jueves, 3 de febrero de 2011

Maldita seas, maldito seas


Capítulo 16 “Maldita seas, Maldito seas”

Edward se hallaba en uno de los escasos despachos privados de la comandancia de la policía metropolitana de Londres, en compañía del detective Banner y del sargento Liam Brennan.
Aunque no se había quitado la peluca y la barba postiza, se había identificado de inmediato en la plazoleta. Al principio, a Banner le había costado trabajo creerle y hacerse cargo de la situación. Pero, como Edward era quien tenía la sartén por el mango, se había visto forzado a escucharlo.
Edward se había mostrado reacio a proseguir su conversación en plena calle, pues no estaba seguro de que no lo hubiera seguido alguien más desde la taberna. Por eso había insistido en que siguieran hablando en comisaría.
—Sabemos que el tipo al que mataron en la calle el otro día era quien se ocupaba de negociar las ventas de piezas arqueológicas en el mercado negro —le explicó a Edward el detective Banner—. Su nombre era Vladimir Fisher, o al menos eso creemos. Esa mujer de la taberna de McNally cambió al parecer de oficio en la época de Jack el Destripador, aunque supongo que sigue yéndose con algún tipo de cuando en cuando. Finge ser puta, y actúa como intermediaria para toda clase de delincuentes. Sabíamos que ese lugar existía, aunque ignorábamos dónde tenían lugar gran parte de las transacciones ilegales de objetos egipcios hasta que el otro día mataron a Fisher y algunos transeúntes mencionaron que acababa de salir de McNally.
—El mercado negro de antigüedades ha existido siempre —dijo Edward—. ¿Por qué ese repentino interés de su departamento?
Banner se azoró, mirando a Kevin.
—Bueno, verá, la cosa viene de arriba —carraspeó—. Al parecer, la reina descubrió hace poco que cierto número de tesoros destinados a Gran Bretaña estaban acabando en Francia. Y no hay nada que la moleste más que el hecho de que los franceses nos tomen la delantera en algo, ¿sabe usted? Hemos echado el guante a algunos traficantes de poca monta, pero hay cierto caballero francés que goza de inmunidad diplomática. Se llama Gathegi, Laurent Gathegi. Suele frecuentar la corte, y viaja a menudo a su país. Creemos que está intentando comprar un objeto muy concreto que alguien le ha prometido. Dos testigos que presenciaron la muerte de Fisher han reconocido que le habían visto otras veces por la calle en compañía de Gathegi.
—Si sospechan que ese tal Gathegi está implicado en un asesinato, ¿por qué no lo detienen? —preguntó Edward.
—Es un diplomático francés —intervino Kevin, sacudiendo la cabeza—. La cosa no es fácil —frunció el ceño—. Y de todos modos no creemos que fuera él quien mató a Fisher. En ese momento estaba en una fiesta, o al menos hay cierto número de testigos dispuestos a jurarlo. Sin embargo, estamos vigilando discretamente sus movimientos.
Edward miró a ambos policías.
—Un comprador no mata a su emisario —dijo.
—Desde luego —dijo el detective Banner con aplomo—. Pero todavía hemos de asegurarnos. Naturalmente, suponemos que la persona que tiene en su poder esa pieza o bien mató al señor Fisher o bien lo hizo matar, Dios sabrá por qué. Tal vez Fisher había amenazado con hablar para salvar el pellejo.
—¿Saben la reina o el marqués de Salisbury que sospechan ustedes de Gathegi?
Banner pareció incomodarse.
—De momento sólo son conjeturas. Y ya conoce usted a Su Majestad. Por más que gobierne una monarquía constitucional, sigue siendo… en fin, una reina. El primer ministro es mucho más pragmático. Sin embargo, a falta de pruebas, tiene las manos atadas. La reina no permitiría que acusáramos a Gathegi sin evidencias. Pero Gathegi no podría estar comprando tesoros si alguien no se los estuviera vendiendo. Me temo que, cuando lo vi salir de la taberna, pensé que por fin había atrapado al culpable, o al menos a uno de los implicados. Y ahora me temo que hemos vuelto al punto de partida.
—Puede que no —dijo Edward, pensativo.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Banner.
Edward se levantó.
—Puede, detective Banner, que el protocolo diplomático les impida a ustedes interrogar a ese tal monsieur Gathegi. Pero a mí nada me impide invitarlo a cenar junto con los conservadores y los fideicomisarios del museo.


Bella dio media vuelta y siguió aquel gemido.
—¡Bella! ¡Espera! ¡Podrían herirte! —dijo James tras ella, y la siguió apresuradamente.
A ella no la preocupaba que la hirieran. Aquellos gemidos procedían de alguien que sufría.
