martes, 21 de diciembre de 2010

Desconfianza

Capítulo 10 “Desconfianza”

—Charlie, pero ¿qué haces, hombre? —preguntó Waylon.
Charlie se había detenido. Estaban a más de tres manzanas de la plazoleta, rodeados de gente. Algunas personas corrían atraídas por los silbatos de la policía, mientras otras, acostumbradas a aquel bullicio, seguían yendo y viniendo a sus ocupaciones.
—Vamos, alejémonos de aquí. Ya has oído a ese viejo de la barba.
Charlie sacudió la cabeza.
—Waylon, por el amor de Dios, ya deberías haberte dado cuenta de quién era —el otro enarcó una ceja y se quedó mirándolo. Charlie dejó escapar un suspiro—. Era lord Cullen.
—¡No!
—Sí.
—¡No!
—¡!
—¡Lord Cullen! —exclamó Waylon—. Pero si estaba allí, disfrazado, ¿por qué nos mandó a nosotros a esa taberna?
—Porque nosotros nos movemos como pez en el agua por esos ambientes y todo el mundo sabe que hemos participado en algún que otro asuntillo ilegal —contestó Charlie.
—Bueno, eso está muy bien. Pero ahora vámonos, ¿quieres? Él dijo que nos fuéramos.
Charlie meneó la cabeza.
—Yo voy a volver.
—¡A volver! ¿A dónde han estado a punto de matarnos? —exclamó Waylon, pasmado—. Si ese hombre era de verdad lord Cullen, como dices, nos ordenó muy seriamente que nos fuéramos.
—Claro, porque no quería que nos interrogaran —Charlie se encogió de hombros—. No es probable que la muerte de un tipo como ése despierte mucho interés, pero, por si acaso salía en los periódicos, lord Cullen no quería que nos viéramos mezclados en el asunto.
—Pues será mejor que le hagamos caso.
—Ya no corremos ningún peligro. Podemos pasar por curiosos atraídos por el alboroto. ¡Un hombre asesinado de un disparo en una plaza! Seguro que hay un montón de gente. Nadie se fijará en nosotros.
—¡Yo no quiero ver un muerto desangrándose sobre los adoquines!
—¡Ah, pero la gente sí! Recuerda que antes hacían cola para ver un ahorBellsnto público. Vamos, amigo mío. Nadie reparará en nosotros. Y puede que nos enteremos de alguna cosilla.
—¡Oh, Charlie! —gimió Waylon.
—Tenemos que averiguar lo que podamos para lord Cullen —dijo Charlie con determinación y, dando media vuelta, empezó a desandar el camino.
Waylon lo siguió refunfuñando.


La puerta se cerró tras Bella, y de pronto todo se inundó de luz. Pero la estancia contigua al almacén estaba desierta. Bella se dirigió a las escaleras y las subió corriendo.
Irrumpió en una de las salas de exposición del museo, alrededor de cuyas vitrinas había congregadas algunas personas. Todos se volvieron a mirarla. Una mujer dejó escapar un gemido de sorpresa; todos la miraron con pasmo.
Bella se quedó paralizada un instante. Luego bajó la mirada hacia el arma que había sacado de la caja de la momia. Lo que tenía entre las manos era un brazo momificado, envuelto en vendajes y ennegrecido por el paso de los siglos.
Bella lo dejó caer, horrorizada. Luego, dándose cuenta de que estaba a punto de hacer una escena, sonrió con desgana, se alisó el pelo y recogió el brazo momificado.
—Lo siento muchísimo. Es para una nueva exposición —explicó.
Se dirigió apresuradamente a las escaleras que llevaban a las oficinas mientras pensaba a toda prisa. Lo más lógico era acudir a los policías que vigilaban el museo. Claro que entonces tendría que explicar qué había ido a hacer al almacén. Sin embargo, quienquiera que la hubiera asustado debía estar aún en el almacén. ¡Había que atrapar al culpable!
Al entrar corriendo en la oficina, decidida a buscar ayuda y cargar con las consecuencias, se sobresaltó al ver que la mesa de sir Jason estaba ocupada.
