lunes, 13 de diciembre de 2010

Eres un cobarde


Capítulo 16 “Eres un cobarde”

—Primera pregunta —entonó Bella. Edward esperó con la respiración contenida—. ¿Has estado alguna vez enamorado?
Edward soltó el aire de golpe. Demasiado fácil. Y típica. Las mujeres siempre querían saberlo todo sobre las relaciones pasadas.
—Sí, pero no salió bien.
—¿Qué pasó? —preguntó ella con los ojos muy abiertos.
—Su madre nos pilló jugando a los médicos en su casa del árbol. Se lo contó a mi madre y nunca pude volver a verla.
—¡Responde en serio!
—Estoy hablando completamente en serio. Teníamos cuatro años, su nombre era Tanya y tenía unos ojos azules increíbles.
—¿Y no has amado a ninguna otra mujer desde entonces?
Sí, antes de aprender lo peligroso que era el amor. Antes de que una insoportable ruptura lo hubiera dejado sumido en la desgracia durante todo un año.
—No —respondió.
Bella sujetó un malvavisco en el extremo de la tenaza y lo sostuvo sobre las llamas. El dulce olor a azúcar derretida se mezcló con el humo.
—¿Por qué dejaste la Armada? Y dime la verdad.
A Edward lo traspasó una punzada de dolor. Aquella pregunta no era tan fácil.
—La mitad de mi equipo murió y la otra mitad resultó herida. Nada habría sido lo mismo.
—¿Te hirieron? —le preguntó, con un brillo de compasión en la mirada.
No había sido nada grave, al menos físicamente, pero prefería un tobillo fracturado a las heridas emocionales que recibió.
—Nos tendieron una emboscada durante una operación secreta en la selva. Yo sólo me rompí un tobillo. Los otros no tuvieron tanta suerte. Erick perdió un ojo, Benjamín, una pierna —no mencionó que había luchado bajo el fuego enemigo para rescatar a Benjamín ni que lo había llevado en sus hombros durante cincuenta kilómetros.
—¿Es eso lo que te provoca las pesadillas? —le preguntó ella tocándole el brazo.
—No —respondió entre dientes—. Pero no voy a hablar de mis pesadillas. Lo siento.
—Está bien —dijo en voz baja y suave—. La última pregunta: ¿por qué creciste en un hogar adoptivo? ¿Qué les pasó a tus padres?
—Nunca conocí a mi padre. Viví con mi madre hasta los cinco años. Luego, me mandaron a un hogar adoptivo.
—¿Abuso de ti? ¿Por eso le arrebataron tu custodia?
—No, fue por mera negligencia. Se preocupaba más por su propia diversión que por un niño pequeño —había aprendido a una edad muy temprana a cuidar de sí mismo, a confiar sólo en sí mismo. Pero, obviamente, no había aprendido lo suficiente para evitar el descalabro que siguió. Tal vez si lo hubiera intentado con más ahínco…
—¿Tus padres adoptivos te querían? —la dulce voz de Bella lo sacó de sus divagaciones.
Era mejor dejar enterrado el pasado. Lo que contaba era el presente.
—Carlisle y Esme Cullen. Eran maravillosos. Viví con ellos hasta los diez años —hizo una breve pausa, retorciéndose en su interior—. Desde entonces fui de casa en casa hasta los catorce años, cuando me harté y me fui a vivir por mi cuenta.
—¿Viviste en las calles?
Edward puso una mueca de desagrado al percibir la compasión en su voz. No soportaba que nadie lo compadeciera.
—En la playa. En San Diego no hace frío. Me encantaba la libertad. Pasé por varios trabajos y también estudié, porque ya desde entonces sabía que quería entrar en los Navy SEAL, y para ello necesitaba un diploma —se puso en pie—. Se acabó el interrogatorio. Voy por las tazas.
Bella lo vio dirigirse hacia la cocina. Ahora lo sabía. Nadie lo había amado nunca de verdad. Al menos, no lo suficiente. Tal vez con el tiempo aprendiera a confiarle su corazón a ella.
Pero ella no tenía tiempo. Edward le había dicho a James que esperaba atrapar pronto a Laurent. Luego, se marcharía.
Edward volvió con unas tazas medio llenas de cacao. Vertió el agua hirviendo y le tendió una a Bella.
