le susurraba palabras inaudibles, como si quisiera domar a un caballo salvaje.
Le dijo, suavemente, en el momento en el que iba a dolerle, y ella gritó al sentir su empuje profundo, directo al centro de su alma. Pero en medio del dolor encontró el éxtasis, porque sabía que a partir de ahora él sería para ella, para siempre. Y entonces el dolor empezó a desaparecer.
—Mi amor —susurró él, besándole con fervor las cejas—. Mi amor. Te necesitaba tanto, te he echado tanto de menos, —El cálido y viril aroma de su piel se mezclaba con el de su perfume caro y con el musgoso olor a sexo que invadía el aire. Le acarició los brazos y los hombros. Y después le acarició los pechos, hasta que sus pezones se pusieron rígidos bajo la palma de su mano.
Tímidamente, sin saber si debía atreverse, ella buscó su boca en la oscuridad, ahora que el dolor empezaba a desaparecer. Abrió la boca y los dos se consumieron con lentos y lujuriosos besos. Él la alimentó con los suyos, hundiendo la lengua en su boca. Después ella le acarició con la suya, chupándole ansiosamente. Rafe recorrió con las manos las curvas de su cuerpo hasta llegar a las caderas.
—Tan dulce, tan firme —susurró. Acariciándola, abarcó con la copa de la mano el final de su espalda, amasando su carne. Después bajó las manos y le apartó las piernas aún más.
— ¿Qué vas a hacer ahora? —susurró, alarmada, todavía un tanto incómoda por su desgarro.
—Ahora voy a terminar lo que he empezado, querida —murmuró, jadeando. Edward temblaba tratando de contener la pasión. Le besaba el hombro mientras ella le abrazaba, sin saber muy bien lo que iba a suceder ahora.
Volvió de nuevo con suavidad a entrar en su vagina, y la embistió una y otra vez. Gruñó de placer al penetrarla. Sus movimientos eran cada vez más rápidos, como si fuera incapaz de detenerse. Era como si le hubiese sorprendido una tormenta de verano. Él se había puesto duro y su imagen resultaba de lo más erótica: la inmensidad de su cuerpo cubierta de sudor.
Estaba segura de que la partiría en dos, pensó, pero cerró los ojos con una mueca, sujeta por sus masivos y esculpidos brazos, mordiéndose el labio, y soportando su embestida de soldado, perdida en su expresión rabiosa de amor.
Entonces ocurrió algo extraño. No estaba segura exactamente de cuándo el dolor empezó a convertirse en placer, pero de repente un estallido de felicidad la atravesó como una estrella radiante en el lugar donde él la había besado una vez con el mentolado.
Asustada, abrió los ojos y le miró fijamente. Tenía los ojos cerrados y ahora había adquirido un ritmo más lento y lánguido, saboreando cada momento mientras la tomaba con embestidas lentas y largas. Una gota de sudor se precipitó como un diamante por un lado de su cara, en la que se grababa el éxtasis.
— ¡Ah, Dios, sí! —gimió, dejando caer la cabeza. Su pelo dorado cobrizo se precipitó como una cortina de seda, rodeándola.
Ella empezó a gemir también, y después su cuerpo rígido empezó a relajarse debajo del de él. La sensación de tenerle en su interior dejó de ser incómoda. Fascinada e incrédula, cerró los ojos, más relajada, y dejó que la pasión corriera por sus venas como el vino. Con un escalofrío se agarró a él, jadeando con un placer que nunca hubiese soñado. No tenía conciencia de nada excepto de las sensaciones que recorrían su cuerpo, y entonces se estrellaron sobre el cuerpo de ella y ella dejó escapar un grito contra la piel de él, sujetándose como si le fuese la vida en ello.
Edward susurraba como un salvaje, en un estado de éxtasis. Bella estaba rígida, convulsa, se sentía como si hubiese nacido para este momento, perdiendo el último resquicio de control que le quedaba sobre su cuerpo. La tomó con empujones ansiosos y vigorosos, y después se entregó a la oleada oscura de la liberación que emergía de sus entrañas. Un rugido bárbaro salió de sus labios: todo su cuerpo se puso rígido, agarrándose a ella en un abrazo salvaje. Inmovilizándola, arremetió una vez más contra ella, su pene temblando al expulsar su masculinidad y llenarle el vientre de ella.
