martes, 22 de febrero de 2011

Hipócrita



Capítulo 10 "Hipócrita"
Bella se sentía como en una nube al volver al Palazzo Real, agarrada de la mano de Edward. Si se cruzaron con mayordomos o cortesanas no se dio cuenta. Sólo tenía ojos para Edward, a quien comía con los ojos fijos en su clásico perfil cincelado, queriendo, tal vez, asegurarse de que la cosa perversa y maravillosa que había hecho con él no era motivo de arrepentimiento.
Él la condujo hasta su apartamento, dándole un beso de buenas noches en el saloncito lleno de flores. Su perfume la intoxicaba como la botella de vino que se habían bebido.
—No me gusta decir adiós —murmuró, un tanto achispada y reticente a dejarle marchar.
— ¿Quieres que me quede contigo esta noche? —susurró, deslizando las manos por su cuerpo de la manera más persuasiva.
Un escalofrío de deseo recorrió su cuerpo. Echándose atrás, levantó los ojos hacia él con una sonrisa.
—Será mejor que no.
El protestó como un niño caprichoso.
—Pero yo quiero quedarme.
—No insistas, cariño. Me verás mañana —le dijo juguetona mientras acariciaba su mejilla bien afeitada.
—Ya es mañana. Son las dos y media.
—Entonces me verás hoy. Pero más tarde.
—Ah, muy bien. —Pero en vez de dejar que se fuera, la cogió por la cintura y frotó la punta de su nariz con la de ella—. ¿Me enseñarás algún día ese truco tuyo de montar a caballo al revés?
—Tal vez. Cuando te conozca mejor.
—Me gusta cómo suena eso. Ejem, me pregunto qué regalos puedo enviarte mañana. —Le robó otro beso y mordisqueó juguetón su labio inferior—. ¿Qué te gustaría?
Ella sonrió como si flotase, con los ojos cerrados, y dejó descansar la cabeza en su ancho pecho.
—No necesito ningún regalo. No puedo pensar en nada. Soy feliz.
—Entonces, deberías dejar que te hiciera aún más feliz. Dime lo que desea tu corazón.
Ella se separó un poco para sonreír.
—Bueno, ahora que lo mencionas, si de verdad quieres hacer me feliz, te diré que el techo de mi casa necesita algunos arreglos.
Él refunfuñó.
—Ángela podría necesitar ayuda para cuidar del abuelo, y algunos de los campesinos llevan meses pidiendo que les arreglemos la casa...
— ¿Es que no puedes pensar nunca en ti misma, mujer? Se supone que deberías pedir diamantes o algo parecido. Desde luego que me ocuparé de ese aburrido tejado, pero ¿es que vas a desbaratar todos mis intentos para consentirte?
Riéndose, le abrazó de nuevo.
—Eres demasiado bueno para ser verdad, Edward.
—Soy real —dijo con dulzura, soplándole en el cuello.
—Entonces, tengo suficiente. No deseo ninguna otra cosa.
— ¿De verdad? —Su sonrisa se volvió ligeramente lasciva en la oscuridad. Unos dedos más largos de lo normal se deslizaron con desfachatez por entre sus nalgas, sujetándola con fuerza y atrayéndola hacia él.
—No creo que eso sea del todo cierto —señaló con satisfacción, mientras ella protestaba y trataba de alejarse de él.
Él la detuvo sujetándola con más fuerza, sin dejar de acariciarla. Atrapada en sus brazos, escandalizada, pero incapaz de dejar de reír, se sonrojó al sentir sus manos impúdicas que volvían a encender el veneno en sus venas.
—Creo que hay algo que deseas con todas tus fuerzas, querida, y creo saber exactamente cómo proporcionártelo.
— ¡Sal de aquí, granuja incorregible! Me estoy muriendo de sueño.
—Está bien —consintió—. Pero déjame que sea yo el que te acompañe a la cama.
Con esto, la levantó en brazos y la llevó hasta el dormitorio, besándola estrepitosamente antes de dejarla en la cama.
Con los ojos fijos en él, vio cómo se inclinaba y colocaba sus grandes manos en la cama, una a cada lado de su cuerpo, cubriéndola con sus inmensos hombros. El pelo le caía y ensombrecía su rostro anguloso, resaltando aún más la luminosidad de sus ojos. Era como si Lucifer hubiese venido en medio de un sueño a seducirla.
