jueves, 20 de enero de 2011

La fiesta del príncipe


Capítulo 5 "La fiesta del príncipe"
Una hilera de antorchas encendidas alumbraba el largo camino que llevaba hasta el palacio. La calesa tirada por dos caballos blancos en la que Bella se encontraba, se unió a la cola de carruajes que esperaban el turno para depositar a sus pasajeros en la entrada tallada de mármol rosado del palacio de Edward. Los labios de Bella se abrían en múltiples gestos de admiración al ver la majestuosidad de los pavos reales y los ciervos albinos que pastaban en los jardines. Con los ojos muy abiertos, levantó la cabeza para ver las agujas de estilo arábigo y la cúpula de bronce y oro que contrastaba con el azul índigo del cielo.
Como si hubiese salido de Las mil y una noches, parecía como un castillo mágico todo cubierto de caramelo, pensó asombrada. Desde esa distancia ya podía oír la orquesta, cuya música se colaba por las ventanas ojivales, y el ambiente de excitación que se respiraba en el aire.
Había un grupo de malabaristas y juglares saltando en la hierba con sus gorros de tres puntas. La noche la envolvía como el terciopelo azul bajo un manto de estrellas de diamante y el mar traía un aire fresco que relajaba su rostro después del calor de todo el día.
Miró en todas las direcciones con ansiedad, sin poder evitar sentirse emocionada como una niña en su primer baile. Era difícil mantener la serenidad que necesitaba la misión de esa noche.
Un poco antes, ese día, después de dejar la cárcel, había cabalgado de vuelta a casa para conseguir el vehículo adecuado con el que acudir al baile. El problema lo había resuelto al «tomar prestado» el lujoso carruaje del conde Forge y dos de sus caballos. Su vecino nunca salía por la noche, por lo que tenía la esperanza de que no llegase a notar la ausencia. Después, había vuelto a casa para elegir el vestido que llevaría esa noche: el único que tenía y que podía pasar como traje de noche.
Su pequeño cuerpo iba cubierto de seda azul en tonos claros. Desde su cintura caía una sobrefalda bordada con flores rosas, abierta en la parte delantera por debajo de la rodilla, que dejaba ver debajo unas enaguas blancas. Estaba segura de que su vestido estaba algo pasado de moda, pero era lo bastante elegante como para un baile y, además, sus largas mangas le servían muy bien para cubrir la herida del brazo, y las enaguas eran lo suficientemente largas como para esconder las ropas de acción que llevaba bajo el vestido, incluidas las espuelas.
En cuanto hubiese sacado a Seth del palacio del príncipe, tendría que cambiarse rápidamente e ir a distraer a los guardias de la plaza de la ciudad para alejarlos de la cárcel. De esta forma, Jacob y los demás podrían escapar de allí. Necesitaría deshacerse del vestido, ponerse su camisa negra, su chaleco y su máscara, y cabalgar.
Por el momento, vio que algunos de los invitados estaban disfrazados. Se alegró de haber traído una máscara de seda azul a juego con el vestido. La ayudaría a mezclarse entre la multitud y pasar desapercibida. Sabía que lo único que podía arruinar sus planes era que el príncipe Edward la viera y se acordase de ella.
Al mirar a su alrededor, apartó pronto ese pensamiento. Había demasiada gente, y la mayoría de las mujeres eran tan despampanantes y llamativas que estaba segura de que nadie se fijaría en ella. Por fin, le tocó el turno de entrar. Un impávido mayordomo la invitó a entrar con una de las cejas levantadas.
Pasó un escuadrón de sirvientes moviéndose de un lado a otro para hacerse con los sombreros de los caballeros e indicar a las mujeres el camino hacia el tocador. Ella se limitó a pasarlos en silencio, con un sentimiento de urgencia en las venas.
Sin darse cuenta de que no respiraba, caminó lentamente, paso a paso, por el palacio del príncipe Edward.
Embriagada por la música y los maravillosos aromas de comida y perfume, se sentía como en una nube. Trató de mirarlo todo, con los ojos muy abiertos por la admiración.
¡Todo era tan bonito! Era como un sueño.
Los candelabros parecían montañas de hielo delicadamente esculpidos. El suelo era de mármol negro y blanco, como un gran tablero de ajedrez. Las paredes estaban cubiertas de seda roja bordada con pinas doradas. Del techo caía una lluvia lenta de confetis de colores y cuando levantó la mirada, vio a dos chicas en un trapecio, con sus esbeltos cuerpos cubiertos por una vaporosa tela de seda. Se balanceaban lentamente sobre la gente, delante y atrás, riendo y tirando confeti.