Sue Clearwater estaba esperándola sentada en la silla.
—¡Ah, estás ahí, querida! —exclamó—. Empezaba a preocuparme. Como no hay nadie por aquí… Pero, ¿qué ocurre, Bella? Cualquiera diría que acabas de ver un fantasma —levantó una ceja—. Y que vas paseando por ahí sus despojos.
—Yo… estoy bien —murmuró Bella. El corazón le palpitaba con fuerza. No sabía por qué, pero de pronto desconfiaba de Sue. ¿Era posible que el ama de llaves hubiera bajado a los almacenes, que hubiera sido ella quien había susurrado su nombre y que hubiera subido a sentarse tras la mesa de sir Jason para ahuyentar sospechas?
—¡Ah, esto! —Bella forzó una sonrisa—. Sí, es terrible por mi parte. Tengo que devolverlo. Me avergüenza decir que vi una rata y me asusté. Disculpa, tengo que… —se interrumpió—. Sue, ¿qué haces aquí?
—Son más de las cuatro, querida. He venido con Emmett para acompañarte a casa de las hermanas. Hemos de asegurarnos de que tu vestido estará listo para mañana.
—¿Más de las cuatro? —murmuró Bella—. Claro, sólo será un momento…, si no te importa esperar. Disculpa, Sue, enseguida vuelvo.
Salió de las oficinas, cerrando la puerta tras ella. Era absurdo pensar que Sue pudiera haberla seguido al almacén. Aquella mujer parecía ser la mano derecha de Edward Cullen. Y se había mostrado tranquila y serena, aunque un poco sorprendida porque no hubiera nadie en la oficina.
Bella se giró rápidamente, dándose cuenta de que debía encontrar cuanto antes a algún empleado del museo. Llevaba todavía en las manos el brazo momificado. Debía devolverlo al almacén. Intentó esconderlo entre los pliegues de su falda, y entonces se percató de que debía resolver un asunto más urgente. Había perdido las llaves de sir Jason en alguna parte. Y había dejado abierta la puerta del almacén.
Encontró a un guardia descansando en una silla de la sala en la que se exponía la piedra Roseta. Le alegró descubrir que era Stephan Smithfield, un viejo agente de policía al que habían asignado a la vigilancia del museo debido a su edad. Era un hombre alto y enjuto y al que sólo le quedaban algunos mechones de pelo gris bajo la gorra. Sus ojos azules eran amables, aunque un tanto desvaídos.
—¡Stephan! —dijo Bella, tocándole el hombro.
El guardia, que se había adormilado, despertó con sobresalto. Al verla, se levantó de un salto.
—¡Bella! —miró a su alrededor, pensando que debía de haber pasado algo. Ella sonrió, a pesar de las circunstancias.
—Necesito que me ayudes.
—Sí, sí, claro, ¿qué ocurre, muchacha?
—Tenía que comprobar una cosa en el almacén y me pareció que había alguien allí. Me gustaría asegurarme de que está vacío y de que la puerta está bien cerrada.
Él arrugó el ceño. Bella se preguntó si sabía que ella no tenía autorización para entrar en el almacén.
—¿Había alguien rondando por allí? —preguntó él.
—Estoy segura de que no es nada. Puede que hayan sido imaginaciones mías. Pero si hicieras el favor de acompañarme…
—Claro que sí, muchacha. ¡Faltaría más!
Sintiéndose más segura, a pesar de que Stephan Smithfield fuera casi tan viejo como algunas de las piezas del museo, Bella echó a andar delante de él.
La puerta del almacén seguía cerrada, pero la llave no estaba echada. Cuando Bella la abrió, las tenues luces habían vuelto a encenderse. Bella entró, seguida de cerca por Stephan. Al fin encontró la caja con la momia a la que le faltaba el brazo e intentó colocar éste lo mejor que pudo. Las llaves estaban en el suelo, junto a un gran contenedor. Bella las recogió. Stephan la observaba con una leve sonrisa en los labios.
—Aquí no hay nadie, niña. ¿No será que has oído demasiadas historias sobre momias y maldiciones? Sea lo que sea lo que pensara esa gente, Bella, estos tipos no van a volver a levantarse. Ah, pero tú eres joven. A tu edad es fácil dejarse impresionar por esas cosas.
