martes, 28 de diciembre de 2010

La Primera Vez


Capítulo 11 “La primera vez”

Lord Cullen era sin duda el hombre más exasperante que había sobre la faz de la tierra, pensó Bella, cerrando de un portazo su habitación, y se puso a pasearse de un lado a otro, enfurecida sin saber muy bien por qué. ¡Edward le pedía que fuera sus ojos y sus oídos, pero no confiaba en ella! De modo que conocía a su preciada Sue desde hacía muchos años. Incluso había sido la mejor amiga de su madre. Era… ¿qué? ¿Algo más para él? ¿Otra amante? Y aquella niña, Ally…
—¿A mí qué me importa? —masculló, rabiosa, para sí misma.
Pero sí le importaba. Aunque estuviera furiosa con él. Conocía tan bien el sonido de su voz, la longitud de sus dedos… Había observado sus manos una y otra vez, y sus ojos…
—Es un monstruo —dijo en voz alta, aunque sabía que el verdadero problema era que realmente entendía su modo de proceder. Y se sentía atraída hacia él por su pasión y su furia, del mismo modo que se sentía atraída por su lado tierno y amable, que apenas había vislumbrado un instante.
Siguió paseándose por la habitación, pensando que tal vez había metido la pata al sugerir que una persona a la que Edward por lo visto tenía en gran estima pudiera estar conspirando contra él. De todas formas, no era más que una conjetura sin fundamento sólido.
El fuego empezaba a apagarse. Removió las ascuas, respiró hondo y se recordó que el día siguiente sería muy largo. La fiesta del museo se prolongaría hasta bien entrada la noche. Y ella tenía su hermoso vestido. Por unos instantes podría brillar y danzar en brazos de Edward.
Mordiéndose el labio inferior, se puso el camisón que Sue le había dado y se metió en la cama, dejando encendida la lámpara de la mesilla. Golpeó la almohada, decidida a dormirse.
Pero no logró conciliar el sueño.
No le daban miedo las momias, ni las maldiciones. Pero ese día había sentido terror. Y al oír aquella voz… Se dio la vuelta, golpeó de nuevo la almohada y de pronto se quedó quieta.
Allí estaba otra vez ese ruido… Como un arañar contra la roca, procedente de muy abajo. Era casi como si el castillo tuviera vida propia y rugiera desde las profundidades de su ser.
Bella se levantó de un salto y aguzó el oído. Nada. Luego, el ruido sonó otra vez.
Vaciló, asustada. Tenía ganas de salir corriendo, encender todas las luces y ponerse a gritar. Pero no podía salir al pasillo. Algo le advertía que no lo hiciera. Entonces sus ojos se posaron sobre el retrato de Nefertiti y recordó lo que le había dicho Edward: «Si me necesitas, empuja el lado izquierdo del retrato».
Bella dudó, recordando cómo sé habían despedido. Pero no podía soportarlo más, así que se acercó resueltamente al retrato, apoyó la mano sobre el lado izquierdo y empujó. La pared se abrió hacia ella. El dormitorio de Edward estaba a oscuras, pero el fuego emitía un leve resplandor.
—¿Edward? —musitó.
Entonces deseó cerrar aquel panel y fingir que nunca lo había abierto. De pronto era consciente de por qué no había salido gritando al pasillo. Quería estar a solas con Edward.
—¿Bella?
Su voz llegó a ella, profunda y reconfortante a través de las sombras. Toda traza de enojo había desaparecido de ella.
Bella entró en la habitación, medio cegada todavía por la penumbra. Edward se había levantado y se estaba envolviendo en una bata mientras se acercaba a ella.
—¿Lo has oído? —musitó Bella.
—Acércate —dijo él, y Bella obedeció, estremeciéndose. El fuego ardía débilmente. Bella podía distinguir la gran cama con dosel, y el ropero frente a ella. A la derecha, sobre una mesa, había una grabadora, y libros y periódicos dispersos por diversos aparadores y mesas.
—¿Lo has oído? —repitió.
—Sí —contestó él, y luego añadió—: Quédate aquí.
—¡No!
—Bella, te suplico que me escuches, por favor.
