Capítulo 9 “Regreso”
Bella debería haberse desmayado, haber permitido que sus temblorosas piernas cedieran y que la conmoción sufrida la sumiera en la inconsciencia, en un mar de penumbras donde nada fuera real.
Por desgracia estaba demasiado consciente. Y en esos amargos momentos, mientras recorría los pasillos de Windsor dando traspiés, no sabía si sentía humillación o terror. A su paso se producían profundos silencios, seguidos de risitas mal disimuladas. Se acercaron a un grupo de mujeres que chismorreaban sin advertir que Edward avanzaba raudamente hacia ellas; para colmo de desgracias él inclinó la cabeza con cortesía y dijo:
—Disculpen, señoras.
Ellas se apresuraron a cederle el paso. Desde donde se encontraba Bella vio cómo abrían las bocas, para luego cerrarlas y moverlas a gran velocidad comentando asombradas el modo en que las había interrumpido.
Al principio la conmoción no le había permitido reaccionar. Estaba tan horrorizada de que él siguiera vivo —vivo y en plena forma— que no opuso resistencia, ni siquiera se preguntó adonde la llevaba ni cuál sería su suerte inmediata. Pero al pasar por delante de aquellas mujeres chismosas, se despertó el instinto de defensa de Bella. Agarró la capa de Edward para poder incorporarse sobre su hombro y mirarlo a la cara.
Él la contempló con ojos entornados y penetrantes, y por un momento el coraje la abandonó. Nunca olvidaría el modo en que la miró la noche en que le asestó el golpe, ni el modo en que la despreció e injurió... y juró venganza. Sin embargo tenía que haber algún modo de escapar de él.
—Dejadme en el suelo. Andaré —rogó, mirándolo recelosa. Titubeó antes de añadir—: Por favor.
En cierto modo se sorprendió cuando él se detuvo y la dejó deslizarse sobre su hombro hasta quedar de pie en el suelo. Lo miró fijamente a los ojos y se apresuró a dar un paso atrás, estremeciéndose por ese contacto tan íntimo. Bajó la mirada, pero volvió a alzarla acto seguido.
—¿Adónde me conducís? —preguntó con voz ronca.
Él se llevó las manos a las caderas y ladeó ligeramente la cabeza para observarla burlón.
—¿Eso es todo, milady? ¿Adónde me conducís? ¿No «me alegro de que hayáis resucitado, lord Edward. Es un placer teneros de nuevo entre nosotros»?
—¡Desde luego que no es ningún placer! —contestó ella bruscamente, sin pensar.
«Rezad para que muera», le había advertido él en una ocasión. Él rió con amargura y la agarró del brazo para arrastrarla a lo largo de otro pasillo. No parecía haber nadie en esa parte del palacio; ella advirtió que habían llegado a los alojamientos y que sólo podrían toparse con algún invitado extraviado o un sirviente. Nadie podría ayudarla, pensó con el corazón encogido. Estaba claro que no iba a obtener socorro en ninguna parte; nadie desafiaría una orden directa del rey por algo tan insignificante como ayudar a una heredera beligerante contra el hombre al que la había entregado el propio rey.
Edward andaba muy deprisa sin soltarla. Bella jadeaba, incapaz de seguir sus largas zancadas, sobre todo cuando la mente le funcionaba a toda velocidad. Se sentía desconcertada. Le daba miedo pensar, preguntarse, y sin embargo debía hacerlo...
Hasta el momento, por mucho que pensara, había llegado a una única conclusión: él seguía con vida y era muy real. Estaba furioso y acababa de obtener permiso para hacer con ella lo que quisiera. Bella tragó saliva y tiró con tanta fuerza de la mano que la sujetaba, que él se vio obligado a detenerse y se volvió para mirarla.
—¿Adónde me lleváis? —insistió ella.
—A mis habitaciones —respondió Edward.
—¿Qué... pensáis hacer conmigo?
Él sonrió despacio, enarcando una ceja.
—Todavía no lo he decidido. Pensé en sumergiros en aceite hirviendo, pero decidí que sería demasiado suave. Entonces se me ocurrió destriparos y descuartizaros, pero también lo descarté por demasiado fácil.
—¡No os atreveríais! —replicó ella—. El rey no os ha dado permiso para asesinarme...
—«Ejecutar» es la palabra. Y es cierto, normalmente es necesario el consentimiento del rey, pero en este caso no lo creo. Por supuesto nos queda la tortura. Hummm, veamos. Tal vez podríamos utilizar un hierro candente para marcaros como traidora en una de esas hermosas mejillas. ¡Demasiado fácil! Veamos, podríamos arrancaros las uñas, una a una...
—¡Basta! —siseó Bella.
¿Hablaba en serio?, se preguntó ansiosa. No podía saberlo por la forma en que la miraba, los ojos fijos y penetrantes con aquel misterioso fuego, el tono afable con aquella inconfundible nota mordaz.
—Mi gente se sublevaría. Darían con vos y...
—No les resultará difícil dar conmigo, porque regresamos a Edenby. Pero dudo que vuelvan a levantarse en mi contra. Me atrevería a decir que a estas alturas se están mostrando más bien sumisos.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó ella consternada.