Ella compuso una sonrisa.
—No, creo de verdad que había alguien aquí. Pero, fuera quien fuese, ya se ha ido.
—Seguramente sería alguien de otro departamento —dijo Stephan, sonriendo con ternura.
Bella lo agarró del brazo.
—Gracias, Stephan.
—Estoy aquí para lo que me necesites, Bella.
—Gracias.
Cuando salieron del almacén, Bella se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada, aunque se preguntaba qué sentido tenía hacerlo. A fin de cuentas, la primera vez que había bajado, también estaba cerrada con llave. Todos los jefes de departamento tenían llaves del almacén. Pero no era probable que un jefe de departamento apagara las luces. Y Bella estaba segura de que no era un conservador de otro departamento quien la había asustado en la oscuridad.
Regresaron juntos. Al acercarse a la piedra Roseta, Stephan se detuvo.
—No pienso decir nada sobre esto, ¿sabes? —y le guiñó un ojo.
Bella abrió la boca para decirle que no tenía importancia, pero luego se dio cuenta de que debía agradecerle su silencio.
—Gracias, Stephan —dijo, y echó a andar hacia las oficinas.


Edward apenas había acabado de curarse la rozadura que la bala le había hecho en el brazo cuando llamaron a su puerta. Ayax, que estaba montando guardia frente a la chimenea, alzó la cabeza y comenzó a menear la cola.
—¿Sí?
—Soy Jasper, milord.
—Pasa, por favor.
Se ató la máscara mientras entraba el criado.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Sir Charlie Swan desea verlo.
—Dile que pase.
Jasper asintió y entró Charlie.
—Buenas noches, lord Cullen.
—Buenas noches. Dígame, ¿tiene algo que contarme? ¿Ha encontrado un sitio donde se trafique con antigüedades?
—Ya sabe que sí —respondió Charlie suavemente, con gran dignidad.
Edward lo miró fijamente un momento y luego se encogió de hombros.
—Supongo entonces que usted y su compañero consiguieron escapar sanos y salvos antes de que llegara la policía.
—Pensé que le interesaría conocer el nombre de ese tipo —dijo Charlie.
Sorprendido, Edward se acercó a una mesita en la que había una botella de brandy y sirvió dos copas.
—En efecto —dijo mientras le daba una copa a Charlie.
—Era un tipo de mala catadura, un viejo conocido de la pasma. Demetri Bewley, se llamaba. Al aparecer, había abandonado sus atracos callejeros en Mayfair y la policía sospechaba que estaba haciendo algún trabajillo sucio para un pez gordo.
—Entiendo —murmuró Edward.
—La policía metropolitana lleva el caso —prosiguió Charlie—. Pero no parece que tengan mucho interés. El detective a cargo de la investigación es un tipo mayor, muy bregado, el sargento Marco Heyerdahl. Es de ésos que piensan que es una suerte que los delincuentes se maten entre ellos, porque así se evitan juicios y se ahorra el dinero de la Corona y de los contribuyentes. No creo que investiguen mucho.
—¿Y todo eso lo ha averiguado usted solo? —preguntó Edward.
Charlie se encogió de hombros.
—Tengo buen oído.
Edward tomó asiento en el gran sillón que había ante la chimenea y guardó silencio. A pesar de que estaba más cerca que nunca de averiguar la verdad, se distrajo un momento. Allí era donde se había sentado la noche anterior, abrazando a Bella. Resultaba fácil recordar su olor, la suavidad de su piel y el modo en que sus ojos brillantes y marmóreos se clavaban en los suyos, como llamas doradas y esmeraldas.
—Me atrevería a decir —continuó Charlie— que el muerto no era más que un mandado, y que seguramente metió la pata al atacarnos a Waylon y a mí. Por eso alguien, tal vez la persona para la que trabajaba, o puede que algún jefazo del hampa, decidiera hacerle callar para siempre.
—Sí, sí —dijo Edward, levantándose—. Gracias. Me ha sido de gran ayuda. No me debe nada más. Hasta hoy no me he dado cuenta de que podía estar poniendo en peligro sus vidas.