—Es la primera y última vez que indagamos en mi pasado. Espero que tengas lo que querías.
Ella aceptó la taza y aspiró el aroma del chocolate. La tormenta seguía aullando y golpeando las ventanas. El fuego crepitaba en el silencio que se hizo entre ellos.
¿Qué quería?, se preguntó Bella, inclinándose para tostar un malvavisco. Se deslizó la golosina en la boca y tomó un sorbo de chocolate mientras observaba a Edward. Los reflejos de las llamas danzaban en su pelo cobrizo y en su recio perfil. Estaba muy callado, sumido en sus pensamientos.
«Te quiero», su corazón ansiaba decir aquellas palabras. Pero no podía. Él no sería capaz de aceptarlas. Lo mejor era ofrecerle consuelo.
—Lo siento. No era mi intención angustiarte. Sólo quería saberlo para conocerte mejor.
Él parpadeó unas cuantas veces, como si acabara de despertar de un sueño.
—No pasa nada —su sonrisa no pudo ocultar la tristeza de sus ojos—. Se te da muy bien tostar malvaviscos —alargó una mano y le pasó el pulgar por el labio inferior—. Tienes una mancha…
Siguiendo un impulso, Bella cerró la boca en torno al pulgar y saboreó su cálida piel.
Edward respiró hondo y sus ojos relucieron como esmeraldas.
—Bella… —gimió— no lo hagas —retiró la mano y se apartó.
Ella lo siguió, arrastrándose sobre la alfombra mientras él retrocedía.
—¿Huyendo de mí, Edward?
—Estás jugando con fuego —levantó las manos—. Y puedes resultar herida. Gravemente herida. No empieces algo que yo no pueda parar.
—Eso es precisamente lo que quiero —se inclinó hacia delante, le apartó las manos y unió los labios a los suyos.
Edward se quedó de piedra.
Ella le tomó el rostro en las manos, deslizó la lengua en el interior de su boca y lo besó de la misma manera con que él la había besado en el suelo de la cocina. Lenta, sensual, persuasivamente. Su boca sabía a chocolate, a malvavisco y a Edward.
Él permaneció inmóvil durante un buen rato, hasta que finalmente entrelazó los dedos en sus rizos e intensificó el beso.
Sintiéndose plenamente en paz, más completa de lo que nunca había estado, Bella lo rodeó con los brazos y se apretó contra su pecho. Le pasó las manos sobre los hombros y fue bajando por la espalda.
Entonces él interrumpió el beso y apoyó la frente contra la suya.
—Esto no está bien —dijo con voz jadeante—. No puedo hacerlo.
Había que mantener las cosas en un nivel superficial, pensó Bella. De otro modo, se sentiría amenazado. Sorprendida por su propio descaro, bajó una mano y le acarició ligeramente la entrepierna.
—A mí me parece que sí puedes hacerlo…
A Edward se le escapó una carcajada temblorosa.
—Me muero de deseo por ti, pero no haré promesas que no puedo mantener. No puedo quedarme…
Ella lo hizo callar poniéndole dos dedos en los labios.
—Lo sé, pero me niego a pasar el resto de mi vida preguntándome qué podría haber sido. Te deseo tanto como tú a mí.
El soltó un gemido y bajó la boca hasta la suya.
—Podrías tentar a un santo, y yo estoy muy lejos de la santidad —murmuró contra sus labios—. Llevo demasiado tiempo luchando contra esto. Si vas a detenerme, Bella, hazlo ahora.
Ella respondió desabrochándole la camisa y deslizando las manos sobre su ancho y musculoso pecho. La fina capa de vello le hizo cosquillas en las palmas.
—Tienes la piel ardiendo.
Él volvió a reírse.
—Todo el cuerpo me arde, cariño. Por dentro y por fuera.
Ella le sonrió, le quitó la camisa y la arrojó sobre la alfombra.
—En ese caso, será mejor que te desnudes —se empapó de la extraordinaria visión de sus músculos esculpidos reluciendo a la luz de las llamas. Un reguero velloso desaparecía por dentro de los vaqueros, hacía el bulto de la entrepierna que revelaba su deseo.
—¿Bella? —al oír su voz ronca volvió a mirarlo a los ojos—. Sospecho que no tienes mucha experiencia. ¿Estás segura de que quieres seguir adelante?
