miércoles, 2 de marzo de 2011

No fue mi culpa

Capítulo 16 “No fue mi culpa”

No había indicios de disturbios cuando Edward llegó a la corte de Enrique en Londres. Todo parecía ir bien. En los corredores de Westminster había un gran bullicio. Por todas partes se sentaban los músicos con sus arpas, trompetas, flautas y laúdes, probando de vez en cuando los instrumentos mientras aguardaban la audiencia del rey. Sir Robert Gentry, un viejo conocido de Edward, lo saludó desde una galería descubierta con una de sus mejores águilas de caza en el brazo, impaciente por regalar el ave a Enrique, pues era sabido que a éste le gustaba la caza.
La corte se hallaba tranquila, no parecía haber peligro de revuelta.
Uno de los capellanes de Enrique, con el rostro manchado de la tinta que utilizaba para tomar sus notas, se acercó a Edward para comunicarle que el rey estaba enterado de su presencia e impaciente por verlo a solas.
—Al tañedor de laúd, dos chelines. Por los halcones portugueses, una libra... —murmuró mientras se alejaba revisando sus notas.
—Un lugar interesante, ¿no os parece? —comentó Robert.
—La corte sigue igual —se limitó a responder Edward.
Sir Robert se encogió de hombros con una sonrisa.
—Sí y no. Enrique está dando mucha importancia a las rosas rojas y blancas... idealizando los últimos treinta años. Le oí hablar con una horda de escribas y clérigos. Os lo digo, Edward, es un tipo listo. Conservará el trono. Ricardo aún no está frío en la tumba y él ya ha dejado de ser un apuesto y frágil joven para convertirse en un horrible jorobado. Aún más, nuestro nuevo rey costeará al parecer una elegante tumba para su predecesor. —Robert se encogió de hombros—. Hablan de una nueva era; nuestro rey es conservador, y muy listo.
Edward asintió mientras palidecía. Vio pasar a una joven bailarina con una pandereta y a un individuo que llevaba un cachorro de oso con una correa, y de pronto reparó en un hombre que no esperaba volver a ver. Lo observó largo rato, a fin de asegurarse de que era él. El corazón empezó a latirle con fuerza y empezaron a zumbarle los oídos. Se llevó la mano a la espada y se sobresaltó cuando sir Robert le cogió del brazo.
—¡Edward, estamos en medio de un cortejo de juglares y bailarinas, y parecéis la Peste Negra! Tened cuidado.
Edward tembló ligeramente y miró con fijeza a Robert. Cerró y abrió puños y respiró hondo para aliviar la tensión. Señaló con un ademán el otro extremo del corredor.
—A ese hombre lo conocí poco antes de Bosworth. Se llama sir Jacob y estaba muy unido al viejo lord de Edenby. Luché contra él. ¿Qué hace aquí?
Sir Robert se volvió.
—¿Ese joven de allí? Pero si es sir Jacob Black. Sí, era yorkista, pero se unió a los Stanley en la batalla, o eso tengo entendido. Demostró ser un buen combatiente, matando hombres a diestra y siniestra y desafiando la muerte. El rey le ha tomado bastante afecto.
—¿Cómo decís? —exclamó Edward con incredulidad.
—Sólo sé que el rey Enrique afirma que es un héroe —susurró Robert a su oído—, y hay que tener cuidado con el rey. Si vos fuerais él, Cullen, también andaríais con cautela y consideraríais que los hombres están con vos o contra vos. Y si Enrique afirma que sir Jacob es leal, ha de serlo.
—¡Leal! —gruñó—. Ese hombre participó en un pacto de traición. Lo creía muerto... tal vez al lado de Ricardo, pero jamás de Enrique.
—¡Edward!
Edward se volvió al reconocer la voz. Enrique Tudor había abandonado la galería y entraba en el vestíbulo. Las mujeres hicieron reverencias a su paso; los hombres se inclinaron y todo el corredor quedó en silencio.
—Edward, llegáis en el momento oportuno —dijo el rey, rodeando el hombro de su viejo amigo con el brazo—. Vamos, tenemos que hablar a solas.
—Por supuesto, majestad.
Enrique condujo a Edward de vuelta a la galería. El rey cerró la puerta antes para que nadie los siguiera.