Se agachó junto a una hilera de cajas; luego dio la vuelta y regresó sobre sus pasos, siguiendo la fila de la derecha. Vio el cuerpo en el suelo, junto a las cajas, antes de reconocerlo. Era sir Jason.
—¡Dios mío! —gritó, cayendo de rodillas a su lado. Sir Jason luchaba por incorporarse. Bella lo sujetó por los hombros—. Sir Jason… —él parpadeó y logró mantener el equilibrio—. ¿Qué ha pasado? ¿Está herido? —preguntó ella mientras lo miraba con ansiedad.
Sir Jason negó con la cabeza, tragó saliva y, frunciendo el ceño, cerró los ojos.
—Ayúdeme a levantarme —dijo.
James ya estaba a su lado.
—Espere, sir Jason, sujétese de mi brazo.
—Tal vez no debería levantarse tan rápido. Tómeselo con calma —dijo Bella.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó él.
—Tiene que hacer un buen rato —dijo James.
—Sir Jason, ¿qué le ha pasado? —preguntó de nuevo Bella con firmeza—. ¿Le ha atacado alguien? —insistió mientras tomaba al anciano del otro brazo y ayudaba a James a conducirlo hacia la puerta.
—Yo… —sir Jason se interrumpió—. No lo sé. Estaba aquí, echando un vistazo. Tiene que existir, ¿sabes?
—¿Qué tiene que existir? —inquirió James.
—¿Qué va a ser? La cobra, claro —respondió sir Jason, como si le sorprendiera que James no le entendiera.
—Sir Jason, creo que deberíamos llamar a la policía —dijo ella.
—¿Qué cobra? —preguntó James.
—¡La policía! —exclamó sir Jason, alarmado—. ¡No, no, ni hablar! —negó enfáticamente con la cabeza y, desasiéndose de ellos, retrocedió—. No. Ha sido la tapa del cajón. No me ha atacado nadie. Ha sido un estúpido descuido. El hombre de la limpieza estaba por aquí, y yo estaba enojado. Me temo que me puse grosero con el pobre viejo. Ha sido una de esas tapas que tienen bisagras. La alcé, pero no la sujeté bien. ¡Y se me cayó en la cabeza!
Bella no le creía. Y de pronto empezó a sospechar del hombre de la limpieza. Desde que aquel viejo había sido contratado, se pasaba el día merodeando por ahí, en lugar de barrer y limpiar.
—¿Arboc estaba aquí? —preguntó.
—Sí. Después de lo de anoche, puede usted imaginar el desorden que había.
—Sir Jason, puede que fuera él quien le golpeó —dijo Bella.
—Bella, ya le he dicho lo que ha pasado.
—¿Qué cobra? —repitió James.
Bella suspiró y meneó la cabeza.
—En el bajorrelieve que estoy transcribiendo se menciona una cobra de oro y piedras preciosas. Y no hay ninguna pieza así en los catálogos, ni en las listas.
—¡Pues yo creo que existe! —afirmó sir Jason—. Y hay que encontrarla. Debo encontrarla antes… antes de que desaparezca.
—Sir Jason, puede que el lunes debamos avisar a la policía y reunir a todo el personal para revisar todo el almacén.
Él la miró un momento, a pesar de que no le estaba prestando atención.
—Hay que encontrarla —se tocó la frente y cerró los ojos. Parecía estar a punto de desmayarse.
Bella le tocó la nuca. Luego exclamó:
—¡Sir Jason, tiene un enorme golpe en la cabeza! Hay que avisar a un médico…
—¡No! Es sólo un chichón. No quiero ningún médico. No quiero que haya otro escándalo en el museo. ¡Y no quiero que vuelva a hablarse de maldiciones! —exclamó.
—Entonces, debe irse a casa —le dijo Bella con firmeza.
—Sí, debe irse a casa —repitió James.
Sir Jason miró a uno y a otro y luego suspiró, cansado.
—Está bien, está bien. Me iré a casa enseguida —logró reunir fuerzas para echar a andar delante de ellos—. Le diré a uno de los guardias que baje a vigilar el almacén. Hay demasiadas llaves rodando por ahí. Demasiadas llaves —se detuvo en la puerta y se volvió hacia ellos, mirándolos con repentino recelo—. ¿Vienen?
—Sí, sí, claro —murmuró Bella. Luego miró el relojito que llevaba prendido al pecho e hizo una mueca. ¡Cielo santo, debía de haberse confesado de cientos de pecados!—. James… tengo que irme —dijo—. Por favor, encárgate de meter a sir Jason en un coche. Debe irse a casa.
—Yo le acompañaré —le prometió él.
Bella le deseó a sir Jason un domingo apacible, lo dejó en compañía de James y salió apresuradamente del edificio, buscando con ansia un coche de alquiler.


