viernes, 18 de marzo de 2011

No me casaré con vos

Capítulo 21 “No me casaré con vos”
—¡No seáis absurdo! La conozco —dijo Edward a Jasper—. ¡Jamás accederá!
Había acudido primero a su amigo, a quien había encontrado en la galería jugando con lord Whiggin al ajedrez, con Alice encaramada detrás de él. Whiggin era un excelente jugador, así que Edward había dejado caer unas cuantas indicaciones disimuladamente para ayudar a Jasper a perder la partida y éste, desconcertado, se lo había reprochado. Sin embargo, tan pronto como se había levantado de la silla, Edward le había pasado un brazo alrededor del hombro y disculpado ante Alice, murmurando una excusa para llevarse a su amigo.
En esos momentos vagaban por los muelles. Era un día frío y despejado, pero la primavera se respiraba en el aire. Un mortero y una mano pintados en un letrero de madera señalaban a su izquierda una farmacia; junto a ésta se hallaba la tienda del barbero-médico y al otro lado de un callejón atestado de mirones, donde bailaban golfillos de la calle y un juglar cantaba las alabanzas del nuevo rey Tudor, había una fragua de la que salían ráfagas de aire caliente.
—Sigo diciendo que vale la pena intentarlo —argumentó Jasper frotándose las manos, heladas a pesar de los suaves guantes de piel, regalo de Navidad de Alice—. Allí hay una taberna. Tal vez con una buena cerveza el problema nos parezca más sencillo.
Diez minutos más tarde se encontraban en un reservado con una gran chimenea, atendidos por una embelesada muchacha. Edward se hallaba sentado ante el fuego con las piernas extendidas, los pies cruzados, una jarra de cerveza en la mano, contemplando pensativo las llamas. Jasper, más animado, trataba todavía de convencerlo de que todo lo que tenía que hacer era preguntar.
—Le decís que deseáis olvidar el pasado, por el bien del niño.
—Jasper, no accederá, lo sé.
—Cualquier mujer en sus difíciles circunstancias querría casarse con el padre de su hijo. ¡La Iglesia! ¡Saca a colación la Iglesia!
—Demasiado tarde, ¿no os parece? Estoy seguro de que está enterada de lo que me vi obligado a responder a nuestro buen padre Gerandy en Edenby.
Jasper bebió un sorbo de cerveza, dejó la jarra en la mesa con brusquedad y alzó los brazos.
—¡Decidle que es el rey quien lo ordena!
—No lo comprendéis, amigo. Uno obedece al rey que honra por motivos políticos. Los padres obedecen a los reyes, y las hijas a los padres, por temor a perder. Pero Bella no tiene nada que perder.
Jasper lo miró sin comprender, luego se levantó, abrió la puerta y pidió a la muchacha que trajera más cerveza. Mientras esperaba, se volvió hacia Edward.
—Pero vuestro plan es demencial.
—¡No, no lo es! Se soborna al cura y está hecho. Será fácil sobornar al cura una vez se convenza de que está cumpliendo con la voluntad del rey.
La muchacha cruzó la puerta con una bandeja con otras dos jarras llenas. Dejó la bandeja ante Edward, inclinándose con los senos altos y constreñidos dentro del corpiño. Era una hermosa joven, bien dotada y rolliza, de alegres ojos grises y rosadas mejillas. Le sonrió distraído, consciente de que ella probablemente estaba calculando la suma que podría pedirle a cambio de sus favores.
«Algún día será gorda —pensó Edward—. Y esas sonrojadas mejillas caerán en una papada...» Se dio cuenta de que estaba siendo cruel. En otro momento de su vida tal vez le habría parecido tentadora para una noche y, quién sabe, a lo mejor ella conocía ese oficio aparte de servir cerveza. No habría sido más que una noche de borrachera y diversión, un alivio de las necesidades naturales... Era lo bastante atractiva.
Sin embargo, no podía evitar compararla con Bella. Al igual que todas aquellas largas noches en Irlanda en que cerraba los ojos y la veía. Veía la hermosa forma de su rostro, los altos pómulos, los labios llenos, definidos y coloreados como con el pincel de una artista. La espalda, suave y evocadora; las piernas largas, flexibles y ligeramente musculosas, perfectamente moldeadas.
Bella...