Bella se vio rodeada por mujeres que se saludaban unas a otras con alegría y elegancia, pero ella permanecía sola. Levantó la cabeza y miró más y más arriba, más allá de la lluvia de confetis y de las chicas en el columpio. La sala de baile se encontraba exactamente debajo de la famosa y alta cúpula, que tantas veces había visto desde la distancia. Desde el suelo hasta el ápice, debía de haber unos treinta metros de altura, pensó con asombro. Vislumbró con fascinación los frescos pintados en la lejana bóveda y casi gritó al ver la representación de una orgía bucólica, donde las ninfas desnudas se emparejaban con atléticos sátiros y promiscuos dioses.
Desconcertada por la obscenidad de las imágenes —justo el tipo de arte que hubiese esperado de un hombre como él— trasladó la mirada a los laterales de la bóveda.
Junto al borde dorado de su base, oscurecido por las sombras, pudo apenas percibir una estrecha galería, una especie de pasadizo desde donde podía observase a la multitud. Vio a una figura solitaria allí de pie, apartada y altiva, completamente inmóvil.
Presintió, sin ni siquiera verlo, de quién podía tratarse.
Las piernas le temblaron al sentir el peligro que subyacía en este lugar cubierto de purpurina. Sus sentidos vibraron al unísono al ver la oscura figura del príncipe allí arriba, pero se esforzó en volver al que era su propósito.
— ¡Tanya Denali! ¿No os parece divina?
— ¡Mira ese vestido! ¡Debe de costar una fortuna!
— ¡El orgullo de los escenarios londinenses!
—He oído que se conocieron en Venecia cuando él hacía su gran gira.
La mujer que hablaba al final de la cola de recibimiento era una criatura radiante y acaramelada, una perla rosada en el corazón del palacio mágico de Edward. Bella estaba ensimismada con la belleza de Tanya Denali, cuando cayó en la cuenta de que era la querida del príncipe —su concubina, una cualquiera, en definitiva— y que ella, de la gran familia de los Swan, estaba a punto de ser presentada a esa mujer, como si una reina tuviera que presentarse a esta criatura que había salido de no se sabía qué cloaca londinense.
Bella miró alrededor con repugnancia, buscando la forma de apartarse, pero la curiosidad la mantuvo en la cola. Ella nunca había conocido antes a una mujer de la calle.
Tanya Denali parecía estar en la franja entre los veinticinco y los treinta años. La delicadeza de su rostro era perfecta, su pelo del brillo de las monedas de oro. Tenía los ojos azules como el cielo y una hermosa marca justo debajo de la comisura de la boca. La blancura de su piel se veía realzada por un vestido de seda blanco, pero sus curvas dibujadas de forma espectacular por un escote excesivamente bajo, no dejaban lugar a dudas de por qué atraía a Edward. Era vergonzosamente obvio. Bella sintió la necesidad de quitarse el chal de los hombros y cubrir con él los grandes pechos de Tanya Denali.
Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que aunque mucha gente se sentía impresionada por la belleza glamurosa y la fama de la señorita Denali, otros parecían tan disgustados como la propia Bella.
En realidad, ¿en qué estaba pensando su majestad para presentar a una mujer de la farándula como anfitriona? Sólo Dios sabía a cuántos representantes de las mejores familias iba a ofender con este gesto infantil tan inapropiado.
Cuando le llegó el turno, Tanya Denali la saludó en un italiano salpicado de acento inglés. La opinión que Bella tenía de Edward cayó aún más cuando vio el brillo de narcisismo que emanaba de los ojos de la actriz. Parecía borracha de vanidad, regodeándose penosamente en su posición como anfitriona del príncipe. Era más de lo que Bella podía soportar, por lo que decidió no responder a su saludo. La señorita Denali se sintió instantáneamente ofendida por la falta de entusiasmo hacia ella. Su boca carnosa se arrugó, pero Bella apartó la mirada y siguió caminando con desprecio.
Decidió no perder más tiempo en tanta curiosidad escabrosa sobre las intimidades del príncipe. En algún lugar de ese recinto de perversión, un niño la esperaba para ser rescatado.
Empezó a caminar sin un rumbo demasiado fijo por entre la multitud hasta llegar a uno de los extremos del salón de baile. Incluso una absurda fuente de la que manaban chorros de vino a través de unos cauces con forma de boca de pez plateados. Rodeó a distintos grupos de invitados que conversaban entre ellos, las mujeres vestidas con trajes espléndidos de todos los colores del arcoiris, a pesar de que la mayoría de los hombres vestían de negro. Aquéllos más atrevidos, se habían cubierto con la más extraña indumentaria, como si se tratase de carnaval.