Ella se percató entonces de que el perro estaba junto a Edward, gimiendo suavemente. Vio a Edward, lo sintió, advirtió su presencia cuando pasó a su lado para cerrar la puerta secreta. Él apoyó las manos sobre sus hombros. Bella comprendió entonces que, antes de ponerse la bata, se había puesto la máscara, y se preguntó si su cara sería realmente tan espantosa.
—Quédate, por favor.
—Pero…
—Bella, esto va en serio.
—¡No quiero quedarme sola! —exclamó ella.
—Te dejaré al perro.
—¡No! Tienes que llevártelo.
—Dudo que descubra más esta noche que las otras. El ruido siempre cesa antes de que descubra de dónde procede. Por favor, Bella, espera aquí. Enciérrate con llave.
Edward parecía haber decidido confiar en ella, pues salió de la habitación cruzando el cuarto de estar. Bella lo siguió y cerró la puerta como él le había ordenado.
Luego se dio la vuelta. Allí había más luz. La habitación estaba recogida y aparentemente impecable. Bella vio una mesita con una botella de brandy y se acercó a ella con intención de servirse una copa. Mientras bebía, se preguntó si Edward no tendría al menos una leve sospecha de qué clase de peligro acechaba en el interior de su propia casa. ¿Por qué, si no, insistía en que siempre se encerrara con llave?
Se sobresaltó al oír de nuevo aquel ruido, más cerca esta vez. Giró sobre sí misma. Y entonces ya no estuvo segura… ¿Intentaba alguien abrir la puerta? ¿Había girado el picaporte o eran sólo imaginaciones suyas? ¿Estaba girando otra vez?


Edward bajó corriendo las escaleras, con Ayax pisándole los talones. Había tardado meses en descubrirlo, pero ahora sabía que aquel ruido procedía de la cripta.
Atravesó el salón de baile, entró en la capilla y bajó las escaleras con el mayor sigilo posible. Al llegar al nivel de la cripta, entró primero en la espaciosa y fría antesala que en otra época había albergado instrumentos de tortura y que en vida de sus padres había servido como despacho y almacén. Había allí dos mesas de escritorio, armarios archivadores, cajas y buen número de piezas arqueológicas. Las cajas de madera procedentes de la última expedición llegaban casi hasta el techo; Edward había registrado algunas, pero otras seguían intactas.
Más allá de la cámara principal estaba la cripta de la familia. Sus padres no estaban enterrados allí. Descansaban en la iglesia de Masen, en medio de las tierras de labor que rodeaban el castillo. Ningún miembro de la familia había sido enterrado en la cripta desde hacía más de un siglo. Las grandes puertas de hierro que separaban los sepulcros de la antesala que servía de despacho no se engrasaban desde hacía una eternidad.
Ayax empezó a olfatear y a ladrar, correteando por el taller. Al fin se detuvo, se sentó y miró a Edward. El ruido no había vuelto a repetirse.
—Menos mal que no creo en fantasmas, ¿eh, chico? —se quedó mirando las oxidadas puertas de hierro—. Mañana traeremos un herrero —dijo en voz baja—. Vamos, chico. Aquí no encontraremos nada esta noche.
Ayax lo siguió mientras subía por las escaleras. Al llegar a la puerta de su habitación, llamó suavemente. La puerta se abrió de inmediato.
Bella estaba allí, con los ojos brillantes y el pelo suelto sobre los hombros. Su camisón, finísimo y suave, parecía flotar a su alrededor como el jirón de una nube. Edward la atrajo hacia sí antes incluso de cerrar la puerta.
—¿Qué ocurre? —murmuró.
Ella se apoyó contra su pecho. Al cabo de un momento, Edward sintió que sacudía la cabeza.
—La noche, la oscuridad, la imaginación humana —musitó Bella y, apartándose, escudriñó de nuevo sus ojos—. No había nadie, ¿verdad?
—Oh, sí que hay alguien. Aún no lo he encontrado, pero sólo es cuestión de tiempo —le alisó el pelo. De pronto, un intenso deseo ardió dentro de él. Tenía que apartarse, pero no podía—. Tienes frío otra vez —dijo.
