Capítulo 21 "Te doy mi palabra"
Habían dejado atrás la tormenta, y el sol de la mañana brillaba por la única ventana abierta del camarote. Bella estaba tendida en la cama, cubierta por una fina capa de sudor que se secaba lentamente con la brisa marina. En su cuerpo aún vibraban los efectos del amor por Edward.
¿Cómo hacía Edward para que ella lo deseara tan apasionadamente a pesar de que lo odiaba? La humillación que había sentido antes no era nada comparada con el éxtasis y el placer que sintió después. ¿Era ella tan libertina que el contacto de un hombre podía hacerla temblar y un beso podía hacerla renunciar a todo?
Pero Jacob no la afectaba con su beso, sólo Edward encendía el fuego dentro de ella.
¿Qué le sucedía? No era culpa suya, sino de Edward. Él era un demonio, y tenía poder para despertar la magia con sus dedos. Al fin y al cabo, ella nunca iría a pedirle que hicieran el amor, sólo después que él la tocaba y seguía tocándola ella lo deseaba, seguramente él era un demonio. ¿De qué otro modo podía tener la fuerza de diez hombres, un rostro tan increíblemente atractivo y un cuerpo tan magnífico?
Miró a Edward, parado frente a la ventana abierta que daba al mar. Parecía preocupado. Bien. Bella esperaba que tuviera un millón de preocupaciones, y que ella fuera una de las principales.
Bella comenzó a levantarse, pero recordó que Edward todavía no la había desatado. Frunció el ceño. Suponía que la humillación a la que él la obligaba era el castigo del que hablaba, pero...
–Edward, desátame –pidió.
Él la miró arqueando las cejas, con una media sonrisa, y ella se ruborizó por su desnudez. A él le brillaban los ojos, y su cabello caía en ondas en sus sienes. Ahora que el sol los iluminaba tenían el color del bronce fundido.
–¿Has dicho algo, pequeña?
¡Ah! Ella sabía muy bien que él la había oído. Bien; le haría su juego y se humillaría, pero sólo, lo necesario para obtener la libertad.
–¿Puedes desatarme, por favor? Me... me duelen los brazos –dijo–. ¿Piensas torturarme sólo porque escapé de ti? ¡Maldito seas! Te dije que te dejaría si volvías a violarme. ¡Y lo hice! Me habría quedado en tu isla si no me hubieras molestado.
–Estoy seguro de que sí. Estoy seguro de que te habrías quedado tranquila si yo no hubiera vuelto a tocarte, como lo hice hace un rato –dijo él– Pero eres demasiado tentadora, Bella. Si quiero besarte, lo haré. Si quiero hacer el amor contigo, también lo haré. Olvidas lo que le dije antes a tu madre... me perteneces.
–Quiero ver a mi madre –dijo Bella.
–¿Cómo, así como estás? –rió él.
Bella volvió a ruborizarse, pero trató de controlar su furia.
–¿Me desatarás o no?
–Supongo que sí. Pero sólo con algunas condiciones.
–¿Bien?
–Dejarás de luchar contra mí, y...
–Siempre las negociaciones y las condiciones. ¿No eres lo suficientemente hombre como para manejarme, Edward? –se burló ella, sintiendo que era una perfecta, oportunidad de atacarlo–. Jacob lo sabía.
–De manera que ahora es Jacob, ¿verdad? –preguntó él con frialdad–. ¿Ya tienes tanta intimidad con él dos días después de conocerlo?
–Más que intimidad –replicó Bella, apartando los ojos de él.
–¿Qué significa eso? –Preguntó él. Fue hacia ella y levantó el rostro de la muchacha hacia el suyo–. ¡Respóndeme!
–Primero desátame.
–¡Primero me responderás, maldita seas! –dijo Edward con furia.
–¿Sí? –Preguntó Bella, con voz melosa. Quedó sorprendida y encantada de que la mención de Jacob enojara así a Edward–. Puedo ser muy terca, Edward. ¿Quieres ver cuán terca puedo ser?