Bella contuvo el aliento, y ella observó cómo él recorría su rostro y su cuerpo con una mirada cargada de ansiedad. Entonces sus miradas se encontraron, y ella pudo ver una expresión ardiente y masculina de deseo en sus ojos, que la hizo esconderse entre las sábanas.
Él era mucho más grande que ella, dotado de un poder físico magnético y salvaje.
—Me muero por hacerte el amor —susurró, sin apartar su mirada—. He deseado tenerte debajo de mí desde el momento en que te vi. Pero —sonrió con ternura, al darse cuenta de que la estaba asustando—, si tiene que ser así, puedo esperar, una sola noche, amor. Ni una más. Y después... —trazó apenas la curva de su cara—... el cielo.
Bella tragó con fuerza. Se había sentido tan cerca de él esa tarde que se preguntaba si debía decirle lo mucho que temía quedarse embarazada, a pesar de que sabía que era su deber darle un hijo. Pero cuando él la miró tan lleno de admiración, no tuvo fuerzas para revelar su debilidad.
El divino y magnífico príncipe Edward la consideraba valiente y fuerte. Ella no tenía la belleza de Tanya Denali; sólo tenía su carácter como atractivo, y era lo suficientemente vanidosa como para querer esconderle que en realidad era una cobarde.
Edward se inclinó para besarla en la mejilla y después, sonriéndola, retiró los brazos y caminó hacia la puerta. Ella se incorporó un poco sobre sus codos y le observó mientras se alejaba, con un sentimiento en el que se mezclaron el temor y el deseo al verle caminar orgulloso y descarado. Le recorrió con la mirada, apreciándole, desde la poderosa amplitud de sus hombros hasta su esbelta cintura y sus prietas nalgas. Dándose media vuelta en la cama, apoyó la mejilla en una mano y siguió observándole.
El se detuvo en la puerta y se volvió para mirarla. En la oscuridad, su blanca sonrisa parecía la de un lobo de ojos brillantes.
—Te comería ahora mismo, Isabella. ¿Estás segura de que no quieres que me quede?
Ella le dirigió una sonrisa llena de sensualidad.
—Buenas noches, Edward.
—Bueno, está bien. —Con un largo suspiro lleno de sufrimiento, se inclinó en una versión irónica de reverencia y salió, cerrando la puerta con cuidado a su espalda.
Suspirando de alegría, se tumbó de espaldas con una sonrisa en la boca, incapaz de recuperar la sensatez, aunque sabía que se encaminaba hacia una muerte segura. «Eres una patosa, una inadaptada y una excéntrica —le decía su sentido común, tratando de advertirla del precipicio en el que sus sentimientos estaban cayendo—. Nunca podrás retener a un hombre como él.» Pero se estaba enamorando locamente y se sentía demasiado bien para renunciar a ello.
Pronto se quedó dormida, soñando con Edward... y con el cielo.
El niño de oro había provocado un escándalo al anunciar sus intenciones de casarse con el célebre Jinete Enmascarado, y James sabía que debía haber algo más en la cabeza del príncipe que el mero hecho de hacer enemigos y, además, de forma deliberada. James no sabía qué había detrás de esto, algo que de hecho le alarmaba aún más, porque siempre había tomado a Edward el Libertino como un bufón.
Ese día, el príncipe empezó su guerra habitual con la corte sentando a la encantadora Isabella en sus rodillas justo antes de que la reunión fiscal comenzase. La mantuvo en esta postura durante toda la sesión, restregándoles en la cara a la mu jer que había elegido como esposa, como desafío a las órdenes de su padre.
Los ministros se sintieron ofendidos por su evidente falta de decoro: Edward les respondía con una suave invitación a dejar la sala si no les gustaba.
Sólo el rimbombante obispo Marcus lo hizo, oponiéndose firmemente a que se celebrase la boda antes de que el Rey diese su aprobación al enlace. Después, con un revoloteo de faldones de seda, dejó la sala por todo lo grande.
La señorita Isabella había temblado al oír la ira sagrada del obispo, sin darse cuenta todavía de cómo el príncipe la utilizaba para imponer su autoridad. La chica se sentía claramente incómoda, pero Edward no la dejaba marchar, sujetándola firmemente aunque con cariño en su regazo y susurrándole en el oído de vez en cuando.
