miércoles, 23 de marzo de 2011

Lluvia


Capítulo 20 “Lluvia”
Bella se había quedado dormida esperándole, pero su criada la despertó cerca de las tres diciendo que su alteza había vuelto a casa. Espabilándose al instante, corrió a ver cómo había ido la persecución. En el camino se cruzó con Emmett.
Al ver sus hombros caídos y sus ojos rojos supo que algo terrible había pasado. Para ahorrar a Edward el trago de hacerlo, Emmett trató de reunir fuerzas y contar a Bella lo que le había pasado.
Bella se cubrió la boca con la mano, conmovida al oír que Caius y Mike habían perdido la vida. Corrió a buscar a Edward, profundamente apenada.
Preguntó a los sirvientes sobre su paradero, sabiendo de an­temano el lamentable estado en el que iba a encontrarle, y te­miendo por ello. Por fin, uno de los mayordomos le dijo que ha­bían visto al príncipe salir al jardín.
Bella se precipitó por el vestíbulo de mármol y atravesó la puerta trasera que daba al jardín. Aún quedaban algunas horas para que empezara a amanecer, y hacía frío.
El príncipe estaba sentado en los peldaños de la escalera que bajaba al jardín. Podía ver sus anchas espaldas. No se movía, y parecía no haber escuchado el sonido de la puerta que se cerraba tras ella.
Se detuvo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero se obligó a seguir adelante.
— ¿Edward? —preguntó con voz débil, unos pasos por detrás de él.
No obtuvo respuesta.
Podía sentir su dolor. Avanzó hasta el primer escalón, donde él estaba sentado con las rodillas abrazadas y la cara hundida en­tre los brazos.
«Ah, mi pobre príncipe», pensó al sentarse junto a él.
Levantó la mano con cautela para tocarle el hombro. Al ver que no protestaba, pasó su mano por la curva de su espalda y empezó a acariciarle con cariño, ofreciéndole su silencio como único y mejor consuelo.
Después de un momento, él levantó la cara y se sujetó la cabeza con las manos. Suspiró profundamente, y se quedó así, inmóvil.
Bella tenía miedo de respirar.
—Cariño, lo siento muchísimo —susurró.
—Mi vida es un desastre —dijo con voz profunda después de un rato.
—No, cariño.
—He fracasado. No puedo hacer esto. Todo esto me supera. Yo sólo... no sé.
Ella se acercó a él y le rodeó tiernamente los hombros con los brazos.
—No te hagas esto.
—Mató a mis amigos.
—Lo sé, amor.
Él se apartó de su abrazo.
—Disparó a Caius a bocajarro. Y Mike... — Se estremeció y se frotó la frente con los dedos, los ojos cerrados. Parecía profundamente abatido—. También le mató a él. Y de la forma más cruel. No tenía por qué haberle hecho lo que le hizo. —Su voz se había reducido a apenas un susurro, su cuerpo estaba tenso e inmóvil—. Voy a cogerle, Bella. Que Dios me ayude. Voy a encontrarle y le devolveré a los infiernos.
Con cuidado, sin saber muy bien cómo reaccionaría él, le puso la mano en el hombro.
El dejó escapar un sonido de angustia y de repente la buscó, para su sorpresa. Pudo vislumbrar el dolor y la amargura de su cara sólo un momento antes de que se abrazara a ella casi con violencia, aplastándola contra él. Ella le abrazó con fuerza, sabiendo que en momentos como éste, las palabras sobraban.
Podía sentir el temblor de su cuerpo grande y poderoso, en medio del frío de la noche.
Bruscamente, sin decir una palabra, descendió hasta poder colocar la cabeza en su regazo, rodeándole la cintura con los brazos.
Ella le abrazó, siempre en silencio, compartiendo su dolor, acariciándole el pelo. Se abrazó a él con fuerza, brindándole su amor y su protección. En ese momento, toda su existencia se debía a Edward. Con lágrimas en los ojos, le entregó toda la fortaleza y la ternura de la que era capaz. Sabía que estaba hundido. Podía sentir sus esfuerzos por contener su dolor al ver que se agarraba con fuerza a su falda, temblando. Ella le abrazó aún más fuerte, acariciándole cariñosamente el pelo y susurrándole con amor.
No sabía cuánto tiempo llevaban así, pero entonces el dolor que le había mantenido paralizado empezó a retroceder y su abrazo se hizo menos tenso bajo sus largas y suaves caricias.
Todavía quedaban algunas horas para el amanecer, pero se sentaron a escuchar el arrullo del mar a lo lejos.
Ella le besó el hombro por fin, y después dejó descansar su mejilla sobre él y cerró los ojos.
Recordó las horas que había pasado esperando tener noticias suyas, atemorizada de que pudieran haberle herido. Se inclinó sobre él y le besó la mejilla.