Ella se estremecía con fuerza; cada uno de sus movimientos era una caricia dulcísima que agitaba un ardor que sin duda podía consumirlos a ambos. Su cabello, sutilmente perfumado, rozaba la mandíbula y la nariz de Edward. Aspirarlo resultaba embriagador. Ella levantó la cabeza y lo miró con un brillo en los ojos. Edward sintió de nuevo que podía perderse en el color esmeralda y oro de aquellos ojos, oscuros y claros a un tiempo, y cuya pátina cristalina parecía hipnotizarlo. Tocó su mejilla con los nudillos, y descubrió que notaba la garganta áspera y la mandíbula tensa.
Ella musitó:
—Contigo, no tengo frío.
Un gemido escapó de los labios de Edward. La agarró de la barbilla y acarició con el pulgar sus labios antes de besarla. Su tensión se convirtió de pronto en una vibrante explosión de deseo. Bella sabía dulcemente a brandy y a menta. Sus labios se apretaron un instante y luego cedieron. Edward sintió de nuevo que se ahogaba en una salvaje oleada. Era un hombre sensato y razonable, pero su razón y su juicio volaron de improviso por los aires. Sus dedos se enredaron en el cabello de Bella, cuyo tacto sedoso resultaba casi insoportablemente placentero. Sus manos se deslizaron por la línea perfecta de la espalda de ella, agarraron sus caderas, se cerraron sobre sus nalgas y la atrajeron hacia sí. Sus dedos rodearon el cuello de Bella, y entonces se dio cuenta de que a ella también le parecía excesivo cualquier espacio que se interpusiera entre ellos. Bella ansiaba el contacto íntimo de su carne, el roce de sus cuerpos. Una voz de advertencia se agitó en el fondo de la mente de Edward, pero otra oleada de deseo la sofocó de inmediato.
Edward tomó en brazos a Bella y entró rápidamente en la habitación contigua, donde la enorme cama aguardaba al leve resplandor de las ascuas mortecinas. Al tumbarse junto a Bella, sintió un ansia feroz y le pareció que la corriente eléctrica de la vida y el deseo lo atravesaba con violencia, como si una poderosa energía acumulada durante mucho tiempo se hubiera liberado de pronto. Sus dedos se deslizaron, juguetones, sobre la cara de Bella, cuyos labios buscó de nuevo. Sus manos recorrieron despacio el vaporoso camisón y encontraron el fuego que se escondía debajo. Sus dedos acariciaron la clavícula y las turgencias de los pechos de Bella. Ella se frotaba contra él, excitada, suave. Un leve gemido escapó de sus labios bajo la frenética acometida de los besos de Edward.
Él se apartó, con los músculos tensos, al recobrar en parte la cordura.
—Tienes que irte —le dijo con voz áspera. Pero ella no se movió, y Edward sintió el latido enloquecido de su corazón y la aspereza de su respiración.
Ella le tocó la cara.
—La máscara —musitó—. Por favor… Para mí no eres una bestia.
Edward estaba perdido, y lo sabía. Su caballerosidad se había ido al traste, y las consecuencias de sus actos ya no le importaban nada. Se arrancó la máscara y la arrojó al suelo. Luego besó de nuevo a Bella, sintiendo que se ahogaba.
Los dedos de Bella se movieron delicadamente sobre su rostro, palpando lo que no podía ver. La larga cicatriz era suave y tersa; sus dedos se movieron sobre ella como un susurro y luego se enredaron en el pelo de Edward, atrayéndolo hacia ella.
Edward besó sus labios, su garganta, el valle de sus senos. La ternura se fue transformando en pasión a medida que sus manos se movían, acariciadoras, y que su boca y su lengua enardecían el deseo de Bella. El ansia le estallaba en la cabeza, pero reprimió su agitación mientras seguía besando el cuerpo de Bella por encima de la tela del camisón, trazando su contorno con un fuego líquido que rozaba su vientre, que silueteaba sus caderas y descendía por sus muslos. Ella comenzó a retorcerse, acariciándole levemente el pelo y los hombros. Luego empezó a moverse. Se arqueaba y gemía, urgiéndolo a continuar mientras Edward se sentía atravesado por el pálpito de su propio corazón, semejante al tañido de un tambor.