—¡Por Dios! —exclamó Enrique—. ¡Ya ha comenzado! —Alzó las manos, luego se las cogió a la espalda y empezó a pasearse—. ¡En el norte y en Irlanda! No soy estúpido, Edward, sé que tendré que vérmelas con los vástagos Plantagenet. Pero tendrán que esperar. Necesitarán unos cuantos años para reunir un ejército. —Se acercó al escritorio y descargó el puño sobre una hoja—. ¡Sir Hubert Giles de Norwich! Mis espías me han advertido que está reuniendo un ejército para marchar sobre Londres. ¡Sir Hubert, nada menos! ¡Pondría a Warbeck en el trono! Es un necio...
—Sí, Enrique, es un necio. —Edward se atrevió a interrumpir la diatriba del rey—. ¿Adónde cree que llegará? Lo que no comprendo es por qué permitís que eso os inquiete de este modo, majestad.
Enrique se dejó caer en el enorme sillón con patas de cabra, detrás del escritorio.
—Reinar es algo que asusta, Edward —se limitó a decir—, Pero, por Dios, tengo intención de hacerlo bien. ¡Fijaos en todo lo que ha sucedido! ¡Oh, sí, me propongo cambiar el curso de la historia! Dios, en su infinita sabiduría, sabe que lo que llaman la Guerra de las Rosas no ha supuesto la devastación de la tierra... ¡sólo de la maldita aristocracia normanda! ¡Pares! ¡Habrá dieciocho en mi Parlamento! ¡Antes del reinado de Eduardo eran unos cincuenta, y además franceses! ¡Después de todos los años transcurridos desde la conquista!
Edward arqueó una ceja. Cullen era un nombre normando y él mismo procedía de una de esas familias normandas, al igual que los Plantagenet, y Jasper de Gaunt, a través del cual Enrique reclamaba su derecho a la corona, había sido un Plantagenet. Así pues, ¿qué trataba de insinuar Enrique?
El rey se levantó.
—Estoy preocupado, Edward. Fijaos en las disputas familiares que se han producido, en la cantidad de asesinatos y saqueos que han tenido lugar. Os lo digo, podrían ser las guerras y los tiempos en que vivimos. Fijaos en Bedford Heath —añadió en voz baja—, el horror de semejante matanza. ¡No volverá a ocurrir! No tengo prisa en nombrar pares y nobles, os lo aseguro. No permitiré que esos barones se hagan tan fuertes que crean poder levantarse contra mí y asesinar a los que me son leales. ¡Eso se acabó, lo juro!
Edward se puso rígido ante la mención de su derecho de nacimiento, pero no dijo nada. Enrique lo miró. De pronto parecía cansado y se recostó en la silla.
—Voy a enviaros al norte, Edward. Os proporcionaré todos los hombres necesarios, pero vos estaréis al mando. He ordenado venir a sir Emmett de Bedford Heath para que os acompañe, ya que allí todo está en paz y sé que Jasper Withlock se ha quedado al mando de Edenby.
Edward se sintió intranquilo. Sí, Jasper podía permanecer al mando, pero Edward no deseaba ausentarse. Edenby significaba todo para él. Era la razón de su vida, someter el lugar, y traer de nuevo la paz y la prosperidad. No podía ausentarse. ¿Cómo podía esperar conservar la autoridad un lord ausente?
—Enrique...
—Os necesito, Edward.
Edward bajó unos instantes la cabeza, cerrando los puños con fuerza a su espalda. Lo había comprendido. Enrique quería acabar con los rebeldes en una lucha justa y sabía que Edward lo lograría. Y ningún hombre que esperara vivir bien y prósperamente negaba nada a su rey.
—Como digáis. —Pero levantó la cabeza con brusquedad, dispuesto a desafiarlo de nuevo—. Enrique, he visto en el corredor a un tal sir Jacob...
—Sí, sir Jacob. Os acompañará.
—¿Cómo decís? —Edward no quería volver a tener cerca a ese traidor, aunque tampoco deseaba perderlo de vista—. Señor, creo que nunca os he explicado con detalle lo ocurrido en Edenby. Los yorkistas se rindieron en un acto de traición. Tomamos el castillo, pero nos drogaron y muchos de mis hombres fueron asesinados o encerrados en prisión. Sir Jacob, vuestro noble guerrero de Bosworth, participó en todo ello.
Enrique negó con la cabeza observando a Edward, y éste comprendió que ya conocía toda la historia.