Pensaba en ella, no en Tanya. Y mientras la muchacha seguía mirándolo con coquetería, hablando interminablemente de la comida que la taberna ofrecía, él sintió un repentino estremecimiento, y tuvo que admitir algo que había empezado a comprender al volver a su hogar, algo que había echado raíces en su corazón al salir de los aposentos de Enrique, algo que aún ahora lo desgarraba.
No sólo la deseaba, sino que la necesitaba. Lo había hechizado con su espíritu, su voz y sus palabras, la ternura hacia sus seres queridos. Admiraba su tenacidad y su lealtad hacia los que habían muerto ante ella. Después de todo el tiempo transcurrido, no había logrado someterla.
A su regreso de Irlanda, no la había ignorado para castigarla, sino porque no había sido capaz de sofocar la violenta batalla que se libraba en su interior. No habría podido pronunciar las dulces palabras de amor que ahora le brotaban.
—¿Su Excelencia?
—¿Sí? —Meneó ligeramente la cabeza hacia la muchacha de la taberna y Jasper le preguntó si tenía hambre.
Él asintió y la muchacha prometió llenarle la boca con los más deliciosos manjares. Entonces él volvió a contemplar el fuego, sombrío. «De modo que la amas, estúpido. Enterrarías el pasado y la amarías, y no es por orden de Enrique que accedes a casarte con ella, sino siguiendo los dictados de tus propios deseos. Has decidido todo esto... cuando es posible que ella siga conspirando contra ti y baile alegremente en torno a tu lecho de muerte. Se reunió con sir Jacob en la capilla y ese tipo no es de fiar. No la ames, idiota...»
Levantó la nueva jarra de cerveza y la vació de un trago, luego sonrió a Jasper, agradecido por el estado de aturdimiento y euforia en que le había sumido el alcohol. Nunca bebía en exceso, pero aquel día tal vez lo haría.
Jasper volvió a sentarse a su lado.
—¿Y qué pasará si ella se las arregla para hablar?
Edward rió con ojos chispeantes.
—¡Oh, no lo hará! —Recordó el día que Bella había estado a punto de alcanzar el convento de las hermanas de la Buena Esperanza—. No pienso brindarle la oportunidad.
Se oyó un repentino estallido de risas procedente del otro lado de la puerta y Jasper se levantó, intrigado. Se asomó a la sala común, donde se celebraba una reunión de una de las cofradías de la ciudad. Un grupo de hombres comía, bebía y reía de las bufonadas de un joven trovador, un muchacho de apenas veinte años, pero con gran talento con el laúd y el verso.
Jasper salió y se dirigió hacia un fornido hombre sentado en un banco del fondo con la barba blanca de espumosa de cerveza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jasper, y el hombre, al ver su aspecto y vestuario y el escudo de armas del broche que le sujetaba la capa, se puso inmediatamente de pie.
—Milord, el muchacho está entonando una canción muy divertida sobre las mujeres.
Jasper, que también había bebido lo suyo, se acercó al apuesto joven. Éste también se apresuró a levantarse y hacer una reverencia al ver el aspecto de Jasper, pero éste sonrió y, rodeándole los hombros con un brazo, le pidió que lo acompañara.
Edward levantó la vista sorprendido cuando Jasper apareció con compañía, y el joven y humilde muchacho se ruborizó e hizo una reverencia, diciendo:
—Su Excelencia, no sé por qué estoy aquí.
—Verás, joven, necesitamos tu consejo.
—¿De veras? —preguntó Edward, sonriendo a Jasper. Volvió a estirar las piernas cómodamente y cogió la cerveza—. Está bien. Adelante, Jasper. Veamos qué tiene que decirnos este sagaz juglar.
—Su Excelencia es un hombre poderoso —comentó Jasper al muchacho—. El duque de Edenby, conde de Bedford Heath. Y no son títulos vacíos, porque sus tierras se extienden más allá de lo que alcanza la vista... Es un valiente soldado y uno de los caballeros favoritos de Su Majestad Enrique VII Pero tiene un problema. —Se detuvo para servir al nervioso joven una jarra de cerveza y ofrecérsela.
El joven bebió un buen trago.
—¿Una mujer? —preguntó.
—Así es, una mujer —asintió Jasper.
—¿Bella? —preguntó el joven.
—Como ninguna —respondió Jasper.
—¿Joven y hermosa?
—Joven e increíblemente hermosa.
—¿Dulce y gentil?
