Capítulo 19 "Persecución"
El ataque de Edward hizo que el caballo de James reculase y se pusiera a cuatro patas. Los dos hombres forcejeaban con fuerza mientras los seis guardias se unían a la refriega con un gran grito.
Entonces reinó la confusión.
Bella trató de ver algo, pero el cochero apartó el vehículo del alboroto y lo llevó hasta un lugar seguro. Casi con la cabeza fuera de la ventana, Bella pudo ver a James que había conseguido milagrosamente mantenerse en el caballo. Le vio golpear a Edward en el pecho. El príncipe cayó hacia atrás y entonces James instó a su caballo y echó a correr, llevándose por delante al grupo de guardias. Condujo su caballo hasta un estrecho callejón y atravesó los soportales que comunicaban con la siguiente calle.
— ¡Tras él! —gritó Edward. Estaba ya apartando a uno de los guardias para coger su caballo.
Bella contuvo la respiración, al ver la agilidad con la que se hacía con su montura.
Él se dirigió a sus hombres e hizo una seña en dirección al carruaje.
—Protegedla. Llevadla a mi casa. La mitad de vosotros vendréis conmigo. ¡Le quiero vivo!
— ¡Edward! —Empezó a salir del coche con la intención de decirle que la dejase ir con él, pero él la miró con autoridad, como si supiera lo que iba a decirle.
— ¡No, Bella, quédate! —le ordenó—. Ayuda a la chica. Ella es nuestro único testigo.
Con esto, cogió las riendas, espoleando al caballo, y se alejó cabalgando con tres de sus soldados. La multitud que se había congregado al ver la revuelta les impedía cabalgar con rapidez.
— ¿Estás bien? —se apresuró a preguntar Bella.
La chica asintió. Después oyó unas voces que discutían justo al lado del carruaje.
— ¡Ya tienes el carruaje, hombre, dame tu caballo!
— ¡Edward nos necesitará!
Bella echó una mirada rápida y vio a Emmett, Mike y Caius cogiendo los caballos que quedaban. Parecían ansiosos, llenos de entusiasmo, como si fueran a la caza del zorro en vez de a perseguir a un asesino.
— ¡Maldición, no he traído mis armas! —dijo Mike de repente, tocándose las caderas.
—Toma. —Caius le lanzó una de sus pistolas y él la cogió al vuelo.
— ¡Tened cuidado! —gritó Bella. Pero ellos no se volvieron.
Les vio desaparecer por la misma calle que había tomado Edward, con el corazón encogido.
El estruendo y el polvo envolvían a Edward y a sus tres guardias al cabalgar por el Camino Real, a apenas un kilómetro de distancia respecto a James.
Edward cabalgaba pegado al cuello del caballo, manteniendo un paso vigoroso, aunque trataba de no forzar demasiado al animal al no saber cuánto podría durar la carrera. Todos sus músculos estaban tensos y la furia le mantenía con los sentidos alerta.
El sudor le caía por los ojos y hacía que el polvo del camino se le pegara a la piel. Aunque el sol le daba en la cara, consiguió vislumbrar a lo lejos la figura negra de un hombre montado a caballo.
James había intentado deshacerse de ellos en la ciudad, y cuando los guardias se separaron para rodearle, el duque consiguió escapar. Edward no podía imaginar hacia dónde se dirigía su primo, pero no le importaba si tenía que seguirle hasta la otra punta de la isla, siempre y cuando James continuase en esta dirección, lejos de Bella. No se hubiese ido si hubiese habido la menor duda de que su mujer pudiese estar en peligro.
Estaba tan concentrado en la persecución que apenas oyó los gritos que llegaban detrás de él por el camino. Cuando las voces superaron el estruendo de los caballos, se permitió mirar hacia atrás un momento y vio a sus amigos que galopaban tras él a cierta distancia.
Les saludó con la mano, para que supieran que les había visto, pero no aminoró la marcha por ellos, porque no quería perder de vista al escurridizo de James.