—Simplemente de que Edenby me pertenece, Bella. Atacamos el castillo la noche en que os marchasteis. —Sonrió y echó a andar de nuevo, arrastrándola consigo.
A la mente de Bella acudieron horribles imágenes de Edenby. ¡Dios mío! ¿Cuántos de los suyos seguirían con vida? ¿Qué habría sido de la pobre Alice, de Anne, de Paul, que había estado con ella en la habitación aquella terrible noche? ¡Santo cielo! Se estremeció al pensar en Alice, la dulce Alice que nada había querido saber de la traición y le había tocado sufrir las consecuencias.
—¡Oh, Dios mío! —gimió en voz alta, apenas consciente de haber emitido algún sonido.
Él volvió a detenerse y miró el rostro de Bella con otra sonrisa cordial... y letal.
—¿Qué ocurre ahora, milady? —se burló.
Ella se debatió con fuerza para liberarse, temblorosa aunque decidida a no dejar entrever su temor.
—¿Qué habéis hecho en Edenby? —inquirió—. ¿Masacrar a inocentes que nada tuvieron que ver con la guerra librada contra vos?
—Exactamente —replicó él con frialdad y, haciendo un ademán, añadió—: ¡Las gentes de Edenby yacen sobre las murallas o cuelgan de ellas, pudriéndose en las horcas! ¡Nadie se libró del castigo, milady!
Bella retrocedió, de nuevo incapaz de saber si decía o no la verdad. Edward dio un paso adelante y la agarró con tanta fuerza que la hizo gritar. En lugar de seguir avanzando por el pasillo, la llevó hacia una de las grandes ventanas con parteluces que se alineaban a lo largo de la pared.
—¿Veis allá abajo, querida lady Isabella? —se mofó, y ella vio lo que señalaba.
En un patio cubierto habían instalado un poste de flagelación. Unos hombres con grilletes eran arrastrados hacia él para ser azotados por haber cometido infracciones contra el nuevo rey Tudor. Bella trató de volver la cara, pero él la obligó a mirar cogiéndola por la barbilla.
—La justicia de los Tudor es prudente pero estricta. Si seguís fastidiándome, podría sentir la tentación de ver vuestro locuaz espíritu ligeramente domesticado a manos de esos fornidos individuos antes de despedirnos.
—¿Qué diferencia hay que seáis vos o ellos los que sostienen el látigo? —preguntó ella con frialdad—. No me sorprendería que los azotes fueran más suaves viniendo de esos hombres. ¡Preferiría ser juzgada aquí!
—¿De veras? —inquirió Edward cortésmente—. O sea que preferís la Torre a ser mi prisionera.
—¡Desde luego que sí! —declaró ella con vehemencia.
—No saldríais con vida de la Torre —advirtió él secamente.
—¡Un buen verdugo puede hacer más fácil el paso a la otra vida! —exclamó Bella, y para su horror el miedo tiñó su voz, lo que provocó una carcajada por parte de Edward.
—¡Ah, sí! Había olvidado lo experta que sois en lo relacionado a la muerte, lady Isabella —proclamó.
Ella se alisó la falda y bajó la cabeza.
—Si tengo que morir, lord Edward —logró responder sin alterarse—, que sea aquí y ahora.
—Ah, pero yo no tengo intenciones de dejaros morir... todavía —repuso él dulcemente—. Y si alguien tiene que azotaros, ¡me reservo ese derecho! Tampoco creo que tengáis mucha prisa por abandonar esta vida. Vámonos, estáis perdiendo el tiempo.
¡Perder el tiempo!, pensó Bella mientras el pánico volvía a apoderarse de ella. ¡Oh, Dios, sí! ¡Necesitaba tiempo, necesitaba ganar tiempo a toda costa!
¿Pretendía llevarla a sus aposentos y matarla? ¿O primero abusaría de ella? No; parecía odiarla demasiado para desear poseerla, aunque fuera a la fuerza. Sin embargo, si creyera que así la heriría...
No, no iba a matarla ahora. Podía hacer muchas cosas con ella antes de poner fin a su vida. Parecía tener prisa por llegar a Edenby; ¡tal vez parte de la venganza fuera obligarla a ver su hogar arrasado! Se estremeció mientras él volvía a arrastrarla. Finalmente Edward se detuvo ante una puerta y le soltó el brazo. Bella sintió pánico. Estaba libre y era joven y ágil, y los pasillos de palacio se prolongaban interminables ante ella. Se volvió, decidida a salir huyendo, pero no había dado un paso cuando lanzó un grito de dolor: Edward la había tenido sujeta todo el tiempo por el cabello con la otra mano. Ella lo miró con sorpresa, mientras él le tiraba de la melena para obligarla a volverse. Temblorosa y apretando los dientes, lo miró a los ojos, tratando de liberarse. Pero él no la soltó, sino que la atrajo más hacia sí tirando de esa cadena castaña.
No parecía en absoluto inquieto, simplemente divertido.
—Milady —murmuró burlón, sujetándola tan cerca de sí que le rozó la mejilla—, recordad que jamás volveré a confiar en vos, ni os daré la espalda.
