Capítulo 20 “Lluvia”
Bella se había quedado dormida esperándole, pero su criada
la despertó cerca de las tres diciendo que su alteza había vuelto a casa.
Espabilándose al instante, corrió a ver cómo había ido la persecución. En el
camino se cruzó con Emmett.
Al ver sus hombros caídos y sus ojos rojos supo que algo
terrible había pasado. Para ahorrar a Edward el trago de hacerlo, Emmett trató
de reunir fuerzas y contar a Bella lo que le había pasado.
Bella se cubrió la boca con la mano, conmovida al oír que
Caius y Mike habían perdido la vida. Corrió a buscar a Edward, profundamente
apenada.
Preguntó a los sirvientes sobre su paradero, sabiendo de
antemano el lamentable estado en el que iba a encontrarle, y temiendo por
ello. Por fin, uno de los mayordomos le dijo que habían visto al príncipe
salir al jardín.
Bella se precipitó por el vestíbulo de mármol y atravesó la
puerta trasera que daba al jardín. Aún quedaban algunas horas para que empezara
a amanecer, y hacía frío.
El príncipe estaba sentado en los peldaños de la escalera
que bajaba al jardín. Podía ver sus anchas espaldas. No se movía, y parecía no
haber escuchado el sonido de la puerta que se cerraba tras ella.
Se detuvo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero se
obligó a seguir adelante.
— ¿Edward? —preguntó con voz débil, unos pasos por detrás de
él.
No obtuvo respuesta.
Podía sentir su dolor. Avanzó hasta el primer escalón, donde
él estaba sentado con las rodillas abrazadas y la cara hundida entre los
brazos.
«Ah, mi pobre príncipe», pensó al sentarse junto a él.
Levantó la mano con cautela para tocarle el hombro. Al ver
que no protestaba, pasó su mano por la curva de su espalda y empezó a
acariciarle con cariño, ofreciéndole su silencio como único y mejor consuelo.
Después de un momento, él levantó la cara y se sujetó la cabeza
con las manos. Suspiró profundamente, y se quedó así, inmóvil.
Bella tenía miedo de respirar.
—Cariño, lo siento muchísimo —susurró.
—Mi vida es un desastre —dijo con voz profunda después de un
rato.
—No, cariño.
—He fracasado. No puedo hacer esto. Todo esto me supera. Yo
sólo... no sé.
Ella se acercó a él y le rodeó tiernamente los hombros con
los brazos.
—No te hagas esto.
—Mató a mis amigos.
—Lo sé, amor.
Él se apartó de su abrazo.
—Disparó a Caius a bocajarro. Y Mike... — Se estremeció y se
frotó la frente con los dedos, los ojos cerrados. Parecía profundamente
abatido—. También le mató a él. Y de la forma más cruel. No tenía por qué
haberle hecho lo que le hizo. —Su voz se había reducido a apenas un susurro, su
cuerpo estaba tenso e inmóvil—. Voy a cogerle, Bella. Que Dios me ayude. Voy a
encontrarle y le devolveré a los infiernos.
Con cuidado, sin saber muy bien cómo reaccionaría él, le puso
la mano en el hombro.
El dejó escapar un sonido de angustia y de repente la buscó,
para su sorpresa. Pudo vislumbrar el dolor y la amargura de su cara sólo un
momento antes de que se abrazara a ella casi con violencia, aplastándola contra
él. Ella le abrazó con fuerza, sabiendo que en momentos como éste, las palabras
sobraban.
Podía sentir el temblor de su cuerpo grande y poderoso, en
medio del frío de la noche.
Bruscamente, sin decir una palabra, descendió hasta poder
colocar la cabeza en su regazo, rodeándole la cintura con los brazos.
Ella le abrazó, siempre en silencio, compartiendo su dolor,
acariciándole el pelo. Se abrazó a él con fuerza, brindándole su amor y su
protección. En ese momento, toda su existencia se debía a Edward. Con lágrimas
en los ojos, le entregó toda la fortaleza y la ternura de la que era capaz.
Sabía que estaba hundido. Podía sentir sus esfuerzos por contener su dolor al
ver que se agarraba con fuerza a su falda, temblando. Ella le abrazó aún más
fuerte, acariciándole cariñosamente el pelo y susurrándole con amor.
No sabía cuánto tiempo llevaban así, pero entonces el dolor
que le había mantenido paralizado empezó a retroceder y su abrazo se hizo menos
tenso bajo sus largas y suaves caricias.
Todavía quedaban algunas horas para el amanecer, pero se
sentaron a escuchar el arrullo del mar a lo lejos.
Ella le besó el hombro por fin, y después dejó descansar su
mejilla sobre él y cerró los ojos.
Recordó las horas que había pasado esperando tener noticias
suyas, atemorizada de que pudieran haberle herido. Se inclinó sobre él y le
besó la mejilla.
—Ven a la cama, esposo mío. Debes estar exhausto.