Después continuó su agotadora persecución. James les condujo por el Camino Real durante unos cuatro kilómetros más y después de pasar la salida que conducía al puerto, cogió el camino que llevaba al montañoso y frondoso bosque. Al verlo, Edward se dio cuenta de que James no tenía intención de dejar Ascensión, aunque podía muy bien haberse salvado si lo hacía.
Tal vez pretendía esconderse en el bosque. El sol se ocultaba ya, aunque con lentitud, entre las crestas que se alzaban ante ellos. Siguieron cabalgando hacia el oeste. Edward descubrió por fin el destino de James al vislumbrar los árboles que cubrían la antigua fortaleza medieval que había pertenecido muchos años antes a los duques de Salvatore. Arrugó el entrecejo. «Pero este lugar está en ruinas desde hace años.» Los caballos consiguieron mantener con mucho esfuerzo el medio galope al ver que James giraba bruscamente y se adentraba en el bosque, desapareciendo de su vista.
Poco después, llegaron a lo que parecía el inicio de un antiguo camino que ahora había sido reclamado por la naturaleza. Estaba cubierto de hierbas altas y hiedras que se enredaban en los árboles.
Edward inspeccionó el terreno con los ojos y decidió utilizar una vez más la táctica de rodear al enemigo. Para ello, necesitaría algunos hombres más. Afortunadamente, sus amigos ya no estaban lejos. Tenía que esperarles si no quería que perdieran el camino.
— ¡Seguidle! —gritó a sus hombres.
— ¿Dónde diablos va, señor? —preguntó uno de los guardias.
— ¡A la antigua fortaleza de los Salvatore! ¡No le perdáis de vista! ¡Recordad: le quiero vivo! —Hizo una señal a los tres hombres para que siguieran cabalgando mientras él se situaba en la parte alta del camino para esperar a sus amigos.
Su llegada supondría una buena ventaja, pensó Edward. James debía de haber contado sólo con los tres soldados y él para hacerle frente.
La visión de sus amigos le reconfortó. Les vio espolear sus caballos mientras él les esperaba con impaciencia.
— ¿Cómo quieres que hagamos esto, Edward? —preguntó Emmett, secándose el sudor de la frente, ya junto a él.
—Vamos a rodearle. Tú y Caius iréis por el sur de la ciudadela...
De repente, escucharon los más horribles y sangrientos gritos que habían oído nunca, los gritos de un hombre al ser devorado por una bestia. Sonaba como si estuviese produciéndose una carnicería. Edward perjuró y giró su caballo en la dirección de la que parecían provenir los horribles sonidos.
— ¡Con cuidado! —ladró Emmett mientras los demás instaban a sus ya cansados caballos a que cabalgasen en pos de los gritos.
El bosque no era muy profundo y el camino casi perdido sólo seguía a través de unos cuantos metros. Al final de él, se abría un claro que rodeaba las ruinas del castillo.
— ¡Rápido!
—No creo que haya nada que podamos hacer por ellos, a juzgar por el sonido —dijo Caius casi sin aliento.
Los terribles gritos empezaban a desvanecerse.
Llegaron al final de la arboleda. Ante ellos, el camino terroso se fundía con el verde de la hierba, unos metros más allá, en un montículo.
— ¡No veo a nadie! —dijo Mike, examinando con fastidio el campo abierto.
Los sonidos, gemidos infernales ya, venían del otro lado del montículo.
—Dios mío —susurró Edward, mirando hacia delante, donde había una suave ondulación del terreno. Su caballo parecía asustado por los terribles lamentos, pero él le obligó a continuar.
Cabalgaron con cautela, forzando a los caballos para que mantuvieran el trote.
Cuando alcanzaron la cresta, el horror de la visión les paralizó durante un segundo. Después, saltaron de sus caballos y corrieron hacia el borde de una fosa llena de estacas. Los tres caballos y dos de los hombres habían muerto, atravesados por los pinchos de metal que se elevaban del suelo. Se trataba de una bárbara estructura defensiva recuperada por James desde la edad de las tinieblas.
Edward se tumbó en el suelo para tender la mano al último de los guardias que aún se mantenía con vida, pero el balbuciente hombre murió en el momento en que llegaba a su lado.