La empujó al interior de la habitación y entró detrás. Ella permaneció inmóvil, temerosa de mirarlo, así como de no hacerlo. Se dio ánimos, dispuesta a aceptar estoicamente lo que pudiera suceder, pero él la ignoró y se dedicó a ir de un lado a otro de la habitación recogiendo sus cosas. Bella siguió vigilándolo, lista para intentar huir, aunque preguntándose con tristeza de qué le serviría. Advirtió que los aposentos de Edward eran privados y más bien imponentes. Al parecer gozaba del favor del rey Tudor. La vaina y la espada se hallaban sobre la cama, y cuando hizo ademán de cogerlas, ella se encogió de miedo instintivamente. Él sonrió mientras se sujetaba la vaina a la cintura.
—¡Mi querida lady Isabella! Sois muy asustadiza, ¿no os parece?
Ella no respondió y alzó un poco más la barbilla a pesar de que le dio un vuelco el corazón. Cuando Edward le dio la espalda, tragó saliva y se abalanzó sobre él.
—¡Maldita sea, decídmelo! ¿Qué os proponéis hacer?
Edward se volvió de nuevo y la observó con detenimiento. Y entonces sonrió despacio. Fragmentos de recuerdos acudieron a la mente de Bella. No había olvidado aquella sonrisa, la boca grande y sensual; aquellos labios finos sobre los de ella... una marca que ya le había sido impuesta y no había logrado borrar. Esos recuerdos acudían ahora a ella, arrebatándole las fuerzas y el valor.
—¡Decídmelo! —gritó de nuevo, tratando de mostrar coraje.
Él se encogió de hombros.
—En realidad, milady, todavía no estoy seguro de nada.
Bella se sintió incapaz de seguir hablando. Él se volvió y cogió una delgada cartera de cuero, luego inclinó ligeramente la cabeza.
—¿Lista, milady?
—¿Lista para qué? —espetó ella.
—Pues para irnos, por supuesto.
—¡Sí! —exclamó, el corazón latiéndole con fuerza.
Iban a abandonar esa habitación que la presencia de Edward hacía parecer tan terriblemente pequeña. Volvería a estar a salvo, porque él no se atrevería a hacerle daño delante de testigos. Pero ¿era eso cierto? De hecho ya la había sacado a rastras de la sala de audiencias del rey...
Él volvió a cogerla del brazo mientras abría la puerta.
—Mis cosas están... —empezó ella, pero Edward la interrumpió con brusquedad.
—Jess se encargará de recogerlas y se reunirá con nosotros más tarde.
—¿Jess? —murmuró ella nerviosa.
—Sí, Bella, he visto a vuestra criada, por supuesto. Es una muchacha muy amable, de las que jamás provocarían al rey. Ni al nuevo lord de Edenby, si vamos a eso. Vendrá con nosotros.
De nuevo en el pasillo, Bella se encaró con él lo mejor que pudo.
—¿Y sir Sam? —preguntó con voz algo estridente—. ¿No lo habréis...?
—¿Asesinado en la sala de audiencias? —sugirió Edward—. No, no lo he hecho.
—Entonces...
—Es la última pregunta que pienso responder, Bella —advirtió él, entornando los ojos como clara advertencia de que su paciencia estaba llegando al límite—. Es un anciano y leal caballero. Y a pesar de que participó en todo ese asunto, logró ablandar mi corazón... sí, Bella, ¡hasta ese trozo de hielo en mi interior puede ablandarse! Sir Sam ha sido advertido de que si viene a Edenby irá a parar a las mazmorras, pero conservará la libertad si decide quedarse en Londres.
Bella bajó la cabeza y lo siguió dócilmente mientras asimilaba el hecho de que al menos sir Sam estaría a salvo y libre. Edward caminaba deprisa, tanto que antes de que ella se diera cuenta habían salido a la luz del día. Vio a un grupo de lancasterianos, fáciles de reconocer por los blasones y armaduras, montados en sus caballos y a la espera.
¡Montados!, pensó con renovadas esperanzas. ¡Ella cabalgaba tan bien como andaba! Una vez se internaran en la parte del país que ella conocía mejor que esos hombres, podría escapar.
—¿Dónde está mi caballo? —preguntó, tratando de adoptar un tono resignado y manteniendo la cabeza gacha.
Al no recibir respuesta, levantó la vista hacia Edward y se alarmó al descubrir que la observaba con ojos chispeantes y sonrisa divertida.
—¡Ah, señora! No es muy lógico atacar a un hombre y enterrarlo... y después tomarlo por un imbécil. Vuestro caballo, al igual que vuestras pertenencias, llegarán más tarde. ¡Este viaje lo haréis de un modo más seguro!
Antes de que se diera cuenta ya la había levantado del suelo. La llevó en brazos por el fangoso camino hasta depositarla sin ninguna delicadeza en un desvencijado carruaje. Ella trató de recuperar el equilibrio e incorporarse.
—¡Esperad! ¡No puedo viajar en este trasto! ¡Me marearé! ¡Dejadme salir!
