sábado, 19 de marzo de 2011

Devastación

Capítulo 3 “Devastación”
Bella saltó de la cama al alba, se cepilló los dientes apresuradamente y se pasó las manos por el pelo, luego se puso los pantalones vaqueros y una camiseta. Cogió sus botas y calcetines al salir por la puerta y bajo corriendo descalza por las escaleras. Edward se iba a Nashville, y quería verlo antes de que se fuera. No por ninguna razón en particular, solo que aprovechaba cualquier oportunidad de pasar unos minutos en privado con él, ocasiones en que por unos preciosos segundos su atención y su sonrisa eran solo para ella.
Incluso a las cinco de la mañana, la abuela estaría tomando su desayuno en la sala de estar, pero Bella ni siguiera se detuvo allí de camino a la cocina. A Edward, aun sintiéndose cómodo con la riqueza que tenía a su disposición, le importaban un bledo las apariencias. Estaría gorroneando por la cocina, preparándose su propio desayuno, ya que Sue no entraba a trabajar hasta las seis, para luego comérselo en la mesa de la cocina.
Entró como un relámpago por la puerta, y como bien sabía, Edward estaba ahí. No se había molestado en usar la mesa y estaba apoyado contra la encimera mientras masticaba una tostada con mermelada. Una taza de café humeaba al lado de su mano. En cuanto la vio, se giró e introdujo en el tostador otra rebanada de pan.
—No tengo hambre—, dijo ella, metiendo la cabeza dentro del enorme frigorífico de dos puertas para buscar el zumo de naranja.
—Nunca la tienes—, le contesto ecuánime. —De todas formas, come. —Su falta de apetito era la causa por la que a los diecisiete años seguía siendo delgaducha y poco desarrollada. Eso y el hecho de que Bella no se limitara a caminar a ningún sitio. Era una máquina en perpetuo movimiento: saltaba, brincaba, e incluso ocasionalmente daba volteretas. Por lo menos, con el paso de los años, se había calmado lo suficiente para dormir todas las noches en la misma cama, y ya no tenía que ir a buscarla cada mañana.
Porque Edward le había hecho la tostada se la comió, aunque descartó la mermelada. Él le sirvió una taza de café, y ella se situó junto a él, masticando la tostada seca y tomando alternativamente pequeños sorbos de zumo de naranja y café, y sintió una dicha ardiente muy dentro de ella. Esto era todo lo que pedía a la vida; estar a solas con Edward. Y, por supuesto, trabajar con los caballos.
Inspiró suavemente, impregnándose del delicioso aroma de su colonia y de la limpia y ligera fragancia del almizcle de su piel, todo mezclado con el aroma del café. Su conciencia de él era tan intensa, que casi dolía, pero ella vivía para estos momentos.
Lo miró por encima del borde de su taza, sus ojos castaños, dorados como el whisky, brillaban traviesos. —La fecha de este viaje a Nashville es muy sospechosa—, bromeó. —Creo que lo que quieres es estar lejos de casa.
El sonrió ampliamente, y el corazón le dio un vuelco. Rara vez veía esa alegre sonrisa; estaba tan ocupado que no tenía tiempo más que para el trabajo, tal como se quejaba sistemática e implacablemente Tanya. Sus fríos ojos verdes se volvían cálidos cuando sonreía, y el perezoso encanto de su sonrisa podría parar el tráfico. Aunque la pereza era engañosa; Edward trabajaba tantas horas que hubiese extenuado a la mayoría de los hombres.
—No lo he planeado—, protestó él, para luego admitir, —pero aproveché la oportunidad. Supongo que te pasarás todo el día en los establos.
Ella asintió. La hermana de la abuela y su marido, Tía Maggie y Tío Liam, se iban a instalar hoy, y Bella quería estar lo más lejos posible de la casa. Tía Maggie era, de todas sus tías, la que menos le gustaba, y tampoco apreciaba mucho más a su tío Liam.
—El es un sabelotodo—, refunfuñó ella. —Y ella es como un dolor en el cu…
—Bells—, le advirtió él, alargando esa única sílaba. Solo él la llamaba por su abreviatura. Era otro de los pequeños vínculos entre ellos que ella saboreaba, ya que pensaba en sí misma como Bells. Isabella era la chica delgaducha y poco atractiva, torpe e inoportuna. Bells era la parte de ella que cabalgaba como el viento, su delgado cuerpo fusionándose con el del caballo y convirtiéndose en parte de su ritmo; la chica que, mientras estaba en los establos, nunca daba un paso en falso. Si pudiera salirse con la suya, viviría para siempre en los establos.
—Cuello —, concluyó ella, con una mirada de inocencia que lo hizo sonreír. — ¿Cuándo Davencourt sea tuyo, los vas a echar?