—Ven a la cama, esposo mío. Debes estar exhausto.
Él suspiró.
—Sí.
Obediente, levantó a regañadientes la cabeza de su regazo y se puso en pie, ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse. Ella permaneció junto a él, rodeándole la cintura con el brazo mientras caminaban de vuelta a oscuras hasta la puerta. Él le pasó el brazo por los hombros, apoyándose parcialmente en ella, casi sin fuerzas para andar.
Atravesaron el oscuro y vacío salón de baile, pasando por debajo de la gran cúpula. Subieron las escaleras de mármol en cansancio, sincronizando el paso.
— ¿Quieres comer algo? —murmuró Bella, mirándole preo­cupada.
Él sacudió la cabeza.
— ¿Un vaso de leche caliente? ¿Té?
—Nada —susurró, besándole el pelo. La llevó a la habitación donde Mike y Tyler la habían llevado la noche del baile de su cumpleaños. Sin ceremonias, entraron y cruzaron la pequeña sala de estar hasta el dormitorio donde estaba la cama con el espejo.
Demasiado cansados para desvestirse, se acomodaron en la cama y se acurrucaron uno en brazos del otro. Edward se soltó la coleta, y dejó caer la cabeza sobre la cama de nuevo y cerró los ojos.
—Hace demasiado calor para dormir —dijo hoscamente, después de unos minutos.
—Inténtalo, cariño. Estás cansado.
Él suspiró.
Durante un buen rato, Bella le miró, acariciándole cariñosamente la cabeza.
—Sigo viéndoles —murmuró con los ojos cerrados.
—Entonces, mírame a mí.
Él abrió los ojos, unos ojos llenos de sufrimiento y cansancio. Clavó la mirada en ella. Ella se acercó a él para besarle en la frente, y después pensó que tal vez se sentiría más cómodo si le quitaba algo de ropa.
Tímida al principio, le deshizo el nudo de la corbata y se la quitó del cuello. Después le desabotonó el chaleco. Se sentó en la cama para desabrocharle los puños de la camisa, mirándole en silencio. Sonrojada, abrió los botones de su camisa y sin dudar, le dijo que se sentara para poder quitársela junto con el chaleco.
Él no protestó mientras ella le desvestía. Hizo una mueca al ver la sangre en su ropa, agradeciendo a Dios que no fuera la de él. Tenía el cuerpo cubierto del polvo del camino y olía a caballo, tierra y sudor.
Edward sonrió levemente al ver que ella arrugaba la nariz y se llevaba las ropas de allí. Volvió con una jarra de agua, una palangana y un paño, y se sentó en el borde de la cama junto a él. Dejó que se apoyara en el cabecero de la cama, y empezó a pasarle el paño empapado de agua fría por el cuerpo, limpiando lentamente el polvo y el sudor que tenía incrustado en la cara, cuello y pecho. Él observaba todos sus movimientos, alumbrado por una única luz que ella había encendido y sostenía sobre su demacrada cara. Con cuidado, lavó su bien esculpido estómago y sus caderas esbeltas, admirándole con amorosa melancolía. A la luz de la vela, su piel mostraba un color bronceado tirando a dorado. Incluso en un momento como éste, su noble belleza conseguía excitarla.
—Date la vuelta para que pueda lavarte la espalda —murmuro.
De buena gana, Edward obedeció, tumbándose sobre su estómago. Dobló los brazos bajo la almohada, con la mejilla apoyada en los músculos de su brazo. Sus largas y doradas pestañas se cerraron al sentir el contacto del paño mojado sobre su piel.
Ella siguió bañándole de esta forma, pasando el paño con caricias largas y suaves por las líneas flexibles y fluidas de su espalda. Después de un rato, la expresión de su rostro anguloso empezó a relajarse.
Al mirarle, no podía dejar de pensar en el peligro que había corrido. Se inclinó y le besó la mejilla con alivio. La piel de su mandíbula aparecía dorada y arenosa, pidiendo a gritos un buen afeitado.
Él suspiró dulcemente al sentirse besado.
—Eres una buena esposa —le dijo en un murmullo, soñoliento.
—Ah, Edward —le rozó la mejilla con la nariz, sintiendo cómo su corazón se aceleraba.
Él se tumbó de costado y la atrajo hacia sí para que le besara. Faltó tiempo para que la pusiera encima de él, ansioso de sus besos, acariciándole el pelo y la espalda mientras abría la boca para besarla. Ella siguió acariciándole el pecho, los hombros y los brazos, agradeciendo a Dios que se lo hubiera devuelto con vida.
—Isabella —gimió suavemente, con los ojos cerrados—. Te necesito esta noche. Necesito que me cures.
—Ven, acércate —susurró ella.