Aporreó la puerta y forcejeó con el tirador, pero éste no se movió. En el instante en que lo golpeaba con amargura, oyó el chasquido de un látigo. El carruaje se puso en marcha y la hizo caer. Se golpeó la sien contra el asiento delantero y gritó, masajeándose la zona dolorida al tiempo que trataba de levantarse.
Era ridículo esforzarse por permanecer erguida, pero Edward no tenía intención de perder más tiempo y las ruedas del carruaje daban tumbos sobre las piedras y baches del fangoso camino, obligando a Bella a no pensar en otra cosa que conservar la piel. Le pareció que transcurría una eternidad antes de que el carruaje redujera algo la velocidad, y entonces el viaje se hizo monótono y ella tuvo tiempo para especular sobre el futuro que la aguardaba.
Abatida, se quitó los restos del tocado que esa misma mañana había sido tan hermoso y elegante. Edward no tenía prisa en matarla, pensó con tristeza. Estaba a la espera, actuaba lentamente para asegurarse de que ella moría una docena de veces antes de desaparecer para siempre...
¡No! Jamás le daría esa satisfacción. No permitiría que la viera asustada. «Aunque el terror se apodere de mí, jamás dejaré que ese lancasteriano hijo de Satanás vea que tengo miedo». Se prometió con solemnidad, apretando los puños. «¡Pon toda tu fe en ello y lograrás conservar el orgullo y la vida!», se dijo, y la idea la ayudó a serenarse.
En algún momento se dio cuenta de que había anochecido. Sin embargo seguían sin detenerse. ¿Habría transmitido Edward su furia a los caballos?, se preguntó con sarcasmo. Y entonces pensó que de todos modos no importaba. Exhausta, se hizo un ovillo en una esquina del carruaje y se sumió en un sueño intermitente.
Se despertó poco a poco, con una desagradable sensación de confusión. Al principio pensó que había vuelto a soñar. A soñar que corría y se topaba de bruces contra Edward, y sentía cómo se caía, incapaz de seguir corriendo, de luchar contra el misterioso e irresistible magnetismo de aquellos ojos...
Y entonces se sobresaltó al comprender que no se trataba de un sueño sino de la realidad. Se encontraba en un carruaje, entumecida e incómoda. La luz se filtraba por las estrechas ventanas; era de día y el carruaje se había detenido.
De pronto Bella sintió que le urgía ocuparse de ciertas necesidades personales. En ese preciso momento se abrió la puerta del carruaje. La brillante luz que entró a raudales la cegó y ella se cubrió los ojos con una mano para protegerse.
—Buenos días, lady Isabella. —Edward la saludó con una profunda reverencia—. Espero que haya dormido bien.
Ella se sentía tan abatida que ni siquiera pudo rebelarse contra su sarcasmo.
—Tengo que salir, milord —murmuró con amargura.
—Por supuesto —se limitó a responder él, ofreciéndole una mano.
Ella dudó, pero al no ver otra solución la aceptó. Cuando apoyó los pies en el suelo estuvo a punto de caer, tan entumecidas tenía las piernas. Él la sujetó rodeándole la cintura con los brazos y ella sintió que le invadía una corriente cálida. Se apresuró a separarse, ansiosa por averiguar dónde se hallaban.
Le pareció que estaban cruzando uno de los grandes bosques de robles de misteriosa y sigilosa belleza. Todo estaba tranquilo salvo por el graznido ocasional de un pájaro matutino... y las risas de los hombres de Edward, sentados en torno a una hoguera, comiendo algo que despedía un apetitoso aroma.
¿Le daría algo para comer?, se preguntó Bella. ¿O matarla de hambre formaba parte de su plan?
—¿Os parece que vayamos? —sugirió él.
—¿Vayamos? —repitió ella—. ¡Tengo que ir sola!
—Eso jamás —replicó él, negando con la cabeza. —Pero... —Ella lo miró con consternación. Tal vez había descubierto una de las formas más crueles de torturarla. Bella era tan pudorosa como quisquillosa. Estaba claro que no podría resistir que alguien permaneciera junto a ella en una circunstancia así.
—Por favor —susurró abatida.
—La última vez que me rogasteis algo, milady —le recordó Edward con frialdad—, me desperté cubierto de rocas.
—¿Adónde iba a ir? ¿Qué podría haceros? —preguntó ella con cierto desespero.
—¡Estoy seguro de que tenéis un montón de recursos! —respondió él cortante. Su verde mirada era insondable y apretaba con tal fuerza la mandíbula que Bella tuvo la certeza de que no iba a ceder—. Vamos, iremos al río. Pero os lo advierto, no tratéis de escapar ni esconderos entre los árboles, o no volveréis a disfrutar de un solo momento de intimidad.
Echaron a andar juntos por el bosque en dirección al río. La neblina de la mañana seguía flotando sobre el suelo y la sensación de andar por allí resultaba extraña, y aún más con la mano de él cogiéndole el brazo. Bella lo miró de soslayo, preguntándose si se habría ablandado algo. Pero cuando sus miradas se cruzaron, comprobó que los ojos de Edward seguían penetrantes y misteriosos. Él sonrió despacio y ella se dio cuenta de que la intensidad de sus sentimientos no había disminuido. Al contrario, Edward era como un halcón planeando sobre su presa, esperando con perversa satisfacción el momento del ataque final.