Por encima de esos anchos hombros, Bella se quedó mirando el dosel de la parte de arriba de la cama, con los ojos muy abiertos. Él se derrumbó pesadamente sobre ella, emitiendo un suspiro desgarrado. Ella le rodeó con un cálido y reconfortante abrazo.
Después de un momento, Edward sacó el todavía algo rígido pene del cuerpo de Bella. Ella hizo una mueca de dolor, descubriendo, sin embargo, que el dolor que había esperado no tenía comparación con el que había sentido por la herida de bala.
Edward la miró, con el pelo despeinado y los ojos medio velados. Seguía respirando con dificultad, pero el hombre parecía bastante satisfecho. Bella sonrió suavemente, llena de dulzura al saber que, ahora, se pertenecían el uno al otro. Con una leve bruma de lágrimas en los ojos, estiró el brazo y cubrió su adorada cara.
Incluso si terminaba muriendo en el parto, habría merecido la pena.
Él le besó la palma.
—Hay algo que debo confesarte, Bella —murmuró.
Ella no dijo nada. Ya sabía lo de su visita a Tanya Denali y no estaba segura de querer hablar de ello ahora.
—La verdad es que no me casé contigo porque fueras el Jinete Enmascarado. —La miró fijamente—. No necesitaba realmente utilizar tu influencia con la gente. Eso fue sólo una excusa que te di para poder proponerte matrimonio. Había mucho más que eso, pero no sabía cómo... No me atrevía a decírtelo...
— ¿El qué, Edward? —preguntó, sobrecogida.
—Supe desde el momento en que te vi que eras la persona que había estado esperando toda mi vida —susurró—. Hubiese buscado cualquier excusa para hacerte mía, Isabella Cullen.
La besó y ella cerró los ojos, conmovida por sus palabras. Él terminó el beso y los dos se quedaron en silencio. Cuando le acarició la cara en la oscuridad, ella le miró de nuevo, con miedo a preguntarle, pero deseosa de saberlo.
— ¿Fuiste a ver a la señorita Denali esta noche?
—Estuve allí—admitió en voz baja, con un deje de culpabilidad en los ojos—, pero no ocurrió nada. Te lo juro por mi honor, Bella. Terminé con ella y la dejé. Después, vine directamente a casa, contigo. Tú eres mi esposa.
— ¿La dejaste? —preguntó en voz muy baja, deseando creerle.
—Sí, mi amor. Un hombre necesita algo más que los placeres de la carne. —Jugó con los dedos por la línea de su barbilla y bajó hasta la garganta, susurrando—. Sólo tú satisfaces mi alma. ¿Me perdonarás?
—Sí, Edward, pero... —Se detuvo un momento, atormentada por la duda—. Sé que no puedo atar a un hombre como tú, pero si alguna vez me engañas, perderás mi confianza.
—Lo sé —dijo sobriamente. Puso la mano en su regazo y se acercó para besarle la frente—. Por favor, no temas. No hay nada más valioso para mí que esta confianza que has depositado en mí. Perdería antes mi reinado, mi vida. He aprendido la lección esta noche, Bella. Tú eres la única.
Tumbada de espaldas, giró la cara hacia él en la oscuridad.
—Te creo, Edward. —Le miró—. Te entrego mi corazón.
—Y yo lo cuidaré con tanto amor como si fuera un pequeño gorrión en mi mano, como un tesoro. —Se inclinó y la besó, después bostezó de repente y se estiró como un león perezoso, todo orgullo regio y aterciopelado.
La atrajo entre sus brazos con un gruñido juguetón. Acunándola, le acarició el pelo y se dejó perder en sus luminosos ojos, susurrando:
—Duerme, princesa.
Con un suspiro, ella apoyó la mejilla en la calidez sedosa de su pecho y, por una vez en su vida, obedeció.

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