miércoles, 17 de noviembre de 2010

No vendrá a tocar a mi puerta


Capítulo 1 "No vendrá a tocar a mi puerta"

—Cielos, ¿se puede saber qué ha hecho ahora? —preguntó Bella con desaliento mirando a Waylon, el criado, confidente y, por desgracia con demasiada frecuencia, compañero de correrías de Charlie.
—¡Nada! —respondió Waylon, indignado.
—¿Nada? Entonces, ¿qué haces aquí, sin aliento, mirándome como si estuviera a punto de verme obligada a acudir de nuevo en auxilio de mi tutor y a rescatarlo de algún calabozo, de algún burdel o de cualquier otro lugar de mala reputación?
Charlie siempre andaba metiéndose en líos. Bella sabía que parecía indignada y furiosa. Sabía que también parecía dispuesta a dejar que su tutor se llevara su merecido, lo cual no era cierto. Waylon lo sabía, y ella también.
Charlie Swan no era precisamente un tutor modélico, pese a que el destino le había proporcionado cierta posición social, y en aquella época el título de un hombre importaba mucho más que su verdadera situación y cualidades.
Pero, doce años atrás, Charlie la había salvado de ir a parar a un hospicio o algo peor. Charlie nunca había tenido un medio de vida que pudiera llamarse honorable, pero desde el día en que vio por vez primera a Bella, junto al cuerpo todavía caliente de su madre, le entregó su afecto y sus recursos, fueran éstos cuales fueran.
Y ella no iba a ser menos. Llevaba varios años luchando afanosamente por procurarle un poco más de… estabilidad. Un puesto honorable en la sociedad. Un hogar. Una vida decente.
Por suerte, Waylon había tenido la precaución de esperarla en la esquina de la calle, en lugar de entrar en el Museo Británico, donde su desastrada apariencia y sus murmullos ansiosos podían haberle costado a Bella el empleo que tanto le había costado conseguir. Bella sabía más sobre el Antiguo Egipto que muchos estudiosos que habían participado en excavaciones, pero hasta sir Jason Jenks había vacilado ante la idea de aceptar a una mujer. Y, teniendo en cuenta que sir James Gigandet tenía voz y voto, la cosa no había sido fácil. James, en realidad, la tenía en gran estima, pero su admiración podía más bien haberla perjudicado. James, que se ufanaba de ser un avezado explorador y aventurero, despreciaba al parecer a la nueva grey de las sufragistas y creía sinceramente que las mujeres donde tenían que estar era en su casa. Al menos Riley Biers, Félix Moreau e incluso lord Vulturi parecían aceptar su presencia sin dificultades. Por suerte, lord Vulturi y sir Jason eran los que de verdad importaban.
Pero las tribulaciones de su empleo poco importaban en ese momento. Charlie estaba en apuros. Pero ¡un lunes por la noche, nada más empezar la semana…!
—Te juro que Charlie no ha hecho nada —balbució Waylon, azorado. Era un hombre de alta estatura, pero vivaz, capaz de moverse con la agilidad de un lince y con idéntico sigilo.
Bella era consciente de que, pese a que quizá Charlie no hubiera hecho nada, sin duda había estado planeando algo ilegal antes de hallarse metido en aquel atolladero.
Se dio la vuelta y miró hacia atrás. Los conservadores del museo, que en ese momento salían del imponente y bello edificio, podían tropezarse con ella en cualquier momento. De pronto apareció Riley Biers, la mano derecha de sir Jason. Si la veía, querría hablar con ella, acompañarla al tranvía. Tenía que moverse, y deprisa.
Tomó a Waylon del brazo y lo condujo a toda prisa calle abajo. Al hacerlo, se alzó el viento y su pellizco escarchado se convirtió en una dentellada de hielo. Pero quizá no fuera sólo el viento. Quizá fuera una espantosa premonición.
—¡Vamos! ¡Habla, rápido! —le instó Bella, angustiada. Charlie era listo y sumamente culto, y poseía además una educación callejera que le habían procurado en su juventud un sinfín de preceptores. Le había enseñado a Bella muchas cosas: lenguas, literatura, arte, historia, teatro… Y también le había enseñado que las apariencias constituían las nueve décimas partes de las leyes que regían la sociedad. Si hablaba como una dama noble, pero pobre, y vestía como tal, eso era lo que la gente creería que era.