—Lo sé. Sir Jacob acudió a mí, Edward, con una humilde confesión. Me explicó la traición, pero juró que no la había aprobado. Fue valiente al combatir contra los yorkistas en el campo de batalla. Lo vi con mis propios ojos, Edward. Combatió con valor contra mis enemigos y creo que, si se lo permitís, os servirá bien.
Edward no lo creía, pero no tenía pruebas para demostrar al rey su error.
—¿Cuándo debo partir? —preguntó.
—El Parlamento va a reunirse, comunes y lores. Partiréis en cuanto finalice la sesión. Mientras tanto, amigo mío, sois mi huésped. Todas las comodidades que puedo ofreceros serán pocas. Banquetes, entretenimientos, tal vez un torneo o un espectáculo...
El rey se encogió de hombros. Le encantaban los espectáculos, de cualquier clase. Y ahora que era el rey podía permitírselos.
Edward hizo una rígida reverencia. No quería perder el tiempo en Londres y luego en la batalla. Deseaba volver a Edenby.
—¿Qué tal marchan las cosas en Edenby? —preguntó Enrique.
—Bastante bien.
Enrique asintió, observando a Edward.
—¿Y lady Isabella?
—Está muy bien.
Enrique se encogió de hombros, sonriendo. El asunto estaba zanjado.
—Estuvisteis acertado al arrancarme aquella promesa. ¡Qué abundantes ganancias habría obtenido consiguiendo a la joven en un contrato matrimonial! Me habría convertido en su tutor y obtenido una gran suma de más de un hombre, aquí o en el extranjero.
—Pero me disteis vuestra promesa, majestad.
—Así es. ¿Qué planes tenéis para el futuro? No estaréis considerando el matrimonio, ¿verdad?
Matrimonio. Edward sintió una punzada de dolor. Todo lo que podía recordar del matrimonio era la muerte. Por alguna razón se había convertido en algo sagrado y la sola mención de la palabra faltaba el respeto a Tanya.
¿Matrimonio? Con Bella, de entre todas las mujeres... con aquella bruja de cabellos castaños que había intentado asesinarlo, que lo había enterrado vivo y que ahora era, con toda justicia, propiedad suya. Sería su concubina, sí; incluso su obsesión y fascinación, pero jamás su esposa.
—No, majestad, nunca me volveré a casar.
Enrique suspiró.
—Dais demasiada importancia al matrimonio, Edward. Con frecuencia es más un contrato entre dos familias que entre un hombre y una mujer. Sois joven; volveréis a casaros.
Edward sonrió con una mirada ausente.
—Nunca me volveré a casar.
Enrique se encogió de hombros.
—Entonces tal vez algún día me cedáis a la muchacha.
Edward apretó los dientes. Enrique quería recuperarla, lo sabía. Pero ni siquiera como rey, o precisamente por serlo, podía volverse atrás en una promesa. Y Edward jamás se la cedería hasta... librarse de su obsesión por ella.
Cruzó unas palabras más con el rey, luego fue a recoger su equipaje e instalarse en sus habitaciones del castillo. Anochecía y la cena se serviría muy pronto, pero Edward no tenía apetito.
Se tendió en la cama y miró fijamente el techo. Cada vez estaba más nervioso, pensando en sir Jacob. No atinaba a comprender cómo ese hombre —¡cualquier hombre!— había permitido que Bella fuera el instrumento del intento de asesinato. A menos que ella hubiera solicitado el honor. Sin embargo un padre jamás le habría permitido que vendiera sus favores. Ni un hermano o prometido.
No obstante había visto a Jacob observar a Bella en el corredor aquel funesto día. Lo había visto palidecer cada vez que Edward la había tocado, y había comprendido que Jacob estaba enamorado de ella. ¡Tal vez no era más que un necio!, pensó Edward, porque sólo un necio se enamoraría de ella.
Y con ese pensamiento volvió a preguntarse acerca de sí mismo, intrigado ante el creciente dolor que sentía en su interior. Tal vez estaba hechizado, admitió, pero jamás enamorado.
El amor era aquella tierna emoción que había sentido hacia Tanya, la felicidad con que ella le había prometido un hijo. Había transcurrido mucho tiempo. De pronto sintió una dolorosa punzada. Pero enseguida desapareció para dar paso al deseo.