Después, sólo se oyó el silencio.
Un silencio espeluznante y frío. La vieja mole de la torre del castillo en ruinas parecía vigilarles.
— ¡Dios mío! —consiguió decir Edward al ver los cuerpos.
Los otros guardaron silencio.
Les miró con consternación, dándose cuenta de la cantidad de artilugios infernales que podían estar esperándoles en cualquier rincón de ese lugar. Ellos eran sus mejores amigos y no podría soportar perderles. Quería volverse atrás porque sabía que podían muy bien dejarse la vida en esto. Aunque sabía que si lo hacía, no volvería a tener tan cerca a James en mucho tiempo.
Era toda Ascensión la que peligraba. No podía pensar como un amigo. Tenía que pensar como un Rey.
Emmett se había apartado dándoles la espalda, como si tuviese ganas de vomitar. Mike se había puesto blanco, incapaz de creer lo que veía. En cuanto a Caius, había ya sobrepasado el agujero y tenía una expresión de rabia contenida, con la vista fija en la ciudadela.
— ¡Allí! —gritó Caius de repente—. ¡A tierra!
Una bala alcanzó el suelo, muy cerca de donde estaba Edward.
Se tumbaron al suelo, donde por esta vez pudieron salvarse de la muerte. Tumbado boca abajo sobre el borde de la fosa, Caius apuntó con la pistola.
— ¿Qué estás haciendo? —preguntó Edward a su amigo, sin alterarse.
—No gastes balas inútilmente. Nunca le darás desde aquí —dijo Mike, tratando de guardar también la calma.
—Tienes razón, Newton —murmuró Caius—. Buena observación.
Edward observó a su joven amigo de piel blanca, Caius, quien se introducía en la fosa con una fría mirada de rabia en los ojos. Caius se acercó al capitán de los guardias muerto y sacó de su funda el rifle que llevaba a la espalda.
Edward dijo:
—Lo repito, le quiero vivo.
Enfadado, Emmett se volvió hacia Edward con una mirada desgarrada.
— ¿Incluso ahora quieres mantenerle con vida?
—Especialmente ahora —dijo Edward con un gruñido bajo y enfadado.
Caius subió al borde de la fosa, con la barriga contra el suelo y el rifle en una mano.
—Arréstame entonces, Edward, porque yo digo que debe morir. —Haciendo puntería con el rifle, apretó el gatillo.
Hubo un chillido agonizante y demoníaco proveniente de las sombras de la base del fuerte.
— ¡Le has dado! —jadeó Emmett.
Un semental negro salió corriendo del lugar donde James se había refugiado en el bosque, con el duque colgado de la silla.
— ¡Aún sigue cabalgando! ¿Le has herido o no? —se impacientó Emmett.
Caius no contestó, limitándose a volver a cargar el arma.
—No, has herido al caballo —murmuró Edward, viendo cómo el excelente caballo de su primo terminaba por derrumbarse de lado, mientras James se echaba en el suelo, revolcándose. Después se puso en pie y se adentró corriendo entre los árboles.
—Vamos, ahora va a pie.
Todos volvieron con rapidez a sus caballos.
Edward le siguió con la mirada hasta que su primo estuvo completamente cubierto en la arboleda.
—Emmett, Caius, vosotros iréis por este camino —dijo, señalando a la izquierda—. Newton y yo iremos por la derecha. Le rodearemos. Evitad las armas de fuego y utilizad la espada. ¡Deja el rifle, Caius! Intentemos evitar que podamos dispararnos unos a otros por accidente. ¿Todo el mundo está bien? —añadió, mirando rápidamente de una cara a otra, después de la carnicería que acababan de ver.
Sus amigos murmuraron afirmativamente. —Bien. Vamos a cogerle. —Hizo una seña a Mike y giraron los caballos hacia un lado mientras Emmett y Caius se dirigían en la otra dirección.
Pasaron cabalgando por donde estaba el caballo negro, que yacía muerto con una herida de bala en el cuello, y después se adentraron en la oscuridad del bosque.