En su afán por encontrar el camino, Bella esquivó a los mayordomos que llevaban bandejas cargadas de vasos de vino y un maravilloso surtido de canapés: pequeñas tartaletas de pez espada ahumado cubierto de la pulpa naranja de los erizos de mar, quesos dulces, caracoles, caviar y pulpitos rosas como el coral marinados de limón. Había frutas: higos y albaricoques confitados, melocotones en vino, gajos de naranja cubiertos de azúcar glaseada y adornadas con la menta dulce que crecía de forma silvestre en Ascensión.
Un mayordomo se detuvo para ofrecerle un vasito de licor dulzón elaborado con zarzamora, pero no se atrevió a aceptar. Se sentía tentada a probar todas esas delicadezas exóticas que pasaban ante sus ojos, pero la peligrosidad de su misión le había cerrado el estómago.
Pasó cerca de uno de los jóvenes nobles que rodeaban a Edward. Había arrinconado a una mujer contra una columna y sonreía mientras le daba de comer una ostra en su concha, acariciándole el cuello mientras ella levantaba la cabeza para tragársela con los ojos cerrados.
Un escalofrío de sensualidad se deslizó por las venas de Bella al ver a los amantes, pero rápido bajó la mirada y apretó el paso, mientras le oía murmurar a la mujer que las ostras eran afrodisíacas.
Visiblemente avergonzada, robó miradas de culpa en los otros jóvenes del círculo más próximo a Edward. Se mantenían a poca distancia, pulcros y ansiosos, como aves de rapiña. Observaban a la multitud con aburrimiento. Bella no pudo evitar fijarse en uno de ellos, el huraño Mike Newton, cuya oscura y seductora belleza había llevado a la mayoría de las mujeres a la ignominia.
Hizo una mueca al recordar la noche en la que le había robado. Si no hubiese sido tan arrogante, tal vez no hubiese sentido la necesidad de humillarle.
Más adelante reconoció al castaño y musculoso vizconde Emmett McCarty, que era quizás el único de ellos a quien podía considerar como decente. Tenía una estatura impresionante y un porte imponente. Su cabeza siempre altanera, con expresión divertida en los pícaros ojos castaños. Decían que se estaba preparando para ser el próximo primer ministro.
En ese momento, el sonido de una risa profunda y envolvente a no más de dos metros de distancia hizo que se quedara petrificada donde estaba.
Al mirar despacio por encima del hombro, vio a Edward que sobresalía como un coloso dorado entre una multitud de mujeres y hombres que le miraban, como ensimismados, pendientes de cada una de sus palabras.
Bella le miró también, incapaz de apartar los ojos de él. Al verle, un remolino de emociones le golpeó el pecho, como una red de pesca que está siendo jalada fuera del mar. Ahí estaba, pensó con una extraña angustia que su valentía no podía enmascarar. Era un dios que había descendido para regodearse con la adulación de sus súbditos. Apolo, quizás.
«El soltero más deseado del mundo.»
Sus ojos se detuvieron en su pelo cobrizo, en su piel algo bronceada por el sol, el blanco fulgor de su sonrisa picara, la fuerza y la vitalidad en la expresión de su rostro, esculpido de una voluntad indomable pero atemperada por la amabilidad de sus ojos y la fortaleza de su innato esnobismo. Sus cejas eran marrón claro y su boca era deliciosamente sensual. En cualquier otro hombre, el color azul zafiro de su capa hubiese sido tachado de dandismo, pero en él resultaba espléndido. La extravagancia de su largo cabello y su piel brillante era suavizada por la discreción de su pañuelo y la profunda inteligencia que inspiraban unos ojos amarillo verdosos como el topacio.
Bella recuperó la respiración y apartó la mirada, con su magnífica estampa ya cincelada en su cabeza.
Se maldijo a sí misma por admirar a un granuja tan descarado, aunque tenía que admitir que el príncipe Edward superaba a los demás hombres de la sala por algo más que por su indecente conducta. Era algo intangible. Podía sentir el dominio que ejercía sobre ella de una forma tan real como que estaba allí de pie. Y lo que era aún peor, no era inmune a él.
Ignorando esta atracción tan repentina, trató de seguir caminando y esforzarse en su búsqueda.
No necesitaba sus muestras indecentes de amistad, piedad o generosidad. Ni de él, ni de ningún otro hombre. Ella podía cuidar de sí misma. Siempre lo había hecho. Llegó al borde del salón de baile y se escapó por uno de los salones contiguos. Se encontró en un oscuro y vacío pasillo. Echando un vistazo a lo lejos, vio que al final de él había una escalera de mármol. Los escalones zigzagueaban en tres tramos hasta llegar al piso superior. Una vez arriba, fue acercándose a cada una de las puertas que había a ambos lados del pasillo, susurrando el nombre de Seth tan alto como creyó conveniente. Se apresuró a bajar al siguiente piso y repitió el proceso, deteniéndose en todas las puertas.