—Desde luego que no, pequeña pagana. Son familia.
—Bueno, no es como si no tuvieran donde vivir. ¿Por qué no se quedan en su propia casa?
—Desde que el tío Liam se jubiló, han tenido problemas para llegar a fin de mes. Hay suficiente espacio aquí, así que mudarse ha sido la solución más lógica, aunque a ti no te guste—, contestó alborotándole su desordenado pelo.
Ella suspiró. Era cierto que en Davencourt había diez dormitorios, y desde que Tanya y Edward se casaron y sólo usaban un dormitorio, y desde que Tía Esme decidió mudarse el año anterior y disfrutar de su propio hogar, eso significaba que siete de esos dormitorios estaban vacíos. Aún así, no le gustaba. —Bueno, ¿y cuando tú y Tanya tengáis niños? Entonces necesitaréis las otras habitaciones.
—No creo que necesitemos las siete—, dijo él ásperamente, y una mirada sombría apareció en sus ojos. —De todas formas, puede que no tengamos hijos.
Su corazón dio un vuelco. Desde que él y Tanya se casaron hacia dos años había estado deprimida, pero caramba, pensar en Tanya teniendo a sus hijos le daba pavor. Ese habría sido el  golpe definitivo para un corazón que de por sí no tenía muchas esperanzas; sabía que nunca tuvo la más mínima oportunidad con Edward, pero aún así conservaba una ínfima ilusión. Siempre que él y Tanya no tuviesen hijos, es como si él en realidad no fuese totalmente de ella. Para Edward, pensó, los hijos serían un lazo indestructible. Mientras no hubiese niños, aún podía conservar la esperanza, aunque fuera vana.
No era ningún secreto en la casa que su matrimonio no era ningún lecho de rosas. Tanya nunca mantenía en secreto cuando se sentía infeliz, ya que se esforzaba en asegurarse de que todos los demás se sintiesen tan miserables como ella.
Conociendo a Tanya, y Bella la conocía muy bien, probablemente había planeado utilizar el sexo, después de estar casados, para controlar a Edward. Bella se habría sentido muy sorprendida si Tanya le hubiese permitido a Edward hacerle el amor antes de estar casados. Bueno, puede que una vez, para mantenerlo interesado. Bella nunca había subestimado lo profundamente calculadora que Tanya podía llegar a ser. La cuestión era, que Edward tampoco, y el pequeño plan de Tanya no funcionó. Sin importar los trucos que intentara, Edward rara vez cambiaba de idea, y cuando lo hacía era por razones propias. No, Tanya no era feliz.
A Bella le encantaba. No podía entender su relación, pero Tanya no tenía ni idea del tipo de hombre que era Edward. Podías apelar a él con lógica, pero la manipulación lo dejaba impertérrito. Esto proporcionó a Bella durante años un montón de momentos de secreto regocijo, al observar a Tanya, tratando de poner en práctica sus artimañas femeninas con Edward y enfurecerse después cuando no funcionaban. Tanya no podía entenderlo; después de todo, funcionaban con todos los demás.
Edward miró su reloj. —Tengo que irme. — Se tomó de un trago el resto del café, y a continuación se agachó y la besó en la frente. —No te metas en líos hoy.
—Lo intentaré—, prometió ella, y luego añadió abatida, —Siempre lo intento. — Y por alguna razón inexplicable rara era la vez que lo conseguía. A pesar de sus mejores esfuerzos, siempre hacía algo que disgustaba a su Abuela.
Edward le dirigió una sonrisa pesarosa mientras se dirigía hacia la puerta, y sus ojos se encontraron por un instante de una forma que la hizo sentir como si fueran conspiradores. Entonces se marchó, cerrando la puerta tras de sí, y con un suspiro ella se dejó caer en una de las sillas para ponerse los calcetines y las botas.  El amanecer se había ensombrecido con su partida.
En cierta forma, pensó, realmente eran cómplices. Con Edward se sentía relajada y despreocupada de una forma que nunca era como con el resto de la familia, y jamás veía desaprobación en sus ojos cuando la miraba. Edward la aceptaba tal como era y no intentaba convertirla en algo que no era.
Pero había otro lugar donde encontraba aceptación, y su corazón se aligeró mientras corría hacia los establos.
Cuando la furgoneta llegó a las ocho y media, Bella apenas lo notó, Ella y Harry estaban trabajando con un fogoso potro de un año, tratando, pacientemente, de acostumbrarlo al manejo humano. No tenía miedo, pero deseaba jugar más que aprender algo nuevo, y la amable lección requería mucha paciencia.
—Me estás agotando—, jadeó ella, acariciando cariñosamente el lustroso cuello del animal. El potro respondió empujándola con la cabeza y haciéndola retroceder trastabillando algunos pasos. —Debe de haber una manera más fácil—, le dijo a Harry, que estaba sentado encima de la valla, dándole instrucciones, y sonriendo mientras el potro retozaba como un descomunal perrito.