Estar en sus brazos era una sensación deliciosa. Lo necesitaba. Y él la necesitaba a ella, aunque no lo supiera. Asintió.
—Quiero vivir. Vivir de verdad, no solamente existir —declaró, con las mejillas encendidas—. Pero tienes razón. Mi experiencia es mínima. Nula, de hecho. Tendrás que… enseñarme. Sé la teoría, pero supongo que la práctica es muy distinta… —se interrumpió con una risa nerviosa—. Debo de parecer una imbécil.
—Si te sirve de algo mi opinión, lo estás haciendo muy bien —se puso serio y le tomó el rostro entre las manos—. Pero no quiero arrebatarte tu tesoro y luego marcharme. Porque tendré que marcharme, cariño. Quedarme es imposible.
—Lo sé. He esperado este momento toda mi vida, hasta encontrar al hombre adecuado. Tú. No me estarás arrebatando nada, te lo estaré entregando yo. Te prometo que no habrá remordimientos.
—Puesto que estás tan segura… —dijo él sonriendo, y le fue desabrochando los botones uno a uno. Le quitó la blusa y la dejó con el sujetador verde de encaje.
—Edward —dijo ella, ruborizada—, antes de que lleguemos demasiado lejos, ¿tienes… tienes protección?
—Un boy scout siempre está preparado —respondió él riendo—. Así que relájate y disfruta del momento, cariño. Ven aquí…
La volvió a tomar en sus brazos y la besó hasta dejarla sin respiración y casi sin sentido. Después, le prodigó pequeños mordiscos por el cuello y los hombros, le lamió la clavícula y le acarició entre los pechos, sin llegar a tocarlos. A Bella se le endurecieron los pezones como pequeños guijarros.
—Edward… —jadeó— por favor, tócame… rápido…
—Vaya, así que también te gusta mandar en la cama —sonrió, pellizcándole un pezón a través del sujetador. Bella se retorció y emitió un gemido ahogado—. Hay cosas que es mejor hacerlas sin prisas —le recorrió la columna con las manos y le bajó lentamente la cremallera de la falda, que deslizó por sus piernas. Dejó escapar un silbido al ver sus medias negras. Acto seguido, le quitó el sujetador.
Bella se lo permitió, pero enseguida se cubrió los pechos con los brazos.
—No tienes que ser tímida conmigo —dijo él apartándole las manos—. Eres preciosa.
—No, no lo soy —replicó ella—. Mis ojos son de un color extraño, mi nariz es horrible, mi boca es demasiado grande y… estoy gorda.
—Tus ojos dorados hablan por sí solos, tu nariz es encantadora, tus labios son tan dulces y jugosos como los melocotones maduros, y tu cuerpo es perfecto. Eres una mujer muy hermosa, Bella. Y además eres inteligente, generosa, valiente y compasiva. Cualquier hombre se consideraría afortunado de tenerte.
La miró a los ojos, lleno de deseo, y entonces algo cambió en el interior de Bella. El trauma que la había perseguido desde niña se desvaneció, como la niebla al sol de la mañana. Lágrimas de felicidad le resbalaron por las mejillas.
—Gracias —apenas podía hablar por la emoción—. Edward… hazme tuya.
—Como desees —susurró él.
Se quitó los vaqueros y los calzoncillos y se mostró ante ella en toda su gloria masculina. Bella contempló sus perfectas proporciones, su piel blanca pero con un tono bronceado… y su increíble erección.
Se inclinó sobre ella y, abrazándola contra el suelo, la besó con toda la pasión que su cuerpo albergaba. La besó en los labios, en los hombros, en los pechos, en el ombligo. Y cuando ella pensaba que no podría recibir más placer, deslizó las manos bajo sus glúteos y la levantó al tiempo que su lengua atacaba el punto culminante.
Bella experimentó una convulsión desconocida hasta entonces. Se retorció, gimió, jadeó, agitando la cabeza a un lado y a otro.
—Por favor, no te pares —le suplicó.
Un largo dedo la penetró, haciendo que se contrajera involuntariamente.
—Lo siento.
—No tienes que pedir disculpas, cariño —dijo él, y le introdujo otro dedo, llenándola de exquisito placer, mientras con el pulgar frotaba el exterior.