No ayudaba mucho el que la mitad de los pasillos estuviesen decorados con pinturas de juegos visuales en la parte del fondo. Más de una vez, caminó directamente hacia una pared, pensando, por culpa de las pinturas tridimensionales, que el pasillo continuaba, o que estaba entrando en otra habitación.
Sin duda, el príncipe se habría reído al verla comportarse de una manera tan patosa y estúpida.
Cuando ya había agotado todas las posibilidades en esa sección sin resultado, volvió a las escaleras y probó con otra ala del palacio, repitiendo el proceso. Una vez más, no encontró ni rastro del muchacho.
Para cuando había registrado el segundo piso de la otra ala sin resultado, sus esperanzas empezaron a flaquear. Quizás Edward había llevado a Seth a otro edificio. Aun así, recorrió con decisión el pasillo, pronunciando su nombre un poco más alto.
De repente, en la parte más alejada del corredor, escuchó un débil sonido, el del ulular de un búho, la señal que Seth solía utilizar. Conteniendo el aliento, encontró rápidamente la habitación en la que le habían encerrado.
—Señorita Bell, ¿es usted? ¡Estoy aquí! ¡La puerta está cerrada, Bell!
— ¡Seth! ¡Espera un momento, te sacaré de ahí!
Con toda rapidez, se sacó una horquilla del peinado y se agachó, concentrada en la cerradura. Después se colocó la máscara en la frente para poder ver mejor en la penumbra en la que se encontraba el pasillo. Con cuidado, introdujo la horquilla en el ojo de la cerradura, frustrada por el tiempo que le llevaba abrirla. Forzar las cerraduras no era su fuerte. Por fin, oyó cómo el engranaje cedía. Abrió la puerta y entró como un torbellino.
— ¡Seth! —corrió hacia él, sujetándole los delgados brazos para examinar al muchacho con una mirada preocupada—. ¿Estás bien? ¿Te han herido?
De repente, se detuvo. El chico tenía un aspecto limpio e impecable, vestido con unas bermudas, una pequeña chaqueta y un pequeño pañuelo atado al cuello. Su pelo había sido rociado de aceite y peinado a un lado.
—Dios bendito, Seth, ¿qué es lo que te han hecho? —exclamó—. ¡Estás limpio!
— ¡Sí! —dijo él enfadado—. ¡Esa sirvienta loca me hizo meterme en la bañera y me puso estas ropas de niño rico!
— ¡Quítate los zapatos! —le dijo de repente—. Tenemos que sacarte de aquí.
—Menos mal, porque me estaba aburriendo de lo lindo. —El chico se sentó en la alfombra y empezó a quitarse los zapatos.
Bella inspeccionó la habitación maravillada de que el muchacho estuviese ahora en mejores condiciones que la última vez que le vio.
—No te han metido en un mal sitio, ¿eh?
— ¿Sabe qué, Bell? La vieja me dijo que es en esta habitación donde se queda el príncipe Alec cuando viene a visitar a su hermano.
— ¿De verdad? —preguntó, mirando a su alrededor.
—Sí, tiene diez años, como yo. Me gustaría ser un príncipe. ¿Cómo vamos a escapar de aquí, señorita Bell?
Era sorprendente que Edward hubiese colocado a Seth en el dormitorio de su hermano, pensó ensimismada. La pregunta del chico la hizo volver a la realidad.
—Con esto. —Tiró de las sábanas de la cama pequeña y las ató formando una especie de soga. Después fue haciendo nudos en ella, lo suficientemente distantes como para servir de apoyo a los pequeños pies del chico. Cuando estuvo satisfecha con el resultado, se acercó a la doble ventana y la abrió de par en par. Al ver que la longitud de las sábanas no era suficiente para alcanzar el suelo, tiró de las cortinas de damasco y las unió al conjunto. Después, ató firmemente la soga alrededor del poste de la cama y lanzó todo lo largo de la tela por la ventana.
—Su escalera, señor —dijo con ceremonia, tratando de hacer de la fuga un juego y apartar así los miedos del chico. Aunque Seth no tenía miedo en absoluto.
El muchacho echó un vistazo hacia abajo y después la miró excitado.
— ¿Tengo que bajar por esto?
— ¿Crees que puedes agarrarte fuerte y bajar tú solo?
— ¡Claro que sí! He subido a árboles mucho más altos que esto.
Bella no lo dudaba. Aun así, miró la altura que había con preocupación, se puso en cuclillas y miró a Seth a los ojos, cogiéndole por los hombros.
