lunes, 28 de marzo de 2011

Nacimiento

Capítulo 23 “Nacimiento”

—Procura calmarte, Bella —imploró Alice—. Lleva su tiempo traer un niño al mundo. —Enjugó con ternura la frente bañada en sudor de su sobrina y trató de sonreír al ver sus grandes ojos chocolate que suplicaban consuelo.
Bella había temido dar a luz en el suelo de la capilla del obispo, pero habían transcurrido horas desde que Edward la había llevado allí, a la habitación de huéspedes del obispo, y la había acostado para a continuación sentarse a su lado, con la mandíbula apretada y cogiéndole las manos con tanta fuerza que ella casi había gritado de dolor.
Pero al rato había aparecido una mujer alta y delgada de cabello cano y mirada apacible. El obispo la había llamado Cope; era amable y competente, y se apresuró a echar de la habitación a los hombres, incluido Edward. Luego quitó la ornamentada colcha de la cama hasta dejar sólo las sábanas y vistió a Bella con una bata holgada que la protegiera del frío. Cope le dijo que era la hija mayor de una familia de doce y que todo iría bien, pues llevaba años asistiendo partos. Tiritando de frío, Bella la miró fijamente.
—¿Morirá...? —preguntó. Y tuvo que pasarse la lengua por los labios para proseguir—: Me falta un mes por lo menos.
—¡Dios no da garantías, milady! Pero eso no es motivo para creer que lo vais a perder.
Eso había ocurrido hacía horas... ¿o eran días? Sentía deseos de abandonarse a la desesperación y llorar hasta morir, pero los dolores de parto habían llegado tan rápidamente que, en lugar de ello, musitó una maldición. Cope llamó a dos jóvenes criadas para que la ayudaran a cambiar las sábanas y mantener a Bella caliente, y ella trató de permanecer callada y demostrar cierta dignidad.
Pero le resultó imposible cuando sintió aquellos cuchillos que le perforaban una y otra vez el vientre. Negándose a gritar, apretó los dientes y, sin dejar de despotricar, juró una vez más a Alice:
—¡Oh, no volveré a hacerlo jamás! ¡Y pensar que las mujeres participamos voluntariamente en el acto que nos trae hasta aquí! Alice, ¿cómo pudiste volver a casarte habiendo pasado por esto?
Alice no pudo evitar reír.
—Lo superarás, Bella, de veras. Lo olvidarás.
—Si gritaseis, milady, lograríais aliviar vuestro espíritu. Y os aseguro que será difícil. Creo que el niño vendrá muy pronto —anunció Cope alegremente.
Bella la miró esperanzada, pero en ese momento el dolor la recorrió con ferocidad y volvió a contener un grito con los ojos llenos de lágrimas, mientras se aferraba a los trozos de sábanas que Cope había atado a las columnas de la cama.
—Ahora debéis empujar con todas vuestras fuerzas, milady —explicó Cope—. Contened la respiración, incorporaos y empujad.
Bella lo hizo y luego se recostó jadeante.
—La próxima vez —prometió Cope.
Y en medio del dolor Bella trató de asentir y la miró.
—¿Significa eso que está vivo?
—Tened fe —respondió Cope.
—¡Alice! —Cogió la mano de su tía y estrechándola con fuerza volvió a exclamar—: ¡Oh, no volveré a hacerlo jamás! ¡Y si Edward vuelve a ponerme un dedo encima, lo haré trizas!
—Acabas de casarte con él, Bella.
—¡Pero yo no quería!
—Ah, pero lo hicisteis, milady —repuso Cope—. Y el niño será un heredero noble y legítimo.
Un sofocante y desgarrador dolor volvió a recorrerla, y trató de soportarlo. Sintió que empezaba a sudar y sin embargo estaba helada. Con el rostro lívido, el cabello empapado y angustiada por aquel dolor que la atenazaba, por primera vez soltó un prolongado y escalofriante grito...

Edward cruzó el salón de banquetes de un lado a otro al menos un centenar de veces, pasando por delante de las vitrinas de picas y armaduras, y bajo los blasones de la eminente familia del obispo. Jasper, de pie junto al hogar, echó un vistazo a Emmett, quien miró a su vez al obispo, y éste empezó a decir unas palabras tranquilizadoras. Pero Edward volvió a gruñir y, deteniéndose ante la repisa de la chimenea, se mesó el cabello mientras contemplaba el fuego.