Él suspiró.
—Sí.
Obediente, levantó a regañadientes la cabeza de su regazo y
se puso en pie, ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse. Ella
permaneció junto a él, rodeándole la cintura con el brazo mientras caminaban de
vuelta a oscuras hasta la puerta. Él le pasó el brazo por los hombros,
apoyándose parcialmente en ella, casi sin fuerzas para andar.
Atravesaron el oscuro y vacío salón de baile, pasando por
debajo de la gran cúpula. Subieron las escaleras de mármol en cansancio, sincronizando
el paso.
— ¿Quieres comer algo? —murmuró Bella, mirándole
preocupada.
Él sacudió la cabeza.
— ¿Un vaso de leche caliente? ¿Té?
—Nada —susurró, besándole el pelo. La llevó a la habitación
donde Mike y Tyler la habían llevado la noche del baile de su cumpleaños. Sin
ceremonias, entraron y cruzaron la pequeña sala de estar hasta el dormitorio
donde estaba la cama con el espejo.
Demasiado cansados para desvestirse, se acomodaron en la
cama y se acurrucaron uno en brazos del otro. Edward se soltó la coleta, y dejó
caer la cabeza sobre la cama de nuevo y cerró los ojos.
—Hace demasiado calor para dormir —dijo hoscamente, después
de unos minutos.
—Inténtalo, cariño. Estás cansado.
Él suspiró.
Durante un buen rato, Bella le miró, acariciándole cariñosamente
la cabeza.
—Sigo viéndoles —murmuró con los ojos cerrados.
—Entonces, mírame a mí.
Él abrió los ojos, unos ojos llenos de sufrimiento y cansancio.
Clavó la mirada en ella. Ella se acercó a él para besarle en la frente, y
después pensó que tal vez se sentiría más cómodo si le quitaba algo de ropa.
Tímida al principio, le deshizo el nudo de la corbata y se
la quitó del cuello. Después le desabotonó el chaleco. Se sentó en la cama para
desabrocharle los puños de la camisa, mirándole en silencio. Sonrojada, abrió
los botones de su camisa y sin dudar, le dijo que se sentara para poder
quitársela junto con el chaleco.
Él no protestó mientras ella le desvestía. Hizo una mueca al
ver la sangre en su ropa, agradeciendo a Dios que no fuera la de él. Tenía el
cuerpo cubierto del polvo del camino y olía a caballo, tierra y sudor.
Edward sonrió levemente al ver que ella arrugaba la nariz y
se llevaba las ropas de allí. Volvió con una jarra de agua, una palangana y un
paño, y se sentó en el borde de la cama junto a él. Dejó que se apoyara en el
cabecero de la cama, y empezó a pasarle el paño empapado de agua fría por el
cuerpo, limpiando lentamente el polvo y el sudor que tenía incrustado en la
cara, cuello y pecho. Él observaba todos sus movimientos, alumbrado por una
única luz que ella había encendido y sostenía sobre su demacrada cara. Con
cuidado, lavó su bien esculpido estómago y sus caderas esbeltas, admirándole
con amorosa melancolía. A la luz de la vela, su piel mostraba un color
bronceado tirando a dorado. Incluso en un momento como éste, su noble belleza
conseguía excitarla.
—Date la vuelta para que pueda lavarte la espalda —murmuro.
De buena gana, Edward obedeció, tumbándose sobre su estómago.
Dobló los brazos bajo la almohada, con la mejilla apoyada en los músculos de su
brazo. Sus largas y doradas pestañas se cerraron al sentir el contacto del paño
mojado sobre su piel.
Ella siguió bañándole de esta forma, pasando el paño con caricias
largas y suaves por las líneas flexibles y fluidas de su espalda. Después de un
rato, la expresión de su rostro anguloso empezó a relajarse.
Al mirarle, no podía dejar de pensar en el peligro que había
corrido. Se inclinó y le besó la mejilla con alivio. La piel de su mandíbula
aparecía dorada y arenosa, pidiendo a gritos un buen afeitado.
Él suspiró dulcemente al sentirse besado.
—Eres una buena esposa —le dijo en un murmullo, soñoliento.
—Ah, Edward —le rozó la mejilla con la nariz, sintiendo cómo
su corazón se aceleraba.
Él se tumbó de costado y la atrajo hacia sí para que le
besara. Faltó tiempo para que la pusiera encima de él, ansioso de sus besos,
acariciándole el pelo y la espalda mientras abría la boca para besarla. Ella
siguió acariciándole el pecho, los hombros y los brazos, agradeciendo a Dios
que se lo hubiera devuelto con vida.
—Isabella —gimió suavemente, con los ojos cerrados—. Te
necesito esta noche. Necesito que me cures.
—Ven, acércate —susurró ella.