—Baja despacio. La soga te llevará hasta el techo de la terraza, pero tendrás que descender después por la pérgola llena de rosas antes de llegar al suelo. No tengas miedo y, por favor, Seth, agárrate tan fuerte como puedas.
Él la miró con un aire de impotencia.
— ¿Por qué me trata siempre como si fuera un bebé?
Ella hizo como si no le oyera.
—Pon los pies en los nudos. Cuando llegues abajo, corre hasta esos arbustos, ¿los ves? —le señaló—. Cuando llegues a los arbustos, gira a la derecha... ¿cuál es tu mano derecha?
Él levantó la mano derecha.
—Bien. Sigue por los arbustos. Corre tan rápido como puedas y cuando llegues a una puerta de madera, sal por ella. Tu madre te estará esperando al otro lado con la carreta. Así podrás escapar. ¿Lo has entendido todo?
Él asintió con la cabeza.
Bella arrugó aún más el entrecejo y le dio un abrazo.
—Ten mucho cuidado, Seth.
Él hizo una mueca.
— ¡No tengo miedo! —Ágil como un pequeño lobo, saltó al alféizar de la ventana y se agarró a las sábanas—. ¿Sabe una cosa, señorita Bell? Él no es tan malo.
— ¿Quién?
—Edward.
— ¡Edward! —exclamó—. ¡Estás hablando del príncipe heredero! ¿Edward?
—Me dijo que podía llamarle así.
— ¿Ah, sí? —respondió ella como ausente—. ¿Hablaste con él?
—Claro. Vino aquí después del almuerzo y tomamos juntos leche con galletas. Me enseñó un buen truco de cartas. Me hizo todo tipo de preguntas.
— ¿Sobre el Jinete Enmascarado? —preguntó ella preocupada.
—Algunas —dijo—. Le dije que no sabía quién era el Jinete Enmascarado. Después, ¿sabe qué? Empezó a preguntarme por Jacob... y por usted. —El chico se rio—. Cree que Jacob está enamorado de usted. Se moría de ganas por saber cosas de usted, señorita Bell.
Ella le miró con el ceño fruncido.
—Ya es suficiente. Vamos, sal de aquí. No tenemos toda la noche y tu madre está esperándote allí abajo. Cuando sea medianoche, tus hermanos van a escapar de la cárcel. Tenéis que estar todos listos para huir.
Sus pequeños dedos alcanzaron el primer nudo.
— ¿Qué va a hacer usted?
Ella le miró por encima del hombro, tentada de volver al baile y resolver el problema de los impuestos de una vez por todas. Se había percatado de que había una gran fortuna en joyas colgando de los cuellos y los dedos de los allí presentes. Dado que los soldados de Edward habían recuperado el oro que habían tratado de robar la noche anterior, ella todavía no tenía la forma de pagar la última mensualidad al conde Forge. Era la mejor oportunidad que podía esperar. Era cierto que ella era una salteadora de caminos, y no una ladronzuela. Sin embargo, los invitados estarían demasiado bebidos como para saber siquiera si les estaban robando. Además, cuando los hermanos Black se hubieran ido a Nápoles, no habría más robos nocturnos. Sabía que no podría afrontar los peligros de la clandestinidad ella sola.
—Sólo quiero ir a preguntar dónde ha ido el Rey —dijo, incapaz de decirle al chico que iba a robar de nuevo, y seguir siendo para él un mal ejemplo—. No tardaré mucho.
El chico asintió con seriedad.
—Ahora, vamos. Estaré aquí vigilándote. —Bella sujetó la parte de las sábanas que caía por el alféizar y tembló al ver al chico descender por ella, un nudo tras otro. Se detuvo más o menos a mitad del camino. Ella le vio mirar hacia el césped y después estirar el cuello hacia donde ella estaba.
— ¿Qué ocurre?
— ¿Hay pavos reales ahí abajo? —le preguntó con un susurro.
Ella miró hacia abajo.
—Sí.
— ¿Es cierto que los pavos pican en los pies de la gente que no lleva zapatos?
—No, Seth. Por el amor de Dios, ¿quién te ha dicho eso?
— ¡Edward!
—Bueno, pues él es un gran mentiroso. Continúa, estás casi fuera.
Algo después, el chico llegó a la terraza, bajó por las enredaderas y alcanzó el césped. Ella le tiró rápidamente sus nuevos zapatos, para que él los cogiera y se los pusiera. Seth se detuvo sólo un momento para despedirse de ella con la mano y cruzó por el césped hasta los arbustos como ella le había dicho. Desde la ventana, Bella siguió sus progresos con preocupación.
Finalmente, el chico alcanzó un claro y después desapareció definitivamente de su vista. Bella esperó unos pocos minutos hasta estar segura de que todo estaba bien y después cogió la escalera de nudos y la metió en la habitación de nuevo.