Sir Jason estaba tan vapuleado que no lograba pensar con claridad. James estaba allí, con él. Se hallaban en una de las salas de exposición, aunque no alcanzaba a comprender cuál era. Tenía que quedarse para acabar lo que había empezado. No, no… tenía que volver a casa y librarse de aquel dolor de cabeza.
—Vamos, sir Jason, tengo que sacarlo de aquí —dijo James—. Se lo he prometido a Bella.
—Sí… y ahora ella será condesa, ¿verdad? —murmuró sir Jason.
—¿Usted se lo cree? Yo no —dijo James con aspereza—. Lord Cullen la está utilizando. Sólo busca vengarse. De nosotros.
—No… no… —musitó sir Jason.
—Bella se dará cuenta muy pronto. Y no pienso consentir que él siga utilizándola… contra nosotros.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó sir Jason, preocupado.
—Denunciarlo públicamente.
—Nos arruinará usted a todos.
—Oh, vamos, vamos, sir Jason. ¡Lord Cullen no es el único hombre rico de Inglaterra! Y está mal de la cabeza, por más que finja. Vamos, tengo que sacarlo de aquí.
A pesar del dolor, sir Jason sacudió la cabeza.
—Necesito un poco de tiempo.
—Sir Jason, le prometí a Bella que lo llevaría a casa.
—Entonces, espéreme aquí. Antes tengo que hacer una cosa.
—Voy con usted.
—¡No! —dijo sir Jason con firmeza, y miró a James con recelo—. ¡Espéreme aquí! —le ordenó, y se dirigió aprisa a las escaleras, procurando no tambalearse.


Bella regresó a la iglesia, atravesó los claustros a todo correr, estuvo a punto de atropellar a un cura y se detuvo un segundo para ofrecerle una torpe disculpa. Al salir a la calle, le dio un vuelco el corazón. No veía a Jasper entre la gente.
—¡Señorita Bella! —la llamó él, y, volviéndose, Bella se dirigió aliviada hacia el carruaje.
Jasper la ayudó a montar, pero no dijo nada sobre su tardanza.
El trayecto de regreso al castillo se le hizo eterno y en efecto lo fue debido al tráfico que atascaba las calles. Bella se preguntaba qué asunto habría hecho salir a Edward esa mañana, y rezaba por llegar al castillo antes que él.
Casi había oscurecido cuando alcanzaron la verja exterior. Al atravesarla, Bella oyó el aullido de los lobos en el bosque, anunciando la llegada de la noche.
Al llegar a la entrada del castillo, Bella le dio las gracias a Jasper y se apresuró a entrar. Se dirigió inmediatamente a la habitación de Riley y vio con alivio que Charlie y Waylon estaban allí, jugando al ajedrez.
—¿Qué tal está? —preguntó, ansiosa.
—Se despierta de vez en cuando. Ha tomado un sorbito de té y un poco de sopa. Creo que está mejor —dijo Charlie.
—La sopa la trajo ella —añadió Waylon.
—Pero la olimos bien y hasta la probamos —dijo Charlie—. Y aún no nos hemos muerto.
Bella frunció el ceño. Se estaban tomando muy a pecho su misión. Tal vez Sue Clearwater sospechara algo, pero no iba a arriesgarse a envenenar a Riley en casa del conde.
—Voy a quedarme con él, si tenéis… en fin, algo que hacer —dijo. No había gran cosa que pudieran hacer. Ahora que Charlie estaba bien, podían marcharse del castillo, de no ser por el hecho de que Riley estaba allí.
Mientras Waylon y Charlie la miraban con fijeza, se sorprendió preguntándose qué haría de no ser por Riley. Saltaba a la vista que Charlie se había recuperado y que podían volver a casa. Pero… ¿acaso quería ella volver a casa?
—Podríamos dar un paseíto —le dijo Charlie a Waylon.
—Estaría bien —convino Waylon—. Si no fuera por los lobos.
—Bueno, los lobos no están de este lado del puente. Pasearemos por el patio. Veamos si la vieja Dama de Hierro intenta detenernos.
—¡Que se atreva! —exclamó Waylon.
Ambos se marcharon, pero Bella tuvo la impresión de que, si veían asomar a Sue Clearwater, volverían corriendo.
Se sentó en la cama, junto a Riley, y notó que tenía mejor color y que su pulso era firme. Mientras le sostenía la muñeca, él abrió los ojos y esbozó una débil sonrisa.
—Bella…
—Estoy aquí. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor —dijo él. Luego titubeó e intentó sentarse.
Bella lo agarró de los hombros y lo obligó a recostarse.
—Te ha mordido una cobra, Riley. Debes tener paciencia.
Él sacudió la cabeza.
—Tenemos… tenemos que irnos, Bella. Todos. Yo… no puedo quedarme. No puedo estar aquí.
—Riley, tienes que recuperarte.
Él negó con la cabeza.
—Intentará matarme otra vez.
