Capítulo 8 “Lo siento mucho”
Querida Marie,
Me resulta difícil creer que su madre no llamara a su padre por su nombre de pila hasta después de darle cinco hijos…
Cuando Bella entró en la alcoba de Edward al día siguiente le encontró sentado en el tocador con una navaja de afeitar en la garganta.
Al verle le dio un vuelco el corazón.
—No lo haga, señor. Hoy le dejaré levantarse de la cama. Se lo prometo.
Edward giró hacia el sonido de su voz blandiendo aún la navaja.
—¿Sabe cuál es una de las mayores ventajas de ser ciego? —preguntó animadamente—. Ya no necesitas un espejo para afeitarte.
Puede que no necesitara un espejo, pero eso no impedía que la pulida superficie de la parte superior del tocador proyectara cariñosamente su reflejo. Como de costumbre, no se había molestado en atarse los botones de su camisa de lino de color marfil, que al abrirse revelaba una amplia extensión de pecho con polvo dorado y un musculoso abdomen.
Bella atravesó la habitación y cerró su pequeña mano sobre la suya, sujetando la navaja antes de que pudiera volver a levantarla.
—Deme eso antes de que se corte el cuello. Otra vez.
Él se negó a soltarla.
—¿Y cómo sé que no va a hacerlo usted?
—Si le corto el cuello su padre podría dejarme sin sueldo.
—O duplicárselo.
Ella tiró hasta que Edward le entregó a regañadientes la navaja de mango perlado.
Rodeando con cuidado la venda, Bella utilizó una brocha a juego para extender el jabón de afeitar con perfume de enebro sobre su barba de tres días. Bajo su mano experta, la hoja se deslizó con facilidad por su vello dorado revelando la rugosa mandíbula. Tenía la piel suave pero firme, tan diferente a la suya. Para llegar al hueco de debajo de la oreja tuvo que inclinarse sobre él, y le rozó el hombro con su pecho.
—¿A qué viene ese interés repentino por arreglarse? —preguntó en voz baja para disimular que se había quedado sin aliento—. ¿Tiene una ambición secreta de convertirse en el siguiente Beau Brummell?
—Marks acaba de traer noticias de mi padre. El equipo de médicos que contrató ha vuelto de Europa. Quieren reunirse conmigo esta tarde.
Su rostro expresivo se quedó paralizado. En un intento de ayudarle a ocultar su esperanza, Bella cogió una toalla para quitarle los restos de jabón de la cara.
—Si no puede conquistarles con su belleza, quizá pueda seducirles como hizo conmigo con su hospitalidad y sus buenos modales.
—¡Deme eso! —farfulló Edward mientras ella le frotaba enérgicamente la boca y la nariz—. ¿Qué está intentando hacer? ¿Ahogarme?
Mientras Bella se inclinaba hacia delante él levantó el brazo por encima del hombro. Pero en vez de coger la toalla su mano se cerró sobre la suavidad de su pecho.
Al oír un pequeño sobresalto Edward se quedó helado. Pero con el arrebato de calor que le llegó a la entrepierna se derritió enseguida. Aunque le parecía imposible, sintió un rubor infantil extendiéndose por su mandíbula.
En su día había acariciado pechos mucho más generosos, pero ninguno que encajara en su mano tan perfectamente. Sus dedos se curvaban alrededor de su afelpada suavidad como si los hubieran moldeado allí. Aunque no se atrevía a mover ni un dedo, sintió cómo se le endurecía el pezón contra la palma de su mano a través de la tela de encaje de su vestido.
—Dios mío —susurró—. Eso no es la toalla, ¿verdad?
Ella tragó saliva con su ronca voz muy cerca de su oído.
—No, señor. Me temo que no.
No tenía ni idea de cuánto tiempo podrían haber estado de ese modo si Marks no hubiera entrado a trompicones por la puerta.
—No sabía qué camisa quería, señor —dijo con la voz amortiguada por lo que Edward supuso que era un montón de camisas—, así que le dije a Leah que las lavara todas.