El río era un tranquilo arroyo que serpenteaba como una melodía a través de los árboles; aquella calma contrastaba con la tensión reflejada en la mirada de Edward.
—Hay un matorral allí enfrente —le indicó secamente—. Regresad enseguida, o sufriréis de una vez por todas las consecuencias —advirtió con suavidad.
Al cabo de unos momentos ella miraba alrededor con tristeza. ¡El bosque era tan fértil y espeso! ¡Sería fácil escabullirse! Con la cabeza gacha y los labios apretados, volvió a reunirse con él, que la esperaba distraído con un pie apoyado en el tronco de un árbol y los brazos cruzados sobre el pecho. Ella lo ignoró y se acercó a la orilla del río, ansiosa por lavarse el rostro y enjuagarse la boca.
Se sobresaltó cuando él la tocó; la inquietud la embargó, convencida de que su intención era sumergirle la cabeza en el agua y ahogarla allí mismo. Edward debió de leerle los pensamientos, porque se echó a reír.
—¡Sólo trato de salvar esta enmarañada melena que usted llama cabello! Eso es todo... al menos por ahora.
—¡No se moleste! —replicó ella.
No quería que la tocara; no quería que permaneciera tan cerca de ella, ni sentir la fuerza que emanaba de sus manos, ni ser consciente de su fragancia limpia, vigorosa y masculina. Pero estaba sedienta y se obligó a olvidarse de su presencia y beber. Al cabo de un momento sintió un tirón en el pelo.
—Es suficiente.
Edward prácticamente la arrastró a través de los árboles hasta el carruaje. Ella lanzó una mirada a los hombres sentados en torno al fuego. Tenía un nudo en el estómago a causa del hambre y la idea de volver a subir al desvencijado carruaje le producía náuseas.
—¿No podría quedarme fuera un poco más? —preguntó, poniéndose de puntillas para pedirlo por favor.
Él negó con la cabeza. Parecía muy irritado en ese momento, como si ella fuera un juguete que de repente encontraba aburrido.
—Os traeré algo de comida.
La metió de nuevo en el carruaje y cerró la puerta. Al poco rato volvió con un trozo de jabalí asado. Estaba un poco fibroso y duro, pero Bella tenía demasiada hambre para que le importara.
El carruaje se puso en marcha mientras ella seguía comiendo, y la agotadora carrera del día anterior se repitió. Bella se dedicó otro largo día a reflexionar, preguntándose cuándo Edward se precipitaría sobre ella, y cuándo y cómo podría escapar. Hacia el anochecer le llevaron una cerveza, no Edward, sino uno de sus hombres, un atractivo y educado muchacho llamado Stefan Weinberg. Éste le infundió nuevas esperanzas, pues parecía compadecerse de ella.
Fue Stefan quien acudió a recogerla a la mañana siguiente. Ella le sonrió con tristeza y, al llegar al río, le rogó que se alejara pues necesitaba bañarse. Suplicó tanto que él accedió, y cuando estaba a cierta distancia Bella se quitó las ropas hasta quedarse sólo con la camisa y se metió en el río para disfrutar del agua... y vigilar la otra orilla.
La otra orilla. Sería fácil cruzar a nado esa distancia. Y Edward no esperaría una jugada así por su parte. Los árboles eran tan espesos y frondosos que sería posible esconderse entre ellos durante horas, días, incluso meses.
Bella se volvió con cautela. Stefan se hallaba a una distancia considerable y le daba la espalda en una actitud de lo más respetuosa. Sin hacer ruido, se sumergió en el agua y buceó para que él no oyera sus movimientos. Al entrever la otra orilla, salió a la superficie para respirar y avanzó con sigilo. Pero en cuanto salió del agua dejó escapar un grito de sorpresa. Edward la esperaba allí, apoyado cómoda y silenciosamente contra un gran roble.
La sorpresa la paralizó mientras él la recorría de arriba abajo con sus verdes ojos. De pronto se sintió desnuda, pues la camisa de lino se le había pegado al cuerpo como una segunda piel, amoldándose a sus senos y caderas. Tenía el cabello empapado y pegado a la espalda, y sabía que su aspecto era el de un animal salvaje del bosque.
Sin embargo, él se mostró curiosamente frío y se limitó a arrojarle la capa para que se cubriera mientras ella se estremecía bajo su mirada.
—No os molestéis en seducir a mis hombres para intentar escapar, Bella —dijo con frialdad—. Los he escogido con mucho cuidado y todos ellos permanecieron encerrados en las mazmorras de Edenby por orden vuestra.
—Muy agudo —comentó ella, con los dientes castañeteándole.
Él sonrió y dirigió la mirada hacia una pequeña balsa situada junto a la orilla.
—¿Nos vamos? —preguntó.