El pulso de Edward le golpeaba en los oídos conforme iban acercándose a James, que avanzaba a hurtadillas entre los árboles. Mike se mantenía a unos dos metros de distancia a su derecha. El bosque revivía con los sonidos del crepúsculo: la brisa, el crujido de las hojas, el canturreo de los pájaros. De repente, un pequeño sonido de hojarasca hizo que Edward se pusiera alerta y levantara las armas. No era más que un grupo de tres ciervos que caminaban uno detrás de otro entre los arbustos.
Buscó con la mirada a Mike, con el sudor cayéndole por la mejilla. El otro hombre movió la cabeza, haciéndole entender que él tampoco había visto nada más.
Edward se dio cuenta de que las ropas negras de James le ayudarían a camuflarse en la oscuridad creciente de la noche. Intentaron ir más deprisa.
Había perdido toda noción del tiempo con la tensión del momento, por lo que era incapaz de saber cuánto tiempo llevaban persiguiendo a James. De repente, se oyeron dos disparos a lo lejos y después un grito. Sin perder un segundo, Edward y Mike espolearon a sus caballos y les condujeron a todo galope por entre la maleza.
Se oyó un tercer disparo, y su eco resonó hasta el otro lado de la colina.
Edward rezó para que fuera Caius el que había hecho el disparo. Pero cuando él y Mike alcanzaron una pequeña arboleda cercana a un riachuelo, vieron a Caius tumbado de espaldas. Trataba de sentarse cuando ellos bajaron de los caballos y corrieron hacia él. Edward tragó fuerte, viendo la mancha oscura que se extendía en la parte delantera del chaleco de su amigo.
—Salió de entre los árboles —jadeó, con los ojos redondos y la cara blanca—. ¡Ha salido corriendo! Podría estar en cualquier lugar.
—No intentes hablar. —Edward se quitó con rapidez la chaqueta y cubrió a Caius con ella. Se quitó la corbata que llevaba al cuello y la utilizó para tratar de parar la hemorragia—. ¿Dónde está Emmett?
Temblando violentamente, Caius susurró.
—No lo sé. Su caballo le tiró. —Empezaba a asfixiarse.
Edward le incorporó para que se sentara. Caius se inclinó débilmente hacia Mike.
—Quédate con él —le ordenó Edward.
Mike asintió mientras Edward se ponía en pie e inspeccionaba la arboleda. Sacó su espada y se abrió paso por la maleza con furia. Vio un lugar en el que las ramas estaban aplastadas y partidas. El asustado caballo de Emmett habría pasado seguramente por allí.
— ¡Emmett! —Cortó con rabia un arbusto de espinos, tratando de ver algo por encima de las ramas que sobrepasaban su cabeza—. Ese salvaje —dijo sin aliento—. ¡Emmett!
Tenía miedo de lo que podía encontrar. Ya era una desgracia haber encontrado al sarcástico de Caius malherido. Edward se negaba a admitir que su amigo estaba muriéndose. Pero sin la cabeza y la serenidad de Emmett, esa capacidad de su amigo para frenar su propia imprudencia, no estaba seguro de poder seguir adelante.
— ¡Emmett! Responde, maldita sea —añadió, apenas en un su surro.
— ¡Edward! —El delgado grito del vizconde surgió de la izquierda, de algún lugar no muy lejos de allí.
— ¡Emmett! ¿Dónde estás? —gritó Edward, con el corazón en un puño mientras miraba a su alrededor fuera de sí—. ¿Estás herido?
— ¡Estoy aquí!
Edward giró sobre sí mismo y vio que Emmett salía de entre los espinos.
—Caius ha caído, Edward.
—Lo sé. —Vio que su amigo estaba cubierto de arañazos. Sin embargo, no parecía tener nada grave.
—Mi caballo salió corriendo. James salió de la derecha, de entre los árboles, y disparó contra nosotros. Dio a Caius. Creo que conmigo falló sólo porque estaba a su izquierda.
— ¿Pudiste ver el camino que siguió?
—Hacia la ciudadela, creo. —Miró a su alrededor, como perdido—. Mi caballo ha huido.
—Olvídate del caballo. —Y le hizo un gesto al tiempo que Edward llevó la mirada del vizconde hacia la arboleda.