—¡Tan cortante como las espinas de un rosal! —replicó Edward, riendo.
Sirvió más cerveza a todos y el muchacho se olvidó de su humilde posición y se sentó a su lado con una sonrisa sensiblera.
—¡Una rosa entre espinas! —proclamó.
—¡Una rosa blanca cuando el mundo se vuelve rojo! —añadió Jasper.
—¡Ahhhh! —murmuró el juglar.
—Yo digo que debería cortejarla con dulzura. Susurrar palabras tiernas y pedirle que sea su esposa.
—Se negará —repuso Edward.
El muchacho inclinó la cabeza, pensativo, luego la levantó con una amplia sonrisa.
—Yo os digo que la posea, milord: ¡Un apuesto caballero, subiéndola a lomos de su corcel y huyendo en medio de la noche para hacerla suya! Después de eso, aceptará.
—No —repuso Jasper con gravedad—. Ya lo ha hecho.
—¡Oh! —exclamó el juglar, perplejo.
—Piensa engañarla para llevarla de su brazo al altar.
—¿Y si se niega a andar?
—Entonces la llevará en brazos.
—Me parece, en el mejor de los casos, un plan un tanto arriesgado, milores. Pero no soy más que un pobre muchacho y desconozco las intenciones de la joven.
—Nosotros también —rió Edward.
El juglar continuaba pensativo.
—Una rosa entre espinas, ¿eh? Una dama que ha conocido el amor... pero se resiste con arrogancia. Pero si alguien reclama la rosa, debe quitar con cuidado las espinas. Por tanto os digo que probéis primero con los ruegos... y luego con la fuerza. Y tened siempre presente, milord, que lo mejor y más hermoso a menudo es lo más difícil de obtener.
—¡Que ha conocido el amor! —Jasper estalló en carcajadas—. Vamos, amigo, la joven lleva la semilla en su vientre.
—¿Y sigue negándose?
—¡Exacto!
—Bien, excelencia, yo le daría una paliza hasta que dijera que sí.
Jasper rió y alzó la jarra de cerveza.
—¡A la salud de Bella! ¡Para que caiga, por las buenas o por las malas!
Y Edward alzó su jarra, lo mismo que el juglar, quien no tardó en entonar una picaresca canción. Y el día pareció transcurrir a una velocidad vertiginosa. Habían comido dos patas de cordero y consumido bastante cerveza, y visto a la muchacha de mejillas rosadas sentada en el regazo del joven juglar antes de emprender el regreso por las sombrías calles, cogidos del brazo y todavía cantando. Edward convino en hablar primero con Bella, y si fracasaba, acudir a Alice para que lo ayudara. Sin duda lo haría, porque deseaba lo mejor para Bella... y cualquiera con dos dedos de frente sabía que eso era lo mejor.
—Me atrevo a decir que la necesitaremos... —Jasper se interrumpió con el ceño fruncido, intentando despejarse de la borrachera.
Edward se había quedado inmóvil en medio de la noche, mirando fijamente el callejón que estaban cruzando. Un gato maulló y advirtieron cierto movimiento en las proximidades. ¿Ratas? Recorrían los muelles a millares.
Edward meneó la cabeza, serenándose de golpe. Indicó con un ademán que siguieran andando. Las puertas del palacio seguían a cierta distancia, a través de muchas oscuras y estrechas calles.
Entonces Jasper oyó ruido de pasos a sus espaldas. Edward siguió hablando, pero Jasper advirtió que procuraba espaciar las palabras para escuchar. Doblaron la esquina y los pasos de pronto se oyeron más próximos. Sintieron una corriente de aire en el preciso momento en que eran, alcanzados por detrás. Jasper se volvió al tiempo que Edward, empuñando la espada. Un tipo enorme y desdentado vestido con una chaqueta de piel atacó a Jasper con un cuchillo, mientras otro, más delgado y ágil, con una raída capa de lana, se abalanzaba con una maza sobre Edward.
La pelea terminó al poco de empezar, tan acostumbrados estaban Jasper y Edward a manejar la espada. Sin embargo, mientras los dos rufianes yacían desangrándose en el callejón, Edward maldijo y se agachó al lado de uno, tratando de encontrarle el pulso.
—¡Ladrones! —se quejó Jasper—. ¿En qué se está convirtiendo esta ciudad?
Edward profirió un juramento.
—Están muertos.