—Es demasiado pronto. Si algo va mal...
—Edward, dejad de culparos...
—¿Quién si no tiene la culpa? ¿Quién la trajo a rastras hasta aquí? ¿Quién casi la asfixió para arrancar las palabras de sus labios?
—¡Hijo mío! —El obispo se puso de pie y, apretando los labios, se llevó las manos a la barbilla como si fuera a rezar—. Os habéis unido ante Dios. ¡No debéis poner en duda a la Divinidad!
Edward dio un puñetazo a la pared. ¿Dónde se había metido Dios en Bedford Heath y dónde estaba ahora? ¿Qué grave pecado había cometido él para que Dios hubiera permitido la muerte de Tanya y su hijo por nacer, e inflingiera el mismo castigo ahora a Bella, cuando...?
—La culpa es mía... —balbuceó, sentándose ante el fuego.
Jasper le ofreció vino caliente en una de las bellas copas venecianas del obispo. Edward bebió.
—Os habéis casado con ella —dijo Jasper en voz baja—. Habéis hecho lo que debíais.
—¡Por supuesto!
Volvió a pasearse por la habitación. La copa pareció estorbarle, así que la apuro de un trago y la dejó a un lado. Se cruzó de brazos y siguió paseándose.
—Debí casarme con ella tan pronto como lo supe y jamás... —dijo con voz apagada.
¿Haberla tocado? ¿Amado? ¿Qué le había dolido más a Bella? A pesar de que ella había jurado que jamás se casaría con él, la había arrastrado hasta allí e infligido todo eso. Ahora se hallaba arriba y él no oía un solo grito. No hacía más que doblar y desdoblar los dedos, y rogar a Dios, que parecía haberlo olvidado, que no permitiera que también muriera ese hijo. «¡Oh Dios, esta vez ten compasión y déjala vivir, y prometo no volver a forzarla!»
Y entonces un grito estridente hendió el aire y llegó a sus oídos a través de las puertas cerradas. Edward reaccionó precipitándose hacia la puerta. Jasper trató de detenerlo, pero él lo apartó de un empujón. A grandes zancadas recorrió el pasillo, subió por las escaleras e irrumpió en la habitación.
Lo primero que vio fue que permanecía silenciosa, que tenía los ojos de largas pestañas cerrados y estaba pálida, oh, pálida como el papel. Tenía el cabello húmedo y enmarañado y Cope se lo apartaba de la frente. De pronto Edward imaginó su cuerpo sin vida en la cama, que era un charco de sangre. Dejó escapar un débil gemido y cayó de rodillas.
—¡Debéis tener paciencia, lord Edward! Todavía tenemos que lavar a vuestra esposa y a la criatura, y...
—¿Cómo? —Edward alzó la vista hacia el ama de llaves del obispo. La mujer de cabello cano y ojos sagaces y bondadosos le tocó el hombro—. Se encuentra bien, sólo está exhausta. Y el bebé es una criatura perfecta que berrea como una descosida.
—¿Está viva?
—Las dos lo están, lord Edward.
Él no podía moverse. Le temblaban las piernas y tenía el estómago revuelto. Se le nubló la vista y el mundo se oscureció.
—¡Mirad, Edward! ¡Es preciosa! ¡Santo cielo, y todo este pelo cobrizo como el más preciado de los trofeos de bronce! —exclamó Alice.
Se la colocaron en los brazos a Edward, que bajó la vista y vio envuelta en vendas a su hija. No estaba del todo limpia y tenía el cabello pegado a su pequeña cabeza, pero Alice tenía razón, era muy abundante para tratarse de un bebé. Y tenía diminutas cejas, la cara arrugada y un pequeño puño que sacudió en el aire mientras abría una generosa boca y dejaba escapar un berrido.
Edward la contempló lleno de regocijo e incredulidad, luchando por contener las lágrimas y sin caber en sí de alegría. Tenía todos los dedos de las manos y los pies, y una pequeña y gorda barriga con el cordón umbilical recién cortado.