Él se apartó de ella dándose un golpe con el puño en la mano y murmurando maldiciones. ¿Edward estaba celoso de Jacob?, se preguntó Bella. ¿Cómo reaccionaría si ella mentía y le decía que estaba enamorada de Jacob? Tal vez ya no la desearía si pensaba que otro hombre se había acostado con ella.
Edward se volvió hacia Bella, y sin decir palabra le desató las manos. Dio un paso atrás mientras ella se frotaba las manos y las muñecas, y luego, lentamente, ella tomó la manta de la cama y se envolvió con ella.
Como no hablaba, Edward perdió la paciencia. La obligó a volver el rostro hacia él y observó que el color de sus ojos era café dorado.
–Te he liberado, ahora responde a mis preguntas. –Hacía un esfuerzo por hablar con tranquilidad.
–¿Qué preguntas? –inquirió Bella con inocencia.
–Si tienes ganas de jugar, Bella, no te gustarán mis juegos. ¡Ahora respóndeme!
–¿Qué deseas saber, Edward?
–Dijiste que tuviste algo más que intimidad con Black. ¿Qué quisiste decir?
–Creo que lo que dije fue perfectamente claro.
–¡Quiero una respuesta directa! –se enfureció Edward–. ¿Te violó?
Bella rió.
–Me asombras, Edward. ¿Cómo puedes pensar que Jacob me violaría? Es mi prometido. Ya te dije antes que me sometería a él de buena voluntad.
–¡Después que estuvieses casada! ¿Esperas que crea que fuiste ansiosamente a la cama del hombre el primer día que lo conociste?
–No me importa lo que tú creas –replicó ella. Había ido demasiado lejos como para volver atrás.
–¿Le permitiste que te hiciera el amor?
–¡Sí! –gritó Bella.
El rostro de Edward se puso lívido de furia, Y apretó los puños. Recorrió a grandes pasos la habitación, cerró la puerta de un golpe tras él, y Bella dejó escapar un suspiro de alivio. Pero Edward volvió un minuto después.
–¡Mientes! –gritó–. Jamás habrías hecho el amor con él. ¡Sobre todo porque tu madre estaba en la misma casa!
–Sucedió... Sucedió antes de que yo supiera que mi madre estaba allí... antes de que ella supiera que yo había llegado. Jacob entró en mi habitación. Dijo que había esperado demasiado tiempo, y que me amaba –dijo Bella, tratando de que su mentira sonara creíble–. Íbamos a casarnos pronto. Yo no veía razones para esperar. Al fin y al cabo, no soy virgen... gracias a ti. Y pensé que no podía negarle nada a mi futuro marido.
–¡Sigues mintiendo! ¡Jamás caerías en los brazos de un desconocido, aunque se tratara de tu prometido! –gritó Edward, paseándose furioso por la habitación.
Bella tenía miedo. Nunca había visto a Edward tan enojado antes. Decidió admitir la verdad, pero dejarle algunas dudas en la mente.
–Para tu ego sería malo creer que miento. Muy bien, todo lo que dije es un invento, sólo para enfurecerte. Mentí. ¿Estás contento ahora?
–¿Por qué habría de creer cualquier cosa que digas?
–¿Por qué? –preguntó ella, decidida a atacar–. Vamos, Edward. En primer lugar no tenías motivos para enfurecerte... a menos, por supuesto, que me ames. ¿Me amas, Edward? ¿Por eso me seguiste?
–¡Yo... maldita seas! Ya te dije que en mi vida no hay lugar para una mujer, ni para el amor.
–Entonces llévame de vuelta a Saint Martin.
–No... primero terminaré contigo –dijo él con frialdad.
–Escapé dos veces de ti, Edward. ¡Volveré a hacerlo!
–Fuiste una tonta al intentarlo esta última vez. Podrían haberte asaltado piratas, vagabundos o asesinos.
Ella ni siquiera lo había pensado.
–Bien, pero no sucedió. Avisté un barco mercante, y el capitán tuvo la bondad de llevarme a Saint Martin... sin recompensa. Aún quedan hombres decentes en este mundo.