Sus grandes ojos chocolate denotaban aún un deje de inocente incertidumbre, pero James pudo observar que cuanto más se quejaba y argumentaba el anciano contra Edward, más inclinada estaba la chica a cambiar su expresión de inseguridad por una de descarado desafío. Al final, pareció sentirse bastante contenta de seguir donde estaba, bajo las órdenes de Edward, como su pequeña aliada.
«La amante y el caballero», pensó, sacudiendo la cabeza con desaprobación para sí mismo.
La caricia de Edward era lo único que parecía detener a la encantadora y fiera castaña de abalanzarse a través de la mesa y dar su merecido al hombre que se atrevía a amenazar al futuro Rey de Ascensión, negándole el respeto y la obediencia que le correspondía por su rango. El frente común creado por Isabella y Edward contra los ministros silenció al anciano hasta que por fin consiguieron calmar los ánimos y trabajar con apenas unos cuantos gruñidos esporádicos.
Los más jóvenes, especialmente Mike y Caius, intercambiaban miradas de disgusto con James, pero no se atrevían a dejar que Edward les descubriera.
James captó la mirada de Mike y la mantuvo durante un segundo o dos, después el hermoso joven apartó los ojos, con las mejillas ligeramente sonrojadas. James sonrió para sí, esperando el momento. Sabía la debilidad del vínculo que había en el círculo de amigos del príncipe. Mike estaba celoso, tenía un carácter voluble y frágil. James no se sorprendía de que el más ardiente seguidor de Edward sintiera tanta antipatía por la señorita Isabella.
La razón aparente de que la chica estuviese en la reunión era para que pudiera tomar notas, ya que Edward era incapaz de molestarse en hacerlo él mismo. Sin embargo, resultaba difícil concentrarse viendo al príncipe sentado en el lugar destacado de la mesa con la hermosa joven en el regazo, como si fuera incapaz de quitarle las manos de encima. Relajado, como un emperador romano en su trono, firmaba el destino de millones de personas con una mano y, con la otra, acariciaba constantemente la espalda de ella, jugaba con su pelo o se inclinaba para besar su cuello.
La señorita Isabella trataba de escucharlo todo con una intensidad y una clarividencia que impresionaban a James. De vez en cuando, se acercaba a Edward y le susurraba algo al oído, y comentaban algo sobre lo que se había dicho, pensaba James. Todo el mundo podía ver que sus palabras merecían la mayor atención del príncipe, pero ni siquiera la intensa Isabella era lo suficientemente descarada como para atreverse a hablar en voz alta ante el gabinete del Rey.
La reunión transcurría lentamente, discusión tras discusión. Don Aro se estaba poniendo verdaderamente pesado, incapaz, sobre todo después del último insulto, de hacer la menor concesión a Edward, que seguía tranquilo aunque sin ceder en el veto que había dado al nuevo impuesto que se estaba discutiendo.
En silencio, el príncipe acariciaba a Isabella como si se tratara de un gatito café sentado en sus rodillas.
La manera en que movía la mano arriba y abajo, lenta y posesivamente, de su brazo a su hombro, estaba volviendo loco a James. Sin poder evitarlo, seguía teniendo visiones de los dos haciendo el amor apasionadamente. Una mujer como ella, pensaba, se entregaría por completo, aunque sólo a un hombre afortunado, y entonces, en su imaginación, vio que ella se entregaba a él y no a su primo. Algunos de los ministros parecían también un poco excitados con la exhibición.
La pareja parecía compartir una comunicación silenciosa y la química entre ellos crepitaba en la habitación. Todo el mundo se sentía incómodo, notando, quizás, que Edward estaba simplemente tolerándoles, porque ya no les necesitaba realmente.
Todo lo que parecía necesitar era a Isabella y, quizá, una cama.
Cuando los caballeros se tomaron un breve descanso a las diez y media, algunos se reunieron al final del pasillo, maldiciendo al hombre por su arrogante lascivia. Sin embargo, James no estaba convencido de que fuese el deseo sexual la única razón que había impulsado a su primo a mantener a la chica en la reunión.
Había una razón mucho más profunda.