—¿Quién?
—El conde de Masen.
Su voz sonaba tan áspera y rasposa que Bella sintió un escalofrío.
—Riley, Edward no intentó matarte. Te mordió una cobra.
—Él… la dejó suelta.
—Riley, yo fui al museo con Edward. Llegamos al mismo tiempo.
—Él estuvo allí. Sé que estuvo allí —su voz era débil; luego, de pronto, le agarró la mano con fuerza—. ¿Es que no lo ves, Bella? Nos culpa a todos por la muerte de sus padres. A todos los que estuvimos allí. Y quiere que nosotros muramos también, uno a uno, sin dejar pistas, sin que nadie pueda demostrarlo… como sus padres.
—¡Eso es una locura! Riley, escúchame. ¡Edward no estuvo en el museo!
—Sí que estuvo. Lo sé. Y pretende encontrar un modo de matarnos a todos. Tenemos que irnos de aquí, Bella.
Ella suspiró.
—No podemos irnos, Riley. Todavía estás muy débil, y fui yo quien insistió en que te trajéramos aquí.
—Él nunca se casará contigo, ¿sabes? —dijo él.
«¡Ya lo sé!», gritó una voz dentro de ella.
—Tiene mucho encanto, siempre lo ha tenido —prosiguió Riley—. La gente siempre le creía y confiaba en él. Te está volviendo loca, Bella. Tienes que abrir los ojos y darte cuenta.
—¡Riley, por favor… ! —Bella se interrumpió al oír que llamaban a la puerta y fue a abrir.
Era Sue Clearwater.
—Vaya, querida, ya has vuelto.
—Sí.
—Y te estás ocupando de Riley.
—Sí, y pienso quedarme con él toda la noche, señora Clearwater.
—Desde luego. Yo puedo cuidar de él mañana, cuando vayas a misa.
—¿A misa?
—Querida niña, sé que estarás ansiosa por ir a misa. Todas esas horas de confesión… No sabía que fueras tan religiosa. El conde, naturalmente, es anglicano. Nuestras creencias son algo distintas a las vuestras.
—Con todas las horas que he pasado hoy en la iglesia, señora Clearwater, creo que Dios me perdonará si no asisto mañana a misa. Riley es mi amigo. Pienso quedarme a cuidar de él.
—Podrías encomendarle esa tarea a Charlie.
—Es responsabilidad mía —respondió Bella.
—Entiendo. Entonces, ¿ordeno que te traigan aquí la cena?
—Eso sería muy amable de su parte —dijo Bella, y titubeó—. ¿Aún no ha vuelto lord Cullen?
—Yo no lo he visto.
—Bueno, gracias.
—Te traerán la cena enseguida —dijo la señora Clearwater y, lanzándole a Bella una larga y penetrante mirada, dio media vuelta y se fue.
Bella volvió a acercarse a la cama. Riley había vuelto a sumirse en un sueño espasmódico. Bella acercó uno de los pesados sillones de orejas y se recostó en él. A pesar de las descabelladas ideas que desfilaban por su cabeza, sólo tardó unos minutos en quedarse dormida.


Sir Jason estaba esperando que llamaran a su puerta. Se rascó el bulto que tenía en la nuca, vaciló y agarró la pequeña pistola que tenía delante de sí, sobre su mesa de dibujo.
Llamaron a la puerta otra vez. Con vehemencia.
Sir Jason metió la pistola en el cajón, donde pudiera echar mano de ella fácilmente.
—Pase —dijo—, la puerta está abierta.
Su visitante entró. La puerta se cerró. Unos minutos después, el sonido sofocado de un arma de fuego podría haberse oído en la calle… si alguien hubiera prestado atención.


Emmett meneó la cabeza mirando a Edward Cullen y se preguntó si su amo estaría perdiendo el juicio.
—Es imposible.
—¿Imposible? Nada es imposible —dijo Edward.
—¡Menudo día! No sabía si aparecer o no cuando el tipo de la plazoleta resultó ser un oficial de policía —dijo Emmett—. ¡Pero lord Cullen…! Tiene usted una auténtica pista, una oportunidad de descubrir qué está pasando. ¿No puede descansar esta noche? ¿Debemos empezar ahora mismo?
—Emmett, cada noche que pasa, el culpable se acerca más y más. El castillo está lleno de puertas y escaleras. Mi padre estaba convencido de que había un túnel, y yo también. Sí, la zona que rodea la muralla es enorme. Pero tiene que haber algún indicio —sonrió y se frotó la barba, que empezaba a picarle un poco—. Esta noche, iremos cada uno por un lado. Tú y Jasper empezaréis por la verja y cada noche avanzaréis un poco, hasta rodear por entero la finca. Yo empezaré por el otro lado. Primero, sin embargo, debemos ir a tus habitaciones. Si no me quito esta barba enseguida, me arrancaré la piel a tiras y me convertiré en un auténtico monstruo —Emmett se quedó mirándolo un momento y luego sacudió la cabeza—. ¿Qué ocurre? —preguntó Edward.