—¿Cómo qué?— le preguntó. Siempre estaba dispuesto a escuchar las ideas de Bella.
—¿Por qué no empezamos a entrenarlos en cuanto nacen? Entonces serían demasiados pequeños para empujarme por todo el corral—, se quejó ella. —Y crecerían acostumbrados a las personas y a lo que les hacemos.
—Vaya—, Harry se acarició la mandíbula mientras pensaba en ello. Era un enjuto y áspero cincuentón y unos treinta de esos años los había pasado trabajando en Davencourt, las largas horas al aire libre habían convertido su moreno rostro en un mapa de finas arrugas. Comía, vivía, y respiraba caballos y no podía imaginar otro trabajo más acorde con él que el que tenía. Sólo porque era lo acostumbrado esperar a que los potros cumpliesen un año antes de empezar su entrenamiento no significaba que tuviera que hacerse así. Posiblemente Bella tuviese razón. Los caballos tenían que acostumbrarse a que las personas tontearan a su alrededor con bocas y pies, y posiblemente sería más fácil, para ambos, caballos y humanos si el proceso empezaba cuando eran recién nacidos que después de un año corriendo salvajes. Aplacaría bastante su agitación y haría más fácil el trabajo del herrero y el veterinario.
—Te diré lo que haremos—, dijo él. —No tendremos otro potro hasta que Lightness para en Marzo. Empezaremos con ése y veremos cómo va.
La cara de Bella se iluminó, sus ojos castaños se tornaron dorados de placer, y por un momento Harry enmudeció de lo bonita que era. Estaba asombrado, porque en realidad Bella era una pequeña cosita poco atractiva, sus facciones demasiado grandes y masculinas para su delgada cara, pero por un breve instante había vislumbrado como sería cuando la madurez hubiese obrado toda su magia sobre ella. Nunca sería una belleza como esa señorita Tanya, pensó con realismo, pero cuando se hiciese mayor, sorprendería a unas cuantas personas. La idea lo hizo feliz, porque Bella era su favorita. La señorita Tanya era una amazona competente, pero no amaba a sus bebés de la forma en que Bella lo hacía y por lo tanto no era tan cuidadosa con el bienestar de su montura como debía serlo. A los ojos de Harry, ese era un pecado imperdonable.
A las once y media, Bella regreso a regañadientes a casa para almorzar. No le hubiese importado saltarse la comida, pero la Abuela mandaría a alguien a buscarla si no se presentaba, así que pensó que podría ahorrarles a todos la molestia. Aunque, como siempre, había apurado demasiado, y no tuvo tiempo para nada más que una rápida ducha y un cambio de ropa. Se pasó un peine por el pelo mojado, y luego bajo corriendo las escaleras, parándose justo antes de abrir la puerta del comedor y entrar con un paso más decoroso.
Todos los demás estaban ya sentados. Tía Maggie se fijó en la entrada de Bella, y su boca se contrajo en una habitual línea de desaprobación. La Abuela miró el pelo mojado de Bella y suspiró pero no hizo ningún comentario. Tío Liam la obsequió con una falsa sonrisa de vendedor de coches usados, pero al fin al cabo nunca la regañaba, así que Bella lo disculpó por tener la profundidad de una cacerola. Sin embargo, Tanya, atacó directamente.
—Al menos podías haberte molestado en secarte el pelo—, dijo, arrastrando las palabras. —Aunque supongo que debemos estar agradecidos de que hayas aparecido y no te sientes la mesa oliendo a caballo.
Bella se deslizó en su silla y clavó la mirada en su plato. No se molestó en responder a la malicia de Tanya, hacerlo sólo provocaría más rencor, y Tía Maggie aprovecharía la oportunidad para añadir su granito de arena. Bella estaba acostumbrada a los comentarios de Tanya, pero no le gustaba nada que tía Maggie y tío Liam se hubiesen mudado a Davencourt, y sabía que cualquier cosa que Tía Maggie dijese le molestaría el doble.
Sue sirvió en primer plato, sopa fría de pepino. Bella odiaba la sopa de pepino así que se limitó a juguetear con la cuchara, tratando de hundir los trocitos verdes de hierba que flotaban por encima. Sí que mordisqueó uno de los panecillos de semillas que había horneado Sue y gustosamente apartó el tazón de sopa cuando llegó el segundo plato, tomates rellenos de atún. Le gustaban los tomates rellenos de atún. Los primeros minutos los dedicó a separar los trocitos de apio y cebolla de la mezcla con el atún, empujándolos en un montoncito en el borde del plato.
