martes, 15 de marzo de 2011

Perdóname Edward


Capítulo 16 "Perdóname Edward"
Bella no podía creerlo. Abrió la boca, como si le hubiesen dado un golpe en el estómago.
Mike la estudió con una leve sonrisa, y James empezó a reír otra vez.
— ¿Estás seguro? —preguntó en voz baja, con un nudo en la garganta por el dolor.
—Totalmente. Si me disculpa...
Ella se dio media vuelta, dolida, abochornada, distinguiendo apenas las palabras que se intercambiaban en voz baja los dos hombres.
— ¿Adónde vas? —murmuró James.
El se encogió de hombros.
—A ningún sitio. A mis habitaciones.
—Iré contigo.
Los dos hombres, siniestros e igualmente atractivos, se inclinaron en una reverencia hacia ella con elegancia, y ella siguió caminando lastimeramente por el pasillo, apesadumbrada y herida. Encaminándose un poco a ciegas a sus estancias, vio cómo sus emociones fluctuaban de la desesperación al miedo, iban y venían, pero al entrar en su habitación, cerró con cuidado la puerta y avanzó hasta el balcón para dejar que el aire fresco de la noche la acariciara. Estaba furiosa... pero con ella misma.
Había sido ella la que había preferido creer a James en vez de a Edward.
Sólo ella había empujado a su marido a los brazos de Tanya Denali.
Y ella sola iba a perderlo si no se enfrentaba a sus miedos y admitía una verdad muy simple, pensó abrazándose sobre la barandilla y dejando caer la cabeza. Estaba completamente enamorada de su marido.
Apartó con brusquedad una lágrima que le caía por la mejilla y contuvo un sollozo. Nunca había necesitado a nadie antes, pero la idea de perder a Edward, o de dejar que ese maravilloso hombre se le escurriese entre las manos, hacía que quisiera morir. Miró la parte del tejado de donde él la había salvado.
«Tendrás que pedírmelo, si me quieres», se había burlado entonces, aunque ahora sabía que lo había dicho muy en serio.
«No —pensó, levantando la barbilla con resolución y orgullo—. ¡No le perderé por esa mujer del teatro. Es mi hombre y lucharé por él!»
Si él perdía su reino por casarse con ella, bueno, sería sólo responsabilidad suya. Ella lo había intentado. Y además, nunca había parecido demasiado preocupado por esa posibilidad.
James podía habérselo inventado todo. Entre Edward y el príncipe Alec y los seis hijos de la princesa Alice, no había ninguna posibilidad de que James esperase obtener el trono, decidió, pero algunos sencillamente no podían soportar que los demás fueran felices. Quizás James fuera uno de ellos. ¡Y pensar que casi le había dejado arruinar su matrimonio con el hombre de sus sueños! No le importaba, James y Tanya Denali podían hacer todo lo que quisieran, pero ella no estaba dispuesta a perder a su príncipe por nada del mundo.
Levantando los hombros, se dio media vuelta y entró a la habitación, mirando la cama donde había dormido sola desde la noche de bodas. Sabía que el dormitorio donde estaba pasando las noches ahora Edward se encontraba en el ala oeste del palacio, pero comprendió, con una punzada en el pecho, que no tenía sentido ir allí esta noche.
Mañana, se prometió, seduciría a su marido. Pero ¿estaría todavía dispuesto a aceptar a alguien tan rara y poco femenina como ella cuando había tenido comiendo de su mano a la maravillosa Tanya Denali?
Se acercó al espejo de la vanidad y se miró en él un momento, lo suficiente para descubrir que... era guapa... a su manera, extraña pero sencilla. Se tocó la cara, mirando el reflejo de sus ojos en el espejo, los mismos ojos que él había encontrado hermosos. Después, dejó el espejo y se metió en la cama.
Se tumbó boca abajo, con la cabeza en dirección al balcón. Las cortinas se mecían con la suave brisa de la noche. Cerró los ojos, determinada a dormirse para que la mañana llegase lo antes posible.
«Perdóname, Edward —pensó—. Cometí un error. Debí creer más en ti. Y tal vez debí creer también un poco más en mí misma.»

—Deberías aprender a no sonrojarte como un escolar cada vez que me ves —observó James mientras caminaba junto a Mike por el pasillo.
El joven le miró por debajo de su flequillo rubio, y después apartó con rapidez los ojos.
—Creo que te odio —murmuró.
James sonrió.
—Seguro que sí. Tienes que recuperarte, chico. Tú eres el único que sufre esos paroxismos de culpabilidad. Tanya lo encontró divertido, y yo desde luego no pienso perder mis energías con reproches. Pensé que Tanya había dicho que habías estado con un hombre y una mujer antes —añadió fríamente.
—No de esa forma.
James le miró, comprendiendo.