—Ha pasado meses mirando en la cripta —dijo Emmett por fin.
—La verdad —dijo Edward— es que he pasado meses en la oficina, en la antigua cámara de tortura. En la cripta no he entrado aún.
Emmett dejó escapar un suave gruñido.
—¿Y tiene que ser de noche?
—Si queremos atrapar al culpable, no nos queda más remedio, Emmett.
El otro asintió.
—Bueno, entonces, empezaremos cuando usted quiera.


Bella se despertó sobresaltada y miró a Riley. Éste seguía durmiendo. Ella se preguntó qué la había despertado. Y entonces se dio cuenta de lo que era.
Se oía un leve ruido, amortiguado por la sillería del vetusto castillo. Una especie de chirrido.
Bella miró de nuevo a Riley, que parecía dormir como un corderito. Le tocó la frente y comprobó que estaba fría. Su pulso era firme.
Se dio cuenta de que la puerta se había abierto el ancho de una rendija y que alguien se había asomado a la habitación. Antes de que pudiera moverse, la puerta volvió a cerrarse. Un gélido escalofrío recorrió sus venas. Se levantó y, acercándose a la puerta, la entreabrió y miró fuera.
Sue Clearwater estaba en el pasillo, dirigiéndose hacia la escalera. Iba vestida con una bata y un camisón blancos y casi parecía flotar sobre el suelo. No llevaba lámpara. Pero, naturalmente, no la necesitaba. Podía moverse por el castillo a oscuras.
Bella deseó ir tras ella. Miró a Riley, que seguía durmiendo. Le daba miedo dejarlo solo. No lograba sacudirse el temor a que, si se ausentaba de su lado, alguien entraría a hurtadillas en la habitación y acabaría lo que la cobra había empezado.
Se acercó al sillón y volvió a sentarse. Y, al hacerlo, se descubrió pensando con añoranza en la noche anterior. Anhelaba una caricia de Edward, una noche más en la que pudiera olvidarse de todo salvo de que el conde de Masen la abrazara y la hiciera suya en la oscuridad, donde la realidad no hiciera presa sobre el deseo.
Edward estaba probablemente abajo, en la cripta, enfrascado de nuevo en aquella indagación obsesiva. Si Sue lo sorprendía… Aquello era una locura. Sue llevaba con él toda la vida. Sin duda el ama de llaves no suponía ningún peligro para él. Además, seguramente Edward se había llevado a Ayax.
De pronto, algo en su fuero interno gritó: «¿Dónde ha estado Edward todo el día?». Y, lo que era aún más importante, ¿por qué no había ido a verla, por qué no había acudido en su busca, por qué no la había obligado a cruzar el pasillo con él?


Las puertas de hierro oxidadas produjeron un sonido semejante al lamento de un alma en pena cuando Edward las abrió.
La cripta, que nadie había tocado desde hacía muchos años, estaba extrañamente limpia de polvo. Había sepulcros colocados en fila a lo largo del pasillo principal, y nichos en la pared. Las tumbas estaban colocadas en forma de cruz, de modo que un pasillo secundario cruzaba el primero a la altura de las tres cuartas partes de su longitud. El sepulcro más antiguo databa de 1310, y pertenecía a uno de sus ancestros, el conde Morwyth Cullen, quien andando el tiempo habría de convertirse en el primer conde de Masen.
Mientras avanzaba, Edward oyó el chillido de una rata. Se volvió al oír un gemido, y estuvo a punto de echarse a reír. Ayax estaba al otro lado de la verja, gimiendo suavemente, como si quisiera advertirle que no debía aventurarse a entrar allí.
—Son de la familia, chico —le dijo al perro en voz baja.
Luego frunció el ceño, salió de la cripta, regresó al despacho de la antesala y se acercó sigilosamente al pie de la escalera. Allí se quedó muy quieto, esperando.
—¿Hay alguien ahí, chico? —preguntó en voz baja, y Ayax empezó a ladrar. Edward subió rápidamente la escalera, pero quienquiera que hubiera habido allí, se había marchado. ¿Sería Bella, dando otro paseíto nocturno?
Edward subió apresuradamente al segundo piso. Todo estaba en silencio; no había sido lo bastante rápido. Una vez allí, sintió que el corazón le latía con fuerza. Se acercó a la puerta tras la cual yacía Riley Biers y la abrió.
Bella estaba en el sillón, junto a la cama, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre los brazos, recostada sobre el brazo del sillón. Deseó acercarse a ella. ¿Estaría fingiendo? ¿Había bajado de puntillas la escalera para ver qué hacía él?