—¡Sí, hechizado! —exclamó en alto, y a continuación musitó una maldición, porque estaba ansioso por volver a Edenby, a Bella.
Dio vueltas en la cama inquieto, pensando en que debía bajar a cenar, que se despertaría con hambre en mitad de la noche... La corte no le gustaba.
Finalmente se levantó y encendió una vela para vestirse. Edenby —y Bella— seguirían allí cuando volviera. No había prisa. Ella seguiría en la torre, por la sencilla razón de que él era su señor.
Abandonó sus habitaciones y se detuvo de nuevo en el corredor pensando en sir Jacob. Bella no tenía otra elección que esperar el regreso de Edward. Pero sir Jacob, que había conspirado con ella y la había utilizado y expuesto a la deshonra, lo acompañaría. Parecía la mayor ironía. Edward sonrió con tristeza.
—Agradece que no fuera vuestra, sir Jacob —dijo en alto—. Adoradla en la distancia, si lo deseas, pero manteneos alejado. ¡Porque juro que con el tiempo lograré demostrar que sois un impostor! Y si estáis soñando con un futuro en Edenby al lado de Bella, entonces moriréis, porque ella es mía y yo jamás renuncio a lo que me pertenece.
Y se echó a reír, consciente de que hablaba consigo mismo. Se apresuró a recorrer el oscuro y desierto corredor, y a medida que se aproximaba al gran comedor donde se servía la cena, empezó a cruzarse con amigos y conocidos, hombres que cabalgarían con él, que se sentarían a su lado en el parlamento.
Le habían reservado un sitio en la mesa del rey. Se encontró sentado al lado de una de las primas Woodville de Elizabeth, una joven muy hermosa que resultó una compañía encantadora. Edward se relajó. Compartió cortésmente su copa con ella, como era la costumbre, y bebió lo bastante para sentirse a gusto.
Pero observaba con cautela y al cabo de un rato vio que Jacob se acercaba a él. Se puso de pie antes de que el hombre más joven llegara a su lado. No hizo ningún comentario y esperó a que Jacob hiciera una reverencia, luego lo examinó, alto y orgulloso, y con cierto aire de arrepentimiento al mismo tiempo.
—Su Majestad me ha puesto a vuestro servicio, como sabéis, y buscaba una ocasión para pediros perdón.
Sin duda era una buena ocasión, pensó Edward, observando con detenimiento a su enemigo. ¿Qué huésped del rey provocaría un alboroto en el salón de banquetes?
Jacob tenía los ojos color avellana, el cabello castaño y el refrescante atractivo de la juventud ansiosa. Una cicatriz le cruzaba la mejilla, sin duda recuerdo de Bosworth, pensó Edward. Era un caballero bien entrenado; Edward no dudaba de su habilidad con la espada; era su lealtad lo que ponía en duda.
—Tengo entendido que luchasteis por Enrique en Bosworth Field —comentó Edward—. Decidme qué ocasionó tan repentino cambio de parecer.
—Un buen número de motivos, milord —respondió Jacob con gravedad—, y rezo para que durante nuestro viaje al norte me permitáis exponerlos.
—Oh, naturalmente —prometió Edward, solemne.
Jacob hizo una reverencia a Edward y a la joven heredera Woodville, y luego se retiró. Edward lo observó alejarse.


El parlamento se reunió, y Edward asistió a la sesión. Enrique fue aceptado, como era de esperar, y dio a conocer sus intenciones. Los hombres discutieron y el gobierno prosiguió.
Los días transcurrían de modo placentero. Edward se reunió con Emmett McCarty y logró escuchar sin demasiado dolor su informe sobre Bedford Heath. Ricardo había ordenado confiscar la propiedad, pero estaba tan ocupado que todo quedó en palabras. Emmett había permanecido en ella y con la ascensión al trono de Enrique, la propiedad había sido devuelta a Edward.
Cada noche se ofrecían grandes fiestas y fascinantes espectáculos. En cierta ocasión apareció un grupo de bailarinas, ágiles y encantadoras, y Edward descubrió con regocijo que le atraía una de las jóvenes, una pelirroja menuda que brincaba como un cervatillo. Sin embargo, cuando el rey ordenó a la joven que se acercara, Edward pensó que tenía el rostro demasiado redondo y las caderas demasiado anchas, y le disgustaba su solicitud. Le arrojó una moneda y la despidió, y se apresuró a retirarse a sus aposentos.