Cuando su misión hubo terminado, trató de tranquilizarse respirando con profundidad, se arregló el peinado y se abrazó con las manos el estómago antes de volver al baile.
Entre las sombras, con las manos encima de la barandilla, Edward había vuelto a la estrecha galería del lateral de la bóveda. Mientras observaba a sus invitados, se preguntó vagamente cómo la presencia de tantas personas no servía para hacer desaparecer en él ese sentimiento de soledad e impaciencia.
Hacer una fiesta en una noche como ésta no estaba bien.
Tomó otro trago largo e ignoró los indicadores de su cuerpo que le decían que había bebido demasiado.
Habían pasado veinticuatro horas desde que se convirtiera en el hombre más poderoso de Ascensión, pero todavía no sentía que hubiese cambiado nada en su interior, seguía sintiendo esa amargura, a pesar de que siempre había creído que desaparecería cuando pudiese alcanzar su destino. Él era ahora la suprema autoridad del reino y, sin embargo, ahí estaba, siendo la estrella invitada de otra de sus horribles fiestas, como si nada hubiese cambiado.
Quizás las cosas nunca podrían ser de otro modo para él, pensó, aterrado por el pensamiento. Quizás estaba condenado a morir de aburrimiento y hastío. Había probado el placer en todas sus formas... ¿Es que nunca iba a ser suficiente?
Al mirar la multitud desde las alturas, distinguió a su amante rodeada del cortejo de admiradores junto a la mesa del ponche. Sus amigos se paseaban tranquilamente entre la gente, con la mirada y los oídos abiertos, por si encontraban cualquier indicio de conspiración contra el Rey.
No había encontrado ninguna prueba de envenenamiento en los archivos de los médicos, pero aun así, Edward había ordenado vaciar las despensas reales y había probado en los gatos todos los alimentos del laboratorio universitario. Estaba seguro de que los animales crecerían gordos y felices, sin atreverse a imaginar que alguien quisiese envenenar al gran rey Carlisle. Sin duda, no eran sino miedos suyos provocados por la visión de demasiadas óperas góticas, pero era mejor estar seguro que lamentarlo más tarde.
Dejó escapar otro profundo suspiro. Su expresión era distante mientras miraba a la alegre multitud. No podía sentirse parte de ella.
Quizás su padre tenía razón. Como casi siempre, maldita sea. Quizás no era el poder el que podía hacerle feliz, sino el tener una vida más estable como marido y como padre. En honor a la verdad, pensó, la perspectiva le parecía de lo más aburrida.
Había hecho todo lo posible para decidirse por una de las cinco jóvenes que ellos habían elegido como posibles es posas para él, pero todas ellas le parecían igualmente indeseables.
La primera era muy hermosa —con un brillo espectaculativo en sus ojos oscuros que le habían hecho sentir desconfianza— La segunda era una intelectual, y había incluso publicado algunos ensayos sobre la conducta virtuosa —pero ésta era la última cosa que necesitaba, alguien que eliminase todas sus faltas de carácter—, una enfermera de la moral como esposa. No gracias, pensó.
La tercera era virtuosa, una joven casta conocida por su piedad, a la que terminaría sin duda por mancillar. La cuarta parecía enferma y frágil. El parto, sin duda, la mataría. Y la última era una rolliza princesa de Baviera, de mejillas coloradas, con una mirada alegre que a Edward le atraía, pero sus amigos le habían asegurado que la crueldad de la corte y las intrigas palaciegas terminarían destrozando a la chica. Y sabía que tenían razón.
Frunció la nariz. En realidad, no importaba mucho a quién eligiera, porque de algún modo siempre había pensado que cuando se casase sería por...
«Qué idiota eres», se dijo a sí mismo, prohibiéndose terminar ese pensamiento. Estaba claro que era hora de beber más champán.
Estaba a punto de ir a por más bebida cuando se fijó en una llamativa joven que se movía entre la multitud con cuidado, sigilosa como un pequeño gato café. Se detuvo, mirándola desde lejos con un repentino palpitar en el corazón.
« ¿Es ésa mi castaña?»
Dándose cuenta de que no podía ser otra sino la chica de la pólvora que podía cabalgar de espaldas, clavó los codos en la barandilla y empezó a sonreír. «Así que la pequeña descarada ha venido, después de todo.»
«!Aha, sabía que la había visto mirándome¡», pensó divertido. Bueno, se trataba de una característica muy femenina esa de cambiar de opinión.