Edward la rodeó con los brazos y la puso lentamente de espaldas en la cama. Ella acarició su mejilla mientras levantaba los ojos hacia él con profunda admiración. La desvistió con rapidez en la oscuridad, utilizando unas manos temblorosas que le quemaban la piel. Ella le ayudó a retirar la poca ropa que les quedaba. Después se colocó encima de ella, besándola con ansiedad. Rodeó sus grandes hombros con sus brazos, y sus caderas las rodeó con sus largas piernas. Se lo dio todo para que encontrara en su amor la paz y la tranquilidad que le habían arrebatado.
Edward se despertó abrazado a Isabella, su pequeña espalda acurrucada en la curva protectora de su pecho. Pensó que era maravilloso despertar con el cosquilleo que producía su pelo canela sobre su nariz.
Después, el sentimiento de pérdida volvió a filtrarse por la luz blanquecina del amanecer y supo que no le abandonaría en algún tiempo. Cerró los ojos, dolorido por el enorme vacío que el día sangriento de ayer había traído a sus vidas.
Se habían ido. Desvanecido como una bocanada de aire. La fragilidad de la vida le pareció insoportable... tantas vidas sobre sus hombros. Un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo pensando en su destino como Rey. Apretando a Isabella contra él, se juró que pasara lo que pasase, no permitiría que nada le ocurriese.
La noche pasada con su amor le había devuelto algo de la serenidad y la fortaleza que necesitaba, se sentía con la energía suficiente para encarar la desilusión que había sentido por su padre.
Ya no le cabía ninguna duda de que James era su hermanastro. Su padre había mencionado alguna vez sus múltiples conquistas de juventud. A Edward se le hizo un nudo en el estómago al preguntarse si la llamada Roca de Ascensión había engañado a su madre.
De sólo pensarlo, se le revolvía el estómago, le daban ganas de pegar a su padre. Por su propia salud mental, decidió posponer cualquier juicio hasta no tener más detalles sobre el asunto. Le costaba imaginar lo mucho que le dolería a su madre descubrir que James era el hijo bastardo del Rey, porque amaba a su marido con abnegada devoción. Quizás su padre no sabía que James era su hijo o quizás el temor de herir a Esme le había impedido enfrentarse al asunto con la valentía que le caracterizaba.
Todo ese asunto le hacía sentirse más seguro y contento en su decisión de terminar con las relaciones extramatrimoniales. Se incorporó un poco sobre el codo para poder mirar a Bella y acariciar con ternura su pelo, dándose cuenta de que ella era la única en la que podía de verdad confiar, además de en Emmett. Si James se había hecho con Mike, podía haberse hecho con cualquier otro.
Incluso con el ultra leal primer ministro Vulturi. Edward comprendió que iba a tener que encontrar la manera de detener a don Aro sin provocar una revuelta entre la nobleza. Señor, era como si todo se precipitase.
Justo en ese momento, Isabella se desperezó, arqueando su suave espalda contra la ingle de él mientras se estiraba para despertarse. Su cuerpo respondió de inmediato, excitado.
—Buenos días, gatita —murmuró con una sonrisa arrebatadora, soplándole en la oreja.
—Mmmm, ¡qué gusto! —replicó.
Ella levantó las pestañas y le miró con sus hermosos ojos. Hundirse en la calidez profunda de su mirada le hacía perder el aliento.
—Cascadas de un paraíso tropical —susurró, acariciándola con suavidad, aunque también intensamente. Ella arrugó la nariz.
— ¿Cómo?
—Tus ojos. Eres preciosa. Estoy loco por ti.
—Eres un seductor empedernido —bromeó, volviéndose y tratando de reprimir una risita tonta.
—Te recomiendo que no trates de escapar de mí —murmuró, sonriendo. La detuvo con la mano en la espalda, deslizando los dedos hasta la curva impertinente del final de su espalda y llegando hasta la parte de atrás de sus muslos. Con verdadera maestría, no dejó de hacerle cosquillas en las piernas hasta conseguir que las abriera—. ¿Ves? Un pecador como yo siempre encuentra la manera de entrar en el cielo.
—Pagano. —Volvió a reír como una colegiala, temblando ligeramente al sentir su contacto. Después se volvió para mirarle, y le acarició la cara con la mano—. ¡Ahá! —susurró, sonriendo provocadora al sentir la fuerza de su miembro bajo las sábanas. Somnolienta aún, rio cuando él le besó la mejilla y después el hombro. Jugueteando, bajó dulcemente por la línea de su espalda, y besó cada una de sus curvas hasta llegar al final de la espina dorsal.
—Eres malo —bromeó ella sin respiración, sintiendo la delicia de sus labios en su piel aún a medio despertar.
—Puedes reformarme —sugirió él mientras se colocaba sobre ella, cubriéndola con su gran cuerpo.
—No se me ocurriría —ronroneó ella.
