Capítulo 7 “Haga lo que quiera con ellas”
Querida Marie,
¿Puedo imaginar mi nombre formado por sus deliciosos labios?
Durante un instante Bella ni siquiera se atrevió a respirar. El hipnótico repiqueteo de la lluvia, la suave penumbra y el cálido aliento de Edward sobre su pelo la dejaron suspendida en un estado en el que el tiempo no tenía ningún sentido. Edward también parecía estar hipnotizado. Esa mañana ella había insistido en que se pusiera una camisa, pero no había insistido en que se la atara. El ancho pecho apoyado sobre su espalda apenas parecía moverse. Seguía con las manos contra el cajón del escritorio, con sus musculosos brazos en tensión.
Aunque su embarazosa postura no era precisamente un abrazo, Bella no pudo evitar pensar en lo fácil que le resultaría poner sus brazos a su alrededor y atraerle hacia el calor de su cuerpo hasta que no tuviera más remedio que fundirse con él.
Se puso tiesa. No era una jovencita soñadora sin carácter que se dejaba seducir por el primer caballero que le hacía una señal.
—Perdóneme, señor —dijo rompiendo el peligroso hechizo—. No pretendía ser indiscreta. Sólo estaba buscando tinta y papel de escribir.
Edward bajó los brazos, pero fue Bella quien se apartó rápidamente para poner cierta distancia entre ellos. Sin su calor rodeándola, la humedad que apenas había notado antes se le metió en los huesos, que de repente parecían viejos y quebradizos. Sentándose de nuevo en la silla junto a la ventana, sintió un escalofrío.
Edward se quedó un largo rato en silencio, como si estuviera abstraído. Luego, en vez de reprocharle por entrometerse como esperaba, abrió el cajón. Sus manos no vacilaron para encontrar lo que había dentro. Cuando se volvió y tiró el grueso paquete hacia ella, Bella se quedó tan sorprendida que estuvo a punto de escapársele de las manos.
—Si quiere leer algo divertido, pruebe con estas cartas. —Aunque el desprecio ensombreció la cara de Edward, Bella se dio cuenta de que no era por ella—. Como podrá comprobar, contienen todos los elementos con los que normalmente se disfruta en una farsa: una burla ingeniosa, un romance secreto, un idiota patético tan ebrio de amor que está dispuesto a arriesgarlo todo para conquistar el corazón de su amada, incluso su vida.
Ella miró el paquete de cartas atado con un lazo. El papel de lino estaba desgastado, pero perfectamente conservado, como si las cartas se hubieran manejado mucho pero con gran cuidado. Mientras Bella les daba la vuelta le llegó a la nariz un perfume de mujer tan dulce y evocador como las primeras gardenias de la temporada.
Edward sacó la silla del escritorio, le dio la vuelta y se sentó en ella a horcajadas.
—Adelante —ordenó haciendo un gesto hacia ella—. Si las lee en voz alta podremos reírnos los dos.
Bella acarició los extremos del lazo de seda que hacía tiempo había rodeado el brillante pelo de una mujer.
—No creo que sea correcto que lea su correspondencia privada.
Él se encogió de hombros.
—Como quiera. De todos modos algunas obras es mejor representarlas que leerlas. ¿Por qué no comienzo con el primer acto? —Dobló los brazos sobre el respaldo de la silla con una expresión grave en su cara. —El telón se levantó hace unos tres años, cuando nos conocimos en una fiesta en la casa de campo de lord Langley. Era muy diferente a las demás muchachas que había conocido. La mayoría no tenía ninguna idea en sus bonitas cabezas más allá de cazar un marido rico antes de que acabara la temporada. Pero ella era inteligente, divertida y culta. Podía hablar de poesía y política con la misma facilidad. Compartimos un solo baile, y sin intercambiar ni un beso me robó el corazón.
—¿Le robó usted el suyo?
Sus labios se curvaron en una triste sonrisa.
—Lo intenté. Pero desgraciadamente me precedía mi reputación de libertino. Como yo era un conde y ella la hija de un humilde barón, pensó que sólo quería jugar con sus sentimientos.