Edward la rodeó con los brazos y la puso lentamente de espaldas
en la cama. Ella acarició su mejilla mientras levantaba los ojos hacia él con
profunda admiración. La desvistió con rapidez en la oscuridad, utilizando unas
manos temblorosas que le quemaban la piel. Ella le ayudó a retirar la poca ropa
que les quedaba. Después se colocó encima de ella, besándola con ansiedad.
Rodeó sus grandes hombros con sus brazos, y sus caderas las rodeó con sus
largas piernas. Se lo dio todo para que encontrara en su amor la paz y la
tranquilidad que le habían arrebatado.
Edward se despertó abrazado a Isabella, su pequeña espalda
acurrucada en la curva protectora de su pecho. Pensó que era maravilloso
despertar con el cosquilleo que producía su pelo canela sobre su nariz.
Después, el sentimiento de pérdida volvió a filtrarse por la
luz blanquecina del amanecer y supo que no le abandonaría en algún tiempo.
Cerró los ojos, dolorido por el enorme vacío que el día sangriento de ayer
había traído a sus vidas.
Se habían ido. Desvanecido como una bocanada de aire. La
fragilidad de la vida le pareció insoportable... tantas vidas sobre sus
hombros. Un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo pensando en su destino
como Rey. Apretando a Isabella contra él, se juró que pasara lo que pasase, no
permitiría que nada le ocurriese.
La noche pasada con su amor le había devuelto algo de la serenidad
y la fortaleza que necesitaba, se sentía con la energía suficiente para encarar
la desilusión que había sentido por su padre.
Ya no le cabía ninguna duda de que James era su hermanastro.
Su padre había mencionado alguna vez sus múltiples conquistas de juventud. A
Edward se le hizo un nudo en el estómago al preguntarse si la llamada Roca de
Ascensión había engañado a su madre.
De sólo pensarlo, se le revolvía el estómago, le daban ganas
de pegar a su padre. Por su propia salud mental, decidió posponer cualquier
juicio hasta no tener más detalles sobre el asunto. Le costaba imaginar lo
mucho que le dolería a su madre descubrir que James era el hijo bastardo del
Rey, porque amaba a su marido con abnegada devoción. Quizás su padre no sabía
que James era su hijo o quizás el temor de herir a Esme le había impedido
enfrentarse al asunto con la valentía que le caracterizaba.
Todo ese asunto le hacía sentirse más seguro y contento en
su decisión de terminar con las relaciones extramatrimoniales. Se incorporó un
poco sobre el codo para poder mirar a Bella y acariciar con ternura su pelo,
dándose cuenta de que ella era la única en la que podía de verdad confiar,
además de en Emmett. Si James se había hecho con Mike, podía haberse hecho con
cualquier otro.
Incluso con el ultra leal primer ministro Vulturi. Edward
comprendió que iba a tener que encontrar la manera de detener a don Aro sin provocar
una revuelta entre la nobleza. Señor, era como si todo se precipitase.
Justo en ese momento, Isabella se desperezó, arqueando su
suave espalda contra la ingle de él mientras se estiraba para despertarse. Su
cuerpo respondió de inmediato, excitado.
—Buenos días, gatita —murmuró con una sonrisa arrebatadora,
soplándole en la oreja.
—Mmmm, ¡qué gusto! —replicó.
Ella levantó las pestañas y le miró con sus hermosos ojos.
Hundirse en la calidez profunda de su mirada le hacía perder el aliento.
—Cascadas de un paraíso tropical —susurró, acariciándola con
suavidad, aunque también intensamente. Ella arrugó la nariz.
— ¿Cómo?
—Tus ojos. Eres preciosa. Estoy loco por ti.
—Eres un seductor empedernido —bromeó, volviéndose y
tratando de reprimir una risita tonta.
—Te recomiendo que no trates de escapar de mí —murmuró,
sonriendo. La detuvo con la mano en la espalda, deslizando los dedos hasta la
curva impertinente del final de su espalda y llegando hasta la parte de atrás
de sus muslos. Con verdadera maestría, no dejó de hacerle cosquillas en las
piernas hasta conseguir que las abriera—. ¿Ves? Un pecador como yo siempre
encuentra la manera de entrar en el cielo.
—Pagano. —Volvió a reír como una colegiala, temblando ligeramente
al sentir su contacto. Después se volvió para mirarle, y le acarició la cara
con la mano—. ¡Ahá! —susurró, sonriendo provocadora al sentir la fuerza de su
miembro bajo las sábanas. Somnolienta aún, rio cuando él le besó la mejilla y
después el hombro. Jugueteando, bajó dulcemente por la línea de su espalda, y
besó cada una de sus curvas hasta llegar al final de la espina dorsal.
—Eres malo —bromeó ella sin respiración, sintiendo la delicia
de sus labios en su piel aún a medio despertar.
—Puedes reformarme —sugirió él mientras se colocaba sobre
ella, cubriéndola con su gran cuerpo.
—No se me ocurriría —ronroneó ella.