Bastaron unos pocos golpes de remo para alcanzar la otra orilla. Edward recuperó su capa y arrojó a Bella la ropa que había abandonado. Esta forcejeó con el vestido para ponérselo. Él esperó, y luego la cogió de nuevo por el brazo para empujarla hacia el camino y el desvencijado carruaje. La mano de Edward era como una cadena. El horror y el desaliento se apoderaron de ella, así como una creciente sensación de pánico. ¡Oh, Dios mío, ese hombre era como un halcón, o un felino, jugando hábilmente con su presa!
Al volverse hacia él descubrió que todo su valor y seguridad en sí misma estaban a punto de abandonarla.
—¡Hacedlo! —le ordenó—. ¡Estranguladme, arrancadme la piel a tiras! ¡Acabemos de una vez!
Él sonrió con cordialidad.
—¿Y perderme el placer último de la espera? No, milady, Edenby fue mi perdición, y será la vuestra.
—¡No lo será! —gritó furiosa, cruzando los brazos sobre el pecho—. ¡No pienso moverme de aquí! Yo...
Edward se encogió de hombros y luego se inclinó para echarse a Bella sobre los hombros. Ella lo golpeó y arañó con una furia salvaje. Pero todo fue en vano y momentos más tarde era arrojada de nuevo al interior del carruaje. Al igual que un animal salvaje capturado, se agazapó en el suelo. Él permanecía allí.
—¿No tenéis nada mejor que hacer que atormentar a una mujer? —espetó ella con tono mordaz, segura de herirlo en su orgullo.
—De hecho, en este momento no tengo gran cosa que hacer —aseguró él—. Y por supuesto vos, lady Isabella, no sois una mujer como las demás.
La puerta del carruaje se cerró a pesar de los gritos de protesta de Bella.
Al día siguiente, él mismo fue a buscarla. Ella no le dirigió la palabra y avanzó rígida a su lado. Pero una vez se hubo lavado la cara, Edward le ordenó con voz ronca que se pusiera de rodillas y ella volvió a experimentar un creciente temor.
Así que era esto... ¿iba a matarla, mutilarla, cortarla en pedazos?
—No... —dijo, sofocando un grito, pues no quería mostrar miedo ni desfallecer ante él.
Edward emitió un gruñido de impaciencia y, poniéndole las manos en los hombros, la obligó a arrodillarse. Era horrible... no quería verlo, no sabía... Se dio ánimos mientras esperaba sentir cómo un cuchillo le rasgaba la garganta, pero se quedó perpleja al notar contra la espalda los muslos de Edward, duros y cálidos a través del pantalón. Y los dedos, tirándole de los cabellos con cierta brusquedad al pasar un cepillo por ellos.
Allí, de rodillas y temblando, no pudo protestar por el trato y permaneció todo lo quieta que pudo. No cruzaron ni una sola palabra durante el largo rato que él se dedicó a cepillarle el cabello. Cuando terminó, le dijo secamente que podía levantarse.
Bella lo hizo y clavó los ojos en él, que le sostuvo la mirada. Seguía temblando tanto que temió caer al suelo, pero Edward la sujetó y pareció sorprendido por el modo en que ella se estremecía. Arqueó una ceja y ella se apresuró a bajar la mirada.
—Pensé... —empezó ella.
—¿Qué pensasteis?
—Que ibais a...
—¿Mataros por la espalda?
—Sí.
Él permaneció callado unos instantes.
—No, milady, vos sois la experta en atacar por la espalda, no yo —murmuró con más abatimiento que sorna.
—No creía que os preocupara el aspecto del cabello de un enemigo cautivo.
—Pues estabais muy equivocada. Esa cabellera es un tesoro, y me pertenece.
Ella no supo qué pensar o sentir; huyó en dirección al carruaje y, por una vez, entró en aquella cárcel sin ayuda de Edward.
Llegaron a Edenby a última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse proyectando sombras alargadas y todo seguía bañado por una suave luz de tonos carmesí y dorado.
Despertada de su letargo en una esquina del carruaje, Bella se sobresaltó y supo que habían llegado al oír a Edward gritar algo al hombre de la caseta de la guardia. El corazón le dio un vuelco con renovado desespero. Era cierto: habían tomado Edenby. Por alguna razón su corazón se había resistido a creerlo.
No podía ver qué ocurría fuera del carruaje, pero ante sus ojos desfilaron imágenes de su gente, guardias, campesinos y artesanos, colgando de cuerdas y horcas en los muros del castillo. Volvió a preguntarse ansiosa por Alice, Paul y la pequeña Anne. Claro que ni siquiera Edward habría hecho daño a una criatura...
El carruaje cruzó las puertas —podía notar la dirección que seguía— y se detuvo. La puerta se abrió y allí estaba Edward, sonriendo con regocijo, los ojos penetrantes y enigmáticos a la luz de las antorchas.
—Bien, estamos aquí. —La cogió en brazos y, tras dejarla de pie en el suelo, susurró—: Ha llegado la hora, milady.
Ella se liberó de su abrazo, mirándolo consternada. Él soltó una carcajada diabólica y la agarró por la muñeca para atraerla de nuevo hacia sí.
—¿Ninguna súplica esta noche, milady? —se burló—. ¿No pensáis pedir clemencia, o mejor aún, divertirme, para salvar a vuestra pobre gente de mi cólera y del horror de un reinado de los Lancaster?