—¡Mejor ellos que nosotros! La escoria que asesina por unas monedas se lo merece...
—No creo que fueran ladrones.
—Entonces, ¿qué?
Edward se levantó, meneando la cabeza.
—No lo sé. Pero un ladrón no habría abordado jamás a dos caballeros armados. Habrían atacado a un débil comerciante, un estudiante o un artesano.
—Así pues, ¿eran asesinos? Pero ¿quién iba a querer acabar con nosotros en la calle? Cualquiera de nuestros conocidos nos habría desafiado.
Edward sintió un ligero escalofrío al recordar los ojos de Bella. ¿Habría pagado a alguien para que lo asesinaran? Había intentado hacerlo ella misma en una ocasión, y casi lo había logrado. ¿Podía haber sido obra suya?
Había hablado con Jacob en la capilla. En otra ocasión habían tramado juntos una traición. Jacob deseaba verlo muerto, lo sabía muy bien. Pero ¿cómo iba a demostrarlo? Aún más, ¿quería demostrar que la hermosa mujer que llevaba un hijo suyo en las entrañas, que se había convertido en la obsesión de su vida, no deseaba su corazón... sino su cabeza en una bandeja?

Bella se sobresaltó y alzó la mirada al oír el sonido de los guijarros contra el cristal.
Se apresuró a levantarse y, dejando el libro sobre ajedrez de Claxton en la silla situada frente al fuego, corrió a asomarse al pequeño patio. Vio una sombra que le pareció amenazante y se estremeció. Luego reconoció a Jacob y dejó escapar un débil grito.
Volvió a hurtadillas a la habitación, se echó la capa sobre los hombros y se apresuró a salir por la puerta que daba al patio. Estaba oscuro, pero las velas procedentes del corredor descubierto que conducía a los aposentos del rey daban suficiente luz para andar sin tropezar. Bella cerró la puerta con cuidado tras de sí, pero antes de poder hablar, recibió un beso en la boca y se encontró con la espalda contra la puerta, el cuerpo de Jacob apretado contra el suyo, sus manos en los hombros... y sus ojos clavados en los de ella con tal visible tormento que no fue capaz de reprenderlo por su imprudencia.
—¡Jacob! Me alegro de veros sano y salvo, pero...
—¡Ah, Bella! ¡Cómo me duele veros así! —Retrocedió con brusquedad, como si el vientre de Bella contuviera una enfermedad en lugar de un bebé—. Pero pronto estaréis conmigo, lo juro.
Ella bajó la mirada.
—Jacob —murmuró con cansancio—, Edward me...
—Me ocuparé de Edward, milady —dijo él, riendo secamente—. Seguís siendo tan hermosa... He soñado con vos noche tras noche, suspirando.
—Jacob, por favor —murmuró ella, nerviosa. Lanzó una mirada al corredor descubierto, rogando que a nadie se le ocurriera pasar por allí. Estaba furiosa con Edward por haberse olvidado de ella, pero no quería que la sorprendiera de nuevo hablando con Jacob.
—No temáis —dijo Jacob con amargura—. Vuestro amante está bebiendo en la taberna. No regresará.
—¿Hasta tarde?
Jacob sonrió.
—No regresará. ¡Oh, Bella! —Le tocó el vientre y ella sintió repulsión, aunque no comprendía cómo un amigo podía hacerla sentir así—. Rezad para que sea niña. El rey será más proclive a ceder las propiedades de un padre a una hija bastarda. Un hijo podría resultar amenazador.
—¿De qué estáis hablando, Jacob?
Él meneó la cabeza y se echó a reír.
—Aunque sabe Dios que el semental en celo podría haber dejado atrás una docena de pequeños bastardos en Irlanda.
Ella se puso rígida, sintiendo que los celos la atravesaban como una hoja de acero. Se dijo que era insensato estar allí y tuvo ganas de echarse a llorar. Habría jurado que Edward deseaba ese hijo. Y que la amaba, o la volvería a amar. Ella le había dado tanto de sí misma... Sin embargo, jamás había afirmado que su relación duraría siempre. Había podido acostarse perfectamente con una docena de rameras irlandesas y consideraría que estaba en su derecho. Ella no era más que un trofeo de guerra, iba en el mismo lote que el castillo, junto con los muebles y los tapices. Oh, Dios, ¿cómo había sido tan estúpida después de la tragedia para permitir que él le conquistara el corazón?