Edward dejó escapar una carcajada ronca sobre la seda
castaña de su pelo y se esmeró en cumplir con sus deberes como esposo, curado
por su bendita rendición, y agradecido por el amor que ella había traído a su
vida, justo en el momento en el que más lo necesitaba.
El funeral oficial por los tres guardias reales tuvo lugar
al día siguiente, y a él le siguieron los grandes oficios por Caius y Mike. La
tarde era caliente y bochornosa, y la amenaza de tormenta se cernía sobre ellos
como una mirada inquisidora. Mientras el cortejo funerario atravesaba las
multitudinarias aunque silenciosas calles de Belfort, Bella vio que la gente no
dejaba de levantar los ojos hacia las nubes. Sin embargo, la lluvia no llegó.
El funeral tuvo lugar en la misma catedral donde habían celebrado
su boda. Esta vez estaba llena de nobles conmocionados vestidos de luto.
Bella y Edward se detuvieron frente a la entrada de la iglesia,
cogidos de la mano.
Ascensión estaba viendo a un príncipe diferente ese día, pensó
conforme avanzaba el difícil rito. Tenía la cara seria y decaída, ligeramente
pálida, como si hubiese sido cincelada en mármol. Su aspecto era calmado,
severo y controlado. El dolor había que guardarlo con dignidad y barbilla alta.
Vestía de riguroso luto, con un traje negro de líneas sencillas y armoniosas.
Las miles de personas que le miraban no sabían lo mucho que
le había costado estar así de pie, guardando la compostura, pensó Bella. Incluso
ella estaba sorprendida de verle tan entero, conociendo la magnitud de sus
preocupaciones. Supuso que era en este tipo de momentos en los que se
demostraba la validez de toda la educación recibida.
La búsqueda de James continuaba, aunque Edward seguía manteniendo
el asunto en privado, en la medida de lo posible, para evitar avergonzar a la
familia real. Quería coger a James vivo, si era posible, para que el rey
Carlisle pudiera enfrentarse a él cuando volviese. Había ordenado el arresto
domiciliario del primer ministro hasta que su participación en el supuesto
complot fuera aclarada.
El arresto de don Aro había complicado las cosas más aún si
cabe con el poderoso obispo Marcus, porque el primer ministro y el obispo eran
grandes amigos desde hacía años. Una vez más, el obispo se había opuesto a
Edward, esta vez tratando de prohibirle que concediese a Mike sepultura
católica. La herida de muerte, proclamaba el obispo, se la había infligido claramente
él mismo.
Edward juró en nombre de sus antepasados que Mike no se
había suicidado, sino que había sido asesinado. Bella le preguntó con
delicadeza sobre ello y admitió que esto era, por supuesto, una mentira
piadosa, pero que estaba dispuesto a cargar él mismo con la culpa si era
necesario. Mike no había disfrutado de paz en esta vida y Edward estaba
determinado a procurarle al menos una muerte digna para que el alma de su amigo
pudiera descansar en paz.
Los comentarios sobre la disputa entre el reverenciado obispo
y el libertino del príncipe se extendieron. Al final, Edward había conseguido
pasar por encima del obispo una vez más, y había traído para la ocasión al
mismo cardenal amigo que les casó a ellos. Bella sospechaba que la buena
predisposición del hermano se debía a un oportuno interés por tener a un futuro
Rey agradecido de su lado. Bella sabía que la negativa de Edward a ceder ante
las iras del obispo preocuparía a sus ardientes devotos, pero fuera cual fuese
el coste, el príncipe consiguió que su amigo fuera enterrado en tierra santa.
Se sentía triste por Mike y por Caius, a pesar de no haber
conseguido establecer con ellos una buena relación. De pie junto a la tumba,
mientras se decían las últimas plegarias, su verdadera preocupación tenía más
que ver con su marido y con Emmett.
Bella agarraba del brazo a Edward mientras una gran multitud
que se habían acercado a mostrar sus condolencias salía en ordenada fila del
silencioso cementerio. No pudo evitar ponerse tensa al ver que Tanya Denali se
acercaba a ellos, con su hermosa cara enrojecida de dolor y lágrimas detrás del
velo negro.
Tanya se puso al lado de Edward y empezó a amenazarle con
los puños en alto.
— ¿Cómo has podido dejar que esto sucediera? Él te amaba
incluso más que yo, maldito bastardo, ¡y le dejaste morir! ¡Es culpa tuya! —le
chilló.
Los guardias reales se apresuraron a cerrarle el paso para
que la escena que estaba protagonizando no se alargase.
Una vez dentro del carruaje, Bella se acercó a Edward para
tocarle la rodilla con suavidad. Él apartó la mirada, deprimido y cansado.
—No le hagas caso, amor. No fue culpa tuya —le dijo con
ternura.
Él asintió, pero no parecía convencido. Rodeó la mano de
ella con las suyas y se puso a mirar por la ventana, meditativo y lejano.