Isabella y Edward se reunieron en silencio después de que los otros dejaran la habitación. A hurtadillas, James les observaba. Vio cómo ella disolvía el enojo de la cara de Edward con una caricia en sus mejillas y un tierno beso.
Quizás fuese él el único capaz de ver el cambio que había provocado esa mujer en Edward, lo profunda que era la influencia de la señorita Isabella, pensó James. Una cosa estaba clara: no le gustaba lo que veía. Ya era suficientemente malo saber que la opinión pública hubiese empezado a cambiar en favor de Edward al haber liberado al Jinete Enmascarado. Ahora, la chica parecía preparada para coger una espada y defender a su rubio salvador, mientras los astutos ojos verdes de él parecían mirar con una atención nueva, misteriosa y desconcertante.
El príncipe ya no se aburría. Su aire de despreocupación bohemia había desaparecido. Nada de lo que había dicho había estado teñido de la frivolidad y la ironía a la que les tenía acostumbrados. Había dicho poco, pero sus palabras habían sido dichas con serenidad, disciplina y sensatez.
James se sentía disgustado por el repentino enamoramiento de la pareja. Alejándose para unirse a los demás, se preguntó lo lejos que podrían llegar sus propios planes si Edward dejaba a su futura esposa embarazada.
Porque por lo que se veía, esto no tardaría en ocurrir, y él no sabía si podría solucionar la desaparición del príncipe tan rápidamente. Lamentablemente, el ignorante Edward se las había arreglado para salir ileso de todas sus trampas. Si tenía un hijo con Isabella, el trono sería para ese niño, y no para el hermano pequeño de Edward, el príncipe Alec. James no podía permitir que esto sucediera.
Les miró por encima del hombro desde el pasillo, y después entrecerró los ojos al verles besándose, sin saber que les miraban. James se volvió con el corazón lleno de envidia y odio. Con su físico varonil, su dinero, su título y sus conexiones con la familia real, tenía a todas las mujeres hermosas a sus pies, pero ninguna le había besado nunca de aquella manera.
Tampoco es que él estuviese muy acostumbrado a dar amor a las mujeres. Su amor solía dejar fuertes ronchas en la piel suave de sus amantes. Elegía cuidadosamente a sus amantes y les concedía recompensas a cambio de arrancarles llantos de dolor, que eran su debilidad.
Aun así, no entendía el misterioso vínculo entre el príncipe y su nuevo juguete. El extraño poder que había en él le asustaba. Quizás fuese el momento de poner a la pequeña aliada de Edward en su contra, pensó divertido. Lo mejor de todo, era que ni siquiera tendría que mentir para hacerlo.
El gabinete reabrió la sesión después del receso, pero la reunión se acortó de repente cuando la señorita Isabella tuvo suficiente con las maneras condescendientes de don Aro hacia Edward. Se dirigió al primer ministro e, interrumpiéndole en su discurso, le espetó:
— ¡Ya está bien, señor! —Se levantó de las rodillas de Edward y se inclinó hacia el hombre con furia, con las manos en la mesa.
Don Aro la miró, pero al ver que Edward escondía una sonrisa tras el puño de su mano, el genio de su excelencia explotó.
— ¡Ni siquiera debería estar aquí, señorita! ¿Quién se cree que es?
—Una patriota y su futura Reina, señor, ni más ni menos —le confrontó.
Edward rió encantado, pero los ministros parecían desconcertados.
Isabella Swan no había terminado.
—Usted es el único que no debería estar aquí si es así como habla al soberano de nuestro país. ¡Nunca había visto tanta insolencia en mi vida! Se supone que usted está aquí para servir a Ascensión, y no para provocar discordias. ¿Por qué está usted deliberadamente tratando de desprestigiar a su majestad?
El apacible ministro de Agricultura trató de intervenir.
—Don Aro no trata de desprestigiar a su alteza, señorita...
—Al diablo con que no —le espetó, con sus ojos chocolate llenos de furia.
—Isabella —le susurró Edward por detrás.
— ¿Sí, señor? —contestó, con los ojos aún fijos en don Aro.
— ¿Podrías perdonarnos un momento?
—Como deseéis, señor —dijo obediente. Sin embargo, se volvió hacia él antes de salir y le preguntó en privado con un tono de agitación—. A tu padre no se lo habrían hecho. ¿Por qué a ti sí?