Edward deslizó la mano bajo el camisón y palpó la piel desnuda de Bella. Ella se aferró a sus hombros y luego introdujo las manos bajo la bata abierta de Edward, hasta que ésta quedó enredada alrededor de ambos al igual que su vaporoso camisón. Edward ansiaba que sus cuerpos se tocaran por entero, ansiaba pegar sus labios, sus dientes y su lengua a su piel desnuda y suave. Un eco retumbaba en su sangre. Volvió a acariciar muslos, caderas y vientre, rodeando el pubis, para luego lanzarse al núcleo del deseo de Bella a rienda suelta. Ella se arqueó, enfebrecida, derramando un torrente de susurros. El ansia de Edward había crecido hasta convertirse en un coro ensordecedor, y cuando oyó el suave gemido que arrancó de labios de Bella, se alzó sobre ella y, refrenando desesperadamente la ferocidad de su pasión, le abrió los muslos y se hundió en su interior.
Comprendió entonces que todavía podía dar marcha atrás, obligarla a marcharse. Pero entonces ella lo tocó en la oscuridad, deslizó juguetona los dedos sobre su cara, los enredó entre su pelo y lo atrajo hacia ella, buscando sus besos con avidez. Los dos habían perdido la razón. Edward la hizo rodearlo con sus miembros.
Bella clavó los dedos en su espalda con sorprendente fuerza mientras levantaba las caderas una y otra vez. Luego el violento estallido del climax desgarró a Edward, hendiendo sangre, carne y músculo, atravesando su corazón y su espíritu. Se aferró a ella y cayó a su lado, acunándola contra su pecho mientras los dos se convulsionaban, el fuego se consumía y sus estertores iban remitiendo lentamente.
Ella guardó silencio, con la cabeza apoyada sobre su pecho, y aunque la cordura retornó de manera brutal, no se apartó de él. Edward se maravilló de nuevo del olor y el tacto de su cuerpo, y del modo en que seguía abrazándose a él.
—Dios mío, Bella —dijo mientras le alisaba el pelo enmarañado—. Lo siento. Bueno, no es que lo sienta exactamente, ¿qué hombre lo sentiría? Pero…
—No hables —le suplicó ella.
—Me he esforzado porque me consideren una bestia, pero no tenía intención de…
Ella se apretó contra él bruscamente, poniéndole un dedo sobre los labios.
—¡No hables! —repitió.
—Bella, soy el conde de Masen, y no acostumbro a…
—Yo siempre tomo mis propias decisiones —dijo ella con vehemencia.
—No debería haber…
—Basta, por favor.
—Si tenías miedo de…
—Cielo santo, esto no tiene nada que ver con el miedo. Lo he hecho porque he querido.
Edward tuvo la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar, pero no por lo que él había hecho, sino por lo que estaba diciendo. Asombrado, dijo suavemente:
—Chist —y volvió a abrazarla—. Eres realmente única —musitó, y comprendió que era cierto—. Me ocuparé de que nunca te falte de nada.
Ella se incorporó de repente, alzando el mentón. Y, a la tenue luz de las ascuas, estaba más hermosa que nunca. Las sombras acentuaban la longitud de su cuello, la línea esbelta de su talle y las turgencias de sus pechos, sobre las que se derramaban sus rizos enmarañados.
—¡No necesito que nadie se ocupe de mí! —afirmó—. ¡Sé cuidar de mí misma!
A Edward le dieron ganas de reír, pero sabía que, si lo hacía, sólo conseguiría que ella se enfadara aún más. Logró esbozar una sonrisa en la oscuridad y la atrajo de nuevo hacia sí.
—Bella, todos necesitamos que se ocupen de nosotros de vez en cuando —le dijo con ternura y, al ver que ella se disponía a contestar, la besó de nuevo. Bella se puso tensa un instante, y luego el deseo pareció estallar de nuevo dentro de ellos.
Sin embargo, ella se apartó y murmuró:
—Debería volver a mi habitación.
—No —le dijo él—. El daño ya está hecho.
De nuevo había metido la pata.
—¡El daño! ¡Yo no he sufrido ningún daño!
Edward volvió a abrazarla.
—No. Tú eres perfecta —musitó, y comprendió que sus protestas y su enojo no se referían a él, sino a sí misma. Y supo que era cierto que había tomado conscientemente la decisión de entregarse a él, a pesar de la lógica, la razón… y su cuna.