Escribió a Jasper una carta sobre Emmett y su informe de Bedford Heath, y sobre la curiosa aparición de sir Jacob. Luego se acostó, impaciente por dormir, pero se vio asaltado por pesadillas de Tanya y el niño en medio de un charco de sangre. Cuando despertó, deseó estar en Edenby, con Bella. Su pasión por ella le provocaba una tempestad de sensaciones que lograba hacerle olvidar el pasado.
La sesión parlamentaria concluyó y Edward pudo partir por fin hacia el norte con las tropas de Enrique. Emmett cabalgaba a su lado y sir Jacob unos metros detrás de él.
Al llegar al castillo de los rebeldes se vieron obligados a sitiarlo. Edward se mostró precavido, pero aquel lugar no era Edenby. Actuaron con paciencia y astucia. Los residentes y soldados salieron al cabo de ocho días, entregando las armas, suplicando clemencia y prometiendo prestar juramento de lealtad al rey.
Edward pensó que Enrique se mostraría magnánimo pues, aunque había algunos heridos, no habían perdido ningún hombre. Ordenó que sólo los cabecillas fueran llevados a Londres para ser juzgados y se sentó a una mesa, acompañado de doce de sus hombres, para aceptar la rendición del resto, oír sus juramentos y otorgarles perdón.
Sir Jacob se sentó a aquella mesa. Y discretamente, como todo el tiempo que habían permanecido juntos, Edward observó a aquel hombre más joven que él. Había combatido con valor y derribado las puertas sin dar muestras de temor. Su valor personal durante la represión de la rebelión había sido intachable y en todo momento había demostrado una actitud respetuosa hacia Edward.
Sin embargo, Edward recordaba el día que había despertado en la sepultura de roca y piedra, y sabía que jamás se daría por vencido. Jacob se traicionaría en algún momento y, con la ayuda de Dios, Edward estaba decidido a desenmascararlo.
Jacob no mencionó Edenby ni a Bella hasta que se aproximaron a Londres con el contingente de quinientos hombres. Sólo entonces corrió hasta alcanzar a Edward, a la cabeza de la columna que se extendía como una larga serpiente a través de las aldeas de la periferia. Edward advirtió su presencia, pero permaneció sobre su caballo mirando a lo lejos, obligando a sir Jacob a carraspear.
—¿Milord?
—¿Sí, sir Jacob...?
—Disculpad, pero debo preguntaros algo. Edenby era mi hogar. Tenía un feudo al otro lado de las murallas, cerca del bosque. ¿Qué tal están todos? El cocinero Quil, y Cope, aún más anciana. Y...
—¿Lady Isabella?
—Sí —respondió en voz baja—. ¿Cómo está?
—Bien —repuso Edward secamente—. Alice se ha casado recientemente.
—¿De veras? ¿Con quién? Quiero decir, ¿puedo saber...?
—Se ha casado con Jasper Withlock. Creo que lo conocisteis. Estaba presente la noche que Bella trató de asesinarme, ¿recordáis?
Jacob no levantó la mirada.
—¿Se ha casado con uno de vuestros hombres?
—Así es.
Jacob tragó saliva y se pasó la lengua por los labios.
—¿Y lady Isabella...?
—No se ha casado con nadie, si eso es lo que os preocupa.
Jacob dio las gracias a Edward y volvió a la retaguardia.
Edward no dio más vueltas a aquella conversación. Divisó la aguja de Westminster y pensó que se hallaba muy cerca de su hogar.


Edward pasó sólo un día en Londres, pero incluso ese único día le pareció demasiado largo. De regreso a su hogar, se sentía febril y cabalgó veloz e infatigable, deteniéndose, si lo hacía, más por el caballo que por sí mismo. Pasó una noche en un monasterio de hermanos franciscanos. La siguiente descansó sólo unas horas, incapaz de conciliar el sueño, meditando mientras contemplaba la luna.
Ya casi había llegado...

Finalmente se durmió contra la dura base de su silla. Pero al amanecer se despertó sobresaltado, dándose cuenta con horror que era su propio grito lo que lo había despertado y que se miraba fijamente las manos, tratando de limpiárselas de sangre invisible. La sangre de Tanya, del niño, toda aquella sangre... Jamás la olvidaría; sólo podía aspirar a hallar un simulacro de paz.