—Vigílalos, Ayax —le dijo al perro.
Luego dio media vuelta y regresó a su tarea.


Bella se sobresaltó al oír voces en el solario cuando por fin fue a desayunar, tarde y sintiendo calambres y agujetas por haber dormido en el sillón, pese a haberse dado un largo baño caliente.
Edward estaba sentado a la mesa, leyendo sus diarios, como de costumbre. Sue Clearwater estaba frente a él. Charlie y Waylon estaban sentados a su lado, alabando los bizcochos de Sue. Incluso Riley, que parecía débil y macilento, había logrado llegar al solario. Y también tenían otro invitado: lord Vulturi, cuyo plato estaba lleno de tocino y huevos, y que, pese a que parecía hablar por los codos, se las ingeniaba asimismo para disfrutar de su desayuno.
—Señora Clearwater, es usted una excelente cocinera —estaba diciendo lord Vulturi cuando Bella entró.
—Gracias, lord Vulturi —dijo ella educadamente, y se levantó al ver entrar a Bella—. ¿Café, querida? ¿O prefieres té?
—Café, por favor —contestó Bella.
Edward levantó la mirada bruscamente del periódico. No pareció alegrarse de verla. Pero se levantó y le ofreció una silla.
—Buenos días, Bella.
—¡Mi queridísima niña! —dijo lord Vulturi.
—¡Bella! —Charlie la miró con reproche—. ¡Vas a casarte!
Ella miró a Edward.
—Yo…
—Lord Cullen me ha pedido mi consentimiento, claro está. Pero no me habías dicho que vuestro compromiso se anunció en el baile —le reprochó Charlie.
—Bueno, es que… como Riley estuvo a punto de morir… —dijo ella.
Riley sonrió débilmente.
—¡Pero esto es una cosa… tremenda! —exclamó Charlie con orgullo.
«Y es todo mentira», deseó gritar ella.
—¿Cuándo tendrá lugar la boda? —preguntó lord Vulturi—. Supongo que será un gran acontecimiento. Estas cosas llevan su tiempo. Hay que hacer muchos preparativos —dijo en tono pragmático.
Sue le dio a Bella una taza de café.
—En efecto, habrá que tomar en cuenta muchas cosas, puesto que lord Cullen es anglicano y la futura novia católica romana.
—Nosotros no somos católicos —dijo Charlie con el ceño fruncido—. Pertenecemos a la Iglesia de Inglaterra.
—¿Ah, sí? —preguntó Sue, lanzándole a Bella una mirada penetrante.
Ésta se quedó de una pieza.
—Oficialmente, siempre hemos asistido a la iglesia anglicana —dijo—, pero me temo que yo siempre he sentido debilidad por el rito católico, así que… suelo asistir a misa.
—En fin, nuestra época exige tolerancia. Aun así, vas a casarte con el conde de Masen —dijo Sue.
—Algunos reyes se han casado con católicas —terció Waylon.
—Y un par de ellos acabaron perdiendo la cabeza —respondió Sue dulcemente.
—¡Sólo Carlos I fue decapitado! —protestó Charlie.
—Ah, pero mucha sangre real se ha derramado en el patíbulo —repuso Sue.
—¡Esto es absurdo! Vivimos en una gran época, bajo una de las monarquías constitucionales más perfectas que han existido nunca —dijo lord Vulturi—. Sinceramente, creo que deberíamos celebrar tu compromiso con nuestra querida Bella en la reunión de esta noche, por muy seria que sea.
—¿Hay una reunión esta noche? —preguntó ella.
—Sí —la mirada de Edward seguía siendo dura como el pedernal. Bella comprendió que se había enterado de su escapada del día anterior y estaba furioso. Pero ¿dónde había estado él todo el día?—. Vamos a celebrar una cena —añadió Edward—. Por suerte, Riley se encuentra bien y podrá asistir. Sir Jason también vendrá, y lord Vulturi, así como un diplomático francés, monsieur Gathegi, y unos cuantos caballeros de la junta directiva del museo. Naturalmente invitaremos a Félix y también a sir James.
Ella lo miró con fijeza, extrañada.
—¿Huevos, querida? —preguntó Sue.
—No, gracias, esta mañana no tengo mucha hambre.
—Pues hoy va a tener mucho ajetreo. Hay montones de cosas que hacer. Y van a venir los encargados del banquete —dijo Sue. Parecía acalorada y contenta, y añadió con cierta indecisión—: Como en los viejos tiempos.
—En fin, será mejor que me vaya —dijo lord Vulturi, que también parecía complacido—. Tengo muchas cosas que hacer antes de volver esta noche. Edward, te confieso que estoy encantado. Estaba profundamente preocupado cuando esta mañana le ordené a mi cochero que me trajera aquí. Tu idea de celebrar una cena íntima para hablar tranquilamente sobre el futuro del museo es brillante, sencillamente brillante.