—Ve, mi amor —le murmuró con dulzura, besándole la mano.
La mirada de James recorrió la Cámara del Consejo al sentir la tensión que crecía a cada segundo. Tenía el presentimiento de que en el momento en que la joven saliese, iba a perderlo absolutamente todo.
Isabella asintió obediente y salió de la habitación, con los hombros erguidos y la cabeza alta. Edward la observó hasta que hubo salido. Después, se volvió a ellos con una mirada que parecía arrojar fuego y azufre del mismo infierno.
—Don Aro —dijo con tranquilidad—, caballeros del gabinete. ¡Están despedidos! —gruñó, dando un puñetazo en la mesa.
Bella escuchaba detrás de la puerta. Sus ojos se abrieron asombrados al percibir la ira que provenía del interior. Cuando el primer ministro le increpó, él se volvió loco, a juzgar por el sonido. Todo el mundo en la habitación gritaba, pero la voz autoritaria y profunda de Edward rugió sobre ellos.
«Ah, señor, ¿qué es lo que hecho?», pensó, pálida.
Justo en ese momento, uno de los muy dignos y estirados mayordomos de palacio llegó caminando por el pasillo y la vio escuchando. Su rostro arrugado se contrajo.
Disgustada, Bella se alejó de la puerta. Suponía que en cualquier momento los desestimados miembros del gabinete saldrían como una exhalación de la habitación y desde luego no quería estar en medio cuando ocurriese. Por todos los santos, le costaba creer que hubiese perdido los nervios hasta el punto de gritar como una verdulera a don Aro Vulturi, el oficial más venerado por el Rey. Aun así, se sentía muy orgullosa de que Edward se hubiese negado a tolerar por más tiempo sus insolencias.
Se sentía confusa, porque sabía que se convertiría en la mala de todo esto cuando el Rey y la Reina volviesen. Con estos pensamientos, se apresuró a volver a sus habitaciones con la esperanza de que, al menos allí, estaría a salvo de la tormenta.
Al correr por el pasillo, pasó por uno de los salones principales, donde pudo oír la risa vibrante de una voz de soprano cultivada. Picada por la curiosidad, se detuvo a echar un vistazo desde la entrada abierta del salón, y pudo ver a Tanya Denali elegantemente vestida con un vestido color crema y dorado, y una toquilla de seda rosa caída en uno de sus brazos. La tela llegaba a cubrir sus exquisitos pies. La mujer reía radiante, dejando mostrar sus hoyuelos, mientras el sol de la tarde iluminaba su pelo rubio color champán.
A sus pies, en cojines otomanos, se sentaba un grupo de admiradores, elegantes caballeros atentos a sus palabras y dispuestos a ofrecer todo tipo de cumplidos. Un grupo de mujeres jóvenes se sentaba al lado con mucho recato, mirándola con melancolía como si sólo deseasen ser una mínima parte de lo encantadora que ella era.
A Bella se le encogió el corazón. Si había habido alguna vez una mujer equivalente a la belleza celestial del príncipe, era sin duda esta resplandeciente y azucarada reina rubia.
« ¿Qué está haciendo ella aquí? Debe de haber venido a ver a Edward, pero...»
Bella no sabía cómo terminar el pensamiento sin ponerse furiosa por lo que esto significaba. Después de todo, ella iba a casarse con Edward al día siguiente.
En el medio segundo que estuvo allí de pie, los ojos azulados de la inglesa se fijaron en ella. Reconociéndola, se volvió al instante con hostilidad. La risa de Tanya se desvaneció, pero sus ojos volvieron a clavarse directamente en Bella, para retirarlos un momento después y dedicar su risa de diamante a uno de los jóvenes que se sentaba a sus pies. El movimiento fue como si hubiese cerrado a Bella la puerta en sus mismas narices.
Apretando la mandíbula, Bella se apartó de la puerta y se obligó a seguir caminando hasta llegar a la habitación. Enfadada, recorrió de un lado a otro la habitación, con los brazos cruzados, esperando a que Edward viniese. Estaba claro que la reunión en el gabinete había terminado, por lo que esperaba que una vez acabada la discusión, su prometido viniese a verla.