—¡Jamás volveré a suplicar! —replicó ella bruscamente, pero le temblaron las rodillas.
Los hombres que habían viajado con ellos desaparecieron por la muralla exterior; ella miró alrededor, preguntándose si podría encontrar ayuda en alguna parte. Pero se hallaban solos frente a las puertas del gran salón. ¿Qué le aguardaba en el interior? ¿Patanes profanando todo aquello que le había pertenecido?
—¿Pensáis entrar o preferís que os lleve yo? Lo siento mucho, pero lo nuestro tendrá que esperar. Tengo asuntos urgentes que atender.
Ella se volvió y se encaminó hacia las puertas, pero se detuvo.
—Oh, disculpad. ¿Voy bien por aquí o debería dirigirme a las mazmorras?
—Quizá más tarde —respondió él, distraído. Entonces ella vio cómo una sonrisa cruzaba de nuevo las masculinas facciones de su rostro—. He esperado mucho tiempo a que llegara esta noche. Una eternidad, milady. —Hizo una reverencia con fingida caballerosidad. A continuación espetó entre dientes—: ¡Moveos!
Santo cielo, qué efecto tenía en ella esa voz, suave y áspera al mismo tiempo. Le provocaba terror, pero también una cálida corriente, como si fuera por fin a desmayarse y refugiarse en la inconsciencia.
Se volvió y echó a correr. Si lograba alcanzar la puerta trasera podría descolgarse por el acantilado y escapar, ya fuera por las rocas o por el mar. Era un intento inútil, lo sabía, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Esta vez Edward la agarró por la cola del vestido y se la echó a los hombros con un suspiro. Ella se volvió con furia, tratando de morderlo, darle patadas y arañarlo, pero fue en vano. Cuando entraron en la torre principal estaba al borde de las lágrimas, por ella misma... y por el horror que sin duda le aguardaba en el salón.
—¡Edward! —Una voz interrumpió los desesperados pensamientos de Bella.
Se trataba del joven y apuesto lancasteriano, que le daba la bienvenida mostrando su regocijo al ver el salvaje bulto que cargaba su amigo. Haciendo un esfuerzo, Bella logró por fin volverse para ver el rostro del joven; éste le lanzó una mirada divertida antes de dirigirse a su líder.
—Todo está en orden por aquí.
—¿Qué habéis hecho con mi tía? —inquirió ella enfadada.
—Dejad que deposite a la dama primero —dijo Edward con tono burlón—. Nos reuniremos en la biblioteca.
—¡Esperad! —pidió Bella. Tal vez había traicionado también a ese hombre, pero parecía tener corazón—. ¡Por favor! ¿Qué le ha ocurrido a...?
—Alice está sentada junto al hogar —respondió él con amabilidad.
Entraron en el salón y, en efecto, Alice se encontraba ante el hogar, pálida y con expresión afligida. Por lo demás estaba sana y salva, y tan elegantemente vestida como de costumbre.
—¡Alice! —exclamó Bella con voz sofocada.
Alice echó a correr hacia ella, pero el joven amigo de Edward la detuvo rodeándole la cintura con los brazos.
—No, Alice —le dijo con dulzura—. No podéis intervenir en esto.
Aturdida, Bella siguió mirando fijamente a su tía mientras Edward se dirigía hacia la escalera de caracol. Alice la siguió con sus grandes ojos azules llenos de preocupación, hasta que desapareció.
—¡Está viva! —exclamó Bella.
—Por supuesto que lo está —repuso Edward irritado—. ¡Vuestra tía no es una tigresa traidora!
¿Significaba eso que Alice seguía con vida, mientras que ella, Bella, pronto dejaría de estarlo? Empezó a forcejear de nuevo. Él juró por lo bajo, la dejó en el suelo y enredó la mano en su cabello para mantenerla sujeta. Llegaron frente a la puerta de la alcoba de Bella y ésta advirtió con tristeza que él descorría un cerrojo exterior que no había estado antes allí.
Edward la empujó al interior y ella se tambaleó, tratando de recuperar el equilibrio. Él permaneció imponente en el umbral y le habló con sarcasmo.
—Lamento sinceramente dejaros, pero qué le vamos a hacer. Debo ocuparme de ciertos asuntos. Tomad un baño, milady, tomaos vuestro tiempo y poneos cómoda. Os juro que regresaré en cuanto tenga un momento disponible.
Sonrió, hizo una reverencia y se marchó.
Ella oyó cómo echaba el cerrojo.
Jasper y Santiago aguardaban a Edward en la biblioteca. Ambos parecían relajados y bastante satisfechos de la vida, lo cual alegró a Edward, porque eso significaba que no se habían producido novedades.
Tomó asiento detrás del escritorio para escuchar sus informes. Santiago le comunicó que la mayor parte de la vieja guardia permanecía en las mazmorras, pues aún no podían correr el riesgo de soltarlos. Pero los campesinos y artesanos habían vuelto al trabajo; los sirvientes en ocasiones se mostraban algo ariscos, pero ninguno se había rebelado contra el nuevo mando.