–Tal vez, pero no te daré oportunidad de que vuelvas a escapar. Te advertí que te tendría prisionera.
–Quiero ver a mi madre –dijo Bella cambiando rápidamente de tema.
–No.
–Pero ella se preocupará por mí. Quiero consolarla.
–He dicho que no. Bien, ¿quieres comer algo?
–Lo que necesito es aguja e hilo, si tú...
–Nuevamente la respuesta es no –interrumpió él.
–¿Pero por qué no?
–Porque sin ropa, no te sentirás tentada de salir de mi camarote.
–¿No?
–Creo que no –replicó él con una media sonrisa, y salió de la habitación.
Bella fue rápidamente a su arcón, pero cuando lo abrió, su rostro enrojeció de furia. Estaba vacío. En la cabina no tenía nada para ponerse. Edward la tenía prisionera y desnuda.
Bella se paseaba, temerosa por el camarote envuelta sólo en una manta. Eran las últimas horas de la tarde, y hacía una hora que el barco estaba anclado en la pequeña bahía. Bella había perdido la paciencia y estaba totalmente furiosa. ¿Qué esperaba Edward?
Las últimas dos semanas habían sido pésimas para ella. Se la había obligado a permanecer en la cabina sin absolutamente nada que hacer. No le permitían ver a su madre, y Edward le traía todas las comidas. Él fue la única persona que vio en estas dos semanas.
Se abrió la puerta y Bella se volvió bruscamente. Edward entró en la habitación. Ella lo miró con expresión asesina, con sus grandes ojos brillantes y oscuros como dos trozos de carbón.
–¿Cuándo me llevarás a la costa? –preguntó con voz aguda.
–Ahora, si lo deseas –replicó él con tranquilidad–. Puedes ponerte esta ropa, ya que tanto te gusta usarla.
Bella tomó las ropas que Edward le extendía; luego se apartó y se puso los grandes pantalones y la camisa, y usó un trozo de cuerda que él le entregó como cinturón.
–No tengo zapatos –le recordó ella con voz dura.
–Qué lástima, pequeña. No podía buscarlos a tientas en la oscuridad, supongo que tendré que llevarte en mis brazos cuando bajemos a la costa.
–¡No será necesario! –dijo ella–. ¿Dónde está mi madre?
–Ya está en la isla, ven.
Después de veinte minutos lentos, Edward acercó el pequeño bote a la costa y, con ayuda de dos hombres que estaban con él, lo llevó a la playa y lo colocó junto al otro bote. Seguramente había llevado algunos hombres con él para que acompañaran a Bella, porque no había quedado nadie en el 'Dama Alegre'. Bella también advirtió que el barco del capitán C.S. ya no estaba en la bahía.
Edward le tomó la mano y la arrastró con él, cuando llegaron al bosque la levantó en sus brazos, y a pesar de sus protestas llegaron al césped frente a la casa. Luego la dejó en el suelo.
Renée y Sue la esperaban junto a la puerta principal, pero cuando Bella trató de correr hacia allá, Edward la obligó a permanecer en su lugar y la mano con que la retenía parecía de acero. No la soltó en ningún momento, y cuando llegaron a la puerta de la casa, la hizo entrar, sin permitirle que se detuviera a hablar con su madre ni con su criada por un momento.
–¡Suéltame! –gritó ella, tratando de apartarse de él.
Pero Edward ignoró su orden y siguió subiendo la escalera, arrastrándola detrás de él. Cuando llegó a su habitación, empujó adentro a Bella y luego cerró la puerta dejándola sola. Ella oyó la llave en la cerradura y trató de abrir la puerta pero le fue imposible. Lo oyó alejarse. Golpeó la puerta furiosamente, y luego volvió a escuchar, pero Edward se había ido.
¡Diablos! Él cumpliría su palabra y la mantendría encerrada. Ya no podía soportar el confinamiento, viendo solamente a Edward, con su maldita sonrisa de triunfo y sus exigencias libidinosas.