Y Edward se sintió empequeñecido.
—Eres absolutamente perfecta —le dijo de nuevo, y con la mayor ternura comenzó a hacerle el amor de nuevo.
Exquisita y sensual, ella le respondió con idéntica dulzura. Quizá tuviera razón desde el principio. No debían hablar. Porque, cuando se unían, la belleza del hecho mismo de ser un hombre y una mujer entrelazados parecía no exigir explicación alguna.
Más tarde, mientras ella yacía acurrucada a su lado, Edward le susurró:
—Eres verdaderamente perfecta, Bella.
Ella respondió en voz baja:
—Y usted, milord, no es ninguna bestia.
Por la mañana, cuando un leve atisbo de luz comenzaba a penetrar en la penumbra de la habitación, Edward se levantó con sigilo y recogió su máscara.
La noche había acabado, y el día podía ser cruel.


Bella tomaba sus propias decisiones, pero eso no significaba que no pudiera meter la pata. Sin embargo, cuando se despertó con el recuerdo todavía vivo de la noche anterior, supo que había hecho lo que quería. Y comprendió a su madre como nunca antes la había comprendido.
La primera emoción que había sentido por Edward Cullen había sido furia. Edward no se parecía a ningún hombre, que hubiera conocido antes. Y, desde la primera vez que se habían visto, había ido turbándola cada vez más. El roce de sus dedos había encendido un fuego en su carne, al tiempo que el sonido de su voz había ido filtrándose en su alma. Finalmente, la tempestad que él había fraguado se había abierto paso hasta su corazón, y la lógica y la sensatez a las que se había aferrado toda su vida la habían abandonado. Lo cierto era que había empezado a enamorarse de aquel hombre.
Mientras yacía en la cama iluminada por la tenue luz del amanecer, intentó negar la posibilidad de sentir amor por Edward. Estaba segura, sin embargo, de que ningún otro sentimiento habría podido echar por tierra todas sus precauciones. Ella había provocado lo sucedido. Lo había deseado más que cualquier otra cosa en toda su vida. Había deseado a Edward. Y ahora… Cielo santo, era la digna hija de su madre.
Al pensar en la mujer que la había querido tan tiernamente hasta que la cruda realidad barrió sus sueños, su salud y, finalmente, su vida, sintió ganas de llorar. Si le sucedía lo mismo que a su madre, ¿quién se ocuparía de su hijo o hija?
Se levantó repentinamente, buscó su camisón y se acercó al cuadro. En la habitación de Edward, el retrato era de Ramsés II, y tuvo que empujarlo del lado derecho para que la puerta escondida se abriera.
Estaba temblando cuando se metió en la bañera. Se sentía en guerra consigo misma, intentando convencerse de que una noche de abandono no engendraba necesariamente una nueva vida.
Al mirarse en el espejo que había encima el lavabo, vio que tenía la cara cenicienta. Sin embargo, había hecho lo que había querido. No se arrepentía de lo sucedido esa noche, fueran cuales fuesen las consecuencias. El día iba ser muy largo, y la noche también. Tendría que volver a mirar a Edward cara a cara, al hombre del que se había enamorado, al que conocía tan bien y al que, sin embargo, no conocía en absoluto.
Entonces recordó una cosa. Él se había quitado la máscara… por ella. Y, aunque la luz era débil, ella había comprendido que Edward estaba viviendo en una farsa. No era una bestia en absoluto.


—¡Aquí está! —exclamó Sue—. Hay unas líneas sobre la muerte de un delincuente en plena calle. Página siete del Daily Telegraph. Y el reportero parece haberse tomado algunas licencias en su artículo —miró a Edward desde el otro lado de la mesa. Él parecía distraído—. ¡Edward! —dijo ella con firmeza—. ¡He encontrado lo del tiroteo en el periódico!
—Disculpa, Sue. Déjame verlo, por favor —él tomó el periódico, buscó la columnilla y empezó a leer en voz alta—. «Muerte violenta en Whitechapel. Un delincuente muere tiroteado en plena calle, sin que haya testigos».