Mientras el mayordomo cruzaba la habitación para ir hacia el vestidor, Edward y Bella se separaron bruscamente como si les hubieran pillado en flagrante delito.
—Muy bien, Marks —dijo Edward tirando varias cosas al suelo mientras se levantaba de un salto.
Habría dado una década de su vida por ver la expresión de su enfermera en ese momento. ¿Habría conseguido por fin que perdiera la compostura? ¿Estarían sonrojadas sus suaves mejillas? Y si era así, ¿sería por vergüenza o por deseo?
La oyó alejarse de él y dirigirse a la puerta andando hacia atrás.
—Si me disculpa, señor, hay algunas cosas que debo atender abajo…, ya sabe… así que dejaré que se desnude… quiero decir que se vista. —Hubo un ruido sordo, como si alguien se hubiera tropezado con una puerta, un «¡Ay!» amortiguado y luego el sonido de esa misma puerta abriéndose y cerrándose.
Para entonces Marks había salido del vestidor.
—Qué extraño —murmuró el mayordomo.
—¿Qué?
—Es muy raro, señor. Nunca había visto a la señorita Dwyer tan nerviosa y acalorada. ¿Cree usted que tendrá fiebre?
—Espero que no —respondió Edward muy serio—. Con la cantidad de tiempo que he pasado con ella, podría ser víctima de la misma enfermedad.
Un error inocente.
Eso era lo que había sido. Al menos eso es lo que Bella se decía a sí misma mientras paseaba por el vestíbulo esperando a que Edward hiciera su aparición. Los médicos habían llegado de Londres hacía casi media hora y estaban esperando en la biblioteca para reunirse con él. Bella no consiguió captar ni una pista de las noticias que traían por sus gestos amables y sus expresiones cautelosas.
Un error inocente, se repitió a sí misma deteniéndose de repente. Pero no había habido nada inocente en cómo se había acelerado su respiración bajo el tacto de Edward. Ni en la tensión que había entre ellos, como si el aire se hubiera cargado de repente con una tormenta de verano.
Al oír unos pasos detrás de ella se dio la vuelta. Edward estaba bajando las escaleras, deslizando una mano con firmeza por la reluciente barandilla de caoba. Si no hubiera sabido que era ciego no se lo habría imaginado. Avanzaba con paso seguro y la cabeza alta. Marks bajaba detrás de él sonriendo con orgullo.
A Bella le dio un vuelco el corazón. El Edward salvaje que había encontrado al llegar a Masen Park se había convertido en una versión más madura del hombre del retrato. El negro sombrío de sus pantalones y su frac compensaba perfectamente el blanco inmaculado de su camisa, su pañuelo y sus puños. Incluso se había atado los mechones de pelo suelto en una coleta aterciopelada. Si no hubiese sido por el corte de su mejilla izquierda, podría haber parecido un caballero de campo bajando las escaleras para reunirse con su dama.
De un modo extraño, la cicatriz sólo acentuaba su belleza masculina, dando profundidad donde antes sólo había rozado la superficie.
Al oír un grito de asombro detrás de ella Bella se dio cuenta de que no era la única que había presenciado su transformación. Algunos otros sirvientes se habían asomado a las puertas esperando ver a su amo. El joven Brady había llegado a colgarse de la galería del tercer piso. Collin dio un tirón a la chaqueta de su hermano gemelo antes de que pudiera caerse por la barandilla sobre la cabeza de Edward.
Sin saber muy bien cómo había llegado allí, Bella estaba esperándole cuando llegó al pie de las escaleras.
Con un misterioso conocimiento de su presencia, Edward se detuvo exactamente a un paso de ella y le hizo una reverencia.
—Buenas tardes, señorita Dwyer. Espero que mi aspecto reciba su aprobación.