Llamó a Pie y juntos encontraron un arroyo cercano y bebieron. Edward se lavó la cara y las manos con la fría agua.
A media mañana divisó Edenby, alzándose sobre el acantilado. Emocionado, aceleró la marcha y galopó el último tramo del camino. Al llegar a las puertas sus hombres lo reconocieron y lo saludaron con algarabía. En el patio Ben lo esperaba para ocuparse de Pie, y en el umbral se hallaba Jasper con Alice, que le estrechó la mano al entrar.
Estaba en casa. Alice le besó en la mejilla y lo condujo hasta el salón. Quil le llevó un vaso de aguamiel caliente con canela. Edward se sentó, bebió el aguamiel y le relató a Jasper lo ocurrido en Londres, el aspecto de Emmett, la batalla librada en Norwich. Sin embargo, mientras hablaba era consciente de una febril urgencia. Finalmente miró a Jasper a los ojos y preguntó:
—¿Qué tal anda todo por aquí? ¿Cómo está Bella? —Lanzó una intensa y breve mirada a Alice—. ¿No ha habido más intentos de huida? —Su tono extrañamente áspero y frío contrastaba con el intenso fuego que ardía en su interior.
Alice se ruborizó y miró a Jasper con expresión desdichada, y éste pareció de pronto furioso.
—No, Edward, no ha habido más huidas.
—¿Dónde está?
—En la torre, naturalmente, tal y como ordenasteis.
—Ella... —empezó Alice, pero se interrumpió cuando Jasper le lanzó una mirada de advertencia—. Bien, he estado una hora con ella cada día y la hemos sacado a pasear. Para que hiciera ejercicio... ¡Oh, Dios mío, da la impresión de que hablo de una bestia peligrosa!
—¡Alice! —exclamó Jasper con aspereza.
—¡Por su salud! —se defendió Alice, mirando a su marido con gesto de reproche—. Teníamos que sacarla a pasear o se habría vuelto loca. Y ella...
—¿Y ella qué? —bramó Edward, advirtiendo la tensión que flotaba en el ambiente. ¿Qué trataba de decirle?
Los dos lo miraron intranquilos. Edward les sostuvo la mirada como si se hubieran vuelto locos. Luego alzó las manos disgustado. No importaba. Ahora estaba allí. Había sido una tontería quedarse allí sentado fingiendo indiferencia, cuando lo que deseaba hacer era correr a la torre, y arrastrar a su prisionera hasta la cama.
—No importa. Sabe Dios qué os ha sucedido a vosotros dos.
Se levantó y se encaminó hacia la escalera. Alice miró a Jasper, quien meneó la cabeza con severidad; ella se mordió el labio pero no se movió.
En el segundo piso Edward hizo una pausa, sobresaltado al oír una sacudida. «¡Ah, tienes que admitir tu obsesión y fascinación! —se dijo—. Sabes que es una bruja, una criatura de Satanás o de los ángeles, lo más hermoso de la tierra y más tentadora que el más maduro de los frutos...»
Subió corriendo las escaleras de caracol que conducían a la torre y volvió a detenerse. Hizo un gesto al joven guardia para que se marchara antes de descorrer el cerrojo.
Ella se hallaba acostada en la cama, vestida de delicado blanco que se desparramaba a su alrededor. Llevaba el cabello suelto y Edward sintió una oleada de calor al recordar el tacto sedoso de aquel manto castaño que lo envolvía, cubriéndolos a ambos...
Ella se volvió hacia él con sorpresa y temor, y, cogiendo instintivamente la almohada, la estrechó contra el pecho. Clavó sus ojos chocolate en él y los entornó.
«Sabía que era yo —pensó Edward—. Lo sabía antes de que se abriera la puerta, pero está sorprendida porque nadie sabía cuándo regresaría. ¿Se alegra de verme?»
Ninguno de los dos habló. Él se acercó a la cama y le alzó la barbilla, mirándola a la cara. Estaba tan hermosa como siempre, si no más. Café, castaño, marfil, rojo... Tenía los labios rojos, sí, como la rosa. Pero estaba más pálida. Tenía el rostro delgado y ceniciento.
—¿Estáis enferma? —preguntó, y ella se sobresaltó al oír su tono áspero.
Bella trató de apartarse. Él la soltó y ella cogió de nuevo la almohada, retrocediendo hasta acurrucarse contra la cabecera de la cama, como si él volviera a ser un enemigo desconocido.