Mike levantó la mirada al encontrarse con ellos. Suspiró aliviado al ver que Emmett estaba bien, y después hizo un gesto hacia atrás, en referencia a Caius.
—Está inconsciente.
Edward bajó la cabeza con amargura al ver la tristeza en la cara de su amigo. Después, con los ojos entrecerrados y el corazón encogido por el dolor, trató de centrarse en la línea de árboles.
—Quedaros los dos con Caius —dijo—. Yo terminaré esto.
—Estás loco si crees que voy a dejar que vayas solo a buscarle —dijo Mike con tranquilidad. Levantó los ojos y miró intensamente a Edward por debajo de su flequillo.
—Es entre él y yo.
—Edward —dijo—, ni siquiera sabes quién es James.
— ¿Y tú sí?
Mike no respondió, con una sombra de culpa en los ojos que se apresuró a esconder.
—Tengo mis sospechas —murmuró.
— ¿Qué quieres decir? —le preguntó Emmett. Mike se limitó a mirar al vizconde, después a Edward.
—Quedaos con Caius—repitió—. Ésas son mis órdenes. —Con esto, Edward se alejó con la espada lista para ser usada. La mano le quemaba por la necesidad de sangre.
— ¡James! —El rugido traspasó la penumbra. Iba abriéndose paso entre la maleza con la espada, demasiado enfadado como para sentir el más mínimo temor. El bosque era cada vez más espeso y cerrado. Los minutos pasaban.
La frustración de Edward iba convirtiéndose en rabia.
— ¡Vamos, sal de ahí! —gruñó.
— ¿Qué pasa? ¿Por fin el chico de oro está dispuesto a luchar conmigo cara a cara? ¿Hombre a hombre? —Se oyó que decía una voz cercana.
Edward se dio la vuelta.
— ¿Dónde está tu ejército, Príncipe Azul? Está oscuro y estás solo. —James estaba apoyado sobre el grueso tronco de un roble, con los brazos cruzados y sonriendo como una alimaña—. ¡Qué inocente eres!
— ¿Quién eres? —preguntó Edward, levantando la espada al acercarse a él con cautela.
James se limitó a sonreír.
— ¿Has estado o no has estado envenenando a mi padre? —estalló.
— ¿Tu padre? Ah, te refieres al santurrón del rey Carlisle... ese pastor elegido por Dios, que nunca ha cometido pecado ni engañado a su esposa. Quieres mucho a tu madre, ¿verdad, Eddie?
—Responde a mi pregunta —dijo con los dientes apretados—. ¿Has estado envenenando o no al Rey?
—Por supuesto que no, Edward. Fuiste tú. De la misma forma que cometiste ese vergonzoso asesinato anoche. Mataste al joven cocinero antes de que pudiera delatarte. ¿No lo recuerdas? —James sonrió, los dientes le brillaban en la oscuridad—. ¿Qué pasa? Pareces confuso. Bueno, sólo tienes que preguntar a don Aro. Él conoce toda la historia.
— ¡Quiero respuestas simples! Tendrás que pedirme clemencia —dijo, levantando la espada por debajo de la barbilla de James.
El hombre dedicó una mirada de desdén a la hoja y después miró a Edward.
—No quiero tu clemencia, Edward. ¿No lo entiendes? Tu clemencia sólo hace que te odie aún más. Tan caballero. Tan príncipe. Pero tu clemencia no podrá borrar el origen de mi odio.
Conmocionado por su veneno, Edward sacudió la cabeza, manteniendo con fuerza la espada.
— ¿Qué es lo que te he hecho yo?
—Para empezar, nacer.
— ¿Qué te ha hecho mi padre, para que le envenenes? —le preguntó enfadado.
James se rio amargamente, con la sombra de las hojas dibujada en su amoratada cara, tan parecida a la de Edward.
—Que naciera yo, supongo.
Edward le miró fijamente, conteniendo la respiración.
— ¿Eres mi hermano, James?
—Digamos que tu asesino —respondió, levantando una pistola frente a la cara de Edward.