—¡Es perfecta! —susurró.
«¡Gracias, muchas gracias, Dios Todopoderoso!», rezó en silencio.
Se volvió y vio a Alice, sudorosa pero sonriente, extendiendo los brazos hacia el bebé.
—¡Oh, Edward, es una belleza! Pequeña pero sana, y con mucho genio. Oh, mirad lo encantadora que es.
Acarició al bebé, pero Edward volvió a experimentar un estremecimiento y miró hacia la cama. Cope había colocado una sábana blanca alrededor de Bella y todo lo que veía de ella era la armonía casi translúcida de sus frágiles facciones y los mechones de cabello que se le rizaban alrededor de la frente. Entregó a Alice el recién nacido sin pronunciar palabra, se acercó a la cama y, arrodillándose, le cogió la mano, que asomaba como un pétalo por el borde de la sábana.
—¿Bella?
Ella parpadeó y abrió los ojos, y por un instante lo miró perpleja, luego los cerró. Se estremeció y trató de hablar, pero todo lo que logró pronunciar fue un doloroso susurro.
—Queríais que fuera niño, lo sé. Lo siento... —Se le quebró la voz.
El agotamiento y las lágrimas asomaron a sus ojos, y él se preguntó si sabía que estaba allí. Le apretó la mano y susurró con ternura a su oído:
—Quería un hijo vivo y una esposa viva, Bella. Es el regalo más maravilloso que jamás he recibido. Es perfecta, sana, preciosa y...
—¡Milord! —lo interrumpió Cope— Ahora, por favor, id a brindar con vuestros amigos mientras lavamos debidamente a la madre y al bebé. ¡Aquí estorbáis!
Bella cerró los ojos. Edward asintió y le rozó la frente con los labios. Sintió un escalofrío y volvió a rozarle la piel con reverencia. Acercó la mejilla a la suya y advirtió que se había vuelto a dormir.
—Gracias, amor mío —susurró, levantándose.
Volvió a coger a la niña de los brazos de Alice y rió al verla berrear con rabia. La levantó en alto para examinar de nuevo su pequeño cuerpo perfecto y volvió a reír con auténtico regocijo al verla berrear y sacudir los diminutos puños.
Alice sonrió ante aquel cacareo de satisfacción, luego tendió las manos hacia el bebé.
—¡Edward, por favor, dejad que la lavemos! ¡Oh, ya soy tía abuela! ¡Soy demasiado joven para parecer tan vieja! Dádmela, por favor. ¿Qué hacéis aquí, Jasper? Fuera.
Edward se volvió y vio a Jasper apoyado contra el marco de la puerta, sonriendo de satisfacción. Detrás de él se hallaba Emmett y, a una distancia más discreta, el obispo.
—¿Queréis hacer el favor de salir de aquí? ¡Hablo en serio! —Alice golpeó el suelo con el pie—. Edward, Bella necesita descansar —añadió con más suavidad—. Por favor, id a emborracharos o lo que sea.
Rescató al bebé de los brazos de su padre y le invadió una oleada de felicidad, porque nunca había visto a un hombre tan satisfecho con el nacimiento de una hija... De hecho nunca había visto a un hombre tan tiernamente satisfecho con el nacimiento de un hijo, fuera niño o niña.
—Id a beber —dijo sonriendo.
Él le devolvió la sonrisa y pasó por delante de ella. Alice miró a Jasper y se sonrieron; entonces él y Edward, cogidos por los hombros, volvieron juntos al piso de abajo y, a sugerencia del obispo, procedieron a emborracharse.


Estaba exultante y al mismo tiempo perpleja, porque nunca se había sentido tan dichosa en toda su vida.
Miró a su hija acurrucada a su lado en la cama y se maravilló de su belleza. Sin duda no existía en el mundo una niña tan preciosa. Era diminuta pero espléndida en todos los sentidos. Cope la había vestido con un elegante trajecito de pliegues fruncidos y bordados que había pertenecido a una de las sobrinas del obispo, y aunque era demasiado grande para ella, Bella creía que estaba encantadora con él. Su fascinación hacia el bebé le había borrado el recuerdo del dolor y se sentía aletargada, pero satisfecha. Aún más, sentía una inmensa sensación de bienestar.