—Pero usted estaba allí. Y recibió un balazo en el brazo.
—Sólo es un rasguño. Le repito que me ha sido de gran ayuda y que no me debe nada más.
Charlie se irguió en toda su estatura.
—Lord Cullen, yo también fui soldado de Su Majestad. No soy un cobarde, ni amo la vida más que el honor. Me agradaría seguir a su servicio.
—Si por mi culpa sufriera algún daño —dijo Edward suavemente—, Bella nunca me lo perdonaría.
—Y si yo rechazara el trabajo que me ofrece un hombre como usted y regresara a mi antigua vida, Bella se sentiría profundamente defraudada —repuso Charlie—. Puede que hoy no me haya lucido, lord Cullen, pero le aseguro que sé cuidar de mí mismo. No me pida que me retire ahora. Ya estoy metido en esto, y me siento como no me sentía desde hacía muchos años.
Edward se inclinó hacia delante y comenzó a acariciar la enorme cabeza de Ayax. Luego se levantó y miró de nuevo a Charlie.
—Está bien. Pero le ruego que no tome usted ninguna decisión por su cuenta. Nada se hará sin que yo lo sepa, y pensará usted en todo momento en su seguridad.
Charlie sonrió.
—Entonces, me vuelvo a la cama, por si acaso mi Bells vuelve temprano —hizo un saludo militar y salió de la habitación.
Edward se sentó y volvió a acariciar la cabeza de Ayax.
—¿Qué he hecho? —murmuró.


Bella estaba convencida de que las hermanas eran hadas madrinas.
A pesar de lo sucedido aquel día y de la presencia de Sue Clearwater, no podía evitar sentirse entusiasmada por el vestido. Nunca se había puesto un traje como aquél. Sin duda tenía que haber algo mágico en él, sencillamente porque existía. En un solo día, las hermanas habían creado un vestido tan hermoso que quitaba el aliento y que se ceñía a su cuerpo con absoluta precisión.
Naturalmente, también se habían ocupado de que dispusiera de la lencería adecuada: un corsé con el borde de encaje, enaguas a juego y un miriñaque de la talla perfecta. Bella estaba sorprendida por lo guapa que estaba con el vestido. Su pelo parecía más oscuro y sus ojos centelleaban en contraste con el color de la tela. Se sentía como una princesa. El escote era bajo, pero no en exceso, y las pequeñas mangas formaban un delicado arco sobre sus hombros. La sobrefalda de gasa refulgía, tornasolada, y el corpiño recamado de lentejuelas se ceñía como un guante a sus curvas.
—¡Oh, señorita! ¡Está usted preciosa! —exclamó la pequeña Ally.
Bella sonrió a la niña, perdiendo un poco de su entusiasmo al preguntarse de quién sería hija.
—Gracias —le dijo.
—Yo también he ayudado —dijo Ally con orgullo.
—¿Ah, sí?
—Bueno, sólo un poco. Pero me dejaron dar unas puntadas del dobladillo.
—Qué maravilla. Te lo agradezco muchísimo.
Las hermanas observaban su obra con orgullo y una sonrisa pícara. Sue Clearwater caminaba a su alrededor, asintiendo con aprobación.
—Precioso, precioso —dijo, y miró a las hermanas con una sonrisa—. Bueno, vamos a quitárselo. Tenemos que envolverlo con mucho cuidado y llevarlo al castillo, porque el conde estará esperando.
—¿No podéis quedaros a tomar el té? —preguntó Alice, desilusionada.
—Me temo que no. Lord Cullen espera a la señorita Swan antes de cenar.
—Qué lástima —dijo Ally.
Sue sonrió a la niña con intenso afecto.
—Ally, querida, volveremos pronto, lo sabes, ¿verdad?
Ally asintió juiciosamente; demasiado juiciosamente, tal vez, para una niña de tan corta edad.
Cuando salieron, Emmett estaba esperando junto a la puerta del coche para ayudar a subir a Bella. Al verla, le ofreció una sonrisa y dijo con cierta torpeza:
—No habrá mujer más bella en el baile.