El breve artículo continuaba diciendo que el detective a cargo del caso estaba convencido de que la víctima había muerto a manos de otro malhechor. Edward pensó que debía regresar a la taberna, a pesar de que le repugnaba hacerlo. Si su presencia en el museo había sido necesaria alguna vez, era precisamente ese día. ¿Sería verdad que alguien había seguido a Bella hasta el almacén? ¿Estaban intentando asustarla? ¿O algo peor aún?
Cielo santo, Bella había pensado que era Sue quien la había seguido. Y, al parecer, Sue creía que Bella se traía algo sospechoso entre manos. Al principio, había sido él quien desconfiaba de ella. Ahora, en cambio, sabía que Bella era sincera y honesta.
Pese a todo, una idea insidiosa le dio que pensar. ¿De veras lo sabía? ¿O acaso estaba tan hechizado por aquella mujer que había caído en una trampa? Se forzó a ahuyentar aquella idea.
Llevaba tanto tiempo viviendo entre sospechas que ya no sabía en quién podía confiar. De pronto sentía más miedo que nunca antes. Miedo de lo que había hecho. Y miedo por ella.
No se atrevía a seguir la pista de lo que había averiguado en la taberna, ni a indagar sobre el muerto. Les diría a Charlie y a Waylon que no fueran a fisgar esa tarde; no quería poner en peligro sus vidas. Y debía ir al museo.
Se levantó bruscamente.
—Sue, dile a Emmett que se asegure de que la señorita Swan sale del museo a las cuatro en punto. Debemos estar vestidos y listos para salir a las ocho y media.
—Edward, ¿qué vas a…? —empezó a preguntar Sue, pero él ya se había alejado.
Quería llegar al museo antes que Bella.
Una nueva ansiedad se había apoderado de él. Hasta ese momento, sus esfuerzos no habían dado fruto. Pero de pronto las cosas habían cambiado. Bella había irrumpido en su vida.


El día fue por suerte tan ajetreado que Bella apenas tuvo tiempo de pensar. Se estaban desmontando las exposiciones, los encargados del banquete ocuparon la sala dedicada a Egipto y los guardias pululaban por todas partes. Aunque el día anterior no había en el departamento ni un alma, esa mañana todo el mundo hizo acto de presencia. Incluso lord Vulturi fue a trabajar, ansioso porque los preparativos de la velada quedaran perfectos.
Félix dirigía gran parte de los trabajos. Estaba de un humor de perros, y sólo mostraba signos de paciencia cuando lord Vulturi andaba cerca.
En cierto momento, se produjo una áspera discusión a causa de la cobra.
—Hay que quitarla de aquí —insistía sir Jason.
—¡No sea ridículo! —protestó lord Vulturi—. Vamos a dejar montada la exposición sobre Cleopatra. Su leyenda es una de las cosas del Antiguo Egipto que más interesa a la gente.
—Hay que quitarla —volvió a insistir sir Jason.
—Me parece que es a mí a quien corresponde tomar esa decisión —replicó lord Vulturi.
—Lord Cullen va a venir esta noche.
Todos se detuvieron y miraron a Bella, que estaba recogiendo una antigua vasija.
Sir Jason se volvió de nuevo hacia lord Vulturi.
—¿Es necesario recordarle el pasado de forma tan cruel? —inquirió suavemente.
Lord Vulturi miró a Félix.
—Está bien. Habrá que llevar la cobra a las oficinas —dijo con brusquedad.
—Ahora hay que llevarse la cobra —refunfuñó Félix.
—Yo puedo llevarme el terrario —dijo Riley—. El viejo Arboc puede echarme una mano.
En cierto momento, Bella fue enviada a la oficina a buscar un listado, y se sobresaltó al ver a sir Jason sentado tras su mesa, con la mirada perdida y las manos unidas bajo la barbilla, como si estuviera rezando.
—Sir Jason —dijo suavemente—, ¿se encuentra bien?
El se sobresaltó.
—Ah, Bella… Querida Bella… Sí, sí, claro. Estoy bien.
—Parece usted preocupado.
—¿De veras? Supongo que, ahora que lord Cullen ha vuelto a honrarnos con su presencia, no dejo de pensar en lo ocurrido.
—¿Está empezando a pensar que… ?
—¿Que tal vez alguien matara a sus padres? —él sacudió la cabeza—. No…, no. Es una idea demasiado espantosa. ¿Quién iba a querer hacerles daño a los Cullen? Eran sumamente generosos con el museo.