Las sombras abrazaban el cuerpo de James que se deslizaba
furtivamente en medio de la oscuridad de la noche. Aprovechaba que los guardias
que habían puesto para vigilar el palacio del primer ministro corrían a
investigar la inocente distracción que había creado para engañarles. Este breve
momento fue suficiente para salvar la verja de hierro que delimitaba la
propiedad. Desde allí escaló, como una araña, por las pérgolas rosadas que
daban al segundo piso, donde se introdujo por una ventana abierta.
Un descuido le hizo caer sobre el hombro que Edward le había
herido. Tuvo que reprimir un grito de dolor, pero se alegró de estar dentro,
por fin. Poniéndose en pie a hurtadillas, miró a su alrededor. La casa estaba a
oscuras. Después de un momento, comprendió que se encontraba en el estudio de
don Aro, que tenía un retrato de su sobrino colgado sobre la chimenea como si
se tratase de un santuario. Se deslizó en silencio por la escalera curva que
llegaba al dormitorio. Don Aro roncaba plácidamente en su cama, con el gorro de
dormir torcido.
La sonrisa cínica de James se diluyó en la oscuridad. Le
disgustaba saber que todavía necesitaba al débil aunque influyente político
para alcanzar sus objetivos.
Ahora que había sido acusado por los crímenes de Caius, Mike
y los otros tres guardias reales, sabía que su «mentor», ese estúpido
remilgado, estaría sin duda teniendo dudas sobre su protegido. James estaba
todavía en el sutil proceso de lanzar la última y definitiva trampa sobre su
áureo hermano, pero cuando las garras del destino hubiesen alcanzado a Edward,
entonces, más que nunca, necesitaría a don Aro para apuntalar su credibilidad.
Con gran riesgo para su persona, había ido con el fin de asegurarse de que el
primer ministro seguía siendo su aliado y, por consiguiente, enemigo del
príncipe.
Tenía que jugar esta mano con sumo cuidado, porque sólo don
Aro tenía el poder para decantar la sucesión del trono en su favor cuando la
línea directa masculina se hubiese roto. De otra forma, la Corona iría a parar
a uno de los nietos españoles del Rey.
Con este pensamiento, se puso la máscara de lealtad.
— ¡Don Aro! ¡Señor! ¡Despierte!—susurró.
Cuando tocó al hombre por el hombro, éste se despertó asustado,
— ¿Quién anda ahí?
— ¡Calle! Soy yo. Tenemos que hablar, no tengo mucho tiempo.
El honorable hombre se frotó los ojos.
— ¡James! ¿Cómo diablos ha llegado hasta aquí? Ah, no
importa... deme un momento. Lo suficiente para ir al baño—gruñó.
James se alejó un poco, frotándose el hombro herido mientras
don Aro pisoteaba la cama para levantarse e ir detrás del biombo que había en
una esquina, donde tenía la bacinilla para desahogarse. Cuando el diminuto
hombre volvió a aparecer, llevaba una túnica sobre el pijama, aunque se había
quitado su gorro de dormir.
—Siento haberle despertado, señor.
—No importa —murmuró—. No tengo mucho más que hacer,
encerrado como estoy en mi propia casa.
—Es vergonzoso ver lo que mi primo le ha hecho... ¡cómo si
usted hubiese hecho algo malo! ¿Cómo se encuentra?
—Estoy bien. Es usted el que me preocupa. Sé que están buscándole.
Imagino que anda escondiéndose. ¿Ha comido? ¿Quiere algo de beber?
—No, señor.
— ¿Necesita dinero?
James le miró con suspicacia, asombrado por su solícita
ayuda. Después, miró hacia otro lado.
—No, señor. Es usted... muy amable. Sólo he venido a explicarle
y decirle que le sacaré de este vergonzoso confinamiento en el que se encuentra
cuando llegue el momento.
Don Aro torció su astuta boca y se llevó las manos a la
cintura.
—James, le buscan por asesinato. Primero, por ese cocinero
que murió y ahora dicen que mató a dos de los amigos del príncipe y a tres
guardias reales...
— ¡Al único que maté fue a Caius y fue en defensa propia!
—le interrumpió con impaciencia—. Newton se voló él mismo la cabeza y los
guardias encontraron la muerte en una trampa medieval que podían haber evitado
fácilmente si hubiesen ido mirando por dónde andaban. Sin embargo, estaban
demasiado ansiosos de ver sangre y no tuvieron cuidado. No fue culpa mía.
— ¿Sus muertes fueron accidentales?
—Sí —dijo firmemente—. Señor, Edward me ha tendido una
trampa, ¿no lo ve? ¡Está intentando que yo parezca el malo para librarse él de
todo! ¡Creo que incluso va a intentar culparme del envenenamiento del Rey!
—Tranquilícese, muchacho...