—Tus modales son deplorables—, declaró Tía Maggie mientras pinchaba con delicadeza un poco de atún. —Por Dios, Bella, ya tienes diecisiete años, eres lo bastante mayor como para dejar de jugar con tu comida como una niña de dos.
El escaso apetito de Bella desapareció, la familiar tensión y nausea anudaron su estómago, y lanzó a Tía Maggie una mirada resentida.
—Oh, siempre lo hace—, dijo airadamente Tanya. —Es como un cerdo escarbando para encontrar los mejores trozos de bazofia.
Sólo para demostrarles que no le importaba, Bella se obligó a tragar dos bocados de atún, bebiéndose casi todo su vaso de té para asegurarse que no se quedasen a mitad de camino.
Dudaba de que fuese una muestra de tacto por parte del Tío Liam, pero de todas formas le estuvo muy agradecida cuando empezó a hablar sobre la reparación que necesitaba su coche y a sopesar las ventajas de comprar uno nuevo. Si podían costearse uno nuevo, pensó Bella, evidentemente podrían haberse permitido quedarse en su casa, y así no tendría que soportar todos los días a Tía Maggie. Tanya mencionó que también quería un coche nuevo, estaba cansada de ese Mercedes cuadrado de cuatro puertas que Edward había insistido en comprarle, cuando le había dicho unas mil veces que quería un coche deportivo, algo con estilo.
Bella no tenía coche. Tanya tuvo su primer coche a los dieciséis años, pero Bella era una conductora espantosa, perdida siempre en sus sueños, y la Abuela había decidido, que por el bien de los ciudadanos de Colbert County, era más seguro no dejar a Bella pisar una carretera a solas. No le importó, preferiría cabalgar a conducir, pero ahora el diablillo que habitaba en ella despertó.
—A mí también me gustaría tener un coche deportivo—, dijo, las primeras palabras que había pronunciado desde que entró en el comedor. Abrió los ojos desmesuradamente, con inocencia. –Le he echado el ojo a uno de esos Pontiac Grand Pricks.[1]
Los ojos de Tía Maggie se agrandaron con horror, y su tenedor cayó sobre su plato con estrépito. Tío Liam se atragantó con el atún, para después comenzar a reírse sin parar.
—¡Jovencita!— La mano de la Abuela golpeó la mesa, haciendo dar un salto a Bella de culpabilidad. Algunos creyeron que su errónea pronunciación de Gran Prix fue a consecuencia de la ignorancia, pero la Abuela no. —Tus modales no tienen excusa—, dijo la Abuela glacialmente, sus ojos azules centellearon. —Levántate de la mesa. Luego hablaré contigo.
Bella se deslizó de la silla con las mejillas rojas de vergüenza. —Lo siento—, murmuró y salió corriendo del comedor, aunque no lo suficientemente rápido como para no escuchar la ocurrente y maliciosa pregunta de Tanya: —¿Creéis que algún día será lo suficientemente civilizada como para poder comer con otras personas?
—Prefiero estar con los caballos—, murmuró Bella mientras salía disparada por la puerta de entrada. Sabía que debería haber subido primero y haberse puesto otra vez las botas, pero sentía una desesperada urgencia por volver a los establos, donde jamás se sentía fuera de lugar.
Harry estaba comiendo su almuerzo en su oficina, mientras leía una de las treinta publicaciones sobre el cuidado de los caballos que recibía cada mes. La avistó a través de la ventana mientras se escabullía en el interior del establo y meneó la cabeza con resignación. Una de dos, o no había comido nada, cosa que no le sorprendería, u otra vez se había metido en problemas, lo que tampoco le sorprendería. Probablemente serían ambas cosas. Pobre Bella era como un cuadrado que se resistía tercamente a que le limaran las esquinas para poder encajar en un hueco redondo, sin importar que la mayoría de las personas se dejaran hacer exactamente eso. Agobiada constantemente por la desaprobación, se limitaba a acurrucarse y resistir hasta que la frustración era demasiado grande para reprimirla; entonces atacaba, pero de una forma tal que atraía sobre ella más desaprobación casi siempre. Sí poseyese tan sólo una décima parte del egoísmo de la señorita Tanya, podría enfrentarse a todos y obligarlos a aceptarla en sus propios términos. Pero Bella no tenía ni una pizca de mezquindad en su cuerpo, y seguramente era por eso que los animales la querían tanto. Rebosaba de chiquilladas y eso sólo ocasionaba más problemas.
La observó mientras iba de un compartimiento a otro, deslizando sus dedos sobre la suave madera. Sólo había un caballo en el establo, la montura favorita de la señora Denali, un castrado gris que tenía la pata delantera herida. Harry lo estaba manteniendo hoy inmóvil, con compresas frías sobre la pata para aliviar la hinchazón. Escuchó la voz arrulladora de Bella mientras acariciaba la cara del caballo, y sonrío para sí cuando los ojos del caballo se cerraron en éxtasis. Si su familia la aceptase solo la mitad que el caballo, pensó, dejaría de luchar contra ellos a cada instante y se adaptaría al estilo de vida en el que había nacido.