Seguía dolorida y exhausta, pero no podía dejar de sonreír con timidez y orgullo, y repetirse que estaba realmente envuelta en magia, inmersa en amor. Recordaba vagamente el cansancio abrumador y las vagas preguntas que se había formulado acerca de lo que iba a sacar de tanto sufrimiento. Pero cuando se despertó, limpia y renovada, y Alice le tendió el bebé, había sentido al instante adoración. ¡Una criatura tan pequeña! Los ojos del bebé eran como los de su madre, de un chocolate tan intenso que jamás serían claros. Y el cabello era cobrizo como el de su padre. Pero los dedos increíblemente pequeños que le habían acariciado la mejilla eran largos y femeninos. El bebé la había mirado y había estallado en llantos, y Alice había reído y explicado que tenía hambre. Cuando el bebé se aferró por primera vez a su seno, Bella se sintió como poseída.
Estaba tan extasiada que no oyó la puerta abrirse y cerrarse en silencio. Una vez dentro, Edward no quiso interrumpirla. Vestida toda de blanco, con el cabello recién lavado y peinado, suelto como una nube de caoba alrededor de su cabeza, se hallaba recostada contra la almohada. Y el bebé, también de blanco, diminuto y lleno de vida, se movía al lado de su madre. Ésta miró a la hija y la hija pareció mirar a la madre, y al verlas a las dos vestidas de inocente blanco, tan hermosas y encantadoramente puras, Edward se sintió turbado. Temía ser un intruso. Sin embargo, aquella belleza castaña y virginal vestida de blanco era su esposa, y el bebé era fruto de la pasión de ambos, la hija de ambos, y debían compartirla. Así pues, se acercó a la cama.
Bella se volvió asustada, lista para saltar sobre quien osara tocar al bebé. Al ver a Edward, un velo pareció cubrir el delicado color chocolate de sus hermosos ojos. Por un instante sus senos cesaron de moverse agitados, como si contuviera la respiración.
Él la miró sin saber qué decir, preguntándose qué recordaba de sus anteriores palabras. Entonces miró al bebé y, sentándose al pie de la cama, se inclinó para acariciarle la mejilla, apenas más grande que su pulgar. Al instante, la perfecta y diminuta boca se frunció; sobresaltado, Edward retiró la mano.
—Tiene hambre —murmuró Bella, y un encantador rubor le tiñó las mejillas.
Vaciló unos instantes, luego se desabrochó el camisón y se llevó el bebé al pecho. Edward rió y se relajó cuando la diminuta criatura se aferró al pezón de la madre con un sonido succionador muy poco propio de una dama.
—Parece un cerdito chillando.
Bella le lanzó una mirada y también rió, acariciando el fino cabello de la frente de su hija.
—Sí, todavía no es muy refinada.
Entonces a Edward le invadió una inmensa ternura. Con un rápido movimiento se puso de pie y, rodeando a Bella con el brazo, acarició el cabello del bebé mientras mamaba. Bella tenía la cabeza inclinada hacia su hija y él no podía adivinar lo que pensaba. Recordó el voto que había hecho, pero no quería privarse del placer de contemplar a su hija recién nacida o la ternura de su esposa.
—Debemos pensar en un nombre —susurró—. El obispo quiere bautizarla cuanto antes.
—¿Por qué? —preguntó Bella con alarma—. Está sana y fuerte, ¿no?
—Sí. —No podía mirarla a los ojos porque se sentía culpable del temor que se traslucía en su voz—. Así es, está sana, fuerte y preciosa. Pero todos los bebés deben ser bautizados cuanto antes. ¿Cómo deseáis llamarla?
Ella lo miró con ojos muy abiertos.
—¿Puedo escoger yo el nombre?
—Bueno, preferiría aprobarlo.
Bella se estremeció, preguntándose si no le importaba el nombre porque se trataba de una niña, en lugar de un varón.
—¿Qué ocurre, Bella?
—Os he fallado, a pesar de todo lo que hicisteis para aseguraros un heredero...
—¿De qué estáis hablando? —preguntó él, enojado.
—Es una niña —respondió Bella afirmando lo obvio.