Comenzó a pasearse por la habitación. Pasó una hora, luego otra. ¡Quería salir! Se quedó helada al oír la llave en la puerta: luego la puerta se abrió, y entró Edward con una bandeja de comida, volvió a cerrar la puerta con llave y dejó la bandeja en la mesita junto a la cama.
–¿Cuánto tiempo piensas mantenerme encerrada en esta habitación? –preguntó ella, tratando desesperadamente de parecer tranquila.
–Hasta que me des tu palabra de que no volverás a escapar –respondió él con voz curiosamente paciente.
–¡Maldito seas, Edward! –gritó Bella. Dio un puntapié de furia–. ¡No puedo seguir soportando esto!
–Entonces dame tu palabra.
–¡Vete al infierno!
–Qué genio –rió él–. Tu criada me dijo que eras una muchacha amable y cariñosa. ¿Soy sólo yo el que provoca este genio terrible?
–Hasta que te conocí, nunca tuve razones para enfurecerme –replicó ella con desprecio.
–¿No? Me dijeron que viviste la mayor parte de tu vida furiosa. –Sonrió cuando ella lo miró con sorpresa– Sí, tu criada me habló de ti y de tu padre. ¿Soy sólo un reemplazo de tu padre, Bella? ¿Has vivido tanto tiempo furiosa que necesitas a alguien contra quién dirigir esa furia?
–¡Basta, Edward! –gimió con voz quebrada–. ¡Mi padre está muerto!
En el rostro de Edward apareció una expresión preocupada.
–Yo... lo siento, Bella.
–¡No me interesa tu lástima! –saltó ella, furiosa.
Edward suspiró.
–Realmente tendrías que tratar de dominar tu terquedad, Bella. Yo no la toleraré mucho tiempo más.
–¿No? ¿Qué harás? ¿Me atarás y me amordazarás otra vez? ¿O esta vez me pegarás? Te diviertes haciéndome sufrir, ¿verdad?
–No, sólo quiero darte placer –replicó él con suavidad–. Tú sola te provocas el sufrimiento. –Dijo y salió de la habitación, encerrándola nuevamente.
Bella acercó una de las sillas tapizadas de terciopelo a la ventana que daba a la montaña y se sentó allí mirando los colores cambiantes del cielo. El sol se había puesto mucho tiempo antes detrás de la montaña, pero la masa oscura de la montaña se recortaba contra los rosados, los púrpuras y los rojos del cielo.
Una leve brisa soplaba por la ventana abierta, y Bella se envolvió un poco mejor con la manta. Poco tiempo antes, Edward le había traído la cena, pero ella la ignoró hasta que él volvió a bajar la escalera para beber con Emmett.
Había pasado una semana desde el regreso a la isla, y ella seguía encerrada en esta habitación sin absolutamente nada que hacer. Edward le había quitado la ropa que le permitiera usar para ir a la costa, y se había llevado sus ropas y las de él de la habitación.
Mantenía la puerta cerrada con llave durante la noche. Dejaba la llave debajo del poste de su lado en la cama mientras dormía. Le había propuesto que la quitara de allí cuando él la colocaba en ese lugar, diciendo que era libre de levantar la cama con él acostado en ella. Pero Bella no podía… y él lo sabía.
Después del primer día, Bella se negó a hablar con Edward. Hacía seis días que no le había dirigido la palabra en absoluto. Ni siquiera podía luchar contra él cuando él le hacía el amor, y esto sorprendía un poco a Edward, cuando la tomaba, ella evitaba responderle hasta los últimos minutos; luego su cuerpo se adueñaba de ella. Después, ella volvía a enfriarse.
Pero en los últimos días, Bella comenzaba a esperar las visitas de Edward. Estaba hambrienta de compañía, y le preguntaba qué estaba sucediendo en cuanto entraba en la habitación. Pero él le decía poco, y absolutamente nada sobre su madre.
Pero esa noche, ella decidió dar un paso adelante.
El volvería pronto, de manera que no tendría mucho tiempo, se levantó y acercó la silla a la puerta. Luego acercó el pesado arcón español y lo colocó también contra la puerta, apoyando la silla contra él. Luego hizo lo mismo con la otra silla, y con la mesita de noche, sólo deseaba tener fuerzas suficientes para mover la cama.