Después del almuerzo, Tanya se dirigió hacia los establos y ordenó a uno de los mozos que le ensillase un caballo. Bella puso los ojos en blanco por los aires que se daba Tanya de señora de la casa; ella siempre ensillaba su propio caballo, y a Tanya no le haría daño hacer lo mismo. Para ser sinceros, ella jamás tenía problemas para tratar con ningún caballo pero Tanya no tenía esa facilidad. Eso sólo demostraba lo inteligentes que eran los caballos, pensó Bella.
Tanya vio su expresión por el rabillo del ojo y clavó una fría y maliciosa mirada sobre su prima. —La abuela está furiosa contigo. Era muy importante para ella que Tía Maggie se sintiese bienvenida, y en vez de ello tuviste que hacer tu número de paleta—. Se calló y su mirada vagó sobre Bella. —Si es que fue una actuación.
Lanzando ese dardo, tan sutilmente mordaz que se deslizó entre las costillas de Bella con apenas una punzada, sonrió ligeramente y se fue, dejando tras de sí un leve rastro de su caro perfume.
—Bruja odiosa—, murmuró Bella, agitando la mano para dispersar la fuerte fragancia mientras miraba con resentimiento la delgada y elegante espalda de su prima. No era justo que Tanya fuese tan hermosa, que supiese desenvolverse tan bien en público, que fuera la favorita de la Abuela, y que además tuviera a Edward. Simplemente no era justo.

Bella no era la única que se sentía resentida. Tanya bullía de la misma emoción mientras se alejaba cabalgando de Davencourt. ¡Maldito Edward! Deseó no haberse casado nunca con él, aunque era lo que se había propuesto desde que era niña, lo que todos habían dado por sentado. Y Edward había asumido que ocurriría más que nadie, pero claro, siempre había estado tan seguro de sí mismo que a veces se moría de ganas de abofetearlo. Que nunca lo hubiese hecho se debía a dos cosas: una, que no quería hacer nada que arruinase su oportunidad de gobernar totalmente en Davencourt cuando finalmente muriese la Abuela; y dos, tenía la inquietante sospecha que Edward no se comportaría como un caballero. No, era más que una sospecha. El podía haber puesto una venda sobre los ojos de los demás, pero ella sabía que podía ser un bastardo despiadado.
Había sido una idiota al casarse con él. Seguramente podía haber conseguido que la Abuela cambiase su testamento y le dejara a ella Davencourt en vez de a Edward. Después de todo, ella era una Denali, y Edward no. Debía de haber sido de ella por derecho. En cambio tuvo que casarse con ese maldito tirano, y había cometido un grave error al hacerlo. Disgustada, tuvo que admitir que había sobrestimado sus encantos y su habilidad para influenciarlo. Pensó que había sido tan inteligente, negándose a acostarse con él antes del matrimonio; le había entusiasmado la idea de mantenerlo frustrado, le gustaba la imagen de él jadeando tras ella como un perro detrás de una perra en celo. Nunca había sido del todo así, pero de todas formas había atesorado esa imagen. En cambio, se había enfurecido al saber que, más que sufrir porque no podía tenerla, el bastardo simplemente se había acostado con otras mujeres, ¡mientras insistía en que ella se mantuviese fiel a él!
Sí, pues ella le enseñó. Fue aún más tonto que ella si de verdad se creyó que se mantuvo “pura” para él durante todos esos años mientras que él se follaba a todas las zorras que conocía en la universidad y en el trabajo. Sabía muy bien como devolverle la pelota, así que siempre que podía escaparse un día o durante un fin de semana, enseguida encontraba algún tipo con suerte para desfogarse, por así decirlo. Atraer a los hombres era asquerosamente fácil, con un simple silbido venían corriendo. La primera vez que lo hizo fue a los dieciséis años y había encontrado una deliciosa fuente de poder sobre los hombres. Oh, tuvo que fingir un poco cuando finalmente se casó con Edward, lloriqueando e incluso obligándose a soltar una lágrima o dos para que creyese que su enorme y malvada polla estaba haciéndole daño a su pobre y virginal coñito, pero por dentro estaba regodeándose por lo fácil que le había resultado engañarlo.