—Me alegra que la apruebe, lord Vulturi —dijo Edward, levantándose.
—Hasta esta noche —les dijo a todos lord Vulturi, y se marchó.
—Creo que será mejor que me retire a descansar, si quiero estar en forma esta noche —dijo Riley.
—Yo iré a hacerte compañía dentro de un rato —dijo Bella.
—No —dijo Edward en tono cortante—. Charlie y Waylon están celebrando una especie de torneo de ajedrez. No les importa hacerle compañía a Riley y ocuparse de todo lo que necesite. Yo quisiera hablar un momento contigo, querida mía.
Ella asintió dócilmente, aunque el corazón le palpitaba con violencia.
—¡Hay tantas cosas que hacer! —murmuro Sue—. Oh, vaya, cuántos huevos han sobrado. En fin, dicen que son muy buenos para el pelo de los perros. Ayax, ven conmigo.
Ayax, que estaba durmiendo a los pies de Edward, se levantó de un salto. «No te vayas», quiso gritarle Bella. Pero no dijo nada. El perro se alejó meneando la cola.
—Bella, querida, si eres tan amable… —dijo Edward.
Ella compuso una sonrisa y salió del solario delante de él, echando a andar por el pasillo. Al llegar a la entrada de los aposentos de Edward, éste abrió la puerta y dejó que pasara delante de él. Pero en cuanto Bella estuvo en la habitación, él cerró la puerta y se apoyó contra ella. Sus ojos parecían de hielo bajo la máscara.
—¿Se puede saber dónde estuviste ayer? —preguntó.
—¿Dónde estuviste tú?
—Tenía cosas que hacer. ¿Y tú?
—Yo también tenía cosas que hacer.
—¿Fuiste a confesarte?
—Tengo muchas cosas que confesar —murmuró ella.
—Pues considérame tu confesor. ¿Dónde estuviste?
—Fui al museo —respondió ella.
—¿Qué?
Bella respiró hondo y repitió:
—Fui al museo.
—¿Es que estás loca?
—¡Trabajo allí!
—La noche anterior había allí una cobra suelta. ¿A qué demonios fuiste? Está claro que sabías que era peligroso, dado que mentiste a Jasper. Y él, como es tan confiado, estuvo horas esperándote a la puerta de una iglesia.
—Fui a buscar la cobra —musitó ella—. La cobra de oro, la pieza por la que todo el mundo parece sentir tanto interés.
—No volverás a ir al museo —dijo él, enfurecido.
—¡Iré donde se me antoje! —respondió ella—. ¡No soy tu prisionera! Y tampoco puedes seguir reteniendo a Charlie —prosiguió, aunque le flaqueó la voz.
—¿Tantas ganas tienes de marcharte? —preguntó él.
—¡Yo decido lo que hago! —le recordó ella—. Y no puedes ordenarme que me quede aquí. ¿Dónde estuviste? ¿Por qué siempre desapareces? ¿A qué locura estás jugando ahora?
—No es ninguna locura, Bella. Ya te lo he dicho, éste es un juego peligroso. No debí mezclarte en él, pero Dios sabe que no sospechaba el cariz que tomarían los acontecimientos. No esperaba… ¡Maldita seas, Bella! —dio un paso hacia ella y la agarró con fuerza por los hombros como si quisiera zarandearla—. ¡Maldita seas, Bella! ¡Maldita seas!
—¡Maldito seas tú! —gritó ella.
Los dedos de Edward se crisparon. Sacudió la cabeza y apretó los dientes. Luego un juramento escapó de sus labios. De pronto su boca se posó sobre la de ella, agitando un deseo instantáneo en el interior de Bella. Un instinto descarnado, dulce y terrenal, aleteó dentro de su corazón. Bella respondió a sus caricias con ternura y avidez, con ansia explosiva y furiosa, y le devolvió los besos, apoyándose contra él mientras enredaba los dedos en su pelo y deslizaba las manos por sus hombros, tirándole de la camisa… Sólo una cosa la hizo apartarse.
—La máscara… —musitó.
Él dudó un instante. Luego se la quitó.
En una maraña de labios y brazos entrelazados, se despojaron de sus ropas frenéticamente. El deseo se sobrepuso a la ira, el ansia les dejó sin aliento y el ardor de su sangre les hizo olvidarse de todo lo demás. Algún tiempo antes, Bella se habría mofado de aquella desesperada entrega. Pero ahora sólo ansiaba estar en brazos de Edward, sentir su carne desnuda, conocer el ardor, el calor y la energía que se apoderaban de él cuando la tocaba.