—Sí, y tan encantadora que ya tiene mi corazón a sus pies —repuso él con suavidad conmovedora—. ¡Daría de buen grado mi vida por ella!
Bella no se atrevía a mirarlo, pues no daba crédito a sus oídos.
—¿Katherine? —sugirió ella en un susurro.
—Katherine. Katherine... Marie. Katherine Marie Cullen. Te bautizo, pequeña, antes de las formalidades.
Bella sentía el aliento cálido de Edward en la mejilla, y el firme y poderoso brazo que la rodeaba, y se emocionó cuando él le puso a la pequeña su segundo nombre. Era su esposa... El repentino recuerdo la recorrió como el fuego y le dolió. Se había negado por orgullo, honor y miedo. Pero había ocurrido, y ahora formaban una familia. «¡Os amo! —deseó gritar de pronto—. Os amo, ¿no lo veis? Y estoy asustada, porque sé que amar tanto trae consigo grandes sufrimientos...»
Apoyó el rostro encendido contra la almohada y tragó saliva con placer cuando Katherine dio un último y frenético tirón al pezón. Edward rió mientras ella le limpiaba la leche del labio con el dobladillo del vestido.
—Katherine...
Bella también sonrió y cerró los ojos. Su marido le puso una mano en la cadera mientras sonreía a su hija. A ella le pareció el momento más hermoso de toda su vida y al notar que volvían a cerrársele los ojos, trató de parpadear.
—Dormid, Bella —susurró Edward, y ella de nuevo sintió su aliento en la mejilla.
—No puedo. Debo sostenerla en brazos...
—Puedo hacerlo yo. Ahora dormid. Prometisteis obedecerme.
—No lo hice.
—Oh, ya lo creo que sí. Bajo coacción, pero lo prometisteis. Cerrad los ojos y dormid.
Ella así lo hizo. Contuvo los deseos de recuperar a su hija y permitió que la sostuviera su padre. Con un prolongado bostezo abandonó la batalla contra el sueño.


Bella se vio obligada a ser huésped del obispo durante dos semanas, pues nadie parecía considerarla recobrada del todo para trasladarse.
Ella enseguida se sintió bien, aunque reconocía que se cansaba cuando permanecía demasiado tiempo de pie. Y en los días que siguieron cada vez se descubrió más encariñada con su hija, y más enamorada. Edward la colmaba de atenciones. La segunda mañana le regaló un medallón de oro y esmeraldas con una cinta de terciopelo, en agradecimiento por la hija recién nacida. A Bella le encantó el medallón. Él le prometió encargar uno en miniatura de la pequeña Katherine, para que pudiera llevarlo junto al corazón. Luego le besó en la frente. Ella anheló que la besara en los labios, pero él se apresuró a retirarse.
La distancia entre ambos parecía aumentar a medida que transcurrían los días. Él no podía estar siempre con ella; se hallaba ocupado con la carta otorgada por el rey para convertir Edenby en municipio, de modo que no volvía a casa del obispo hasta la noche. No dormía con ella. Bella sabía que tardaría unas semanas más en sentirse lo bastante repuesta como para cumplir con los deberes maritales, pero suspiraba por permanecer simplemente a su lado, acurrucada contra él, sintiendo sus tiernas caricias. Tal vez librando de vez en cuando una batalla verbal, pero abrazándose...
Una tarde que sostenía al bebé en brazos junto a la ventana, Bella experimentó una repentina oleada de pánico. ¿Se había convertido en su esposa para perderlo del todo? Las cosas marchaban bien, lo sabía. Él le hablaba de la carta y de las tardes que pasaba con los demás caballeros en el campo de entrenamiento. También le había comentado que una vez zanjara sus asuntos en la corte, deseaba volver a Bedford Heath para resolver unas cuestiones de última hora antes de dejar a Emmett a su cuidado. Después, una vez Katherine cumpliera dos meses, volverían a Edenby. A menudo le sorprendía que Edward sintiera mayor apego por Edenby que por su tierra natal, pero era innegable. Claro que Tanya había muerto en Bedford Heath...