—Sí, con el museo —murmuró Bella.
—¿Qué insinúa? —preguntó sir Jason con repentina aspereza.
—Algunas de las piezas que se encontraron en la última expedición no tienen precio. Los objetos de valor incalculable son muy tentadores para los ladrones. Y algunos ladrones serían capaces de matar por conseguirlos.
—Todas las piezas están catalogadas, Bella. Nadie puede hacerlas desaparecer.
—Pero no han podido ser catalogadas si no estaban en las cajas que llegaron desde Egipto.
—Querida mía, ¿por qué matar a alguien por algo que ni siquiera ha sido descubierto?
—Porque se sabe que está en alguna parte —ella titubeó—. Sir Jason, encontré en el texto una alusión a una pieza que no he visto anotada en ninguna parte. Una cobra de oro. Y creo que tenía incrustaciones de piedras preciosas. Una pieza así valdría… en fin, no tendría precio, señor.
Él sacudió la cabeza.
—No hay ninguna cobra de oro.
—Yo creo que sí la hay.
James los interrumpió al entrar en la habitación.
—Bella, ¿por qué tardas tanto? Lord Vulturi se está poniendo furioso, y no querrás que la pague contigo, ¿no? ¿O es que ya no te importa? —preguntó.
Bella sintió ganas de abofetearlo. Riley y él se comportaban como si su amistad les permitiera ofenderla.
—¡James! —exclamó sir Jason, escandalizado.
—Lo siento —dijo James con escasa convicción—. Pero Bella vive en el castillo de la Bestia —le recordó a sir Jason.
—Tome la lista. Llévesela a lord Vulturi —sir Jason se levantó y le tiró la lista a James, quien se marchó con el ceño fruncido—. Creo que está realmente enamorado de usted, querida mía —murmuró sir Jason—. Venga, acompáñeme.
—¿Adónde? —preguntó ella.
—Al almacén.
—Sir Jason, ayer encontré sus llaves y eché un vistazo en el almacén para leer el contenido de las cajas.
Él frunció el ceño.
—¿Utilizó usted mis llaves?
—Lo siento. Se le cayeron al suelo, y como había encontrado esa alusión a la cobra…
Él salió del despacho con las llaves en la mano. Bella lo siguió, convencida de que alguien los detendría cuando cruzaran la sala. Pero no cruzaron la sala. Bella descubrió que había otro camino para bajar al almacén. Sir Jason la condujo a través de varias puertas y de una sala de mantenimiento. Ella quedó desorientada unos instantes mientras recorrían oscuros pasillos, pero al fin bajaron por una escalera y llegaron a la puerta del almacén.
—Sir Jason —dijo ella apresuradamente, casi sin aliento—, ayer me siguió alguien. Las luces se apagaron cuando estaba dentro del almacén. Lo crea o no, aquí está pasando algo muy extraño.
Él la miró con enojo mientras empujaba la puerta. Bella entró tras él. De pronto, sir Jason parecía obsesionado. Iba de caja en caja, revolviendo cuidadosamente los envoltorios sin dejar de sacudir la cabeza.
—¡Yo lo sabría! —mascullaba.
Bella se sobresaltó al oír un ruido. El viejo Arboc apareció tras una de las cajas más grandes y carraspeó como si acabara de llegar.
—Quieren que suba, sir Jason —dijo.
Sir Jason pareció recuperar la razón.
—¡Sí, claro! Vamos, Bella. Mañana… Sí, ya volveré entonces.
Como si apenas fuera consciente de que Bella lo había seguido hasta allí, sir Jason se encaminó a la puerta y echó a andar delante de ellos, arrastrando los pies. Volvieron al piso de arriba, donde las cosas empezaban a tomar una apariencia de orden. Lord Vulturi, que tenía que pasarse por la barbería antes de que empezara la fiesta, se había ido ya.
—Sir Jason, ¿podría revisar por última vez la disposición de los asientos? —preguntó James.
Sir Jason tomó la lista, pese a que Bella sabía que en realidad no la veía.
—Está bien —dijo.