—Parece un perfecto caballero. Incluso Brummell se desmayaría de envidia. —Al levantar la mano para estirar un pliegue de su pañuelo se dio cuenta de que era un gesto de mujer casada, que estaba fuera de lugar. Bajó la mano apresuradamente. Alejándose de él, dijo con una formalidad excesiva—: Sus invitados ya han llegado, señor. Están esperándolo en la biblioteca.
Edward dio media vuelta, mostrando el primer indicio de inseguridad. Marks le agarró del codo y le orientó hacia la puerta de la biblioteca.
A Bella le pareció que estaba terriblemente solo yendo hacia lo desconocido sin nada que le guiara excepto su esperanza. Cuando estaba a punto de ir detrás de él, Marks le puso una mano en el hombro con suavidad pero con firmeza.
—Por oscuros que sean, señorita Dwyer —murmuró mientras Edward desaparecía en la biblioteca—, hay algunos caminos que un hombre debe recorrer solo.
El tiempo pasaba lentamente, medido por las manecillas de bronce del reloj del rellano. Su movimiento circular alrededor de la luna llena de su esfera parecía funcionar con espasmos irregulares, apropiados para marcar décadas en vez de minutos.
Cada vez que a Bella se le ocurría una nueva excusa para pasar por el vestíbulo se encontraba con media docena de criados que ya estaban allí. Cuando iba de camino a la cocina para buscar un vaso de leche, encontró a Leah y Claire encerando la barandilla de la escalera como si su vida dependiera de ello, mientras Rachel estaba en una escalera de tijera limpiando las lágrimas de cristal de la lámpara con un plumero. Cuando fue a llevar el vaso vacío a la cocina encontró a Collin y Brady a cuatro patas puliendo el suelo de mármol. Parecía que los sirvientes habían ocultado a Edward sus esperanzas con tanta diligencia como él a ellos. Aunque todos estaban estirando el cuello hacia la biblioteca, de sus gruesas puertas de caoba no salía ni un murmullo.
Para el final de la tarde no había ni una mota de polvo en el vestíbulo, y el suelo de mármol estaba tan brillante de tanto pulirlo que Rachel, la robusta lavandera, estuvo a punto de resbalarse y romperse el cuello. Había hecho tantos viajes por el vestíbulo con su cesta llena de ropa que Bella sospechaba que estaba cogiendo ropa limpia de los armarios para lavar.
La siguiente vez que Bella pasó por allí para llevar un libro al estudio apareció la señora Cope. Claire había estado limpiando el zócalo adyacente a la biblioteca durante casi una hora, frotando con tanta fuerza que el barniz se estaba empezando a levantar en algunas zonas.
—¿Qué diablos crees que estás haciendo? —le preguntó bruscamente el ama de llaves.
Bella hizo una mueca. Pero en vez de reñir a la joven criada por perder el tiempo, la señora Cope le quitó el trapo y empezó a frotar en dirección contraria.
—Hay que limpiar siempre en el sentido del grano de la madera, no al revés.
Bella se dio cuenta de que con ese método la señora Cope había conseguido acercar la oreja a la puerta de la biblioteca.
Para cuando se empezó a poner el sol todo el mundo había dejado de fingir que estaba trabajando. Bella estaba sentada en el escalón más bajo, con las gafas caídas y la barbilla apoyada en la mano, mientras los demás criados se encontraban esparcidos por las sillas y las escaleras en varios estados de reposo. Algunos estaban medio dormidos, mientras que otros esperaban con una tensa expectación haciendo crujir los nudillos e intercambiando un susurro de vez en cuando.
Cuando la puerta de la biblioteca se abrió de repente todos centraron su atención en ella. Entonces salieron media docena de hombres con trajes oscuros que cerraron la puerta tras ellos.
Bella se puso de pie escrutando sus caras sombrías.
Aunque la mayoría intentó evitar su ansiosa mirada, un hombre pequeño con unos afables ojos azules y unas patillas bien recortadas la miró directamente y movió la cabeza con aire triste.