Bella esperaba ansiosa la visita diaria de Edward. El obispo se comportaba como un maravilloso anfitrión; era un hombre serio, piadoso y al mismo tiempo con experiencia de la vida. Bella se disculpó por haberlo golpeado, y él se disculpó por haber forzado el asunto, aunque afirmó que creía haber hecho lo correcto. ¿Acaso no lo comprendía ella ahora?, le preguntó. ¿No se alegraba del matrimonio por el bien de su hermosa hija? Bella no pudo menos que ruborizarse. Se alegraba, sí. Daría de buen grado su vida por esa diminuta vida que tan plenamente confiaba en ella y exigía su amor.
Pero por alguna razón había perdido a Edward. Era su esposa, pero ahora no sólo no la amaba, ¡ni siquiera la deseaba! Ni siquiera para hacerla enfadar y estrecharla en sus brazos riendo triunfal.
Él era únicamente su marido, atractivo, frío, siempre cortés; el extraño que acudía en la oscuridad de la noche y sostenía al bebé en brazos con ternura y risas... y se limitaba a explicarle con cordialidad sus planes. No atinaba a comprender el motivo y le dolía terriblemente. Se había negado a casarse, sí. Pero sus forcejeos jamás lo habían detenido antes. Siempre había reclamado lo que le pertenecía, cuando le interesaba.
Se preguntó si todavía se culpaba por el nacimiento prematuro, por haber puesto en peligro la vida del bebé, pero no se atrevía a preguntárselo directamente. Habían compartido cólera y odio, ternura y risas. No importaba cuáles habían sido sus sentimientos en el pasado, sino que se habían visto inundados de pasión. Pero ahora había un vacío entre ambos, creado, por extraño que pareciera, por el nacimiento de la hija que tanto adoraban ambos.
Enrique y Elizabeth llegaron con retraso al bautizo, y el rey obsequió a Bella con una gran concesión de tierras para el bebé. Ella se mostró sorprendida y agradecida. No reprochó al rey el haberla obligado a casarse, porque Enrique había comprendido sus sentimientos probablemente mejor que ella.
—Conque Katherine... —susurró el rey a Bella en un aparte—. ¿La habéis llamado así por otra dama de tal nombre? ¿Mi beata antepasada que se convirtió en la esposa de John de Gaunt, después de muchos años y de tener hijos con él? Bella sonrió.
—Siempre me ha gustado esa historia, majestad. Es un idilio agridulce.
—Esta Katherine podrá escoger entre los más nobles pretendientes —prometió el rey, y ella le besó el anillo.
En ese momento Edward se acercó a ellos y el rey guiñó un ojo a Bella, quien se alegró de compartir con él un secreto. Sin embargo, aquella noche Edward tampoco durmió con ella.
La mañana del decimoquinto día en la casa del obispo, la despertaron unos gorjeos. Miró hacia la ventana del otro extremo de la habitación y vio a Edward, vestido sólo con calzas ceñidas y botas, apoyado contra la pared. Katherine, desnuda como al nacer, se acurrucaba contra su musculoso pecho, golpeándoselo con su diminuto puño y aferrando el crispado y rubio vello entre los dedos. Edward, con su hermoso rostro inclinado sobre su hija, le hablaba de un bonito futuro.
—¡Irás en un elegante carruaje tirado por cuatro yeguas rodadas y revestido del más fino oro! Y los más nobles del reino acudirán a tu puerta, pero tú les darás calabazas, tesoro. Vestirás de terciopelo y seda, y llevarás diamantes en el cabello... —Se interrumpió, consciente de pronto de la mirada de Bella.
Se miraron unos instantes sin parpadear, y Bella sintió deseos de extender los brazos y pedirle que la abrazara. Él volvió a mostrarse frío y distante.
—¡A Katherine le ha parecido oportuno vomitar sobre su vestido y mi camisa!
En ese momento Cope entró con un vestido y pañales para Katherine, y una camisa limpia para Edward. Era de terciopelo azul, y cuando se la pasó por la cabeza y se ajustó la vaina de la espada alrededor, Bella pensó que el color y caída de la elegante prenda ponían de relieve la bronceada tez de Edward y las nítidas líneas de su musculosa figura. Apartó los ojos de él y tendió las manos hacia Cope para recuperar el bebé. Rió al ver que Katherine se acurrucaba contra ella. Cope prometió subir la comida enseguida y ayudarla a preparar el equipaje para el viaje. Una vez hubo salido, Bella observó a Edward mientras Katherine seguía lloriqueando.