— ¡Usted sabe que no podemos confiar en él! Todo se ha
puesto en su favor. ¡Usted y yo somos los únicos que podemos detenerle! Si a
usted también le vuelve contra mí, entonces le aseguro, señor —dijo con un tono
de angustia en su voz que hubiese convencido incluso a Tanya—, que soy hombre
muerto.
—De acuerdo, tranquilícese, muchacho. Nadie me está poniendo
en su contra.
De repente, James dio un paso hacia él y apretó al anciano
en un contundente y filial abrazo, después le soltó, dejó caer la cabeza y se
frotó la nariz.
—Perdóneme, señor. Pido me disculpe por esta muestra de
cariño —murmuró—. Estoy herido, me siento solo, están buscándome como perros y
yo... tengo que esconderme durante un tiempo para poder sobrevivir. —Respiró
profundamente y buscó la mirada del primer ministro—. Pero tengo un plan para
rescatarle de este horrible confinamiento cuando llegue el momento.
— ¿Lo tiene? ¿Cómo?
—He hecho llamar a hombres que trabajan para mí en mis
propiedades de Pisa. Tipos bastante duros, lo admito. Cuando llegue el momento,
ordenaré un ataque por sorpresa a los soldados que vigilan su casa. Mis hombres
podrán deshacerse de ellos sin hacer demasiado ruido, haciéndose con los
uniformes. De esta forma, cuando le conduzcan lejos de aquí, parecerá de lo más
normal.
— ¿Deshacerse de ellos? —tembló don Aro—. Supongo que no
hablará de matarlos.
—No puede hacerse de otro modo, supongo.
—Esos hombres se enfrentarán a un grave proceso si sus
planes fallan. Es un crimen hacerse pasar por la guardia real. Aun así... —se
detuvo—. Si me reuniese con el resto del gabinete, podríamos con toda seguridad
hacernos con el poder quitándoselo a Edward hasta que el Rey vuelva de España.
—Exacto —dijo James, aunque por supuesto, bajo sus designios,
el rey Carlisle nunca regresaría vivo.
—De acuerdo. —El hombre aplaudió con entusiasmo—. Buen
trabajo, James.
El asintió hoscamente.
—Debo irme. —Cuando empezaba a caminar en dirección a la
puerta, mientras planeaba mentalmente la mejor manera de salir de allí, don Aro
le dijo de repente:
—Usted... me recuerda a mi sobrino, si hubiese podido tener
la edad que usted tiene.
James se detuvo y le miró por encima del hombro. Las líneas
del rostro del venerable estaban cargadas de melancolía y su expresión se
perdía en alguna época lejana.
Era lo más cercano a una muestra de afecto que James había
escuchado nunca. Miró como ausente al viejo, sintiendo un extraño dolor que venía
de su vientre. Recuperándose, volvió a sentir la capa de hielo que había
formado en torno a él desde su más temprana edad. Sin decir una palabra, dio
media vuelta y salió.
Durante las dos semanas siguientes, cumplieron con el plan
que Bella había sugerido. Edward sabía que su propósito de recorrer Ascensión
haría que sus majestades aceptaran a su esposa a pesar de su famoso pasado como
Jinete Enmascarado, pero para él, el que estuvieran en continuo movimiento era
una táctica deliberada para mantenerla a salvo.
Sabía que era el último objetivo de James, pero no estaba
dispuesto a permitir que su hermanastro atacase también a Bella, especialmente
ahora que sabía que ella había rechazado sus proposiciones. La mantenía continuamente
junto a él, rodeándose siempre de una veintena de hombres, los más fieros de la
guardia real. Con unos pocos sirvientes y su pequeña pero bien armada escolta,
viajaban con poco equipaje. Se reunían con la gente común, para conocer de
primera mano la situación de la población en todas las regiones que integraban
Ascensión, desde el montañoso interior hasta las fértiles llanuras agrícolas y
los pintorescos pueblos pesqueros que salpicaban la costa.
Cuando se encontraban con grupos de leales súbditos que
venían a saludarles y oír sus alegres aunque breves discursos, los soldados
mantenían una distancia de seguridad en torno a ellos.
Allá donde fueran, los guardias se mantenían alerta por si
veían a James. Edward sabía que estaban deseosos de venganza por haber matado a
sus compañeros de una manera tan horrible.
También él quería venganza: por Caius y Mike, y por el sufrimiento
que le había causado a su padre.
La ira esperaba agazapada en su interior como un león hambriento.
El pensamiento de James le corroía por dentro. La cacería
continuaba, pero el apodado «duque» había eludido todos los intentos de ser
capturado.
Algunas veces Edward temblaba con un escalofrío repentino y
extraño que le recorría el cuerpo, temiendo que, de algún modo, James
consiguiese burlar sus medidas de seguridad y acabase con la vida de Bella tan
fácilmente como había acabado con la de Caius y Mike. Ese terror le abrumaba,
pero trataba de que ella no se diese cuenta. Se sentía avergonzado de que, por
haberla obligado, chantajeado a casarse con él, la hubiese puesto en tan grave
peligro.