Bella no sabía si podía culpar a la joven. El hombre del retrato del pasillo probablemente había conquistado —y roto— muchos corazones.
—Yo habría pensado que tanto ella como su familia estarían encantados de atraer la atención de un noble tan estimado, y rico.
—Eso es lo que pensé yo —reconoció Edward—. Pero al parecer su hermana mayor estuvo envuelta en un desafortunado escándalo con un vizconde, una cita a la luz de la luna, y la furiosa mujer del vizconde. El mayor deseo de su padre era que su hija pequeña se casara con un terrateniente, e incluso con un clérigo.
Una fugaz imagen de Edward con alzacuello estuvo a punto de hacer que Bella se riera en voz alta.
—Así que usted le habría decepcionado.
—Exactamente. Como no podía persuadirla con mi título, mi riqueza o mis encantos, intenté conquistarla con mis palabras. Durante varios meses intercambiamos largas cartas.
—Secretamente, por supuesto.
Él asintió.
—Si se hubiera sabido que mantenía correspondencia con un caballero, sobre todo con uno de mi reputación, su buen nombre habría quedado destruido.
—Sin embargo estaba dispuesta a correr ese riesgo —señaló Bella.
—Yo creo que los dos disfrutábamos con la emoción del juego. Cuando nos encontrábamos cara a cara en un baile o una velada, murmurábamos unas palabras amables y luego fingíamos indiferencia. Nadie sabía que estaba deseando llevarla a un rincón del jardín o una alcoba desierta y besarla hasta perder el sentido.
Su voz ronca hizo que Bella se estremeciera. Aunque intentó resistir la tentación, vio a Edward pasándose una mano por su pelo cobrizo dorado mientras se paseaba por una oscura alcoba. Vio el deseo que iluminaba sus ojos al oler el perfume de gardenias de su dama. Sintió la fuerza de sus brazos al hacerla pasar por la cortina. Le oyó gemir mientras se unían sus labios y sus cuerpos, consumido por la sed irresistible de lo prohibido.
—Cualquiera habría pensado que me aburriría con un flirteo tan inocente. Pero sus cartas me encantaban. —Movió la cabeza con una expresión abstraída—. Nunca había imaginado que la mente de una mujer pudiera ser tan fascinante. Para mi madre y mis hermanas no había nada más interesante que el último cotilleo de los Almack's o los platos de moda traídos de París.
Bella reprimió una sonrisa.
—Debió ser una gran sorpresa para usted descubrir que una mujer podía tener una mente tan aguda y perspicaz como la suya.
—Así es —confesó informándole con su suave tono que había captado su sarcasmo—. Tras varios meses de esa deliciosa tortura, le escribí e intenté convencerla para que se fugara conmigo a Gretna Green. Se negó, pero no fue tan cruel como para dejarme sin ninguna esperanza. Me prometió que si podía demostrar que tenía algún interés en este mundo que fuera más allá de mi partida de cartas en Brook's, alguna pasión que no estuviera relacionada con los caballos, los perros de caza y las bailarinas de la ópera, estaría dispuesta a casarse conmigo, aunque eso significara desafiar los deseos de su padre.
—Qué magnánima —murmuró Bella.
Edward frunció el ceño.
—Sin embargo no confiaba del todo en mi afecto. Aunque le jurara mi amor apasionadamente, en el fondo pensaba que seguía siendo un irresponsable que había heredado lo más importante: mi título, mi riqueza, mi posición social. —Arqueó una ceja en un gesto burlón, tensando su cicatriz—. Incluso mi belleza.
A Bella se le estaba empezando a revolver el estómago.
—Así que decidió demostrarle que estaba equivocada.
Él asintió.
—Me alisté en la Marina Real.
—¿Por qué la Marina? Su padre podría haberle conseguido un prestigioso rango en el ejército.
—¿Y qué habría demostrado con eso? ¿Que tenía razón? ¿Que era incapaz de conseguir nada por mis propios méritos? Si ésa hubiese sido mi intención, podría haberme unido a la milicia para representar el papel de héroe. No hay nada como un uniforme y unos galones brillantes en los hombros de un hombre para que una dama gire la cabeza.
Bella le vio entrando en un concurrido salón de baile con el sombrero de tres picos debajo del brazo y su hermoso pelo reluciente bajo las luces de las lámparas. Su impresionante figura habría hecho que todas las jóvenes solteras se sonrojaran y sonrieran afectadamente detrás de sus abanicos.
—Pero sabía que su dama no giraría la cabeza con tanta facilidad —se arriesgó a decir ella.
—Y que no sería tan fácil conquistar su corazón. Así que me alisté bajo el mando de Nelson, convencido de que a mi regreso estaría preparada para convertirse en mi esposa. Sabiendo que íbamos a estar separados varios meses, le envié una última carta rogándole que me esperara. Prometiéndole que iba a convertirme en el hombre y el héroe que se merecía. —Intentó esbozar una sonrisa—. Así termina el primer acto. No es necesario continuar, ¿verdad? Ya conoce el final.
—¿Volvió a verla?
—No —respondió sin rastro de ironía en su voz—. Pero ella me vio a mí. Cuando regresé a Londres vino al hospital. No sé cuánto tiempo llevaba allí. Los días y las noches eran interminables e indistinguibles. —Se tocó la cicatriz con un dedo—. Debía parecer un monstruo con los ojos ciegos y la cara destrozada. Dudo que supiera que estaba consciente. Aún no tenía fuerzas para hablar. Pero pude oler su perfume como un soplo de aire celestial entre el hedor infernal del alcanfor y la carne podrida.
—¿Qué hizo ella? —susurró Bella.
Edward puso una mano sobre su corazón.
—Si el autor de la obra hubiese sido más sentimental, sin duda alguna se habría lanzado sobre mi pecho jurándome amor eterno. Pero simplemente se marchó. No era necesario, ya sabe. Dadas las circunstancias, no esperaba que cumpliera con su obligación.
—¿Obligación? —repitió Bella intentando ocultar su ira—. Yo pensaba que una promesa de matrimonio era un compromiso entre dos personas que se querían.
Él se rió sin ganas.
—Entonces es más ingenua de lo que era yo. Como nuestro compromiso era secreto, al menos se ahorró la humillación de un escándalo público.
—Una gran suerte para ella.
Los ojos de Edward tenían una expresión extraña, como si el pasado fuera para ellos más visible que el presente.
—A veces me pregunto si la conocía realmente. Puede que sólo fuera un producto de mi imaginación. Alguien que inventé a partir de una frase inteligente y la fantasía de un beso robado: mi sueño de la mujer perfecta.
—¿Era hermosa? —preguntó Bella sabiendo ya la respuesta.
Aunque Edward tensó la mandíbula, su voz se suavizó.
—Exquisita. Tenía el pelo de color miel, los ojos como el más dulce chocolate fundido, la piel más suave que…
Mirando sus manos agrietadas, Bella se aclaró la garganta. No estaba de humor para escuchar una descripción poética de encantos que ella no poseía.
—¿Y qué ha sido de ese modelo de perfección?
—Supongo que volvió al seno de su familia en Middlesex, donde probablemente se casará con un terrateniente y se retirará a una casa de campo para criar un montón de hijos a base de pudín.
Pero ninguno de ellos tendría una cara angelical, ni unos ojos verdes como la espuma del mar bordeados por unas pestañas doradas. Bella casi se compadecía de ella por eso.
—Era una idiota.
—¿Disculpe? —Edward arqueó una ceja, visiblemente sorprendido por su contundente declaración.
—Esa chica era una idiota —repitió Bella con más convicción aún—. Y usted es más idiota aún por perder el tiempo pensando en una criatura frívola que probablemente se preocupaba más por sus bonitos vestidos de baile y sus paseos por el parque que por usted. —Levantándose, se acercó a él y le puso las cartas en la mano—. Si no quiere que nadie más se tropiece con sus tesoros sentimentales, le sugiero que duerma con ellas debajo de la almohada.
Edward no hizo ningún movimiento para coger las cartas. Simplemente miró hacia delante con la mandíbula tensa. Aleteó su nariz, pero Bella no sabía si era porque estaba furioso o para aspirar el intenso aroma floral que emanaba del papel perfumado. Cuando estaba empezando a preguntarse si había llegado demasiado lejos él apartó las cartas bruscamente.
—Puede que tenga razón, señorita Dwyer. Después de todo, unas cartas no le sirven de nada a un hombre ciego. ¿Por qué no las coge usted?
Bella retrocedió.
—¿Yo? ¿Qué diablos se supone que debo hacer con ellas?
Edward se puso de pie sobrepasándola.
—¿Por qué iba a importarme? Tírelas a la basura o quémelas si quiere. —Una triste sonrisa curvó una esquina de su boca antes de añadir suavemente—: Pero apártelas de mi vista.
Bella estaba sentada en el borde de la cama con su descolorido camisón de algodón mirando el paquete de cartas que tenía en la mano. Fuera, tras la ventana, hacía una noche muy oscura. La lluvia azotaba los cristales, como si la empujara el viento para castigar a quienes desafiaran su poder. A pesar del agradable fuego que crepitaba en la chimenea, seguía sintiendo frío hasta los huesos.
Sus dedos juguetearon con los deshilachados extremos del lazo que ataba el paquete. Edward había confiado en ella para que se deshiciera de las cartas. No estaría bien traicionar esa confianza.
Al dar un tirón al lazo las cartas se desplegaron sobre su regazo. Quitándose las gafas, desdobló la de arriba con manos temblorosas. Una cuidada letra de mujer fluía por el papel de lino. La carta estaba fechada el 20 de septiembre de 1804, casi un año antes de Trafalgar. A pesar de su florida elegancia, sus palabras tenían un tono bastante superficial.
Querido Lord Masen,
En su última misiva, bastante impertinente, afirmaba quererme por mis «deliciosos labios» y mis «luminosos ojos chocolate». Pero debo preguntarle: «¿Me seguirá queriendo cuando esos labios estén fruncidos no por la pasión, sino por la edad? ¿Me querrá cuando mis ojos estén apagados pero mi afecto por usted no haya disminuido?»
Casi puedo oírle riéndose mientras anda a zancadas por su casa, dando órdenes a sus sirvientes con esa arrogancia que encuentro tan insufrible e irresistible a la vez. Sin duda alguna pasará la noche maquinando una respuesta ingeniosa diseñada para embelesarme y desarmarme.
Mantenga esta carta cerca de su corazón como yo le llevo siempre a usted cerca del mío.
Suya,
Miss Marie S.
Marie no pudo resistir la tentación de firmar con una floritura que delataba su juventud. Bella arrugó la carta en su puño. No sentía lástima por ella, sólo desprecio. Sus falsas promesas habían tenido un precio muy alto. No era mejor que algunas damiselas medievales que ataban sus sedosos favores al brazo de un caballero antes de enviarle a una muerte segura.
Recogiendo las cartas, Bella se levantó y fue a la chimenea. Quería quemarlas para reducirlas a cenizas como se merecían, pretender que esa muchacha arrogante e inmadura no había existido nunca. Pero mientras se preparaba para echarlas a las llamas algo detuvo su mano.
Pensó en los largos meses que Edward las había atesorado, en la pasión con la que las había protegido de su curiosidad, en la avidez de su expresión al inhalar su fragancia. Era como si destruyéndolas se rebajara el sacrificio que había hecho para conquistar el corazón de su autora.
Se dio la vuelta para examinar la pequeña habitación. No había deshecho del todo su equipaje después del accidente de Edward, porque le resultaba más fácil coger lo que necesitaba que volver a guardarlo todo en el inmenso armario de la esquina. Arrodillándose junto al baúl forrado de cuero, ató de nuevo las cartas con el lazo y las aseguró con un nudo. Luego las metió en el fondo del baúl para que nadie volviese a tropezar con ellas.
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