Se sentó en la cama y esperó. No pasó mucho tiempo hasta que oyó girar la llave en la cerradura, saltó de la cama y se apoyó en la tosca barricada. Edward trató de abrir la puerta una y otra vez, pero le fue imposible.
–¡Bella, abre esa puerta... ahora!
–¡Cualquier día la abriré!
Él se lanzó nuevamente contra la puerta, y esta vez comenzó a abrirse. Bella hacía fuerza por su lado, sintiendo que sus pies resbalaban sobre la alfombra. Pero oyó alejarse a Edward y luego volver con ayuda.
–¿Cuántas veces debo decírtelo, Edward? Es necesario poner a esa arpía en su lugar –dijo Emmett de mal humor.
–¡Edward, no estoy vestida! –gritó Bella, perturbada. Tomó la manta, se envolvió en ella y la ató sobre sus pechos, para el caso de que lograran abrir la puerta.
–Sugiero que te tapes con las mantas, Bella y que te escondas –gritó Edward. Emmett se echó a reír. Bella no se escondió, e hizo fuerza contra la barricada nuevamente cuando los dos hombres comenzaron a lanzarse sobre la puerta.
Esta vez sus pies realmente resbalaron en la alfombra y estuvo a punto de caer de bruces cuando se abrió la puerta.
Edward entró y cerró la puerta, y Bella oyó reír a Emmett que volvía a su habitación. Retrocedió al ver acercarse a Edward y miró cómo colocaba los muebles en su lugar.
–Bien, ¿por qué no hablas? –preguntó Bella–Adelante. Quiero ver cuán furioso estás.
–No estoy furioso. Fue un buen intento, Bella. Al menos has recuperado tu energía. Empezaba a pensar que te habías vuelto dócil.
–Edward, debo salir de esta habitación. ¡No puedo soportar más!
–Sabes lo que exijo por ello.
–¡Muy bien! Prometo no volver a escaparme si me dices cuándo me dejarás ir.
–No estás en situación de negociar pequeña –replicó él, sentándose en la silla que acababa de volver a colocar en su lugar.
–Pero, ¿por qué no quieres decirme cuándo me devolverás a Saint Martin?
–¿Estás ansiosa por volver a ver a tu Jacob? –preguntó él con frialdad.
–No. Tú... puedes llevarme a cualquier isla, siempre que me permitan entrar. No es necesario que sea Saint Martin –dijo ella, tratando de apaciguarlo.
–Entonces iras a Saint Martin. ¿Qué diferencia hay?
–Me dijiste que en tu vida no hay lugar para las mujeres. No puedes seguir teniéndome aquí si dijiste la verdad.
–No te tendré aquí para siempre, Bella. Es que aún no he decidido cuánto tiempo será.
–No te pido una fecha Edward, sólo una cantidad de tiempo. ¿Un mes, dos, tres?
–Digamos un año, tal vez menos.
–¡Un año! –explotó ella–. ¡No... es demasiado! ¿Piensas no volver al mar en todo ese tiempo?
–Probablemente no. Podría dejarte sola aquí de vez en cuando, pero sólo si me das tu palabra de que no escaparás.
Bella le volvió la espalda y rechinó lo dientes. ¡Un año era tanto tiempo! ¿Cómo soportaría un año con él? Pero él dijo que se marcharía de vez en cuando. Tal vez estaría ausente durante la mayor parte del año. Y como ella había descubierto qué clase de hombre era Jacob, no podía volver a él. Realmente no tenía prisa por ir a ninguna parte. Pero tenía que salir de esa habitación.
–¿Consideras el tiempo que ya he pasado contigo como parte de ese año?
–Si insistes.
–Muy bien, Edward –dijo ella con tono desvalido.
–Dame tu palabra.
–Te doy mi palabra de que no escaparé con la condición de que me dejes libre dentro de un año... o menos.
Él rió, triunfante.
–Ven aquí, Bella.
–Someterme no era parte del trato –replicó ella con agudeza.
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