Edward dejó escapar una carcajada ronca sobre la seda castaña de su pelo y se esmeró en cumplir con sus deberes como esposo, curado por su bendita rendición, y agradecido por el amor que ella había traído a su vida, justo en el momento en el que más lo necesitaba.
El funeral oficial por los tres guardias reales tuvo lugar al día siguiente, y a él le siguieron los grandes oficios por Caius y Mike. La tarde era caliente y bochornosa, y la amenaza de tormenta se cernía sobre ellos como una mirada inquisidora. Mientras el cortejo funerario atravesaba las multitudinarias aunque silenciosas calles de Belfort, Bella vio que la gente no dejaba de levantar los ojos hacia las nubes. Sin embargo, la lluvia no llegó.
El funeral tuvo lugar en la misma catedral donde habían celebrado su boda. Esta vez estaba llena de nobles conmocionados vestidos de luto.
Bella y Edward se detuvieron frente a la entrada de la iglesia, cogidos de la mano.
Ascensión estaba viendo a un príncipe diferente ese día, pensó conforme avanzaba el difícil rito. Tenía la cara seria y decaída, ligeramente pálida, como si hubiese sido cincelada en mármol. Su aspecto era calmado, severo y controlado. El dolor había que guardarlo con dignidad y barbilla alta. Vestía de riguroso luto, con un traje negro de líneas sencillas y armoniosas.
Las miles de personas que le miraban no sabían lo mucho que le había costado estar así de pie, guardando la compostura, pensó Bella. Incluso ella estaba sorprendida de verle tan entero, conociendo la magnitud de sus preocupaciones. Supuso que era en este tipo de momentos en los que se demostraba la validez de toda la educación recibida.
La búsqueda de James continuaba, aunque Edward seguía manteniendo el asunto en privado, en la medida de lo posible, para evitar avergonzar a la familia real. Quería coger a James vivo, si era posible, para que el rey Carlisle pudiera enfrentarse a él cuando volviese. Había ordenado el arresto domiciliario del primer ministro hasta que su participación en el supuesto complot fuera aclarada.
El arresto de don Aro había complicado las cosas más aún si cabe con el poderoso obispo Marcus, porque el primer ministro y el obispo eran grandes amigos desde hacía años. Una vez más, el obispo se había opuesto a Edward, esta vez tratando de prohibirle que concediese a Mike sepultura católica. La herida de muerte, proclamaba el obispo, se la había infligido claramente él mismo.
Edward juró en nombre de sus antepasados que Mike no se había suicidado, sino que había sido asesinado. Bella le preguntó con delicadeza sobre ello y admitió que esto era, por supuesto, una mentira piadosa, pero que estaba dispuesto a cargar él mismo con la culpa si era necesario. Mike no había disfrutado de paz en esta vida y Edward estaba determinado a procurarle al menos una muerte digna para que el alma de su amigo pudiera descansar en paz.
Los comentarios sobre la disputa entre el reverenciado obispo y el libertino del príncipe se extendieron. Al final, Edward había conseguido pasar por encima del obispo una vez más, y había traído para la ocasión al mismo cardenal amigo que les casó a ellos. Bella sospechaba que la buena predisposición del hermano se debía a un oportuno interés por tener a un futuro Rey agradecido de su lado. Bella sabía que la negativa de Edward a ceder ante las iras del obispo preocuparía a sus ardientes devotos, pero fuera cual fuese el coste, el príncipe consiguió que su amigo fuera enterrado en tierra santa.
Se sentía triste por Mike y por Caius, a pesar de no haber conseguido establecer con ellos una buena relación. De pie junto a la tumba, mientras se decían las últimas plegarias, su verdadera preocupación tenía más que ver con su marido y con Emmett.
Bella agarraba del brazo a Edward mientras una gran multitud que se habían acercado a mostrar sus condolencias salía en ordenada fila del silencioso cementerio. No pudo evitar ponerse tensa al ver que Tanya Denali se acercaba a ellos, con su hermosa cara enrojecida de dolor y lágrimas detrás del velo negro.
Tanya se puso al lado de Edward y empezó a amenazarle con los puños en alto.
— ¿Cómo has podido dejar que esto sucediera? Él te amaba incluso más que yo, maldito bastardo, ¡y le dejaste morir! ¡Es culpa tuya! —le chilló.
Los guardias reales se apresuraron a cerrarle el paso para que la escena que estaba protagonizando no se alargase.
Una vez dentro del carruaje, Bella se acercó a Edward para tocarle la rodilla con suavidad. Él apartó la mirada, deprimido y cansado.
—No le hagas caso, amor. No fue culpa tuya —le dijo con ternura.
Él asintió, pero no parecía convencido. Rodeó la mano de ella con las suyas y se puso a mirar por la ventana, meditativo y lejano.