—Muchísimas gracias —dijo Bella.
Sue iba tras ella. Todavía insegura de por qué de pronto desconfiaba de ella, Bella montó en el carruaje.


—No estoy muy segura de esto —murmuró Sue.
Había acudido a las habitaciones de Edward nada más regresar de casa de las hermanas. Bella había ido a ver a Charlie, que había vuelto a meterse en cama.
Edward enarcó una ceja bajo la máscara.
—¿No estás segura? Pero si fuiste tú quien insistió en que volviera a frecuentar los salones y buscara una mujer que pudiera llevar del brazo.
—Sí, pero…
—¿Pero qué?
—¡Esa chica es muy rara! —contestó Sue.
—¿Por qué dices eso?
—No estaba en su cuarto de trabajo cuando llegué. Y cuando volvió…
—¿Sí?
—¡Llevaba el brazo de una momia!
—Sue, Bella trabaja en el departamento de Egiptología.
—Sí, sí, pero ¿qué clase de chica va por ahí acarreando trozos de un cadáver?
—Debía de llevarlo por alguna razón.
—Puede, pero se comportó de manera muy extraña. Estaba despeinada y cubierta de polvo.
—¿Qué tal ha ido la prueba del vestido? —preguntó él, cambiando bruscamente de tema. Sue se quedó callada un momento—. ¿Algo va mal?
—No, no, todo va bien. Increíblemente bien —murmuró Sue.
—¿Entonces…?
—No sé. Estoy preocupada. En fin, voy a buscar a nuestra beldad amante de las momias —se levantó y, apartándose de él, se detuvo en la puerta para mirarlo—. Lo siento, Edward. Ya sé que fue idea mía, pero esa chica es muy rara.
Edward la miró marchar con cierto asombro. Desde que se hacía pasar por el viejo Arboc, había seguido a los empleados del museo para conocer su trabajo. Pero nunca había visto nada fuera de lo corriente. Ese día, sin embargo, debía de haber ocurrido algo extraño.
Otra llamada a la puerta anunció la llegada de Bella. Edward le pidió que pasara y le dijo, muy serio:
—Buenas noches, señorita Swan.
—Buenas noches.
Edward notó que llevaba el pelo mojado. Al parecer, se había bañado a su regreso al castillo. ¿De veras había vuelto cubierta de polvo?
Edward apartó la silla para que ella se sentara, sirvió el vino y tomó asiento frente a ella.
—¿Un largo día?
—Sí, eso parece —murmuró ella.
—¿Ha pasado algo fuera de lo normal?
—Hoy todo ha sido fuera de lo normal.
—¿Ah, sí?
—Parece que no ha ido nadie a trabajar.
—¿Sir Jason no ha ido?
—No, él sí estaba allí, pero se marchó en circunstancias un tanto extrañas —respondió Bella con los ojos fijos en él—. Estuvo dando una conferencia en la sala de lectura. Yo salí para hablarle de unos jeroglíficos. Sir Jason no estaba allí, pero sobre su mesa había un recorte de periódico que hablaba sobre tus padres. Y su navajita estaba clavada en la fotografía, sobre su cara.
—Qué interesante. Continúa.
—Bueno, sir Jason regresó y se puso muy nervioso. Luego se marchó.
—¿Crees que lo están chantajeando? —preguntó Edward.
—¡Chantajeándolo!
—Sí, esas cosas pasan. Y tú lo sabes.
—Mmmm —murmuró ella secamente—. ¿Crees que sabe algo y que lo están amenazando?
—Puede ser.
—¿Sabes algo sobre una cobra de oro con ojos de piedras preciosas? —le preguntó.
—¿Una cobra de oro? No. No he visto mencionada ninguna pieza como ésa, ni en las cajas que vinieron aquí ni en las que se llevaron al museo. ¿Se supone que era parte de la máscara funeraria?
—Creo que no. Pero se menciona en el texto que he traducido —se inclinó hacia él, mirándolo intensamente—. He estado dándole vueltas a este asunto. Tú estás convencido de que tus padres fueron asesinados, y puede que así fuera. Pero ha de haber una razón, un…
—¿Móvil?