Las llamas internas crecían en intensidad y calor, el deseo y la necesidad aumentaban, pero ella seguía tensa, incapaz de dejarse arrastrar.
—Vamos, Bella. Deja que ocurra.
Ella se balanceaba al borde del abismo, sacudida por incontrolables temblores. Tenía el corazón desbocado y el cuerpo rígido. Temía lo desconocido. Temía la fuerza de sus sentimientos y sensaciones. Temía caer y romperse en mil pedazos.
—¡No puedo!
—Salta sin temor, cariño —la apremió él—. Caerás en mis brazos.
Entonces Bella sintió que una ola de confianza y amor barría su miedo, y, manteniendo la mirada fija en los ojos de Edward, saltó al vacío. Pero en vez de caer, se elevó a una velocidad vertiginosa impulsada por una corriente de placer abrasador. Subió más y más alto, hasta los confines del universo, hasta la gran bola de fuego intumescente, cuyo fulminante estallido multicolor liberó una descarga de incomparables sensaciones.
Y entonces quedó flotando en el aire, y poco a poco, como una hoja temblorosa en otoño, volvió a posarse en la tierra.
Un largo suspiro se escapó de sus labios cuando él retiró la mano, sonriéndole de pura satisfacción. La acarició y apretó contra su pecho hasta que los temblores cesaron.
—¿Estás bien? —le preguntó, con la voz ronca por la pasión consumada.
¿Bien? Era lo más cerca del cielo que había estado, pensó ella.
—Te amo —las palabras le salieron en un susurro incontrolable, espontáneo.
Una expresión de horror cruzó el rostro de Edward, que retrocedió como si lo hubiera abofeteado. Agarró sus vaqueros y se levantó.
—¿Por cuánto tiempo? —espetó.
—¿Cómo? —preguntó ella, atrapada en un torbellino de emociones—. Yo no voy a dejarte…
—No puedo ser lo que tú quieres. Al final, te marcharás. Es lo que siempre pasa.
—Te deseo a ti, Edward, y a nadie más —se sentó—. No te dejaré. Lo prometo.
—Malgastas tu amor conmigo —murmuró él, con una voz casi inaudible.
A Bella se le hizo un nudo en la garganta al verlo tan inseguro y vulnerable. Pero tenía que ayudarlo, y para ello tenía que enfrentarlo a la verdad. Se puso en pie.
—Tú, un aventurero que no duda en arriesgar su vida, ¿temes arriesgar tu corazón?
—No lo entiendes —dijo él mirándola con unos ojos llenos de angustia.
—Estoy aquí para ti —respondió suavemente—. Déjame ayudarte.
Él se pasó una mano por el pelo. Le costaba pronunciar palabra.
—No lo entiendes —repitió—. Nunca… podré darte… suficiente.
—Lo entiendo mejor de lo que crees —dijo ella—. Háblame. Confía en mí.
—No sé cómo —espetó, y fue hacia la puerta. Al abrirla, una ráfaga de viento irrumpió en el salón e hizo temblar las llamas.
—Puedes alejarte de mí, pero si no te enfrentas a tus miedos nunca podrás escapar de ellos —le gritó ella con el corazón destrozado. Él no pudo soportar oírlo y cruzó el umbral, pero llegó a oír la última imprecación de Bella—: ¡Bajo esa fachada eres un cobarde!
Salió a la calle y echó a correr bajo la tormenta, medio desnudo. Pero no sentía ni el frío ni la lluvia. Sólo sentía miedo, terror, auténtico pavor de sus sentimientos.
Corrió hasta que le ardieron los pulmones y le dolieron los costados. Corrió hasta que todos sus músculos pidieron clemencia. Pero él no merecía clemencia.
Bella tenía razón. No importaba lo lejos que corriera. No podía escapar de la verdad.
Ella lo amaba. Y, que Dios lo ayudara, él también la amaba.
¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo habían caído sus defensas? Había creído que su corazón era inexpugnable, pero en el fondo sabía que no era así. Porque la verdad era que desde el día en que entró en el banco y raptó a Bella, ella le había robado el corazón.
Pero si Bella lo abandonaba, él no sobreviviría. Quedaría destrozado para el resto de su vida. Por eso no podía correr el riesgo.

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