—Tenía a ese tal Paul encerrado en una mazmorra —le informó Jasper—, pero ahora lo he aislado en una de las torres. Conoce los arriendos y cada palmo de tierra y es muy competente con los informes del grano y el molino. Sé que trató de mataros aquella noche, pero no era cosa mía tomar medidas contra él. —Se encogió de hombros—. Se pasa el día temblando a la espera de vuestro regreso.
—Humm —murmuró Edward, y tomó un largo sorbo de la cerveza que le habían traído.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó Jasper.
—Todavía no lo sé —respondió Edward con aire pensativo—, pero algo hay que hacer para inculcarle respeto hacia la autoridad. No estoy seguro... tal vez basten unos azotes. El hombre conservará la vida y la gente comprenderá que no es posible oponerse a nosotros. —Suspiró y abrió y cerró los puños.
Habían cabalgado muchas horas seguidas y estaba cansado... y aún tenía que ocuparse de Bella. Tampoco sabía con exactitud qué quería de ella, o qué se proponía hacer. Sólo estaba seguro de una cosa: en aquellos largos días de viajes se había dado cuenta del deseo apremiante que ella despertaba en él, una ansiedad como jamás había sentido, que le enardecía e inundaba el espíritu. «¡No es más que una mujer!», se decía ahora, del mismo modo que lo había repetido cientos de veces. Sin embargo, sólo conseguía aumentar el rencor que sentía hacia ella por haberlo traicionado. De haberse tratado de un hombre, le habría dado una espada para luchar y acabado con él. Pero era una mujer, una mujer que despertaba en él una excitante fascinación.
Ella le pertenecía, pensó secamente, y esta noche iba a enterarse. Aún estaba por ver qué depararía el futuro, pero esa noche estaba clara. Ella lo había invitado a su alcoba, le había rogado que lo acompañara. Bueno, pues, fuera o no bienvenido, esa noche lo tendría allí.
—Creo que todo lo demás puede esperar hasta mañana —dijo con un largo suspiro—. ¿Hay alguna habitación donde pueda dormir, Jasper?
Jasper lo miró con aire burlón.
—Pensé que...
—Oh, tengo intención de hacer una visita a lady Isabella —explicó—, pero jamás dormiría a su lado. ¡Mi vida no tendría ningún valor!
Jasper hizo una mueca.
—El dormitorio principal está abajo en el vestíbulo. Ordenaré que lo preparen de inmediato.
Jasper y Santiago se pusieron de pie, pero antes de que pudieran abandonar la habitación se produjo cierto alboroto en la puerta. Edward empezaba a levantarse cuando se vio derribado de nuevo en su asiento por lady Alice, que se arrodilló a sus pies rogándole con lágrimas en los ojos.
—¡No la matéis, milord, os lo suplico! Es joven y no tenía otra elección. Oh, os juro que lo lamentó, pero no tenía elección, ¿no lo entendéis? ¡No hizo sino combatir contra un enemigo; Ya sé... Jasper me contó lo de vuestra esposa, pero estoy segura de que estáis por encima de esas atrocidades. Por favor, lord Edward...
—¡Alice! —Él le cogió el rostro entre las manos y miró fijamente a aquellos ojos azul claro, consciente de lo que había hechizado a Jasper. Estaba furioso con éste por haber hablado de su tragedia—. No tengo intención de matar a ninguna mujer, lady Alice —respondió con cierta aspereza. Clavó la mirada en Jasper, que parecía inquieto, y añadió—: ¡Pero os advierto que mi vida no es materia de charlas frívolas! —Miró de nuevo a Alice—. Dormid tranquila, que Bella no morirá. Pero está prisionera y seguirá estándolo, y eso es algo que unas lágrimas compasivas no cambiarán.
Alice alzó la cabeza.
—Os lo agradezco —murmuró con voz trémula.
—¡Alice! —dijo Jasper bruscamente.
Ella se puso de pie y se reunió con él en el umbral, luego se volvió hacia Edward.
—¿Por qué no estoy yo prisionera, milord?
—Si no lo estáis, milady —respondió Edward tajante—, es porque habéis dado pruebas de aceptar la situación y, ahora, de vuestra honradez. Demostrad que me equivoco y vuestra vida sufrirá bastantes cambios.
—Pero, milord, os aseguro... —empezó Alice.
—Jasper, Santiago, lady Alice, buenas noches —cortó Edward con firmeza.
Enarcó una ceja mirando a Jasper. Éste rodeó a Alice con el brazo y se apresuro a llevarla fuera. Santiago hizo una mueca meneando la cabeza y también abandonó la habitación.
Edward apuró la cerveza pensativo, luego decidió que ya había esperado suficiente. Cuanto más tiempo permanecía allí sentado, más se encendía su cólera. Cerró los ojos y recordó la imagen de Alice arrodillada a sus pies; a continuación otra imagen, Bella de pie frente a él con el atizador manchado con su propia sangre.
Se puso de pie con determinación. Era el momento de recordar a la dama la advertencia que le había hecho: no hacer promesas que no tuviera intención de cumplir.
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