Las semanas pasaban y el siroco soplaba en la isla, una tiranía
de humedad y calor sofocante. Las nubes cargadas aumentaban con la humedad
contenida de los vientos que venían del Mediterráneo, pero aun así los cielos
se negaban a descargar y proporcionar lluvias.
El calor y el aumento de la presión atmosférica afectaban
tanto a los hombres como a las bestias. Los ánimos se crispaban de forma
gradual entre los disciplinados hombres de la guardia real. Sus nerviosos
caballos se molestaban y mordían unos a otros, atosigados por las bien
alimentadas moscas, las únicas criaturas que podían prosperar con el opresivo
calor. Mientras la comitiva real se trasladaba de pueblo en pueblo, la tierra
bajo los cascos de los caballos languidecía polvorienta.
Edward sabía que se iba cada vez encerrando más en sí mismo:
el temor por la seguridad de Bella no era su única preocupación. Si lo pensaba
racionalmente, sabía que Bella le era leal. Sabía que estaba enamorada de él y,
sin embargo, la pequeña pero inquietante semilla de desconfianza que Lauren
había sembrado en él años atrás seguía afianzada en su pecho, y no conseguía
acabar con ella. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo profundamente que
esa mujer le había herido.
Cuanto más amaba a Bella, mayor era su sensación de peligro.
¿Era sensato dejar que una mujer le importase tanto? ¿Cómo podía confiar en su
propio juicio?
Pero todos estos temores los guardaba para sí, avergonzado y
confuso por sentirlos en cuanto ella ponía los ojos en él. Sabía que era
ridículo temer una traición de una aliada tan leal.
Estaba determinado a sobreponerse a esta debilidad. Además,
su sonrisa clara y honesta tenía el poder de alejar todos sus temores, aunque,
sin saber por qué, siempre acababan por volver, merodeando bajo la fachada de
felicidad que compartía con ella.
Ese temor, sin embargo, estaba bastante lejos de su mente
esa tarde polvorienta en la que las cigarras cantaban alegres con el calor y
las luciérnagas vagaban a la deriva. Un trueno retumbó muy a lo lejos, en el
horizonte oriental, y una suave brisa meció las hojas del roble bajo el que se
encontraban.
Había un olor a tormenta de verano en el aire. Pensó que había
sentido una gota de lluvia veinte minutos atrás, pero nada.
Había sido otro largo día de viaje, en el que habían visitado
una pequeña aldea de las secas medianías, dirigiéndose a la gente del lugar y
compartiendo el almuerzo con la pequeña burguesía local y el alcalde. La comitiva
real había decidido pasar la noche en una confortable posada. Los guardias
rodeaban discretamente la propiedad.
Edward estaba sentado bajo un gran árbol de las
inmediaciones del hostal, dormitando después de leer las noticias de palacio
que Emmett le había enviado. Emmett sugería una vez más que recortasen las
raciones de agua.
«Por favor, Dios, tienes que dar agua a mi gente», pensó
mientras se esforzaba en mantener los ojos abiertos y observaba a Bella
ejercitarse con la yegua blanca que le había regalado por su boda.
Al verla hacer figuras en ocho a medio galope sobre el hermoso
animal árabe, Edward sonrió al pensar que cabalgar era su segunda forma
preferida de relajar tensiones.
Ella le miró al pasar. Edward le devolvió la sonrisa
débilmente y, después, la cola cremosa de la yegua flotó detrás de la pareja.
No pudo evitar fruncir el ceño al ver que Bella empezaba a
cambiar de posiciones en el lomo del caballo. Contuvo la respiración cuando
ella se puso de pie sobre la silla, con los brazos en cruz, sin que el galope
suave de la yegua pudiera hacerla vacilar. Edward la miró fijamente, sin saber
muy bien si se sentía encantado por la audacia de su mujer o aterrado de que
pudiera caer y romperse el cuello.
Caballo y jinete pasaron frente a él y la incorregible
castaña le dedicó un gesto de lo más engreído.
En ese momento sintió que el amor iba a taponarle la garganta,
una emoción casi frenética que encogió su corazón. Ella era absurda e
incorregiblemente libre, y tan hermosa y ágil como un cisne.
Una vuelta más al campo y, para su alivio, la jinete volvió
a sentarse con cuidado en la silla, conduciendo al animal al paso hasta que lo
detuvo definitivamente ante él.
Bella se inclinó para acariciar el cuello de su yegua con la
mano enguantada y después sonrió a Edward. Tenía las mejillas acaloradas y sus
ojos chocolate brillaban más que nunca.
Edward puso a un lado el informe que había estado leyendo y
saltó para ponerse en pie, acercándose a ella. La arrancó de la silla y la
llevó en brazos hacia el árbol.
La yegua empezó a caminar y se puso a comer hierba tranquilamente
no muy lejos de allí.