—Jacob...
—No, amor mío, no me miréis de ese modo. No voy a hacer daño a vuestro hijo para que el mío herede. Podríamos darlo a la Iglesia. ¡Vuestro hijo será una eminencia en cuestiones teológicas!
—¡Jacob! ¡Por favor, no digáis tonterías!
Él le acarició la mejilla y agregó con tono conspirador:
—Tiene que casarse con vos, ¿lo sabéis? Tengo espías entre los criados más allegados al rey. El rey os admira y ha estado presionando a Cullen. Si no se casa con vos, Enrique lo despojará de Edenby. Tal vez sólo sea una amenaza... pero yo no correría el riesgo.
—¿Cómo decís?
—El rey ha exigido a Edward que se case con vos. Incluso le ha prometido una tierra más extensa que Edenby. Edward poseerá más riquezas que la más alta nobleza. Enrique lo ha planeado todo con sumo cuidado. No des poder a tus nobles a menos que sepas perfectamente que tienen motivos para serte del todo leales.
Ella temblaba y creyó que iba a desvanecerse, pero cuando abrió la boca para volver a hablar, jadeó y volvió a guardar silencio. Había oído algo a sus espaldas, en el interior de su alcoba. Y nadie entraba allí sin previo aviso, ni siquiera el rey. Salvo Edward.
—¡Jacob, marchaos, por favor! ¡Es Edward!
Jacob sonrió pagado de sí mismo.
—No es posible.
—¡Bella! —Se oyó una voz profunda y exigente procedente de la alcoba.
Jacob se sobresaltó.
—¡Os lo he dicho! —susurró ella—. ¡Marchaos, por favor! ¡Oh, por el amor de Dios, Jacob, os matará!
Él se volvió, cruzó corriendo el patio y subió de un salto a uno de los enrejados para alcanzar el corredor del piso superior. La puerta detrás de Bella se movió; ella sofocó un grito y se apoyó con todo su peso contra ella hasta asegurarse de que Jacob había desaparecido.
Edward salió, envuelto en sombras y apestando a cerveza. Ella rezó para que no hubiera visto a Jacob.
—¿Qué estáis haciendo aquí fuera? —exigió saber.
—Nada.
—Hace mucho frío.
—Contemplaba la luna.
—No hay luna.
—Oh... —Recordó entonces las palabras de Jacob y le invadió un doloroso tormento—. ¡No es asunto vuestro! —exclamó, decidida a pasar por delante de él.
Pero Edward la sujetó y la atrajo hacia sí, deslizando un brazo por su cintura para sujetarla y con la mano acariciarle el vientre hinchado.
—Sí es asunto mío, amor mío.
—¡Estáis borracho!
—Sólo un poco.
—Me estáis echando el aliento.
—Ah, comprendo, preferiríais que no respirara.
—Maldita sea, Edward, soltadme. Anoche dijisteis que no deseabais molestarme visitándome... Volved a donde estabais, os lo ruego.
—No, milady, anoche fue una extraña excepción. He vuelto y hace frío, así que vais a entrar conmigo ahora mismo.
Ella trató de liberarse, pero comprendió que jamás lo lograría. Se sentía ligeramente mareada. Anhelaba que él la tomara en sus brazos con ternura, no a la fuerza. Lo había añorado y deseado durante esas tres largas semanas. De pronto recordó las palabras de Jacob...
—¡Adentro, milady!
Ella murmuró una protesta pero lo siguió, y él cerró la puerta del patio. Bella se acercó al hogar. Maldita sea, se había pasado todo el día bebiendo...
—Tengo que deciros algo —dijo él desde la puerta.
Ella se volvió y al ver su mirada penetrante y cautelosa, sintió un estremecimiento. ¡Oh, cómo lo deseaba!
Sus besos, sus caricias. Sentir el masculino vigor de su cuerpo...
Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde que lo había visto por última vez. Sólo deseaba tocarlo, aunque fuera un desvergonzado. Volvió a mirar el fuego y trató de adoptar una actitud orgullosa y desafiante. ¡Oh, el muy canalla! Conque el rey ahora la apreciaba...
—He pensado mucho últimamente. Por el bien de Edenby y el futuro de nuestro hijo, voy a casarme con vos.
—¿De veras? —Ella se volvió hacia él.
—Dentro de tres semanas. Leerán nuestras amonestaciones. Y antes debo ir a Bedford Heath.