Se regodeó porque, ahora, por fin iba a tener el poder en su relación. Después de años de verse obligada a doblegarse ante él, pensó que lo tenía donde quería. Era humillante recordarlo, haber creído que una vez casados podría manejarlo con facilidad cuando lo tuviese en su cama cada noche. Dios sabía que la mayoría de los hombres pensaban con la polla. Todas sus discretas aventuras, durante todos esos años, le habían demostrado que los agotaba, que no podían estar a su altura, pero todos lo admitían con la boca pequeña. Tanya estaba orgullosa de su habilidad para follarse a un hombre hasta el agotamiento total. Lo tenía todo planeado: por las noche se follaría a Edward hasta dejarlo exhausto, y durante el día sería como mantequilla en sus manos.
Pero no había salido así, en absoluto. Sus mejillas ardían de humillación mientras dirigía el caballo a través de un riachuelo, teniendo cuidado de que el agua no salpicase sus brillantes botas. Por un lado, era a ella a quien la dejaba normalmente agotada. Edward podía estar haciéndolo durante horas, con ojos fríos y observadores sin importar lo mucho que ella jadeara y levantara las caderas y lo trabajara, como si supiese que ella consideraba eso como una competición y que le condenaran si la iba a dejar ganar. No tardó mucho en aprender que él podía aguantar más, y que sería ella la que quedaría allí, agotada y tirada sobre las sábanas retorcidas, con sus partes intimas palpitando dolorosamente por el duro uso. Y no importaba lo ardiente que fuera el sexo, no importaba si lo chupaba o acariciaba o le hacía cualquier otra cosa, una vez que habían acabado, Edward abandonaba la cama, y volvía a sus asuntos, y a ella sólo le restaba poner buena cara. ¡Bueno, maldita fuera, si lo hacía!
Su mejor arma, el sexo, había resultado inefectiva contra él, y quería gritar por la injusticia de ello. La trataba como si fuese una niña desobediente y no como una adulta; su mujer. Era más atento con esa mocosa, Isabella, que con ella. Por Dios, estaba harta de que la dejara abandonada sola en casa mientras que él recorría todo el país. Decía que eran negocios, pero estaba segura que la mitad de sus “urgentes” viajes surgían en el último momento sólo para evitar que ella se divirtiera. Precisamente el mes pasado tuvo que volar a Chicago justo la mañana antes que fueran a marcharse de vacaciones a las Bahamas. Y después, la semana pasada, fue ese viaje a Nueva York.
Se marchó durante tres días. Le había pedido que la llevase con él, muriéndose de ganas, pensando en las tiendas, teatros y restaurantes, pero le contestó que no tendría tiempo para ella y se fue dejándola allí. Así de simple. El bastardo arrogante; seguramente estaría follándose alguna tonta y pequeña secretaria y no quería a su mujer alrededor para que le estropease los planes.
Pero ella se vengó. Una sonrisa apareció en su cara mientras tiraba de las riendas del caballo y reconocía al hombre que ya estaba tumbado sobre la manta debajo del gran árbol, casi escondido en el pequeño y solitario claro. Era la venganza más deliciosa que podía imaginar, resultando aun más dulce por su propia e incontrolable respuesta. A veces la asustaba desearlo tan salvajemente. Él era un animal, totalmente inmoral, tan rudo en sus modales como Edward, pero sin la fría y cortante inteligencia.
Recordó la primera vez que lo vio. Había sido muy poco después del funeral de Mamá, después que se hubiese mudado a Davencourt y engatusado a la Abuela para que la dejase redecorar el dormitorio que había elegido. Ella y la Abuela estaban en la ciudad eligiendo telas, pero la Abuela se había encontrado en la tienda con una de sus amigas y Tanya enseguida se había aburrido. Ya había elegido la tela que le gustaba, así que no había ninguna razón para permanecer allí, escuchando a dos viejas cotillear. Le había dicho a la Abuela que iba al restaurante de al lado a comprar una Coca Cola y huyó.
Y lo había hecho; había aprendido pronto que podía conseguir mucho más, si hacía lo que realmente quería hacer después de haber hecho lo que había dicho que iba a hacer. De esa manera no podía ser acusada de mentir. Y la gente sabía lo impulsivos que eran los adolescentes. Así que, con la Coca helada en la mano, Tanya se había encaminado hacia el quiosco de periódicos donde se vendían las revistas guarras.
En realidad no era un quiosco, sino una pequeña y lúgubre tienda que vendía revistas de pasatiempos, algo de maquillaje y artículos de aseo, algunos artículos “higiénicos” como condones, así como periódicos, bolsas de papel, y una gran variedad de revistas. “Newsweeks” y “Good Housekeeping” estaban visiblemente expuestas en la parte delantera con todas las demás revistas aceptables, pero las que estaban prohibidas las mantenían en un estante en el fondo detrás del mostrador, donde los niños supuestamente no deberían entrar. Pero el viejo encargado, McElroy, tenía artritis, y se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en una silla detrás de la caja. En realidad no podía ver quién estaba en el área de atrás si no se levantaba, y no lo hacía casi nunca.