—Tiene hambre —recordó Edward con brusquedad.
—¿Vamos a volver a la corte?
Él pareció vacilar.
—Vos volveréis a la corte. Jasper y Emmett estarán aquí en caso de que necesitéis algo. Yo partiré hacia Bedford Heath. Cuidad de vos y del bebé.
Ella estrechó a Katherine y volvió la espalda a su marido para darle de mamar. De pronto lo sintió terriblemente lejano.
—Preferiría regresar a casa —repuso.
—Aún no estáis en condiciones de afrontar un viaje tan largo.
—Estoy perfectamente, gracias.
—Iremos a mi regreso.
Bella luchó por contener las lágrimas. ¿Qué ocurría? ¿Qué había creado ese horrible y doloroso vacío? ¿Era cierto que se había acostado con cientos de mujeres en Irlanda? ¿Había perdido todo el interés por la que había escogido como esposa?
Sin embargo, quedaba en él algo del antiguo Edward, pues rodeó la cama decidido a no permitir que ella le volviera la espalda. Se sentó y acarició el cabello de su hija.
—Partiré dentro de unos minutos, Bella.
—Oh, sí. Y me dejaréis con Enrique, Jasper y Emmett.
—¿Qué insinuáis?
Ella no podía mirarlo a la cara, y le disgustaba que tuviera el privilegio de presenciar cómo daba de mamar a su hija. Tiró de las sábanas y rodeó el rostro del bebé. Advirtió la repentina cólera de Edward, cuando lo que ella buscaba era comprensión.
—¡Vais a asfixiarla! —exclamó él aferrándole la muñeca y mirándola a los ojos.
—¡No es cierto!
—Si no sois apta para esta tarea...
—Marchaos y ocupaos de vuestros asuntos, que yo me ocuparé de los míos.
Él se puso de pie, irritado.
—Alice se quedará con vos.
Conteniendo su furia, hizo una breve reverencia y besó la cabeza de su hija, pero no la de la madre, antes de dirigirse hacia la puerta. Bella sofocó un sollozo y lo detuvo con una pregunta que sonó más estridente de lo que había querido.
—¿Por qué siempre me dejáis al cuidado de vuestros guardianes? Nunca habéis confiado en mí. Me trajisteis...
No estaba segura de si él había oído la última parte de la frase, ya que se volvió con brusquedad para replicar:
—Porque, como todos sabemos, no sois de fiar, milady.
—¡Tengo una hija vuestra!
—¡Sí, y ojalá pudiera llevármela conmigo!
—¡Yo jamás os la arrebataría!
—Ya.
—¡Os casasteis conmigo!
Él suspiró y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Sí, milady, me casé con vos, pero vos no queríais. Tengo documentos que demuestran que somos marido y mujer, pero no son más que papeles... Papeles que provocaron extremo sufrimiento y casi una tragedia —añadió con amargura, bajando los ojos. Luego añadió—: Debo irme. Jasper y Emmett son vuestros amigos. Podéis considerarlos guardianes y carceleros si queréis. Os dejo en la corte de Enrique porque sé que allí estaréis a salvo y bien atendida. Buenos días, milady. Volveré en cuanto me sea posible, aunque tengo la impresión de que soy el más odiado de vuestros guardianes.
Hizo una reverencia mientras ella lo miraba fijamente, atónita y confundida. Luego abrió la puerta y salió.
Bella dejó al bebé con la delicadeza en la cama y corrió tras él. Llegó a la puerta descalza y tiritando, pero Edward ya había desaparecido.
Katherine soltó un berrido de reproche desde la cama.
—¡Oh, Katherine! —susurró Bella.
Con lágrimas en los ojos, renunció a perseguir a su marido, volvió a la cama y acunó al bebé en sus brazos, llevando la temblorosa boca de nuevo a su pecho. La niña dejó de llorar con un débil gorjeo de satisfacción. Bella se mordió el labio para contener el llanto y por sus mejillas corrieron silenciosas lágrimas de confusión y desolación.

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