—Oh, creía que nunca os casaríais, milord.
Él apretó los labios y por un instante no respondió.
—Bella, estáis a punto de dar a luz un hijo ilegítimo.
Ella perdió los estribos. Si hubiera tenido cerca algo que arrojarle, lo habría hecho.
—¡Ah milord, he oído decir que Irlanda ha sido prácticamente repoblada de ingleses después de vuestra estancia allí! Volved a los encantadores y verdes bosques de Irlanda con vuestras propuestas de matrimonio.
—Pero Bella...
—¡Basta! —Golpeó el suelo con el pie, al borde de las lágrimas— ¡No pienso casarme con vos! ¡Matasteis a mi padre y me robasteis las tierras! Y algún día, milord, obtendré la libertad... para mi hijo y para mí.
—Bella...
—Estáis mintiendo, canalla... ¡No me casaré con vos, lo juro! ¡Sé que el rey os lo ha ordenado! ¡Me recrearé contemplando cómo os arrebata vuestro poder!
Él no dio muestras de irritación. Arqueó una ceja divertido y se acercó a ella. Bella percibió su calor antes de que la rodeara con su poderoso brazo. Se sintió mareada, tan agudamente consciente de su proximidad que tardó en hallar fuerzas para apartarlo. Pero no logró escapar y se limitó a mirarlo a los ojos, más de un verde más oscuro que el fondo del mar y llenos de resolución.
—Os casaréis conmigo dentro de tres semanas, milady.
—Eso os creéis, milord. ¡Los votos no saldrán de mi boca!
—Ya lo veremos.
—Decid lo que queráis.
Durante unos momentos permanecieron desafiándose con la mirada, la tensión latente entre ambos.
Y entonces Edward la soltó, se dio la vuelta y se apoyó contra la repisa de la chimenea.
—¡Oh, canalla, borracho y mujeriego! —exclamó ella, con lágrimas de furia y dolor.
Allí estaba el muy bribón, exigiéndole que se casara con ella, mientras la tenía encerrada en una habitación como una yegua preñada y él se pasaba todo el día fuera bebiendo y flirteando. No lo toleraría; no volvería a tocarla, se juró Bella.
—¿Mujeriego? —preguntó él.
Luego se echó a reír y, en efecto, aunque aguantaba bien la cerveza, se hizo evidente que estaba borracho. Volvió a agarrarla y ella dejó escapar un grito e intentó zafarse de él, pero no era muy veloz en su estado. Edward la cogió y le arrancó la capa. Riéndose, la desnudó del todo; ella volvió a mirarlo a los ojos, furiosa.
—No pienso entreteneros después de haberos pasado los días bebiendo y acostándoos con rameras y... ¡Edward, no...!
Ella se encontró de pronto en sus brazos, furiosa... y cómoda. Y él la miraba con una misteriosa sonrisa. Bella le golpeó el pecho con un puño, pero él no se inmutó.
—Edward —gimió ella con voz entrecortada y bajando los ojos—, no puedo. No creo que me falten muchas semanas...
—Shhh, Bella. Sólo quiero dormir abrazado a vos y al niño.
La tendió con ternura en la cama y apagó las velas. Ella lo oyó desvestirse y pensó con amargura que lo odiaba, oh, lo odiaba con toda su alma, por todo lo que había hecho... y por hacerle sentir tan terribles celos y tan herida e indignada... y enamorada.
Se deslizó bajo las sábanas y se tendió a su lado, y ella sintió todo el maravilloso calor de su cuerpo desnudo y toda la fuerza de sus brazos que la acariciaban con delicadeza y ternura.
Transcurría el tiempo y él se limitó a abrazarla.
—¡No voy a casarme con vos, Edward! —advirtió ella apenas sin voz, mientras las lágrimas acudían a sus ojos y se apresuraba a tragar saliva.
—Dormid, Bella.
Se produjo un silencio entre ambos, hasta que ella se vio obligada a hablar una vez más.
—Me alegro de que no os hayan matado, Edward. Os aseguro que deseaba que regresarais con vida. Pero no me casaré con vos.
—Shhh, Bella. Dormid.
Y ella guardó silencio.
Edward volvió a besarle el cabello mientras se preguntaba quién podía haber tratado de matarlo esa noche. Si no se equivocaba, había visto una sombra en el patio.


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