Tanya le lanzó al viejo McElroy una dulce sonrisa y caminó hacía la sección de cosméticos, donde tranquilamente inspeccionó unos cuantos pintalabios y escogió un brillo rosa transparente; si la pillaban esa sería su excusa para estar en esa zona. Cuando un cliente acaparaba su atención, ella se escabullía fuera de su vista y se deslizaba a la parte de atrás.
Mujeres desnudas retozaban en varias portadas, pero Tanya sólo les dispensaba una breve y desdeñosa mirada. Si quería ver a una mujer desnuda, lo único que tenía que hacer era quitarse la ropa. Lo que le gustaba eran las revistas donde podía ver hombres desnudos. La mayoría de las veces sus pollas eran pequeñas y flácidas, lo que no le interesaba para nada, pero a veces había una foto de un hombre con una bonita, larga, gruesa y empalmada polla. Los nudistas decían que no había nada sexy en corretear por ahí desnudo, pero Tanya pensaba que mentían. De lo contrario, ¿por qué esos hombres se ponían duros como el semental de la Abuela cuando estaba a punto de montar a una yegua? Siempre que podía, se escondía en los establos para mirar, aunque todos se sentirían horrorizados, sencillamente horrorizados si se enteraban.
Tanya sonrió con satisfacción. No lo sabían, y nunca lo harán. Era demasiado lista para ellos. Era dos personas distintas, y ni siguiera lo sospechaban. Estaba la Tanya pública, la princesa de los Denali, la chica más popular del colegio que embrujaba a todos con su alegría y que rechazaba experimentar con alcohol y cigarrillos, tal como hacían otros chicos. Y luego estaba la verdadera Tanya, la que mantenía oculta, la que se escondía las revistas porno debajo de la ropa y sonreía amablemente al señor McElroy cuando salía de la tienda. La verdadera Tanya robaba dinero del monedero de su abuela, no porque hubiese algo que no pudiera tener con solo pedirlo, sino porque le gustaba la emoción.
La verdadera Tanya adoraba atormentar a esa pequeña mocosa, Isabella, le encantaba pellizcarla cuando nadie la veía, le gustaba hacerla llorar. Isabella era un blanco seguro, porque en realidad a nadie le gustaba y siempre creerían antes a Tanya que a ella si iba con el cuento. Últimamente, Tanya había empezado a odiar de verdad a la mocosa, era más que una simple antipatía. Edward siempre la estaba defendiendo, por cualquier cosa, y eso la enfurecía. ¿Cómo se atrevía a ponerse de parte de Isabella en vez de de parte de ella?
Una sonrisita secreta curvo su boca. Ya le enseñaría quién era el jefe. Últimamente había descubierto una nueva arma, ya que su cuerpo había madurado y cambiado. Se había sentido fascinada por el sexo durante años, pero ahora físicamente empezaba a igualarse a su madurez mental. Lo único que tenía que hacer era arquear la espalda y respirar profundamente, empujando sus pechos hacia fuera, y Edward los miraba tan fijamente que le costaba muchísimo aguantarse la risa. También la besaba, y cuando frotaba su delantera contra la de él, empezaba a respirar con fuerza, y su vara se ponía muy dura. Pensó en dejarle hacerlo con ella, pero una innata astucia la había detenido. Ella y Edward vivían en la misma casa; corría demasiado riesgo de que los demás lo descubrieran, y eso podría cambiar la opinión que tenían de ella.
Acababa de coger una de las revistas porno cuando un hombre habló detrás de ella, con voz baja y ronca.
—¿Qué hace una bonita chavalita como tú aquí atrás?
Alarmada, Tanya retiró la mano y se dio la vuelta, enfrentándolo. Siempre había tenido cuidado de que nadie la viese en esta sección, pero no le había oído aproximarse. Alzó la cabeza mirándolo con ojos asustados, parpadeando intensamente y preparándose para meterse en la piel de una ingenua jovencita que había deambulado hacía ahí por accidente. Lo que vio en los ardorosos e increíbles ojos azules que la estaban mirando la hizo vacilar. No parecía que este hombre se fuese a creer cualquier explicación que le diese.
—Eres la chica de Irina Denali, ¿verdad?— le preguntó, manteniendo la voz baja.
Lentamente, Tanya asintió. Ahora que había podido mirarle bien, una extraña emoción le recorrió el cuerpo. Probablemente estaría en la treintena, demasiado viejo, pero era muy musculoso y la expresión en esos ardientes ojos azules la hacía pensar que sabia cosas verdaderamente sucias.
El gruñó. —Ya decía yo. Siento lo de tu mamá—. Aunque dijo las palabras adecuadas, Tanya tenía la sensación que en realidad le tenía sin cuidado. La estaba mirando de arriba abajo, de un forma que la hacía sentir rara, como si le perteneciese.