—Os he preguntado si estáis enferma.
Ella negó con la cabeza. Edward se sentía tan desconcertado que siguió hablando con dureza.
—¡Venid aquí!
Ella empezó a temblar, pero alzó la barbilla y lo miró desafiante.
—¿Quién os creéis que sois, milord Cullen! Os ausentáis meses y luego volvéis y...
—Mi paradero, milady, no es asunto vuestro. Pero ahora estoy aquí.
Alargó una mano y al ver que ella la rechazaba, la sujetó por el brazo y la atrajo hacia sí. Ella lo maldijo y golpeó furiosa, pero él rió, y la besó con tal ansia y pasión que a ella no le quedó aliento para resistirse. Cuando él levantó finalmente la cabeza y la miró, se quedó hipnotizado ante su esplendor, con aquel fuego en sus ojos chocolate, los labios entreabiertos y húmedos, los senos agitándose bajo el lino blanco.
—¡Soltadme!
—No puedo.
—Es de día...
—Os he echado de menos.
—Oh, no lo dudo. Os habéis ido a la corte de Enrique y habéis vuelto a hacer la guerra, incendiando, saqueando, raptando, violando...
—Ah, estáis celosa. Os preguntáis a quién he raptado y violado. —Edward se echó a reír—. Tal vez os resulte asombroso, milady, pero muchas mujeres se sentirían dichosas de que las raptase y violase...
—¡Patán engreído! ¡Malnacido! No me importa lo más mínimo. Volved a ellas y dejadme...
Se interrumpió y se llevó la mano a la boca, tragando saliva con dificultad. Abrió los ojos, alarmada.
—¿Qué os ocurre? —preguntó él.
Ella se levantó de un salto como un cervatillo y permaneció de pie descalza, sacudiendo la cabeza y temblando.
—Maldita sea, Bella, no...
—¡Por favor! ¡Por favor, dejadme sola unos minutos!
Él se levantó intrigado. Se la veía muy frágil, temblorosa y con la piel aún más cenicienta. Hermosa y delicada... Poco a poco empezó a comprender y se acercó a Bella como en un sueño. Ella exclamó algo y trató de eludirlo, pero no tenía escapatoria. Él la sujetó y le rasgó el camisón con frialdad. Colocó las manos sobre sus senos y advirtió que pesaban más, se le marcaban las diminutas líneas azules de las venas y tenía los pezones más anchos y oscuros...
Le puso bruscamente una mano en el vientre, y ella se debatió como una yegua salvaje capturada.
—¡Maldita sea! —exclamó ella—. ¡Dejadme! Estoy mareada...
Un horrible frío invadió a Edward, como si una espada helada le atravesara el corazón. Ante sus ojos desfilaron imágenes de sangre y muerte...
—¡Dios mío, podría retorcer vuestro encantador cuello!
Bella jamás lo había oído hablar con tal estremecedora cólera y se quedó absolutamente perpleja. Ella era la parte perjudicada, la que padecía mareos cada mañana y sabía que la vida nunca volvería a ser igual, que la excluirían de la sociedad, que sus sueños de futuro habían muerto.
—¡Maldita sea! —exclamó en voz baja—. ¡No fue culpa mía!
Él se limitó a mirarla, completamente anonadado. Ella no sabía cómo reaccionaría él, pero no se esperaba aquello. Había imaginado que tal vez le divertiría la noticia, que se reiría. Pero estaba furioso. La miraba con ojos fríos como la muerte y tan llenos de odio que ella volvió a maldecirlo, presa del pánico.
—¡No os preocupéis, no es asunto vuestro! —Seguía mirándola tan fijamente que, impotente, dijo lo primero que le pasó por la cabeza—: ¡Puedo desaparecer! ¡Puedo deshacerme de él! ¡Existen maneras...!
Él la abofeteó con tanta rabia que Bella cayó de rodillas al suelo. Gritó cuando él la sujetó por los hombros.
—No volváis a repetir eso. ¡Nunca! No hay nada que hacer, ¿entendido? Por el amor de Dios, si os deshacéis de él, juro que os enteraréis de lo cruel que puede ser el mundo. ¡Os arrancaré la piel a tiras!
Bruscamente la dejó caer al suelo, con los ojos de un verde más oscuro que la boca del infierno, y se marchó.

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