—Exacto. Si alguien que trabaja en el museo quería robar alguna pieza para conseguir una gran suma de dinero, bueno… hay muchas piezas que valen una fortuna. Sin embargo, vender algo aquí, en Inglaterra, aunque sea ilegalmente… Alguien acabaría enterándose. ¿Para qué poseer un tesoro así si hay que tenerlo escondido?
—Se puede comprar una pieza y llevarla a Francia, a Estados Unidos o a cualquier otro país —repuso él.
Ella asintió.
—Aun así, si estamos hablando de alguien del museo, sin duda habrá tenido ocasión de robar muchos objetos.
—Pero todos los objetos que se exponen están catalogados —dijo él con sencillez—. Ahora me toca a mí. ¿Qué ha pasado hoy?
Bella se recostó en la silla y se encogió de hombros.
—A sir Jason se le cayeron las llaves y las usé para entrar en el almacén.
—¿Y fue entonces cuando decidiste inspeccionar el brazo de una momia? —Bella lo miró con sorpresa—. Me lo ha dicho un pajarito —añadió él.
—Verás, había alguien allí, conmigo, y las luces se apagaron —él frunció el ceño, poniéndose tenso de repente—. Sí. Francamente, creo que era la señora Clearwater. Supongo que es ella el pajarito que te ha dicho lo del brazo de la momia.
—¿Qué? —Edward estaba tan sorprendido que se levantó.
Bella dio un respingo, pero no se acobardó.
—Ya te lo he dicho, hoy no había nadie en el museo. Pero la señora Clearwater estaba allí.
—Sí, estaba en el museo, y te la encontraste en la oficina. Permíteme recordarte que Sue no era sólo la dama de compañía de mi madre. También era su mejor amiga.
Bella se levantó y se inclinó hacia él con los dientes apretados y los ojos centelleantes.
—¡Muy bien! Tú empezaste esto, trayéndome aquí cada noche para interrogarme. He intentando responder a tus preguntas con sinceridad. Lamento que no te gusten mis respuestas.
—¿Tienes permiso para entrar en el almacén? —preguntó él. Bella vaciló—. No vuelvas a entrar ahí nunca más. No entres donde no haya gente, ¿me entiendes?
—¡Me preguntas constantemente si te entiendo! —gritó ella—. Sí, te entiendo. Perdiste a tus padres. Tienes el deber de averiguar la verdad. ¡Eso lo entiendo! Y también entiendo que puede ser peligroso y que me estás utilizando para tus propósitos. Eso también lo entiendo. Eres el feroz, rico y noble conde de Masen. Hasta eso lo entiendo. Pero estoy harta de que me grites y me rujas como una bestia. ¿Lo entiendes tú? —su apasionado arrebato de ira sorprendió tanto a Edward que se quedó sin habla. Ella también pareció quedarse muda de repente y, tirando su servilleta sobre la mesa, dijo—: Discúlpeme, lord Cullen, pero ha sido un día agotador —se dio la vuelta y se encaminó a la puerta.
—Cierra la puerta de tu habitación con llave —le dijo Edward con aspereza.
Bella se detuvo y se volvió hacia él.
—Entendido. Y no te preocupes, que tampoco saldré de noche, porque sólo Dios sabe lo que está pasando aquí.
—Eso es lo que intento averiguar, señorita Swan.
—¡A costa de todo lo demás! —le espetó ella, y salió, cerrando con firmeza la puerta.
A Edward lo sorprendió la repentina frialdad, la pérdida de viveza que pareció apoderarse de la habitación al marcharse ella. Le dieron ganas de correr tras ella, de detenerla en el pasillo y llevarla de nuevo a la habitación, por la fuerza si era necesario. Ella no entendía… Y él no se entendía a sí mismo.
Comenzó a maldecir, furioso. Ayax gimió. Edward miró el fuego.
—¡Perdona, viejo amigo! —dijo, recuperando el control.
Bella era la pupila de un ladronzuelo que había aparecido allí por puro azar, y él era el conde de Masen, un hombre maldito. Una bestia. Un espejismo que él mismo había creado y que parecía mantener con toda facilidad.

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