— ¿Acaso no fue estupendo hacerlo finalmente de la forma en la que necesitabas?
— ¿Podrías cerrar la boca antes de que alguien nos oiga?
James se detuvo, levantando una ceja al oír el rencor en su tono. Mike le miró una vez más y después siguió caminando.
El duque sacudió la cabeza, divertido: el muchacho estaba hecho polvo.
Había sucedido la noche de la boda de Edward. James había ido a consolar a Tanya y sacar así provecho de la situación. Al llegar a la casa de la actriz, había encontrado a Mike ya allí, los dos igual de angustiados. Así que les había reconfortado a los dos. Todo aquel que estuviera cerca del príncipe, podía convertirse en un arma contra él, después de todo.
James se puso en movimiento, alcanzando rápidamente a Mike. Al llegar junto a él, Mike miró con ansiedad el oscuro y vacío corredor. Después, le miró a él.
—Estás loco bromeando con una cosa así. ¿Qué pasaría si al guien se enterase?
—Quieres decir Edward.
— ¡Cualquiera!
James le sonrió con suficiencia.
—Siento informarte, Mike, que Edward lo sabe. Confía en mí.
Mike se volvió para mirarle, bastante conmocionado.
— ¿Qué quieres decir?
—Se llama hacer la vista gorda. Podría haberte echado a los perros hace mucho tiempo si hubiese querido. En vez de eso, lo que ha hecho es ponerte bajo su protección. —Estudió la reacción de Mike un momento, casi apiadándose de su tormento—. Creo que es acertado decir que siempre y cuando no le incomodes demasiado, estás a salvo.
—Te equivocas. Él no lo sabe. No podría soportar que lo su piera —susurró.
James supuso que era cierto. Mike Newton era tan frágil por dentro como hermoso por fuera.
Había oído historias en palacio sobre tres episodios diferentes de su pasado, en los que Mike había sido rescatado de cometer suicidio por nada menos que el radiante y poderoso, glorioso Edward, quien era, además la causa de su sufrimiento.
—Yo no me preocuparía si fuera tú —dijo James casi con amabilidad—. Todo el mundo aquí tiene algo que esconder. ¿Me vas a invitar a entrar o no?
Habían llegado a las habitaciones de Mike. Mike se metió las manos en los bolsillos y se sonrojó, mirando el suelo. James esperó con frialdad, observando con interés la batalla interna que libraba el joven.
—No creo que sea apropiado —dijo finalmente, aunque sus ojos eran más los de un hombre hambriento—. No aquí.
James se encogió de hombros con una media sonrisa.
—Como quieras. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos —empezó a alejarse.
—Tú... no vas a decírselo a nadie, ¿verdad?
—Vete a dormir, Newton. Te preocupas demasiado. Por otro lado, ¿estaba de verdad Edward con Tanya esta noche, o sólo lo dijiste para atormentar a Isabella? —preguntó James, paseando tranquilamente por el pasillo. Mike soltó una carcajada.
—Está con ella.
—No todo el día, ¿verdad? Nadie le ha visto desde hace horas.
Mike retiró el pelo de su cara.
—Lo último que oí es que había desaparecido en la ciudad después de tener una cita con alguien de tu departamento.
James se detuvo. Se dio la vuelta.
— ¿En el Ministerio de Economía?
—Sí.
— ¿Sabes con quién?
—Un gordo corrupto. No sé su nombre, pero parece que está metido en un lío. Se le acusa de malversación, creo.
— ¿Ha sido arrestado?
—Edward le interrogó, pero el tipo no cooperó. Emmett me dijo que le pusieron en una de las celdas preventivas del palacio para pasar la noche. Supongo que mañana intentarán otra vez hacerle hablar.
El corazón de James empezó a latir con fuerza.
— ¿Edward le interrogó personalmente?
Mike asintió.
—Qué extraño —observó James con un cuidadoso tono casual—. Bueno, buenas noches, Newton.
Ciao—murmuró Mike, mientras entraba en la habitación.
James se quedó allí de pie, sin reaccionar durante unos segundos, tratando de absorberlo todo.
«Se me acaba el tiempo.»
Era el momento de actuar. Ahora.
«Esta noche.»
El corazón le dio un brinco, la sangre empezó a correr por sus venas. Si el príncipe estaba tras la pista, no había tiempo que perder. Empezó a caminar con rapidez hacia las escaleras.
Tenía que averiguar de una vez, qué era lo que Forge le había contado a Edward. Estaba seguro de que Forge le temía demasiado para decir nada, pero tenía que estar seguro. Siempre le gustaba estar preparado para lo peor.
Sin perder un minuto, James fue a los sótanos del palacio donde habían encerrado a Forge.