—Lo siento mucho —murmuró.
Bella volvió a sentarse en la escalera sintiéndose como si le hubieran sacado toda la sangre de su corazón con un puño cruel. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo elevadas que eran sus esperanzas.
Mientras Marks salía de la nada para acompañar a los médicos a la puerta con la mandíbula caída, ella se quedó mirando la madera impenetrable de la puerta de la biblioteca.
La señora Cope estaba agarrando la bola del extremo de la barandilla con sus largos dedos pálidos. Su enérgica confianza parecía haberse desvanecido, sustituida por una incertidumbre casi conmovedora.
—Debe tener hambre. ¿No deberíamos…?
—No —dijo Bella con firmeza recordando la advertencia de Marks—. No hasta que esté preparado.
Mientras la puesta de sol se convertía en crepúsculo y el crepúsculo en la aterciopelada oscuridad de una cálida noche de primavera, Bella llegó a arrepentirse de su paciencia. Los minutos que habían pasado lentamente mientras Edward estaba con los médicos ahora parecían pasar volando sobre unas alas negras. Uno a uno los criados abandonaron su vigilia y se retiraron a las cocinas o a sus aposentos del sótano, incapaces de soportar el silencio ensordecedor que salía de la biblioteca. Aunque ninguno de ellos lo habría reconocido, habrían preferido oír los gritos de su amo seguidos del ruido de cristales rotos.
Bella fue la última en marcharse, pero después de que un Marks ojeroso le diera las buenas noches incluso ella se dio por vencida. Enseguida se encontró trazando un estrecho camino en la alfombra de su habitación. Se había puesto el camisón y se había trenzado el pelo, pero no soportaba la idea de meterse en su confortable cama de hierro encalado mientras Edward seguía encerrado en su propio infierno.
Se paseó de un lado a otro para intentar calmarse. Sin duda alguna el padre de Edward sabía el resultado de su búsqueda. ¿Por qué no había acompañado a su preciado equipo de médicos? Su presencia podría haber suavizado el golpe mortal que venían a darle.
Y ¿la madre de Edward? Su negligencia era más imperdonable aún. ¿Qué clase de mujer dejaría a su único hijo a cargo de sirvientes y desconocidos?
Bella centró su mirada en el baúl de la esquina donde había escondido las cartas de su prometida. ¿Había pensado Edward en algún rincón secreto de su corazón que con la vista podría recuperar su amor perdido? ¿Estaría llorando también la muerte de ese sueño?
El reloj del rellano de abajo comenzó a dar la hora. Bella se apoyó en la puerta contando uno a uno los tristes tañidos hasta que dieron las doce.
¿Y si Marks estaba equivocado? ¿Y si había algunos caminos tan oscuros y peligrosos que no se podían recorrer sin apoyarse en una mano? Aunque fuera la de un extraño.
Con su mano temblorosa, Bella cogió el candelero y salió de la habitación. Cuando estaba bajando las escaleras se dio cuenta de que se le había olvidado ponerse las gafas. Mientras atravesaba el vestíbulo su vela proyectaba sombras parpadeantes en las paredes. El silencio era aún más opresivo que la oscuridad. No era el silencio acogedor de una casa tranquila. Era el silencio sofocante de una casa que contenía el aliento en una tensa expectación. No era tanto la ausencia de sonidos como la presencia del miedo.
La puerta de la biblioteca seguía cerrada. Bella puso la mano alrededor del pomo esperando que estuviese cerrada con llave. Pero la puerta se abrió con facilidad bajo su tacto.
Entonces le asaltaron una serie de impresiones vertiginosas: el débil fuego que crepitaba en la chimenea; el vaso vacío junto a la botella casi vacía de whisky escocés que había en la esquina de la mesa; los papeles esparcidos por el suelo como si alguien los hubiera tirado en un arrebato de ira.
Pero todas esas impresiones se desvanecieron al ver a Edward reclinado en la silla del escritorio con una pistola en la mano.
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