« ¡A menos que se permita ser distraído por una arrogante mujer del espectáculo!», pensó. No podía negarlo. Se sentía absurdamente celosa y petrificada de que la famosa diva pudiese manejar a Edward. Tanya Denali tenía la belleza y la sofisticación de una princesa y, al verla, Bella se sintió más patosa y desgarbada que nunca.
Algunas de las flores del salón empezaban a marchitarse. Impaciente, cogió una rosa muerta de uno de los jarrones y aulló de dolor al pincharse con una de sus espinas. Abandonó el salón y caminó hasta el dormitorio, chupándose el dedo herido hasta que dejó de sangrar. Estaba nerviosa. Salió al balcón, deslumbrada por el sol, y se dedicó a contar los minutos que pasaban.
Debe de estar a punto de venir, pensó. Le había prometido que ese mismo día por la tarde la llevaría personalmente al muelle para decir adiós a los hermanos Black, que partían a su destierro en Nápoles.
Unos minutos más tarde, una de las criadas se acercó al borde del balcón para decirle que tenía una visita. Bella corrió a la otra habitación, pero en la entrada se detuvo en seco por la sorpresa.
Vestido completamente de negro, James la esperaba de pie admirando sus flores.
El duque James Salvatore se parecía a la familia Cullen. Con el pelo rubio, de complexión un poco más trigueña y algo más mayor que Edward, su parecido con él era asombroso, salvo por el color de los ojos. Llevaba una pequeña caja de piel con documentos. Cuando ella dio un paso hacia él, le ofreció una sonrisa que no concordaba muy bien con la expresión enigmática de sus ojos azules.
—Señorita Isabella. —Su voz era profunda y serena. Se inclinó hacia ella—. Su alteza estaba preocupado por usted y me pidió que viniera a ver cómo estaba.
— ¿Ah, sí? —Sintió que la sangre no le llegaba a las mejillas.
¿Estaba preocupado? Un sentimiento de ira la invadió, com pletamente desproporcionado. Hizo lo que pudo para esconderlo frente a su primo, tratando de no ponerse en ridículo con un ataque de celos.
James echó un vistazo a la fuerte criada que esperaba órdenes en la entrada y después centró su atención en Bella de nuevo.
— ¿Le parece que demos un paseo y hablemos un rato?
—Como desee.
James hizo un gesto en dirección a la puerta.
—Después de usted, señorita.
Bella estaba demasiado enojada como para fijarse en el camino que seguían. Todo lo que podía ver era a Edward junto a su beldad inglesa. «Dime lo que desea tu corazón, Isabella», pensó enfadada, recordando sus galanterías de la noche anterior. ¿Cómo había podido ofrecerse a arreglar el techo de su casa si seguía coqueteando con esa mujer del teatro?
La ira iba creciendo en su interior mientras trataba de seguir las zancadas de James por el vacío corredor de mármol. Al final del pasillo se veía una maceta con un limonero al sol, en la entrada de la terraza. Las puertas estilo francés habían sido dejadas abiertas para permitir que entrara la brisa. Las cortinas ondeaban, ligeras. Se encaminaron hacia allí.
James caminaba en silencio, con la cabeza alta. Tenía la frente grande y una nariz ligeramente aguileña, pero incluso en la forma de moverse se parecía mucho a Edward, pensó Isabella. Antes de que él descubriese su enfado y quedara en evidencia al conocer la causa, decidió comportarse como una mujer civilizada y dar conversación.
—No tenía ni idea de que su alteza tuviese ningún primo —observó con frialdad—. Pensé que todos los Cullen, excepto el padre de Edward, habían muerto en aquel inexplicable atentado contra los reyes Alfonso y Eugenia.
—Edward y yo somos primos lejanos —replicó—. La línea de los Salvatore dejó Ascensión hace cientos de años y se establecieron en Tuscany después de una absurda disputa familiar.
Tenía curiosidad por conocer la historia de la célebre familia a la que estaba a punto de pertenecer, pero él parecía reacio a hablar más sobre sí mismo, y ella no estaba de humor para presionarle. Llegaron a la terraza y él extendió su mano ante ella, cediéndole el paso para salir. No sin cierta cautela, Isabella pasó delante de él.