Edward se echó hacia delante, justo a tiempo para apartar el brazo de James que apretaba el gatillo. La bala salió despedida y Edward se abalanzó sobre James. Los dos cayeron en un montículo de la base del árbol, y tropezaron con una de sus gruesas raíces. Retrocediendo, Edward levantó el puño con la espada aún en la mano, y golpeó con la empuñadura la cara de James.
No le dejó inconsciente, como esperaba, pero al menos le hizo perder el equilibrio.
Con el pecho agitándose a toda velocidad, Edward dio un paso atrás, y sostuvo la espada con ambas manos.
—Levántate —rugió.
James mostró sus manos vacías.
— ¿Vas a matarme, alteza? Ya ves que voy desarmado.
—Desenfunda tu espada.
— ¿Qué es esto? ¿Acaso el galante príncipe quiere batirse en duelo?
— ¡Saca la espada, cobarde!
James le miró.
—Será mejor que te lo pienses mejor, Eddie, porque si yo estuviera en tu situación, no dudaría ni un instante.
—Ya sé que no juegas limpio. Ahora, ponte de pie —gruñó.
—Muy bien, muy bien. —James se puso en pie, limpiándose el polvo de la ropa y riéndose entre dientes—. Pero deja que te diga antes de matarte que tomaré como recompensa la virginidad de Isabella.
Como respuesta, Edward arremetió contra él justo en el momento en el que James sacaba su sable de la funda, con un siniestro sonido metálico. El combate fue salvaje. Enzarzados, Edward le hizo retroceder.
— ¿Cómo es posible que todavía no hayas conseguido acostarte con tu mujer, Edward? Un hombre tan mujeriego como tú —se burló James.
—Deberías verte a ti mismo —respondió a James con una sonrisa de disgusto—, resultas patético.
— ¿Acaso no se siente atraída por ti?
—Ah, yo creo que sí. Y bastante, en realidad —dijo Edward, blandiendo el arma con una sonrisa de triunfo en la cara.
James sonrió con sarcasmo.
— ¿Desde cuándo?
—Desde anoche —replicó con aires de suficiencia, acercándose cada vez más.
James se detuvo un momento.
— ¿Quieres decir que por fin esa putilla te dejó que la montaras?
La rabia volvió a invadir a Edward, no podía soportar que insultaran a su mujer. Afortunadamente, pudo controlarla. Perder el control supondría darle una buena ventaja.
—Excelencia —respondía fríamente—, un caballero nunca habla de esas cosas.
James hizo una mueca rabiosa y se abalanzó sobre él con renovada fuerza.
Metal contra metal, las armas echaban chispas.
El sonido metálico de las espadas resonaba por todo el bosque, golpe tras golpe. Los dos hombres buscaban sangre. Cuando hubieron medido sus habilidades, empezaron a desplazarse en círculo. Las puntas de las dos hojas bailaban en letal posición, dibujando pequeños anillos en el aire uno alrededor del otro, como si cada hombre tratara de engañar al contrario dejándole con la guardia abierta.
La espada de James se acercó repentinamente al pecho de Edward, un ataque que éste pudo contrarrestar con una parada firme.
Gracias a unos reflejos perfeccionados en sus innumerables años de práctica, Edward vio la retirada de la hoja de su enemigo y sintió que había llegado el momento de atacar. Se lanzó sobre él. Su rápido contraataque traspasó la parada defensiva de James, llegando con fuerza al hombro derecho y de ahí al hombro. James rugió como una bestia herida, y cayó de rodillas por el dolor.
—Ríndete —gritó Edward, viendo que tenía a James acorralado. Deseaba devolverle lo que le había hecho a Caius, pero contuvo su venganza. James tenía que responderle a demasiadas cosas.
Revisando su herida, James bajó lentamente la cabeza, con los ojos rojos de rabia.
—Nunca me rendiré ante ti. —Se sujetó el brazo derecho herido con la mano izquierda y habló con una voz que parecía provenir del infierno—. Estoy acostumbrado al dolor. No como tú —trató de ponerse en pie—. Pero pronto lo estarás.