Las sombras abrazaban el cuerpo de James que se deslizaba furtivamente en medio de la oscuridad de la noche. Aprovechaba que los guardias que habían puesto para vigilar el palacio del primer ministro corrían a investigar la inocente distracción que había creado para engañarles. Este breve momento fue suficiente para salvar la verja de hierro que delimitaba la propiedad. Desde allí escaló, como una araña, por las pérgolas rosadas que daban al segundo piso, donde se introdujo por una ventana abierta.
Un descuido le hizo caer sobre el hombro que Edward le había herido. Tuvo que reprimir un grito de dolor, pero se alegró de estar dentro, por fin. Poniéndose en pie a hurtadillas, miró a su alrededor. La casa estaba a oscuras. Después de un momento, comprendió que se encontraba en el estudio de don Aro, que tenía un retrato de su sobrino colgado sobre la chimenea como si se tratase de un santuario. Se deslizó en silencio por la escalera curva que llegaba al dormitorio. Don Aro roncaba plácidamente en su cama, con el gorro de dormir torcido.
La sonrisa cínica de James se diluyó en la oscuridad. Le disgustaba saber que todavía necesitaba al débil aunque influyente político para alcanzar sus objetivos.
Ahora que había sido acusado por los crímenes de Caius, Mike y los otros tres guardias reales, sabía que su «mentor», ese estúpido remilgado, estaría sin duda teniendo dudas sobre su protegido. James estaba todavía en el sutil proceso de lanzar la última y definitiva trampa sobre su áureo hermano, pero cuando las garras del destino hubiesen alcanzado a Edward, entonces, más que nunca, necesitaría a don Aro para apuntalar su credibilidad. Con gran riesgo para su persona, había ido con el fin de asegurarse de que el primer ministro seguía siendo su aliado y, por consiguiente, enemigo del príncipe.
Tenía que jugar esta mano con sumo cuidado, porque sólo don Aro tenía el poder para decantar la sucesión del trono en su favor cuando la línea directa masculina se hubiese roto. De otra forma, la Corona iría a parar a uno de los nietos españoles del Rey.
Con este pensamiento, se puso la máscara de lealtad.
— ¡Don Aro! ¡Señor! ¡Despierte!—susurró.
Cuando tocó al hombre por el hombro, éste se despertó asustado,
— ¿Quién anda ahí?
— ¡Calle! Soy yo. Tenemos que hablar, no tengo mucho tiempo.
El honorable hombre se frotó los ojos.
— ¡James! ¿Cómo diablos ha llegado hasta aquí? Ah, no importa... deme un momento. Lo suficiente para ir al baño—gruñó.
James se alejó un poco, frotándose el hombro herido mientras don Aro pisoteaba la cama para levantarse e ir detrás del biombo que había en una esquina, donde tenía la bacinilla para desahogarse. Cuando el diminuto hombre volvió a aparecer, llevaba una túnica sobre el pijama, aunque se había quitado su gorro de dormir.
—Siento haberle despertado, señor.
—No importa —murmuró—. No tengo mucho más que hacer, encerrado como estoy en mi propia casa.
—Es vergonzoso ver lo que mi primo le ha hecho... ¡cómo si usted hubiese hecho algo malo! ¿Cómo se encuentra?
—Estoy bien. Es usted el que me preocupa. Sé que están buscándole. Imagino que anda escondiéndose. ¿Ha comido? ¿Quiere algo de beber?
—No, señor.
— ¿Necesita dinero?
James le miró con suspicacia, asombrado por su solícita ayuda. Después, miró hacia otro lado.
—No, señor. Es usted... muy amable. Sólo he venido a explicarle y decirle que le sacaré de este vergonzoso confinamiento en el que se encuentra cuando llegue el momento.
Don Aro torció su astuta boca y se llevó las manos a la cintura.
—James, le buscan por asesinato. Primero, por ese cocinero que murió y ahora dicen que mató a dos de los amigos del príncipe y a tres guardias reales...
— ¡Al único que maté fue a Caius y fue en defensa propia! —le interrumpió con impaciencia—. Newton se voló él mismo la cabeza y los guardias encontraron la muerte en una trampa medieval que podían haber evitado fácilmente si hubiesen ido mirando por dónde andaban. Sin embargo, estaban demasiado ansiosos de ver sangre y no tuvieron cuidado. No fue culpa mía.
— ¿Sus muertes fueron accidentales?
—Sí —dijo firmemente—. Señor, Edward me ha tendido una trampa, ¿no lo ve? ¡Está intentando que yo parezca el malo para librarse él de todo! ¡Creo que incluso va a intentar culparme del envenenamiento del Rey!
—Tranquilícese, muchacho...