Pasó la barrera incondicional que formaban los guardias reales explicando que, como superior directo de Forge en el Ministerio de Economía, tenía todo el derecho a preguntar al hombre acerca de sus actividades. Por tanto, ¿qué más daba si lo hacía a media noche? Los guardias dudaron. Pero él empleó su habitual mezcla de encanto, manipulación y arrogancia.
Quizás viesen un poco de su padre en él, pensó con amarga diversión, cuando por fin accedieron a dar un paso atrás y admitirle.
El aire estaba enrarecido aunque más frío en los interiores del palacio, las calderas de la tierra. Las luces de las antorchas parpadeaban en los bastos muros de piedra del hueco de la escalera. James desató la cinta de piel que llevaba en el pelo y dejó que éste cayera suelto por los hombros mientras descendía a la celda en la que Forge había sido encerrado.
— ¿Hay alguien ahí? —llamó el conde—. ¡No pueden dejar que muera de hambre aquí! ¡Exijo que me ofrezcan algunas viandas!
La gran sombra de James se abrió paso por el pasillo, lenta y silenciosa. Todas las celdas estaban vacías, excepto una.
— ¿Príncipe Edward? Se... señor, ¿es usted? —Forge apenas balbucía, al notar cómo la sombra se acercaba.
James vio las manos rechonchas y pálidas del conde agarradas a los barrotes de hierro de la entrada de la celda.
— ¡Ay, Dios! —susurró el conde al ver la figura del hombre.
James le sonrió con tranquilidad.
Forge empezó a retroceder.
— ¡No les he dicho nada, señor! ¡Ni una palabra, señor!
— ¿Les diste mi nombre? —preguntó amablemente mientras sacaba la llave del bolsillo de su pecho y la balanceaba con los dedos en una silenciosa amenaza.
No era la llave de la celda de Forge, desde luego, pero Forge no lo sabía.
— ¡No! —El hombre estaba a punto de ahogarse del horror, apretujado en la esquina más lejana de la celda—. ¡No les he dicho nada!
—No sé por qué, pero no puedo creerte, Forge. —Sacó el cuchillo de su vaina.
—No lo hice, no lo hice, ah, por favor, por favor, señor —suplicaba Forge al ver que James levantaba la llave hacia la cerradura, mirándole fijamente.
Con una expresión desencajada por el pánico, la mandíbula de Forge trabajaba sin poder articular ningún sonido. El sudor le caía por el rostro. Se sujetó el pecho, jadeando como si no pudiese respirar.
— ¿Les diste mi nombre, vieja sabandija? —le volvió a preguntar James—. Dímelo ahora antes de que pierda la paciencia.
—¡Socorro! —gritó Forge. De repente se cayó al suelo, con la cara roja.
James levantó una ceja y le miró con curiosidad, después movió la cabeza para sí mismo.
—¿Se lo dijiste, Forge? —preguntó una vez más, incómodo con la farsa.
Pero Forge no respondió. Se limitó a balbucir y jadear, con la mole de su cuerpo retorciéndose violentamente sobre el suelo.
— ¡Forge!
Con el ceño fruncido, James se agachó y escudriñó a través de los barrotes.
El movimiento había cesado. El cuerpo de Forge se puso rígido y duro. Un extraño sonido de ahogo salió de su garganta, y sus ojos se quedaron en blanco. James esperó pero Forge no volvió a moverse. James se acercó a los barrotes y le dio un puntapié, pero no obtuvo respuesta. Ni un parpadeo.
De repente, el cuerpo de Forge se desparramó en todo su volumen por el suelo.
Con una mirada de disgusto, James se puso de pie. En fin, el conde no contaría ya sus secretos a nadie. Miró fijamente a Forge y entonces empezó a reír. Nunca había asustado a nadie tanto como para provocarle la muerte.
De vuelta por el corredor alumbrado con antorchas, reprimió su risa y asumió una expresión más adecuada para la ocasión.
—¡Guardias! —rugió, señalando hacia el pasillo donde estaba la celda de Forge cuando ellos llegaron—. ¿Qué diablos está pasando aquí? ¡Forge está muerto!
—¿Señor? —preguntó el primero de ellos, extrañado.
—¡Podéis ir a verlo con vuestros propios ojos! El hombre está muerto en el suelo de la celda. ¡Exijo una explicación!
Les vio apurados intentando salvar la situación, sin saber cómo encajar el golpe. Quizás su farsa pudiese continuar aún un poco más. El éxito de la operación le había levantado los ánimos. Era ya hora de cerrar la red alrededor del sonriente y soberano Edward, que era, sin ni siquiera saberlo, el sol y el centro del cosmos del rey Carlisle.
Era hora de darle un nuevo uso a su joven cocinero Collin.
James dejó a los guardias en un completo caos, subiendo las escaleras de caracol con una mirada maliciosa, los peldaños de dos en dos.

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