James atacó de nuevo, sacando una fortaleza que en opinión de Edward sólo podía venir del odio que tenía enquistado. Aun así, Edward era un espadachín lo suficientemente experto como para parar cada una de sus feroces embestidas y librarse de su afilada hoja. La mala suerte hizo que su talón fuese a chocar con las gruesas raíces del roble en el peor momento.
Fue suficiente para hacerle perder el equilibrio. James no perdió la ocasión y se abalanzó instintivamente sobre él. Edward se dejó caer para esquivar el ataque, pero horrorizado, perdió la empuñadura de su sable al intentar sujetarse al árbol para no caer.
Trató de recuperar la espada con desesperación, pero sintió la sombra de la hoja de James sobre él, listo para rematarle con un golpe mortal.
—Buenas noches, principito —dijo James con una sonrisa perversa. Todo se había acabado.
—No te muevas.
Entonces se produjo un clic. El sonido de una pistola rompió el silencio.
Ya recuperada la espada, Edward levantó la mirada y vio a Mike que parecía haber salido de la nada. Con una pistola, apuntaba a James en la sien.
Edward se puso en pie y le quitó a James la espada de las manos, tirándola lo más lejos posible.
—Justo a tiempo, Newton.
—Ni que lo digas, Edward. —Mike mantenía sin inmutarse su posición.
Con el arma de Mike en la cabeza, James empezó a reír se de forma despectiva.
—Vaya, vaya, pero si es el guapo putito del príncipe.
Mike le puso la pistola en la mejilla.
—Deja que le mate, Edward. No le necesitas. Deja que lo haga por Caius y por todos esos hombres de la fosa.
—Me parece que alguien se está poniendo nervioso —se burló James con una voz camarina, mientras miraba alternativamente a Mike y a Edward—. ¿Qué ocurre, amor? ¿Crees que tu amigo encontrará la verdad sobre ti demasiado difícil de, digamos, aceptar?
—Edward —balbució Mike. Había desesperación y rabia en sus ojos azules—. No le escuches.
—Salgamos de aquí —masculló Edward con aspereza, levantando la espada hacia James—. Date la vuelta y camina con las manos detrás de la cabeza.
—Pero espera, porque —dijo James— creo que hay algo que deberías saber sobre tu querido amigo Newton. ¿Sabes? Hay un pequeño compartimento en la habitación de Tanya con un agujero en la pared...
— ¡Eres un mentiroso! —gritó Mike con desesperación—. ¡No le escuches! ¡No escuches sus mezquindades!
—... y desde allí, tu guapo muchacho te observaba cuando hacías el amor con Tanya. Ella le dejaba mirar. A todas las actrices les gusta tener público, ¿sabes?...
Edward se había quedado helado, inmóvil por la conmoción.
— ¡No, no es cierto! ¡Nunca haría eso! —Mike no dejaba de gritar.
Hubo un doloroso momento en el que Edward no pudo mirar a su amigo. Se quedó con la mirada perdida, y después negó con brusquedad la acusación de James. Pero ya era tarde.
— ¡Cállate, James! —dijo—. Puede que seas una víbora, pero tu veneno no podrá salvarte. No le escuches, Newton.
—Déjame que apriete el gatillo y acabe con este hijo de puta, Edward. Se lo merece. Sabes que se lo merece —dijo Mike con los dientes apretados.
—Tranquilízate —le ordenó Edward con voz tajante. James seguía riéndose.
Sin atreverse a mirar a Edward, Mike se centró en James, como si pudiera matarle con la mirada.
—Es mentira.
—Lo sé —dijo Edward, buscando su tono más convincente—. Ahora, salgamos de una vez por todas de aquí...
—Mi querido Mike, ¿cómo puedes tratarme así después de todo lo que hemos compartido? —interrumpió James, con un tono siniestramente cariñoso.
—Te odio —le susurró Mike—. Todo lo que tengo que hacer es apretar el gatillo.
—Es una lástima que él me quiera vivo, ¿eh?
Edward se dirigió a los dos.
—James, por última vez, ¡cierra el pico! Nos vamos de aquí. Newton, ¡ignórale! Lo dice para ponerte nervioso y dividirnos. ¡No le sigas el juego!