— ¡Usted sabe que no podemos confiar en él! Todo se ha puesto en su favor. ¡Usted y yo somos los únicos que podemos detenerle! Si a usted también le vuelve contra mí, entonces le aseguro, señor —dijo con un tono de angustia en su voz que hubiese convencido incluso a Tanya—, que soy hombre muerto.
—De acuerdo, tranquilícese, muchacho. Nadie me está poniendo en su contra.
De repente, James dio un paso hacia él y apretó al anciano en un contundente y filial abrazo, después le soltó, dejó caer la cabeza y se frotó la nariz.
—Perdóneme, señor. Pido me disculpe por esta muestra de cariño —murmuró—. Estoy herido, me siento solo, están buscándome como perros y yo... tengo que esconderme durante un tiempo para poder sobrevivir. —Respiró profundamente y buscó la mirada del primer ministro—. Pero tengo un plan para rescatarle de este horrible confinamiento cuando llegue el momento.
— ¿Lo tiene? ¿Cómo?
—He hecho llamar a hombres que trabajan para mí en mis propiedades de Pisa. Tipos bastante duros, lo admito. Cuando llegue el momento, ordenaré un ataque por sorpresa a los soldados que vigilan su casa. Mis hombres podrán deshacerse de ellos sin hacer demasiado ruido, haciéndose con los uniformes. De esta forma, cuando le conduzcan lejos de aquí, parecerá de lo más normal.
— ¿Deshacerse de ellos? —tembló don Aro—. Supongo que no hablará de matarlos.
—No puede hacerse de otro modo, supongo.
—Esos hombres se enfrentarán a un grave proceso si sus planes fallan. Es un crimen hacerse pasar por la guardia real. Aun así... —se detuvo—. Si me reuniese con el resto del gabinete, podríamos con toda seguridad hacernos con el poder quitándoselo a Edward hasta que el Rey vuelva de España.
—Exacto —dijo James, aunque por supuesto, bajo sus designios, el rey Carlisle nunca regresaría vivo.
—De acuerdo. —El hombre aplaudió con entusiasmo—. Buen trabajo, James.
El asintió hoscamente.
—Debo irme. —Cuando empezaba a caminar en dirección a la puerta, mientras planeaba mentalmente la mejor manera de salir de allí, don Aro le dijo de repente:
—Usted... me recuerda a mi sobrino, si hubiese podido tener la edad que usted tiene.
James se detuvo y le miró por encima del hombro. Las líneas del rostro del venerable estaban cargadas de melancolía y su expresión se perdía en alguna época lejana.
Era lo más cercano a una muestra de afecto que James había escuchado nunca. Miró como ausente al viejo, sintiendo un extraño dolor que venía de su vientre. Recuperándose, volvió a sentir la capa de hielo que había formado en torno a él desde su más temprana edad. Sin decir una palabra, dio media vuelta y salió.
Durante las dos semanas siguientes, cumplieron con el plan que Bella había sugerido. Edward sabía que su propósito de recorrer Ascensión haría que sus majestades aceptaran a su esposa a pesar de su famoso pasado como Jinete Enmascarado, pero para él, el que estuvieran en continuo movimiento era una táctica deliberada para mantenerla a salvo.
Sabía que era el último objetivo de James, pero no estaba dispuesto a permitir que su hermanastro atacase también a Bella, especialmente ahora que sabía que ella había rechazado sus proposiciones. La mantenía continuamente junto a él, rodeándose siempre de una veintena de hombres, los más fieros de la guardia real. Con unos pocos sirvientes y su pequeña pero bien armada escolta, viajaban con poco equipaje. Se reunían con la gente común, para conocer de primera mano la situación de la población en todas las regiones que integraban Ascensión, desde el montañoso interior hasta las fértiles llanuras agrícolas y los pintorescos pueblos pesqueros que salpicaban la costa.
Cuando se encontraban con grupos de leales súbditos que venían a saludarles y oír sus alegres aunque breves discursos, los soldados mantenían una distancia de seguridad en torno a ellos.
Allá donde fueran, los guardias se mantenían alerta por si veían a James. Edward sabía que estaban deseosos de venganza por haber matado a sus compañeros de una manera tan horrible.
También él quería venganza: por Caius y Mike, y por el sufrimiento que le había causado a su padre.
La ira esperaba agazapada en su interior como un león hambriento.
El pensamiento de James le corroía por dentro. La cacería continuaba, pero el apodado «duque» había eludido todos los intentos de ser capturado.
Algunas veces Edward temblaba con un escalofrío repentino y extraño que le recorría el cuerpo, temiendo que, de algún modo, James consiguiese burlar sus medidas de seguridad y acabase con la vida de Bella tan fácilmente como había acabado con la de Caius y Mike. Ese terror le abrumaba, pero trataba de que ella no se diese cuenta. Se sentía avergonzado de que, por haberla obligado, chantajeado a casarse con él, la hubiese puesto en tan grave peligro.