—Yo me marcho —le dijo James—. Tengo que prepararme —miró a Bella por encima del hombro de sir Jason y luego se acercó a ella—. Perdóname, Bella. ¿Puedo pedirte que me concedas un baile esta noche? —le ofreció una sonrisa sincera y compungida.
Ella le devolvió la sonrisa, diciendo:
—Sí, aun a riesgo tuyo.
—Te prometo, querida, que no te costará ningún trabajo seguirme —dijo él con desenfado y luego dio media vuelta y se alejó.
Bella se volvió al oír a alguien tras ella. Riley estaba allí, envarado y pálido.
—¿Y yo qué, Bella? Yo ni siquiera soy sir.
—¡Riley! Claro que bailaré contigo —contestó ella con un suspiro.
—Puede que nunca tenga un título —dijo él suavemente—, pero vivimos en una gran época, y puede que algún día me convierta en un hombre rico y poderoso. Cosas más raras se han visto —su sonrisa parecía un tanto melancólica.
—Riley, te aseguro que mi empleo es tan importante para mí porque no quiero depender de otros por sus títulos o riquezas. Tú eres mi amigo, y tu situación económica no me importa. Me encantará bailar contigo esta noche.
Él asintió.
—Pero aun así… vas a ir con lord Cullen.
—Él me invitó.
—¿Y su título no significa nada para ti?
Bella suspiró, intentando refrenar su enojo.
—Su título no significa nada para mí, Riley, ni tampoco su riqueza. Ni tan siquiera su cara o sus cicatrices. Debajo de esa fachada hay un hombre bueno.
—Me cuesta creerlo —murmuró Riley.
—Te estoy diciendo…
—No. Bella, por favor, te lo suplico. Déjame advertirte que estás cayendo bajo el hechizo de ese hombre. Tú en realidad no lo conoces. Es vengativo. Ha vuelto para destruirnos a todos, no para volver a interesarse por el museo.
Bella miró a su alrededor. Sólo los camareros y los músicos andaban por allí, a cierta distancia. Pero Emmett acababa de entrar en la amplia sala.
—Tengo que irme, Riley. Por favor, créeme, Edward Cullen no quiere destruirnos a todos.
—Ah, conque Edward Cullen. Así que ya lo llamas por su nombre de pila.
Bella sintió que le ardían las mejillas, a pesar de sí misma.
—Tengo que irme —dijo.
—¡Bella, espera, por favor! —dijo él.
—¿Qué quieres, Riley?
Él permanecía en actitud humilde. Extendió la mano y tocó su pelo.
—Es sólo que estoy preocupado por ti. Soñaba que algún día… que algún día sería rico y tendría algo que ofrecerte. A los dos nos gustan las mismas cosas. Procedemos de la misma clase social. El momento no era el adecuado, pero siempre he sabido que éramos perfectos el uno para el otro. Yo… oh, Dios, esto es tan difícil… Estoy… enamorado de ti desde la primera vez que te vi. Y creía que algún día tendría lo necesario para… para pedir tu mano. Pensaba que tú también sentías algo por mí. Pero ahora… —concluyó, apesadumbrado.
Bella agarró su mano y se la apretó con fuerza.
—Riley, yo te tengo mucho afecto. Eres un gran amigo.
—Pero nunca me amarás, ¿no es eso? —dijo él—. Y podrías haberme querido, de no ser por él.
—Yo soy una invitada en el castillo, Riley.
Él la miró intensamente.
—¿Y no en su cama?
—Riley, no pienso seguir consintiendo que me ofendas de esa manera —le dijo ella.
—Te pido disculpas por mi grosería —respondió él—. No puedo remediarlo. Tengo tanto miedo por ti… Preferiría que te hubieras comprometido con James. Pero, Bella, yo siempre estaré a tu lado. Y te juro que algún día seré rico. ¡Aquéllos ante los que he tenido que humillarme conocerán mi nombre!
—Riley…
Él se alejó, diciendo por encima del hombro:
—Vigila a tu preciada bestia, Bella. Ese hombre está maldito. Y la maldición que lo persigue caerá sobre ti si te acercas demasiado a él —dio media vuelta—. Está obsesionado. Y dispuesto a sacrificar a cualquiera para conseguir lo que se propone. Bella, tú sólo eres para él una víctima propiciatoria, aunque no lo veas. Créeme, ese hombre es peligroso.

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