—Ah, tú eres el único con quien él quiere jugar, Edward —murmuró James con una sonrisa.
— ¡Eres un hijo de puta! ¡Te mataré! —gritó Mike, golpeando con más fuerza la boca de la pistola sobre la cara de James, que reía como un loco, como si las balas no pudieran hacerle nada.
—Vamos, Mike —apremió el duque con voz melosa—, di a Edward qué es lo que quieres hacerle. Tal vez te deje, nunca se sabe.
—Por el amor de Dios —murmuró Edward.
—Puede que yo me parezca a ti, Edward, pero es a ti a quien quiere.
—James, déjame en paz. —Edward aún no podía mirar a Mike, pero miraba a los ojos de su primo con frialdad—. No sé qué intentas hacerle —le advirtió con tranquilidad—, pero déjalo ya. Esto es entre tú y yo...
—Es entre el mundo y yo, Edward —dijo gruñendo James—. Tú no eres nada, eres un bufón. Es entre nuestro padre, el divino, y yo.
Mike estaba a punto de llorar. Le temblaba el cuerpo, fuera de sí.
—No le escuches, Edward. Por favor, no es verdad. Te lo juro. Yo no soy así. Es una cruel y asquerosa mentira...
— ¡Cállate, Newton! —bramó Edward, volviéndose hacia él—. Ya sé que está mintiendo. Olvídalo. ¡No me importa! ¿Por qué has dicho «nuestro» padre? —le preguntó a James.
— ¿Edward? —preguntó Mike, mirándole lentamente, roto por dentro.
Sin querer ser el primero que apartase la vista de James, Edward accedió por fin a encontrarse con los ojos de Mike. Lo que vio fue un alma atormentada. Quería morirse, y trató de buscar algo reconfortante que decir, temiendo que su amigo pudiera utilizar el arma contra él mismo.
— ¿Sabes? La verdad es que deberías probarlo, Edward. —James aprovechó el momento de silencio. Mirando furtivamente a Mike, añadió—. Yo lo hice. Y es maravilloso.
Edward pensó entonces que Mike iba a apretar el gatillo. Pero no lo hizo. En vez de eso, toda su tensión aminoró. Su rostro finamente esculpido se puso blanco y bajó el arma de la sien de James sin decir una palabra.
—Está bien —dijo a James—. Has ganado.
Se dio la vuelta y empezó a alejarse de ellos, dejando a James sólo bajo la amenaza de la espada de Edward.
— ¡Mike! ¿Adonde vas? Dios mío —murmuró sin aliento, avergonzado—. Lo sé, Mike. Lo sé desde hace años, pero no me importa. No me importa en absoluto, ¿de acuerdo? ¡No me importa!
Mike seguía caminando, con los hombros hundidos.
— ¡Newton! —Edward seguía mirándolos primero a él y después a James—. ¡Vuelve aquí! ¿Adonde vas?
James miraba ahora fijamente a Edward, como fascinado.
—Sólo voy a ver si Caius y Emmett están bien —dijo Mike con tristeza, sin mirar hacia atrás. Desapareció entre las sombras de los árboles.
—Está bien, voy para allá. —Edward fue severo. Sintió que el vello de la nuca se le erizaba al mirar a James—. Vamos, maldito hijo de puta —murmuró—. Date la vuelta y camina con las manos en alto.
James le sonrió con sarcasmo pero no tuvo más remedio que obedecer. Justo en el momento en que empezaban a andar en la misma dirección en la que Mike había desaparecido, se oyó un único disparo en el bosque.
«No.» Edward se quedó sin aire en los pulmones, inundado por un repentino vacío. No podía respirar.
«No.»
Empezó a correr, echando a un lado a James, avanzando en la oscuridad con el corazón en un puño.
— ¡Noooo!
Encontró a Mike de costado, sobre el musgo cercano al arroyo. Cayó de rodillas, cogiendo a su amigo entre sus brazos, y lloró, con la cara levantada hacia el oscuro cielo. Finalmente, Emmett trajo los caballos.
James había escapado.
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