Las semanas pasaban y el siroco soplaba en la isla, una tiranía de humedad y calor sofocante. Las nubes cargadas aumentaban con la humedad contenida de los vientos que venían del Mediterráneo, pero aun así los cielos se negaban a descargar y proporcionar lluvias.
El calor y el aumento de la presión atmosférica afectaban tanto a los hombres como a las bestias. Los ánimos se crispaban de forma gradual entre los disciplinados hombres de la guardia real. Sus nerviosos caballos se molestaban y mordían unos a otros, atosigados por las bien alimentadas moscas, las únicas criaturas que podían prosperar con el opresivo calor. Mientras la comitiva real se trasladaba de pueblo en pueblo, la tierra bajo los cascos de los caballos languidecía polvorienta.
Edward sabía que se iba cada vez encerrando más en sí mismo: el temor por la seguridad de Bella no era su única preocupación. Si lo pensaba racionalmente, sabía que Bella le era leal. Sabía que estaba enamorada de él y, sin embargo, la pequeña pero inquietante semilla de desconfianza que Lauren había sembrado en él años atrás seguía afianzada en su pecho, y no conseguía acabar con ella. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo profundamente que esa mujer le había herido.
Cuanto más amaba a Bella, mayor era su sensación de peligro. ¿Era sensato dejar que una mujer le importase tanto? ¿Cómo podía confiar en su propio juicio?
Pero todos estos temores los guardaba para sí, avergonzado y confuso por sentirlos en cuanto ella ponía los ojos en él. Sabía que era ridículo temer una traición de una aliada tan leal.
Estaba determinado a sobreponerse a esta debilidad. Además, su sonrisa clara y honesta tenía el poder de alejar todos sus temores, aunque, sin saber por qué, siempre acababan por volver, merodeando bajo la fachada de felicidad que compartía con ella.
Ese temor, sin embargo, estaba bastante lejos de su mente esa tarde polvorienta en la que las cigarras cantaban alegres con el calor y las luciérnagas vagaban a la deriva. Un trueno retumbó muy a lo lejos, en el horizonte oriental, y una suave brisa meció las hojas del roble bajo el que se encontraban.
Había un olor a tormenta de verano en el aire. Pensó que había sentido una gota de lluvia veinte minutos atrás, pero nada.
Había sido otro largo día de viaje, en el que habían visitado una pequeña aldea de las secas medianías, dirigiéndose a la gente del lugar y compartiendo el almuerzo con la pequeña burguesía local y el alcalde. La comitiva real había decidido pasar la noche en una confortable posada. Los guardias rodeaban discretamente la propiedad.
Edward estaba sentado bajo un gran árbol de las inmediaciones del hostal, dormitando después de leer las noticias de palacio que Emmett le había enviado. Emmett sugería una vez más que recortasen las raciones de agua.
«Por favor, Dios, tienes que dar agua a mi gente», pensó mientras se esforzaba en mantener los ojos abiertos y observaba a Bella ejercitarse con la yegua blanca que le había regalado por su boda.
Al verla hacer figuras en ocho a medio galope sobre el hermoso animal árabe, Edward sonrió al pensar que cabalgar era su segunda forma preferida de relajar tensiones.
Ella le miró al pasar. Edward le devolvió la sonrisa débilmente y, después, la cola cremosa de la yegua flotó detrás de la pareja.
No pudo evitar fruncir el ceño al ver que Bella empezaba a cambiar de posiciones en el lomo del caballo. Contuvo la respiración cuando ella se puso de pie sobre la silla, con los brazos en cruz, sin que el galope suave de la yegua pudiera hacerla vacilar. Edward la miró fijamente, sin saber muy bien si se sentía encantado por la audacia de su mujer o aterrado de que pudiera caer y romperse el cuello.
Caballo y jinete pasaron frente a él y la incorregible castaña le dedicó un gesto de lo más engreído.
En ese momento sintió que el amor iba a taponarle la garganta, una emoción casi frenética que encogió su corazón. Ella era absurda e incorregiblemente libre, y tan hermosa y ágil como un cisne.
Una vuelta más al campo y, para su alivio, la jinete volvió a sentarse con cuidado en la silla, conduciendo al animal al paso hasta que lo detuvo definitivamente ante él.
Bella se inclinó para acariciar el cuello de su yegua con la mano enguantada y después sonrió a Edward. Tenía las mejillas acaloradas y sus ojos chocolate brillaban más que nunca.
Edward puso a un lado el informe que había estado leyendo y saltó para ponerse en pie, acercándose a ella. La arrancó de la silla y la llevó en brazos hacia el árbol.
La yegua empezó a caminar y se puso a comer hierba tranquilamente no muy lejos de allí.