El olor a limón embriagaba el ambiente. La terraza miraba al gran camino de grava que llevaba al portalón negro de la entrada frontal del palacio. Podía ver a los soldados haciendo guardia allí y, más abajo, los carruajes que iban y venían según los asuntos de palacio.
James balanceó la caja con los documentos sobre la verja y la miró.
—Señorita Isabella, lo cierto es que he venido a hablar con usted sobre su inminente matrimonio. Usted dijo antes en la Cámara del Consejo que se consideraba una patriota, y creo que es cierto. Estoy convencido de que quiere lo mejor para Ascensión y para Edward.
—Desde luego que sí.
Él vaciló y alejó la mirada hacia el horizonte, con el ceño fruncido.
—Me temo que mi primo es un imprudente. Por favor, entienda que mi lealtad prioritaria se la debo a Ascensión y al rey Carlisle. Me temo que lo que tengo que decirle no va a resultarle fácil.
No podía ser peor, a estas alturas, que el hecho de que su prometido estuviese incluso en esos mismos momentos pasando el rato con su guapa amante. Trató de apartar este pensamiento amargo y se cruzó de brazos.
— ¿De qué se trata?
James la miró de nuevo, con una expresión grave.
—Me temo que casándose con usted, Edward está poniendo en peligro su futuro y podría muy bien provocar otra disputa en la familia como la que llevó a mis ancestros fuera de Ascensión hace un siglo.
Ella le miró asombrada.
—Yo aprecio a Edward, no me entienda mal, pero todo el mundo sabe que está cometiendo un error. Él es una buena persona y no siempre se toma los problemas con la seriedad con la que debiera. No estoy seguro de que se dé cuenta de las consecuencias que tendrá que pagar si se casa con usted. He intentado hacérselo ver, pero no me escucha. Por eso, pensando en lo mejor para el príncipe, me he atrevido a dirigirme a usted.
Ella sintió que la sangre se le helaba.
— ¿Qué consecuencias?
—Bueno, para decirlo de una manera sencilla: lo más probable es que el rey Carlisle desherede a Edward y nombre al príncipe Alec su sucesor en el trono.
— ¿Cómo? —gritó. Pensó inmediatamente en las palabras de Edward la otra noche en el barco cuando le había hablado de la difícil relación que tenía con su padre.
—Justo antes de que la familia real se marchase a España, el Rey amenazó a Edward delante de todo el gabinete, diciéndole que perdería la Corona en favor del príncipe Alec.
—No puedo creer que su majestad llegase a cumplir su amenaza —dijo horrorizada—, ¿no cree? Sería el fin para Edward.
—Bueno, él ya ha avergonzado bastante a su familia.
Ella parpadeó.
—Aun así no creo que el rey Carlisle le desheredase por mi culpa. Puede que sea pobre, pero provengo de una buena familia.
—Usted fue arrestada por robo, señorita. Esto ensombrece bastante vuestra dote. ¿De verdad cree que sus majestades aceptarán a una reconocida criminal como madre del futuro heredero de los Cullen? La verán como una mancha en la línea sucesoria, no mejor que si fuera usted Tanya Denali.
Ella le miró con recelo. James le dirigió una sonrisa de arrepentimiento, con una expresión en sus ojos azules que indicaban la intencionalidad de sus palabras.
—Pueden disolver el matrimonio, señorita Isabella, y lo harán. Créame, tienen poder para hacerlo.
—Pero usted no lo entiende, se lo debo a Edward. ¡Él me ha salvado la vida y liberado a mis amigos! Le di mi palabra. No puedo fallarle ahora.
—Si se lo debe, mucha más razón para rechazarle. Si se casa con Edward, le arruinará la vida. ¿Es eso lo que quiere?
—Desde luego que no. ¿Por qué le tratan todos como si fuera un niño? ¡Él es un hombre adulto y me ha elegido a mí! —gimió, mucho más lastimeramente de lo que hubiese querido.
Hubo un silencio. La mirada tranquila y compasiva de James parecía preguntar: «Entonces, ¿por qué está ahora mismo con Tanya Denali?».
—Mi querida niña —dijo por fin—. Odio ver cómo la hieren. Es usted tan joven. De verdad, él no tiene ningún escrúpulo.
Su boca se torció en una mueca.
— ¿A qué se refiere?