Edward miró a la joven Isabella con una apreciación de lo más masculina. Su esbelta figura iba cubierta de azul claro, y una máscara azul oscuro cubría su cara. No servía para esconder su identidad ante sus ojos. Había algo único y extraordinario en ella que hacía que la hubiese reconocido en medio de una multitud diez veces mayor. Su pelo recogido brillaba con una tonalidad castaña rojiza a la luz de las velas.
Con su estilo provinciano, resultaba adorable fuera de tanto glamur y decadencia. El príncipe sacudió la cabeza, sintiendo un extraño impulso de cariño hacia ella. Observó a la gente que la rodeaba, y vio que no había traído ni escolta ni acompañante. Complacido, levantó una ceja. Quizás había cogido la indirecta después de todo.
De una cosa estaba seguro: estaba en un terreno desconocido para ella. En ese momento vio a Caius, uno de sus amigos menos escrupuloso, presentándose. En un momento, la señorita Isabella fue acorralada junto a una columna cercana, víctima del flirteo más descarado.
Edward observó a la pareja unos minutos, con una expresión consternada, y después sonrió al ver desde la sombra de su escondite que ella conseguía deshacerse de las atenciones de Caius y seguir su camino.
Decidió que era mejor atraerla a sus brazos antes de que algún otro se abalanzase sobre ella. Dios sabía que si alguno de los allí presentes iba a abalanzarse sobre ella, no sería otro sino él. En realidad, era justamente lo que necesitaba en ese momento para animarse.
Llamó a Mike y a Tyler, quienes le esperaban sentados en la habitación contigua, fumando y discutiendo sobre carreras de caballos. Se acercaron de inmediato a donde él estaba. Y él les señaló algo en la multitud.
— ¿Veis a la castaña pelirroja vestida de azul que está cerca de la palmera?
— ¿Quién es? —preguntó Mike.
—Su nombre no os concierne —le reprendió con una media sonrisa, sin dejar de mirar a Isabella.
—Bonita —remarcó Tyler, apoyando los codos en la barandilla mientras la miraba.
—La quiero —murmuró Edward—. Traédmela.
Tyler le miró perplejo, sin saber muy bien si estaba bromeando o si lo decía en serio.
— ¿Estás seguro? Parece muy, muy joven. Las cosas han cam biado ahora que eres regente, Edward. No puedes simplemente... —Su voz se quebró.
Edward mantuvo un frío silencio de reproche, sin intención de dar explicaciones y sin apartar ni un momento la mirada de la joven. La vio moverse con gracia entre la multitud. El cuidado con que miraba furtivamente a los demás mientras se escurría entre la gente le hizo sonreír. ¿Qué era lo que estaba haciendo esa picaruela?
Ah, él siempre había tenido debilidad por los gatos callejeros.
—Sí, alteza —dijo Tyler, al fin, con un tono sorprendido que ocultó con una ligera inclinación—. ¿Dónde quieres que la llevemos?
—A mi dormitorio —añadió Edward con una voz apenas audible.
—Como quieras. Vamos —murmuró Tyler a Mike.
Edward se mojó los labios con expectación. ¿Lucharía o trataría de huir... o tal vez gritaría? «Un juego muy bueno, muy bueno.»
Sus amigos se habían alejado sólo unos pasos cuando Mike se volvió bruscamente hacia él.
— ¿Y qué pasa con Tanya? —le espetó, con su habitual aire atormentado.
Edward seguía mirando a la muchacha.
— ¿Qué pasa con ella?
— ¡A ella le importas, Edward!
Por un momento, no se movió. Después, se limitó a mirar a Mike, sintiendo con pena el gran abismo que existía ahora entre él y sus amigos más cercanos.
Era cierto, se había sentido a menudo solo entre ellos, quizás a causa de su rango o quizás porque muchos de ellos no tenían visión de su vida más allá del placer del momento. Pero aun así, había siempre requerido su presencia. Ahora, por mucho que les diese puestos de importancia para servir a Ascensión, sabía que nunca podrían entender la carga, el peso de la responsabilidad que descansaba únicamente en sus hombros. Empezaba sólo a vislumbrar toda la enormidad de su vida. No se sentía con ánimos para admitir ante Mike o ante ningún otro que su nuevo papel le asustaba como el diablo.
—Estoy esperando —se limitó a decir, con frialdad.
Mike se dio la vuelta, disgustado.
—Ya ni siquiera te conozco.
Mientras se alejaban, Edward se sintió más solo en ese momento de lo que lo había estado en toda su vida. No se movió de su sitio en la baranda, pero su mirada se perdió en la profundidad de su alma, sintiendo una gran amargura en el pecho y preguntándose si era ésta la recompensa que tanto había estado esperando.