—Una actuación de lo más impresionante —dijo mientras ella reía y se quitaba el sombrero, tirándolo al suelo de forma despreocupada.
—Lo fue, ¿verdad? —Sus botas pateaban alegremente en el aire—. ¿Qué piensas ahora de tu esposa?
—Pienso que yo también debería demostrarle mi talento, para no ser menos —murmuró, una vez más asombrado del deseo irrefrenable que siempre despertaba en él.
—Yo ya conozco tu talento, Edward —susurró con una sonrisa lasciva.
—Tal vez lo hayas olvidado.
— ¿Desde esta mañana? Tengo buena memoria.
—Deja que te dé más... buenos recuerdos. —La tumbó sobre la mullida hierba, bajo el árbol, y la cubrió con su cuerpo, liberando sus mechones de pelo de su bien peinado recogido y besándola sin cesar.
Sus dedos cubiertos por la tela de los guantes arañaron la espalda masculina mientras él trataba de librarse de su traje de cuello alto.
—Mmm, alguien ha estado comiendo mentolados. Mis favoritos. —Bella le chupó los labios.
—Quizás podamos combinar nuestros talentos. Móntame —susurró, levantando una ceja con picardía. Se sentó y apoyó la espalda contra el árbol, atrayéndola hacia él. La deseaba con todas sus fuerzas y estaba listo para tenerla.
Con un calor vivido en sus ojos cafés, ella se sentó a horcajadas sobre él. Bajo su falda de color granate, él se sintió libre de actuar, abriéndole los pololos e introduciéndose en ella con urgencia. Ella humedecía ya de deseo.
Cerrando los ojos, Bella emitió un sonido de excitación y le montó con agilidad. Él la sostuvo por la cintura y se movió con ella. El corazón le latía con rapidez. Levantando la cadera rítmicamente, la pegó sobre su regazo. Su dulce y poético líquido le envolvía: una diosa de lujuria y exuberante sexualidad.
Bella mantuvo los ojos abiertos y se movió un poco hacia arriba para poder agarrar la corbata de su cuello y dejársela desatada sobre sus hombros. Después le arrancó los botones del chaleco y le quitó la camisa. El pecho brotó al descubierto.
Le acarició con sus manos enguantadas y después se agarró a los bordes abiertos de su camisa, con los puños apretados y la mandíbula contraída, hundiéndose contra su miembro, llevándole hasta el centro mismo de sus entrañas. Los dos jadearon de placer, saboreando su unión en un ardiente silencio.
Bella deslizó las manos por debajo de su camisa y se abrazó a él.
—Te quiero tanto, Edward. Me posees por completo, todo lo que hay en mi interior, todo lo que tengo.
Él le sujetó la nuca con la mano y la atrajo para besarla. Cerró los ojos con fuerza, dispuesto a controlar sus temores por fin. Terminó el beso, pero no apartó la boca de la de ella, apretando sus palabras contra ella.
—Te quiero.
Ella gimió suavemente, abrazándolo aún más fuerte.
—Te quiero —susurró él una y otra vez.
—Edward.
De repente, las hojas que había sobre ellos crujieron con una ráfaga de viento y unas gotas gordas y llenas de agua empezaron a salpicarlo todo.
Bella miró a Edward boquiabierta.
Él miró hacia el cielo y rio, agradeciéndoselo a Dios con lágrimas en los ojos. Se abrazaron de alegría. Edward inhaló el olor a lluvia con pura y auténtica satisfacción. Lo probó sobre su piel.
La rodeó con los brazos tumbándola de espaldas sobre la suave y mojada hierba, y le hizo el amor mientras la cálida y fuerte lluvia les mojaba, cayendo en gloriosos borbotones por sus hombros y pelo y rociando su rostro de porcelana. Hasta muchos kilómetros alrededor, la bendita agua penetró en los campos polvorientos, dando de beber a los sedientos cultivos. La tormenta rugía a lo lejos. Edward se sumergió en la inundación de su amor, vaciándose como los cargados cielos lo hacían en el secreto pantano de la creación, sin saber que estaba plantando una nueva vida en su vientre.

3 comentarios:

  1. Guuuaauuu un capitulo de sentimientos encontrados, pero me alegro q las cosas entre Bella y Edward estan super bien y se amen, aunque la inseguridad de el no deja de preocuparme asi como los planes de James. En fin la historia sigue poniendose super interesante y aun mas con la sorpresa del bebe que se viene, no??

    Hasta la proxima...

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  2. sabes, tengo ñáñaras jeje fue un capítulo muy bueno, en serio Aro sigue apoyando a James?? después de eso estuve alerta, pendiente de si en cualquier momento del resto del capítulo volvía a aparecer jaja
    que alegría que se quieran así, que estén creando una nueva vida!!! jajaja
    Me encanta =D

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