Sacudió la cabeza.
—Le he visto hacer esto treinta, quizá cuarenta veces. Estas historias suyas duran una semana, dos como mucho. Vamos, ¡estoy seguro de que ha oído hablar de su reputación!
—Son sólo habladurías —dijo en un intento.
—No, no lo son —dijo con tristeza—. Siempre empieza como si hubiese encontrado al amor de su vida. Regalos caros, bonitos halagos, suaves conversaciones... Seducción. Y después, se aburre de todas. Tanya Denali es la única que ha mantenido su interés durante más de un mes, y creo que los dos sabemos por qué. Usted no es como ella —dijo, con una mirada y un tono de condescendencia—. Se merece algo más. No deje que la enrede o terminará siendo el hazmerreír de Ascensión. Él será el príncipe heredero, y mi primo, pero como caballero que soy le digo, señorita Isabella, que en lo que se refiere a mujeres, Edward Cullen es un canalla. Pero estoy seguro de que todo esto ya lo sabía. Si ha conseguido que lo olvidara, es porque sabe muy bien cómo enamorar a las mujeres. Habrá caído en sus redes antes de que se dé cuenta, y entonces él estará listo para buscar un nuevo juguete.
Ella le miró perpleja, conteniendo las lágrimas con mucha dificultad. Con cada palabra que había salido de su boca era como si, palabra por palabra, hubiese leído el diario secreto de sus miedos más profundos. Tenía un nudo en la garganta cuando James continuó:
—Odio ser yo el que se lo diga, pero creo que le puedo decir con confianza que usted no es sino uno más de sus caprichos. Lo siento.
Bella sacudió la cabeza ligeramente y le dio la espalda, con el corazón en un puño. Sentía que iba a vomitar. Lo sabía. Ah, sabía que era demasiado bueno para ser cierto.
—Me temo que aún hay más —dijo James con delicadeza, abriendo la caja con los documentos.
Con una repulsión instintiva, pensó que iba a darle dinero para que accediera en dejar a Edward, el último insulto a su orgullo. Sin embargo, cuando le indicó que echase un vistazo al interior, encontró en su lugar cinco pequeñas imágenes de mujeres jóvenes.
— ¿Quiénes son? —preguntó.
—Son las cinco jóvenes entre las que el príncipe debía elegir para casarse —respondió y siguió explicando brevemente el trato que el rey Carlisle había hecho con su hijo, entregándole la regencia de Ascensión durante su ausencia, a cambio de la promesa de Edward de asentarse y elegir a una de las mujeres retratadas—. Ésta es la razón principal por la que creo que Edward sería desheredado si se casa con usted —dijo James con sobriedad—. A él no le gustó que su padre le ordenase que se casara... quitándole así la libertad de decidirlo por sí mismo. Tampoco se sintió muy orgulloso de que hubiesen elegido a estas chicas por él sin consultarle. ¿Entiende? Se casa con usted para desafiar a su padre.
— ¡Ay, Dios! —susurró, horrorizada. Bajó la cabeza y cerró los ojos, odiándose por haber sido tan inocente y provinciana. Había sido una estúpida. Había caído directamente en la trampa dorada de ese granuja. ¿Cómo había podido pensar que un dios, un príncipe azul como Edward podría querer a una patosa y desgarbada castaña como ella —criminal, además— cuando tenía casi a media docena de princesas para elegir como esposa y a Tanya Denali como amante? ¿Cómo era posible que no hubiese visto desde el principio que su única intención era provocar al mundo y enfadar a su majestad?
Lo de la noche anterior había sido todo una mentira, descubrió. ¡Dios, qué idiota había sido cayendo así en sus brazos! Tembló al pensar en las libertades que le había dado, siempre en contra de su buen juicio. Había confiado en él la noche anterior, en cuerpo y alma, y él no había hecho sino jugar con ella, de la misma manera en la que había estado jugando con ella la noche del baile, cuando pidió a sus amigos que se la procuraran para su único divertimento.
¡Era un hipócrita! Le había pedido honestidad en la cárcel mientras él le había mentido sobre sus verdaderos motivos. «Le odio», pensó. De repente, echó desesperadamente de menos a Jacob, su único y verdadero amigo. Echó de menos a su abuelo. Sólo quería volver a casa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario