martes, 4 de enero de 2011

El áspid


Capítulo 12 “El áspid”

Bella aguardaba inquieta en la puerta, sintiéndose en guerra consigo misma. Rosalie y Alice habían ido a ayudarla a vestirse, lo cual había acabado siendo muy divertido.
Bella deseaba de todo corazón que se hubieran quedado. Pero, a pesar de su generosidad, estaban deseando volver a su casita en medio del bosque. Después de vestirla, habían ido a buscar a Charlie. Y su tutor la había hecho sentirse como si realmente fuera una princesa por una noche. Luego, Rosalie y Alice se habían ido, dejándola a su merced, y Bella le había rogado a Charlie que volviera a la cama, pues parecía fatigado.
Nunca se había puesto un vestido tan exquisito. Lo único que le daba que pensar eran los pendientes de topacio que había encontrado en su mesilla de noche, acompañados de una nota que decía: Por favor, póntelos esta noche.
El corazón le palpitaba a toda prisa. No había visto a Edward desde… desde que se había quedado dormida a su lado. Tal y como le había dicho, lo había hecho por decisión propia, pero de pronto se sentía profundamente incómoda. Había estado a punto de no ponerse los pendientes. Le parecían casi… una retribución. Sin embargo, la nota no indicaba que fueran un presente, sino sólo un préstamo.
Bella se hallaba junto a la gran chimenea, en la que ardía el fuego. Pese a todo, tenía frío. La noche abría sus fauces ante ella como un abismo. De pronto su vida entera le parecía una farsa, una mentira, porque Edward Cullen tenía como único fin encontrar a un asesino.
Había, además, otro misterio que la preocupaba. ¿Por qué estaba tan seguro Riley de que algún día sería rico? Bella se sentía enferma. Riley había participado en la expedición. Tenía libertad para moverse por el museo.
¿Y qué pensar de sir Jason y de su extraño comportamiento? ¿Y del recorte clavado en su mesa? Si él no lo había sacado, entonces alguien había hurgado en su mesa, había sacado el recorte y había clavado la navaja sobre su cara. Y esa persona sin duda habría pasado desapercibida en la oficina. ¿Sería Riley?
Bella se apartó del fuego mientras cavilaba sobre aquellos interrogantes. Y entonces lo vio.
A pesar de la máscara, Edward era la efigie misma del atractivo viril. Llevaba una chaqueta de faldones cortos, una camisa blanca y almidonada, chaleco negro y corbata, y sostenía los guantes blancos en la mano. Los botones y los gemelos eran sencillos, de oro, igual que la leontina del reloj, que parecía describir un arco perfecto saliendo de su bolsillo. Bajó las escaleras con la desenvoltura de quien estaba habituado a aquel atuendo. Se detuvo en el cuarto escalón y la miró con fijeza.
—¡Dios mío! —susurró.
Bella sintió que se sonrojaba, y recordó lo que había sentido la noche anterior. Deseaba, por una parte, correr hacia él, y, por otra, huir.
—Buenas noches —murmuró.
Edward siguió bajando las escaleras y, al acercarse a ella, la tomó de las manos y se apartó para mirarla.
—Y los pendientes —murmuró él—. Son perfectos.
—Me ocuparé de que te sean devueltos en cuanto volvamos —dijo ella, e hizo una mueca, pues había en su tono una aspereza que escapaba a su control.
—No quiero que me los devuelvas —dijo él con el ceño fruncido.
—Como te he dicho en otras ocasiones, no me interesan las obras de caridad.
—No valen tanto como crees.
—Yo no acepto regalos —dijo ella con crispación.
Edward la atrajo hacia sí.
—Querida mía, créeme, si quisiera ofrecerte un verdadero regalo, elegiría algo mucho más valioso —Bella intentó apartarse, pero él la sujetaba con fuerza—. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado?
—No es nada. Sencillamente, sé cómo son las cosas.
—¿Y cómo son?
—En esta vida… todos ocupamos un lugar —repuso ella con cierta desesperación.
—A veces, nuestro lugar está donde nosotros elegimos que esté, señorita Swan —dijo él—. No pretendía ofenderte. Sabía cómo era la tela del vestido, claro, y esos pendientes pertenecen a la familia desde hace décadas. Perdóname, pero supuse que habíamos llegado a un punto en que al menos era posible que fuéramos amigos.
Ella exhaló el aire lentamente, preguntándose si lo que Riley le había dicho no le habría afectado, al fin y al cabo. Había deseado a Edward, sí… muchísimo. Y había permitido que todo aquello pasara; en realidad, lo había propiciado ella. Pero Riley se equivocaba. Aquello no tenía nada que ver con los títulos y las riquezas de lord Cullen. Y quizá los pendientes habían insinuado esa posibilidad.
—No puedo aceptar regalos —repitió con más suavidad.
—¿Ha pasado algo en el museo? —preguntó él.
—¿Hoy? Nada de lo que merezca la pena hablar —contestó ella.
Edward se apartó, como si de pronto desconfiara de ella.
—¿Nada?
—Se estaban preparando para esta noche —dijo Bella.
¿Había sucedido algo que mereciera la pena mencionar? Sir Jason se comportaba de forma extraña con ella, pero ¿qué significaba eso, y cómo podía explicarlo? Lord Vulturi y sir Jason se habían puesto de acuerdo respecto a la cobra, pero no podía sacar a relucir aquel asunto sin mencionar la discusión a que había dado lugar.
—¡Oh, cielos!
Se separaron al oír la voz de Sue en la escalera. Estaba muy elegante. Llevaba el cabello recogido sobre la cabeza, un pequeño diamante en la garganta y un vestido azul cobalto sobre un mar de enaguas de color aguamarina. Se había detenido en mitad de la escalera, lo mismo que Edward. Juntó las manos y sonrió, radiante.
—¡Dios mío! Espero que hayan contratado a algún fotógrafo. Deberíais veros juntos. Estáis guapísimos, de veras.
—Gracias, Sue —dijo Edward—. Me temo que la ropa de gala para caballeros es muy poco original, pero ustedes, señoras… —inclinó la cabeza hacia Bella—. Nunca había visto una imagen tan deslumbrante, señorita Swan, y tú, Sue…
—Sí, ya sé. Nunca has visto una versión más deslumbrante de una mujer de mi edad, ¿no es eso, Edward? —se volvió hacia Bella mientras bajaba el resto de las escaleras—. Lo siento, pareces un poco sorprendida por verme. No pretendía entrometerme en la velada, pero Edward insistió. A fin de cuentas, conozco a los caballeros del museo bastante bien, y dado que he compartido el sol abrasador y la maldita arena del desierto con todos ellos, parecía justo que también asistiera al baile.
—Desde luego —dijo Bella.
La puerta se abrió. Incluso Emmett se había cambiado para la fiesta; su librea tenía un corte perfecto y su sombrero de copa parecía relucir.
—Lord Cullen, el coche está listo.
—Excelente. Bueno, señoras, ¿nos vamos?


Los más elegantes carruajes se alineaban ante la escalinata del museo inundado de luz. Uno a uno iban vaciándose de sus encopetados ocupantes. Las mujeres refulgían, cubiertas de joyas, y los hombres, altos y bajos, gruesos y delgados, todos vestidos de negro, las ayudaban a hacer su entrada triunfal.
Edward Cullen fue reconocido en cuanto se bajó del coche, y un alud de murmullos de asombro llegó a sus oídos.
—¡Cielo santo! ¡Es el conde de Masen!
—Entonces es cierto que por fin se ha decidido a salir de su encierro.
—La herida de sable debió de ser espantosa. ¡Todavía lleva la máscara!
—¡Ah, pero qué bien le sienta! —exclamó una invitada.
Mientras Edward respondía a quienes lo saludaban, Bella se convirtió en objeto de las murmuraciones.
—¿Quién demonios es ésa? ¡Dios mío, es preciosa!
—Sue Clearwater, la vieja amiga de su madre.
—¡Sue, no, viejo bobo! ¡Esa asombrosa criatura vestida de oro!
—Yo diría que es una aristócrata extranjera.
—Puede que sean parientes.
—No. He oído decir que iba a venir con una plebeya. Una empleada del museo, ¿te imaginas?
Cerca de la entrada, se tropezaron con el grupo del que procedían aquellos comentarios.
—¡Edward! Dios mío, Edward, había oído decir que ibas a venir, pero no me lo creía —dijo un caballero, adelantándose. Era un hombre rubio y apuesto, vestido a la moda.
—Mike, me alegra verte —dijo Edward al estrecharle la mano—. Eleazar, Tanya, es un placer —se volvió hacia Bella—. Querida, éstos son viejos amigos míos. Fuimos juntos a Oxford, y Eleazar y yo servimos juntos en el Sudán. El conde Mike Newton, el príncipe Eleazar y su hermana, lady Tanya Denali. Permítanme presentarles a la señorita Isabella Swan. Creo que ya conocen a la señora Clearwater.
Bella compuso una sonrisa. Los hombres la miraban con curiosidad apenas contenida, y lady Tanya la observaba de hito en hito, arrugando la nariz. Bella tuvo que admitir que era una mujer extraordinaria: menuda, rubia, con unos inmensos ojos azules y un rostro muy bello. Resplandecía con su vestido blanco cubierto de pedrería, y lucía una gargantilla de diamantes.
—¡Vaya, vaya, Edward! Así que vuelves a interesarte por el museo —dijo Mike con desenfado—. Eso es maravilloso. Ni siquiera me imagino el departamento sin un Cullen al frente.
—Hablando en serio —dijo Eleazar—, temía que volvieras a ponerte el uniforme y regresaras a la India, al Sudán o quizás a Sudáfrica. Es maravilloso verte de nuevo.
—Sí, bueno, ser un gran Imperio no es fácil, ¿no creéis? —dijo Edward—. Pero no, a no ser que me lo pidan expresamente, no pienso ausentarme de Inglaterra en mucho tiempo.
—¡Pobrecillo! —exclamó Tanya—. Te hirieron tan horriblemente…
—Mis heridas no son graves, Tanya, pero por desagracia son desagradables a la vista. Eso es todo —dijo Edward, muy serio—. En cualquier caso, eso carece de importancia esta noche. ¿Entramos?
Eso hicieron. Las salas estaban profusamente iluminadas. La orquesta se había situado entre dos gigantescas estatúas armenias. Las mesas estaban dispuestas en filas junto a las paredes, dejando espacio para bailar en el centro del salón principal del ala oeste, que había sido despejado para la fiesta. Cuando entraron, estaba sonando un vals de Strauss. Antes de que pudieran fundirse con los invitados, Edward se volvió hacia Bella.
—¿Bailamos? Sue, ¿te importa?
—Claro que no, hijitos. ¡Id a bailar! —los animó Sue.
—¡Espera! —exclamó Bella, pero era demasiado tarde. Estaba ya en sus brazos, arrastrada por el ritmo vertiginoso del vals.
Bella dio gracias a Dios por llevar una falda tan larga y por no tener que preocuparse demasiado de dónde ponía los pies. Por el modo en que la sujetaba Edward, se sentía casi trasportada por el aire. Y no podía ser más feliz, no podía experimentar mayor sensación de dicha que sentirse rodeaba por sus brazos y notar un atisbo del frenesí que se había apoderado de ella la noche anterior.
—Relájese, mi querida señorita Swan.
—¡Para ti es fácil decirlo! —dijo ella, levantando la barbilla—. Yo crecí en este museo. Y lamento decir que aquí no me enseñaron a bailar.
—¿Nunca has bailado?
—Claro que sí, pero no en un salón —murmuró ella, sonrojándose.
—¿Dónde has bailado?
—En pequeñas y patéticas habitaciones, con Charlie y Waylon —reconoció   ella.
—Pues bailas muy bien. Esos dos son excelentes profesores.
—Sólo conozco unos cuantos pasos.
—Me sigues a la perfección.
—Sólo estás siendo amable.
Él se rió suavemente.
—¿Y por qué iba a ser amable de repente? Sólo estoy diciendo la verdad.
—Ah, la verdad. ¿Acaso estamos aquí únicamente porque disfrutas viendo a tus amigos boquiabiertos al verte con una empleada del museo?
Él se encogió de hombros con un brillo de regocijo en la mirada.
—En parte, sí.
—¿En parte? ¿Por qué, si no, estamos aquí?
—Porque eres bellísima, y te aseguro que prefiero bailar contigo antes que con cualquier otra mujer de la fiesta.
—Ahora sí que estás siendo amable.
—Yo no arruinaría una amistad tan sincera anteponiendo la cortesía a la verdad, señorita Swan —le dijo él.
—Tantos halagos acabarán por subírseme a la cabeza.
—Oh, no, mi querida señorita Swan. Es usted demasiado sensata como para dejarse embaucar por las lisonjas de un hombre.
—Quizá por tus lisonjas no —murmuró ella.
Edward dejó de bailar de repente, y Bella se dio cuenta de que le habían tocado el hombro. Era James.
—Disculpe mi atrevimiento, lord Cullen, pero me temo que la visión de la señorita Swan deslizándose con tanta gracia por el salón pronto atraerá la atención de todos los caballeros de la fiesta. Sin duda estará muy ocupada toda la noche. Y, como amigos que somos, le ruego su benevolencia, su paciencia… y este baile.
Edward se apartó educadamente, inclinando la cabeza.
—Naturalmente, James.
Y de este modo Bella, que no estaba del todo segura de su habilidad para deslizarse grácilmente por el salón, se halló de nuevo inmersa en el baile.
—Estás preciosa esta noche —le dijo James—. La pequeña empollona ha florecido.
—Sólo es un vestido de noche, James. No cambia lo que soy —contestó ella.
—Mmm, puede que sí —repuso él—. Bueno, ¿qué opinas?
—Opino que en realidad no bailo muy bien, y que necesito concentrarme para no pisarte.
Él se echó a reír.
—¡Tú siempre tan pragmática! No te preocupes por mis pies. ¿Qué te parece el salón, con tantas luces y tanta aristocracia?
—Encantador. Espero que logremos reunir los fondos que desea sir Jason.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó él con intensidad.
—¿A qué te refieres?
—¿Tú no estás ansiosa por conseguir esos fondos, por embarcarte en una expedición por el Nilo?
—No creo que me lo pidieran.
—¿De veras? Pues tampoco esperabas estar aquí.
—No. Pero por lo visto estamos todos presentes. Veo a Riley hablando con lord Vulturi, y no creo que estuviera incluido desde el principio en la lista de invitados.
—A ti nunca te excluyeron.
—Pero tampoco me invitaron.
—Puede que lord Vulturi creyera que no podías permitirte un vestido así —dijo con una sonrisa amable. Y luego su sonrisa se desvaneció—. Apártate de él, Bella. Te aseguro que no creo que ese hombre esté cuerdo. Te dije que estaba dispuesto a casarme contigo.
—James, eso sería un tanto exagerado, ¿no crees? —preguntó ella, intentando sonreír.
—Pero te salvaría.
—James, no pienso casarme para que me salven —le aseguró ella.
—Bella, sabes que siempre me has parecido encantadora. Y esta noche, con ese vestido…
—James… —comenzó a decir ella.
Pero entonces James dejó de bailar. Alguien le había tocado el hombro. Riley estaba tras él.
—¿Me permites? —preguntó con decisión.
—Claro —contestó James de mala gana.
Y Bella comenzó a moverse por el salón en brazos de Riley, dando trompicones.
—Lo siento —dijo él.
—Seguramente ha sido culpa mía.
Vio a Edward bailando con Tanya.
—Éste no es nuestro ambiente, ¿verdad?
—Claro que sí —dijo ella, sonriendo distraídamente.
Edward y Tanya habían dejado de bailar y se habían apartado a un lado del salón.
—No, claro que no.
—¿Qué dices?
—¡Que éste no es sitio para nosotros!
—Pero si trabajamos aquí —respondió ella.
Riley suspiró.
—Bueno, ya veo que estás distraída. Oh, vamos, Bella, supongo que te lo esperabas. Lord Cullen era uno de los hombres más deseados de Inglaterra antes de irse a luchar por nuestro gran Imperio al servicio de Su Majestad. El eminente hijo del conde de Masen, ahora convertido en conde. Un hombre que puede llevar una máscara con la faz de un demonio y, pese a todo, mostrarse siempre atractivo y esquivo. ¿Qué esperabas cuando viniste de su brazo? Tú sigues siendo una plebeya, una simple empleada del museo. Hay docenas de mamás ahí fuera que venderían a sus hijas al diablo para tener a un conde por yerno. Y, como te decía, Bella, éste no es sitio para nosotros.
—Riley, si estás tan incómodo, tal vez no deberías haber venido.
—Oh, en el último momento el viejo Vulturi decidió que teníamos que estar todos presentes. No fue una invitación. Fue una orden que tuve que obedecer.
—Entonces, por favor, disfruta de la fiesta.
—Puedo intentarlo —le dijo él.
—Pues sonríe.
—Ya sabes cómo me siento.
—¡Pues sonríe de todos modos! —dijo ella, exasperada.
—¿Sabes qué otra persona no debería estar aquí?
—No, aunque supongo que vas a decírmelo.
—Sue. Su preciosa señora Clearwater.
—Ella estuvo en la última expedición, en el descubrimiento de la tumba —dijo Bella.
Él asintió y luego ladeó la cabeza ligeramente.
—¿Sabes que fue la última persona que vio a los Cullen con vida?
Bella sacudió la cabeza.
—No, no lo sabía.
Riley soltó un soplido.
—Los Cullen habían alquilado un palacete, y ella vivía en la antigua casita del guarda. Normalmente estaba siempre con ellos, pero esa noche había salido a tomar el té a un hotel cercano. Imagínate, si no hubiera salido, les habría oído gritar y habría acudido en su auxilio.
—Si los Cullen se encontraron con un nido de cobras, habrían muerto de todos modos —dijo Bella—. Por lo que he leído, las cobras egipcias atacan una y otra vez cuando se sienten amenazadas. Y su veneno produce parálisis. En muchos casos, se detiene la respiración y la muerte sobreviene en cuestión de quince minutos, a menos que se extraiga el veneno rápidamente. Pero incluso entonces la posibilidad de recuperación total es…
—Hay gente que ha sobrevivido a mordeduras de cobra. Si alguien los ha ayudado, claro. Mira —murmuró Riley, deteniéndose—, lord Vulturi se dispone a hablar. Vamos a sentarnos. Nuestra mesa está junto al estrado. Parece que lord Cullen insistió en que el personal se sentara a la mesa con él.
Mientras Riley la escoltaba a través del salón, Bella sintió que le ardían las mejillas. Sabía que era la comidilla de la fiesta.
Riley la condujo a un asiento de la mesa cubierta con un blanquísimo mantel y adornada con cubertería de plata y fina cristalería. Edward, Sue, sir Jason, James y Félix estaban ya sentados.
Lord Vulturi ocupó la tarima central de la sala y empezó a disertar sobre la importancia del museo y de su labor. Tras su discurso, instó a sir Jason a pronunciar unas palabras, pero lo interrumpió enseguida, pues el anciano profesor comenzó a hablar de las expediciones y sus peligros. A continuación, lord Vulturi presentó a Edward Cullen, conde de Masen.
Él titubeó antes de levantarse. Entonces hubo un repentino estallido de aplausos.
Al subirse a la tarima, Edward sonrió, levantó las manos y dio las gracias a sus amigos. Estuvo gracioso y encantador y habló de su agradecimiento hacia las muchas personas que se habían mostrado pacientes con él durante su periodo de duelo. Bromeó sobre el hecho de ser conocido como la Bestia de Masen y reconoció que había permitido que su hermoso castillo, un tesoro que pertenecía a Gran Bretaña tanto como a él mismo, se deslizara hacia la decadencia. Pero, naturalmente, había sido maldecido.
—Si una antigua forma de magia hace caer sobre uno una maldición, es lógico que sólo otra forma de magia muchísimo más poderosa pueda levantarla. Así pues, quisiera aprovechar esta oportunidad para anunciar algo —a pesar de la máscara, su sonrisa era evidente—. Me temo que una maldición muy real me sumió en las tinieblas, y que una forma muy real de encantamiento las ha disipado. Amigos míos, quisiera presentarles a mi prometida, la luz que ha iluminado mi vida. La señorita Isabella Swan.
Bella no se habría quedado más atónita si Edward le hubiera dado una bofetada. La furia se apoderó de ella. Aquello no era más que otra artimaña. Ella no era más que un cordero sacrificial. Sin duda la prensa indagaría en su pasado y ella perdería su empleo.
Y aquellas palabras le dolían. Eran como un cuchillo clavado en el corazón.
—Querida, por favor, tienes la boca abierta. Deberías cerrarla —le susurró Sue con sorna.
Bella logró cerrar la boca, a pesar de que le daban ganas de levantarse de un salto y dejar en evidencia a Edward.
—Caramba, ya entiendo por qué mi ofrecimiento te parecía tan insignificante —masculló James a su lado.
Riley estaba boquiabierto. Sir Jason la miraba con fijeza, y lord Vulturi había girado el cuello como si fuera una marioneta manejada por hilos. Un murmullo de asombro cundió por el salón. Luego se hizo el silencio. Fue lord Vulturi el primero en romperlo.
—¡Por Júpiter! ¡Felicidades, viejo amigo! —exclamó, dándole una palmada en la espalda a Edward. Luego se acercó a Bella, la tomó de las manos y, haciéndola levantarse, la besó en ambas mejillas—. ¡Felicidades a los dos!
Algún alma caritativa comenzó a aplaudir, y aunque sin duda para algunos aquélla era la situación menos plausible que cupiera imaginar, los aplausos fueron difundiéndose por el salón. Edward se acercó a ella. Y allí, delante de todo el mundo, la tomó en sus brazos y le plantó un rápido beso en los labios.
—¡Un vals! —exclamó Sue, poniéndose en pie.
Hubo un ligero tintineo de instrumentos y luego la música empezó a sonar otra vez.
—¿Se puede saber qué pretendes? —le espetó Bella con fiereza mientras giraban por el salón.
—Pretendo que todo el mundo sepa lo feliz y enamorado que estoy —contestó él.
—¡Eres un charlatán y un mentiroso! —lo acusó ella—. ¡Y yo me he convertido en tu chivo expiatorio!
Él achicó los ojos.
—En todo caso, Bella, acabó de ofrecerte la protección y el poder de mi nombre.
—¡Pero cómo te atreves! No tenías derecho a hacer tal cosa. No me habías dicho nada de esta nueva treta tuya. ¡No hay derecho!
—¿Treta?
—¡Es evidente!
—Puede que lo haya dicho en serio. Puede que no sea mentira en absoluto, sino sólo la verdad.
Ella sintió que le ardían las mejillas.
—No, esto no está bien, entre nosotros no hay ninguna… obligación —balbuceó—. Te dije que…
—Ah, sí, que tú tomabas tus propias decisiones.
—Quisiera que no hubieras hecho un anuncio tan ridículo.
—Yo también sé lo que hago, Bella.
—¡Pero esto me incumbe también a mí! ¡No tenías derecho a decidir! —exclamó ella—. Por tu culpa voy a perderlo todo. ¿Es que no te das cuenta? Tus supuestos amigos se empeñarán en averiguar todo lo que puedan sobre la plebeya que al parecer ha conseguido echarte el lazo. Seremos el hazmerreír de todo el mundo. Nos revolcarán a Charlie y a mí por el fango. Me convertiré en una advenediza, en una intrigante dispuesta a seducir a una «bestia» para alcanzar el éxito. Yo…
—No estás dispuesta a que unan tu nombre al de una bestia, ¿no?
—¿Qué?
Bella fue incapaz de continuar. Él se quedó mortalmente callado.
Eleazar apareció de improviso a su lado.
—¡Felicidades, Edward! Estoy verde de envidia. ¿Puedo?
—Gracias, Eleazar. Desde luego que sí.
Eleazar tomó a Bella entre sus brazos para bailar.
—¡Mi querida señorita Swan, mi más sincera enhorabuena! Es asombroso. Conque es usted la joven que por fin ha conseguido cazar a Edward. Todo el mundo decía que era imposible que alguien traspasara las barreras que había levantado a su alrededor, pero usted lo ha conseguido, y he de confesar que no me extraña en absoluto. Esta noche ha cautivado usted a todos los invitados…
—¡Una serpiente! —gritó alguien.
—¡Oh, Dios mío! —gritó otra persona.
—¡Es el áspid de Cleopatra!
Los danzantes se apiñaron. El vals cesó de golpe. En medio de la confusión, Bella se vio separada de Eleazar.
—¡Es una cobra! —chilló otro.
Entonces se desató el tumulto. Los músicos arrojaron al suelo sus instrumentos. Las mujeres echaron a correr. Los caballeros las siguieron. Hasta los guardias se escondieron.
—¡Cielo santo! ¡Yo la agarraré! ¡Yo la agarraré!
Bella reconoció la voz de Riley. De pronto otro sonido rasgó el aire. Un agudo gemido de dolor.
Mientras los demás huían despavoridos, Bella corrió en busca de su amigo. Y allí, en medio de las sillas volcadas y los cristales rotos, yacía Riley. Junto a él, el áspid se hallaba en posición defensiva, erguido sobre el suelo.
—¡Mátenla! —gritó alguien cuando la serpiente comenzó a deslizarse enloquecidamente, sin saber hacia dónde ir.
—¡Dios mío! —exclamó Edward y, adelantándose rápidamente, pisó al áspid justo por detrás de la cabeza con la punta de su bota. Se agachó y agarró con fuerza a la serpiente, que siseaba y se retorcía, furiosa.
—¡Aquí! —gritó Félix, acercándose con una bolsa de lona. La serpiente fue introducida en ella, y Félix se la llevó mientras la gente gritaba: «¡Mátenla, mátenla!».
—Cielo santo, ¿cómo es que tenían un bicho así aquí?
Bella sabía que la serpiente no había hecho nada, salvo comportarse como podía esperarse de una serpiente. El culpable era quien se había dejado abierto su terrario. ¡Riley!
Bella se acercó a él corriendo, cayó de rodillas a su lado y buscó el lugar donde los colmillos de la cobra habían traspasado su carne. Encontró las marcas en su mano derecha. En el suelo había un cuchillo. Bella sajó rápidamente la piel, aplicó la boca a las marcas y empezó a succionar y a escupir el veneno. De pronto, una mano cayó sobre su hombro, obligándola a levantarse. Bella miró los intensos ojos verdes de Edward, que la máscara de cuero dejaba al descubierto, y protestó:
—¡Déjame! ¡Yo sé lo que hago!
—Bella, estás arriesgando tu propia vida —dijo él con aspereza.
—Sé lo que hago, te lo juro…
—¿Y cómo lo sabes?
Ella levantó la barbilla.
—¡Por los libros, claro está!
Edward la obligó a apartarse.
—Lo haré yo —dijo, y, arrodillándose, repitió el procedimiento que Bella había puesto en práctica.
—¡Un médico! ¡Tiene que haber algún médico entre los presentes! —gritó lord Vulturi mientras atravesaba furioso el salón—. Ordené que guardaran a buen recaudo ese bicho. Félix, ¿cómo es posible que se haya escapado? ¡Esto es un desastre! ¡La fiesta es un desastre!
—Lord Vulturi, fue Riley quien se encargó de llevarse la serpiente —se apresuró a defenderse Félix.
Mientras se desarrollaba la discusión, Edward seguía succionando veneno y escupiéndolo, una y otra vez. Al fin se levantó, gritando:
—¿Ha encontrado alguien un médico?
Alguien lo había encontrado, en efecto. El médico, que parecía un poco nervioso, se adelantó. Hizo una mueca de repugnancia al arrodillarse junto a Riley.
—¡Ese hombre se está muriendo! —gritó Bella, enfurecida.
—Haré lo que pueda, haré lo que pueda —masculló el médico y, sacando un estetoscopio de su maletín negro, se puso a auscultar el pecho de Riley. Luego levantó la mirada hacia el pequeño grupo que se había reunido a su alrededor y sacudió la cabeza con pesar.
—¡No! —gritó Bella—. ¡No! —cayó de nuevo junto a Riley y, apoyando la cabeza sobre su pecho, aguzó el oído.
Pero no oyó nada.

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