—Una actuación de lo más impresionante —dijo mientras ella
reía y se quitaba el sombrero, tirándolo al suelo de forma despreocupada.
—Lo fue, ¿verdad? —Sus botas pateaban alegremente en el
aire—. ¿Qué piensas ahora de tu esposa?
—Pienso que yo también debería demostrarle mi talento, para
no ser menos —murmuró, una vez más asombrado del deseo irrefrenable que siempre
despertaba en él.
—Yo ya conozco tu talento, Edward —susurró con una sonrisa
lasciva.
—Tal vez lo hayas olvidado.
— ¿Desde esta mañana? Tengo buena memoria.
—Deja que te dé más... buenos recuerdos. —La tumbó sobre la
mullida hierba, bajo el árbol, y la cubrió con su cuerpo, liberando sus
mechones de pelo de su bien peinado recogido y besándola sin cesar.
Sus dedos cubiertos por la tela de los guantes arañaron la
espalda masculina mientras él trataba de librarse de su traje de cuello alto.
—Mmm, alguien ha estado comiendo mentolados. Mis favoritos.
—Bella le chupó los labios.
—Quizás podamos combinar nuestros talentos. Móntame
—susurró, levantando una ceja con picardía. Se sentó y apoyó la espalda contra
el árbol, atrayéndola hacia él. La deseaba con todas sus fuerzas y estaba listo
para tenerla.
Con un calor vivido en sus ojos cafés, ella se sentó a horcajadas
sobre él. Bajo su falda de color granate, él se sintió libre de actuar,
abriéndole los pololos e introduciéndose en ella con urgencia. Ella humedecía
ya de deseo.
Cerrando los ojos, Bella emitió un sonido de excitación y le
montó con agilidad. Él la sostuvo por la cintura y se movió con ella. El
corazón le latía con rapidez. Levantando la cadera rítmicamente, la pegó sobre
su regazo. Su dulce y poético líquido le envolvía: una diosa de lujuria y
exuberante sexualidad.
Bella mantuvo los ojos abiertos y se movió un poco hacia
arriba para poder agarrar la corbata de su cuello y dejársela desatada sobre
sus hombros. Después le arrancó los botones del chaleco y le quitó la camisa.
El pecho brotó al descubierto.
Le acarició con sus manos enguantadas y después se agarró a
los bordes abiertos de su camisa, con los puños apretados y la mandíbula
contraída, hundiéndose contra su miembro, llevándole hasta el centro mismo de
sus entrañas. Los dos jadearon de placer, saboreando su unión en un ardiente
silencio.
Bella deslizó las manos por debajo de su camisa y se abrazó
a él.
—Te quiero tanto, Edward. Me posees por completo, todo lo
que hay en mi interior, todo lo que tengo.
Él le sujetó la nuca con la mano y la atrajo para besarla.
Cerró los ojos con fuerza, dispuesto a controlar sus temores por fin. Terminó
el beso, pero no apartó la boca de la de ella, apretando sus palabras contra
ella.
—Te quiero.
Ella gimió suavemente, abrazándolo aún más fuerte.
—Te quiero —susurró él una y otra vez.
—Edward.
De repente, las hojas que había sobre ellos crujieron con
una ráfaga de viento y unas gotas gordas y llenas de agua empezaron a
salpicarlo todo.
Bella miró a Edward boquiabierta.
Él miró hacia el cielo y rio, agradeciéndoselo a Dios con
lágrimas en los ojos. Se abrazaron de alegría. Edward inhaló el olor a lluvia
con pura y auténtica satisfacción. Lo probó sobre su piel.
La rodeó con los brazos tumbándola de espaldas sobre la suave
y mojada hierba, y le hizo el amor mientras la cálida y fuerte lluvia les
mojaba, cayendo en gloriosos borbotones por sus hombros y pelo y rociando su
rostro de porcelana. Hasta muchos kilómetros alrededor, la bendita agua penetró
en los campos polvorientos, dando de beber a los sedientos cultivos. La
tormenta rugía a lo lejos. Edward se sumergió en la inundación de su amor, vaciándose
como los cargados cielos lo hacían en el secreto pantano de la creación, sin
saber que estaba plantando una nueva vida en su vientre.
Guuuaauuu un capitulo de sentimientos encontrados, pero me alegro q las cosas entre Bella y Edward estan super bien y se amen, aunque la inseguridad de el no deja de preocuparme asi como los planes de James. En fin la historia sigue poniendose super interesante y aun mas con la sorpresa del bebe que se viene, no??
ResponderEliminarHasta la proxima...
sabes, tengo ñáñaras jeje fue un capítulo muy bueno, en serio Aro sigue apoyando a James?? después de eso estuve alerta, pendiente de si en cualquier momento del resto del capítulo volvía a aparecer jaja
ResponderEliminarque alegría que se quieran así, que estén creando una nueva vida!!! jajaja
Me encanta =D
que hermosooooooooo
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