—¿Quién es usted? —murmuró ella, arrojando una cauta mirada a la parte delantera de la tienda.
Una cruel sonrisa desveló sus blancos dientes. —El nombre es Félix Vulturi, queridita. ¿Te suena de algo?
Ella contuvo la respiración, porque conocía el nombre. Había fisgoneado entre las cosas de mamá a menudo.  –Sí—, dijo ella, tan excitada que apenas podía mantenerse quieta. —Tú eres mi padre.
El pareció sorprendido de que supiera quién era, pensó ahora, contemplándolo mientras yacía holgazaneando bajo el árbol esperándola. Pero a pesar de  lo excitada que ella estuvo al conocerlo, a él le había importado un bledo que ella fuese su hija. Félix Vulturi tenía un montón de hijos, y al menos media docena de ellos bastardos. Uno más, aunque éste fuera un Denali, no significaba nada para él. La había abordado sólo por gusto, no porque en verdad le importase.
De alguna forma, eso la había excitado. Era como conocer a la Tanya oculta, yendo por ahí en el cuerpo de su padre.
La fascinaba. Durante esos últimos años se empeñó en encontrarse con él ocasionalmente. Era rudo y egoísta, y a veces tenía la sensación de que se reía de ella. La ponía furiosa, pero cada vez que le veía, aún sentía esa misma exaltación. El era tan desagradable, tan totalmente inaceptable en su círculo social... y era suyo.
Tanya no recordaba bien el momento en que la excitación se convirtió en sexual. Puede que siempre hubiera sido así, pero no había estado preparada para aceptarlo. Había estado tan concentrada en doblegar a Edward, en mantenerse tan cuidadosa de darse una satisfacción sólo cuando estaba segura, lejos del área de su casa, que sencillamente no se le había ocurrido.
Pero un día, hacia más o menos un año, cuando lo vio, la acostumbrada excitación se había agudizado repentinamente, volviéndose casi brutal en su intensidad. Estaba furiosa con Edward, lo que no era nada nuevo y Félix estaba justo allí, su musculoso cuerpo tentándola, sus ardorosos ojos azules vagando por su cuerpo de una manera en la que ningún padre debería mirar a su hija.
Ella lo había abrazado, apretándose contra él, llamándole “papi” dulcemente, y todo el tiempo estuvo frotando sus pechos contra él, ondulando sus caderas contra su sexo. Sólo hizo falta eso. Le había sonreído, luego la cogió groseramente por la entrepierna y la tumbó en el suelo, donde cayeron uno sobre otro como animales.
No podía alejarse de él. Lo había intentado, sabiendo lo peligroso que él era, sabiendo que no tenía poder para controlarlo, pero le atraía como un imán. Con él no le valían sus jueguecitos, porque sabía perfectamente lo que ella era. No había nada que pudiese darle y nada que ella quisiera de él, excepto el fogoso y demente sexo. Nadie la había follado jamás de la forma que lo hacía su Papi. No tenía que medir cada una de sus reacciones o intentar manipular su respuesta; lo único que debía hacer era dejarse llevar por la lujuria. Estaba dispuesta para lo que quisiese hacer con ella. El era basura, y eso le encantaba, porque era la mejor venganza que jamás pudiese haber elegido. Cuando por las noches Edward se tumbaba a su lado en la cama, tenía bien merecido que estuviese durmiendo con una mujer que, sólo unas horas antes, había estado pegajosa de las secreciones de Félix Vulturi.

[1]          Prick en ingles significa “polla”, “picha”, “gilipollas”… Hace un juego de palabras con una marca de coche: Pontiac Grand Prix.



5 comentarios:

  1. así que era su padre =/ wow no me esperaba eso =) al igual que no me imaginé que Ed y Tanya ya se hubieran casado =j

    me gusta la historia =D nos estamos leyendo =3

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  2. holaa pase a leer por aquii el capii por que fanfiction no lo subiste entonces lo leii aquiii...me re gustooo y odioo a taniaaa por dios es re cruel con bella y la abuela tambien son re brujas menos mal que edweardd la trata bien...y tania es una zorra asi que se acuesta con felix vulturi ...y guauu tania y edward ya estan casadossss...bueno nos leemos en el proximo!!! besotes!

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  3. devras no me imagine que era el papa esta mujer esta loca xd me encanta

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  4. entre por aqui para seguir tu historia pq FF no han actualizado...bueno el capitulo avanzo muchisimooo bueno nos seguimos leyendo....quieroo ENGAÑO DE AMOORR!!!Aaaaaaaaaaaaahhhh me encanta!!!

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  5. no me lo puedo creer!!!
    tengo ganas de saber mas de edward y bella, como odio a Tanya, a ver que va a pasar con ella...
    besos wapisima

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