Bella acababa de salir del tocador de las mujeres, donde había conseguido robar un collar de esmeraldas a una mujer que estaba tan bebida que se había quedado dormida encima de un diván. Puso el collar en el bolsillo y se dirigió hacia la salida, con el corazón acelerado. Justo en ese instante, dos de los amigos del príncipe le cerraron el paso.
Ella contuvo la respiración, al ver que se mantenían frente a ella.
No conocía al de pelo rubio casi blanco, que sonreía incómodo, pero el otro era el semidiós con aspecto de cuervo, Mike Newton.
Su mirada era arrogante.
— ¿Es ésta? —le preguntó a su amigo.
—Buenas noches, señorita —dijo el del cabello albino con una educada inclinación, aunque su sonrisa era la de un frívolo avergonzado.
—Venga con nosotros —gruñó Newton, cogiéndola por la cintura.
El horror la invadió. «Dios mío, me han descubierto.»
Antes de que pudiera reaccionar, la tomaron cada uno por un codo y empezaron a guiarla hacia el borde de la pista de baile.
— ¿Qué es todo esto? —gritó descompuesta, aunque culpable.
—Ya lo verá. —Cuando trató de liberar su brazo, Mike se limitó a apretar los dedos.
Ella trató de resistirse, con el corazón latiéndole con fuerza y los pelos de la nuca erizados por el miedo. La gente empezó a mirarla, porque estaban prácticamente llevándola en volandas.
—Por favor, no haga una escena, señorita —dijo el hombre de pelo albino, como disculpándose—. No conseguiría sino aver gonzarnos a todos.
Trató de controlarse.
— ¿Estoy arrestada? —preguntó con forzada tranquilidad.
Ellos se miraron el uno al otro y sonrieron.
— ¿Lo estoy? —gritó.
—Digamos simplemente que hay alguien que quiere conocerte mejor —gruñó Mike—. Sube las escaleras, ¡vamos!
— ¡Tranquilízate, Newton! Sólo es una niña —dijo el otro, preocupado.
Sintiendo en él a un posible aliado, Bella se detuvo ante la escalera y miró al de pelo albino con una expresión suplicante.
—Por favor, deje que me vaya. No les daré ningún problema...
Mike le tiró de su brazo herido.
—Vamos, pequeña ramera.
Ella ahogó un grito.
— ¡Cómo se atreve! ¡Me está haciendo daño!
— ¡Newton, no hay necesidad de ser bruto con ella!
Mike ignoró al otro hombre y la miró con lascivia.
— ¿Bruto? Espera a que él le ponga las manos encima. Entonces verás lo que es ser bruto. Ya sabes que él es una bestia con sus mujeres.
— ¿Quién? —gritó Bella, horrorizada.
— ¡Déjala en paz, Newton! —le dijo el otro preocupado—. No le haga caso, señorita. Tiene mucho genio y sólo intenta asustarla. Nadie va a hacerle daño.
La mirada de Mike se movió rápidamente y con desprecio sobre ella.
—Esto, en vez de Tanya Denali.
Bella no dijo nada, pero el miedo le dio frío. Apuntó mentalmente todo lo que les rodeaba y el camino que seguían a través de los suntuosos pasillos. Fuera cuales fuesen sus planes para ella, estaba determinada a escapar. Los dos hombres la llevaron al tercer piso, donde Mike abrió una puerta, mirándola con una mueca mientras el hombre de pelo albino le hacía un gesto para que entrase.
— ¡Por favor, esperen! ¡Díganme qué está pasando! —Ella trató de escapar, corriendo hacia la puerta antes de que ellos la cerraran—. ¡No he hecho nada malo! ¡No me dejen aquí!
Mike se rio con apatía, pero el hombre del pelo albino sacudió la cabeza y la hizo volver a la habitación.
—No se preocupe, señorita. Será recompensada.
— ¿Qué quiere decir?
Pero con una mirada de remordimiento, le cerró la puerta en las narices. Alicaída, oyó cómo se cerraba el candado desde fuera. Pegó la oreja a la puerta y les oyó discutir mientras se alejaban. Su corazón se encogió. Se volvió lentamente, apoyándose sobre la puerta para inspeccionar la celda en la que la habían metido. Estaba sola.
En comparación con la luz brillante del salón de baile, esta estancia estaba oscura, alumbrada apenas por una vela. Pudo ver un sofá, una pequeña mesa y un armario. Era una especie de sala de estar, pensó. La habitación estaba en absoluto silencio. Sólo se oía la música de la orquestra que se colaba, levemente, por el suelo.
Mirando a su alrededor, vio una puerta e instantáneamente pensó si podría escapar por ella. Corrió hacia ella, dándose con los muebles en la oscuridad, pero al llegar a ella se detuvo, con los ojos muy abiertos.

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