Edward arrojó su ropa al suelo y siguió besándola y acariciándola mientras se acercaban paso a paso a la puerta que separaba el dormitorio del cuarto de estar. Por fin se hallaron ante la cama y Bella cayó sobre ella. Un instante después, sintió el peso de Edward sobre su cuerpo. Allí descubrió su propia osadía, besó la garganta de Edward, su ancho torso y se deleitó en el tacto de su cuerpo. Se restregaba contra él, ardorosa, apretando los senos contra su pecho mientras jugaba con los labios sobre su carne con desesperación y deseo instintivo. El sonido del áspero aliento de Edward, el fuego de sus dedos sobre ella, todo la impulsaba a seguir adelante. Tocó, lamió y provocó, y sintió la explosión de placer de Edward. Luego las manos de Edward la moldearon a voluntad, seduciéndola de nuevo, hasta levantar la firme oleada volcánica que ella codiciaba cada vez más. Edward la elevaba cada vez más alto, como un mago, lanzando sobre ella el hechizo acuciante del deseo y el gozo. Cuando la tocaba, cuando estaba dentro de ella, cuando la rodeaba con sus brazos, no había nada más. Sólo existía aquella marea ardiente y tempestuosa, y el clímax volátil que la mecía y la zarandeaba, haciendo añicos todo lo demás.
Cobijada entre sus brazos, quedó tendida largo rato, sintiendo su dulce presencia, la música de sus corazones, la respiración mezclada de ambos.
Edward le acariciaba el pelo con suavidad. Sus labios le rozaron la frente. Y luego sus palabras.
—No puedes volver al museo nunca más.
—Debo ir.
—No irás.
—No puedes decirme lo que debo hacer.
—Soy el conde de Masen.
—¡Ésta no es la Inglaterra feudal! ¡Yo no soy tu súbdita! Yo decido lo que…
—En esto no te saldrás con la tuya.
—¡Maldito seas!
—¡Maldita seas tú!
Y luego Bella se halló de nuevo en sus brazos mientras Edward la besaba con furia y ella respondía a sus besos con enojo.
Largo rato después, él suspiró suavemente.
—Por desgracia, no podemos quedarnos aquí todo el día.
—¡La discusión no ha acabado!
—Tienes razón —dijo él, y se levantó—. Hay muchas cosas que hacer. Muchas —murmuró y, dejándola tumbada en la cama, comenzó a recoger su ropa. Bella comprendió, aunque no lo veía, que había vuelto a ponerse la máscara—. Tienes que estar en la puerta dentro de una hora —dijo él.
—¡Pero si acabas de decir que hay muchas cosas que hacer!
—En efecto. Pero la otra noche anuncié nuestro compromiso. Hoy es domingo. Y dado que sentiste la desesperada necesidad de confesarte y estuviste en una iglesia católica, creo que debemos hacer acto de presencia en la iglesia parroquial. No querrás que la gente cuestione nuestras intenciones, ¿verdad? Todo el mundo espera que vayamos.
—Pero…
Demasiado tarde. Bella oyó abrirse y cerrarse la puerta exterior y sintió luego la voz de Sue en el pasillo. Se levantó, enfurecida, y recogió a toda prisa su ropa. Peinarse le costó cierto esfuerzo. Pero al fin salió al pasillo con el corazón martilleándole con fuerza. Pero no había nadie a la vista.
Recorrió apresuradamente el pasillo hasta el cuarto de Riley y asomó la cabeza. Riley estaba en la cama. Charlie y Waylon seguían jugando al ajedrez frente al fuego y bisbiseaban, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver si Riley dormía. Bella se disponía a advertirlos de su presencia cuando oyó que Charlie decía:
—No es ninguna locura. Mataron a un hombre en la calle, y el conde de Masen estaba allí, siguiéndonos…, aunque disfrazado de Arboc, claro.
Bella se quedó de piedra.
—Es hora de salir de aquí y de llevarnos a Bella, Charlie. Te lo estoy diciendo.
—¡Pero está prometido con ella!
Waylon miró a Charlie con pesar.
—¿De veras? Él arriesga su vida. Y ahora arriesga también la de Bella.
—Ha estado cuidando de ella en el museo, haciéndose pasar por ese viejo —repuso Charlie.
¡Arboc! A Bella se le heló la sangre. Edward era Arboc, y no se lo había dicho. Había estado en el museo la mañana del día anterior, cuando alguien había herido a sir Jason en la cabeza.
Edward Cullen era Jim Arboc. Y, según decía Charlie, alguien había muerto estando él cerca.
Bella cerró la puerta y corrió a su habitación. Al llegar, se acercó con nerviosismo a la chimenea y se apoyó contra la repisa, temblando. Riley, con el veneno de la cobra aún corriendo por sus venas, había dicho: «Quiere venganza. Quiere matarnos a todos».
Y aunque su corazón decía lo contrario, Bella tuvo que admitir que el conde de Masen siempre parecía ir disfrazado, llevara o no una máscara.

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