Charlie podía ser asombrosamente perspicaz en lo que al mundo circundante se refería. Y sin embargo a veces parecía carecer de todo sentido común.
—Dougray está ahí delante —dijo Waylon, refiriéndose a una taberna.
—¡Ahora no necesitas una dosis de ginebra! —le reprendió Bella.
—Ya lo creo que sí —dijo él en tono lastimero.
Bella dejó escapar un suspiro. La taberna de Dougray, un establecimiento frecuentado por obreros, tenía mejor reputación que la mayoría de los lugares a los que Waylon y Charlie eran asiduos. En ella se permitía además la entrada a las mujeres, particularmente a las que formaban parte del cada vez más nutrido batallón de empleadas de oficina del país.
Bella siempre vestía con esmero, a fin de conservar su empleo como ayudante de sir Jason Jenks, conservador principal del pujante departamento de Antigüedades Egipcias del Museo Británico. Su falda era de un gris sombrío, con un pequeño abultamiento en la parte de atrás, y su blusa, de corte elegante y bonito, era de un tono parecido aunque algo más claro. Su capa, discreta y de buen paño, había pertenecido en otro tiempo a una dama de calidad que presumiblemente se la entregó al Ejército de Salvación al adquirir otra más a la moda. Su melena larga y quebrada, que ella consideraba su único rasgo de belleza, era de un lustroso castaño oscuro y aparecía minuciosamente recogida sobre la coronilla de su cabeza. No llevaba joyas ni ornamento alguno, fuera de la sencilla sortija de oro que Charlie había encontrado en el cuerpo sin vida de su madre y que ella llevaba desde entonces, prendida de una cadena cuando era niña, y ahora en el dedo.
Le pareció que nadie se fijaba en ellos cuando entraron en la taberna.
—¿Nos estamos escondiendo? —susurró Waylon.
—Vamos al fondo, por favor.
—Si intentas pasar desapercibida, Bells, será mejor que te desengañes, porque todos y cada uno de los hombres que hay en este sitio se han vuelto para mirarte.
—No seas ridículo.
—Es por tus ojos —le dijo él.
—Mis ojos son castaños, normales y corrientes —replicó ella con impaciencia.
—No, niña, son de oro, de oro puro. Y a veces tienen un matiz esmeralda. Es muy extraño. Me temo que todos los hombres te miran… ¡y no precisamente como es debido! —dijo, mirando a su alrededor con un destello de furia.
—Nadie va a hacerme nada, Waylon. ¡Muévete, por favor!
Empujó rápidamente a Waylon hacia el fondo del local lleno de humo y pidió una ginebra para él y una taza de té para ella.
—Ahora, habla de una vez —le ordenó.
—Charlie te quiere con toda su alma, niña, ya lo sabes —comenzó a decir él.
—Y yo a él. ¡Y ya no soy una niña, gracias a Dios! —replicó Bella—. Ahora, dime inmediatamente en qué lío se ha metido —Waylon masculló algo sin apartarse el vaso de ginebra de la boca—. ¡Waylon! —le reprendió ella, enojada.
—Está en manos del conde de Masen.
Bella dejó escapar un gemido de sorpresa. No se esperaba aquello. Y, a pesar de que aún no conocía la historia, sintió de antemano un profundo desaliento.
Del conde de Masen se decía que era un monstruo. No sólo en sus tratos con obreros, sirvientes y miembros de la alta sociedad, sino en el pleno sentido de la palabra. Sus difuntos padres, cuya riqueza era desmesurada, se habían preciado de ser grandes eruditos, anticuarios y arqueólogos. Su fervor por el Antiguo Egipto los había llevado a pasar gran parte de su vida en El Cairo. Su único hijo fue a Inglaterra a fin de recibir una educación adecuada, pero volvió a reunirse con ellos al terminar sus estudios. Luego, según decían los periódicos, la familia cayó víctima de una mortífera maldición. Lord y lady Cullen descubrieron la tumba de un antiguo sacerdote, repleta de preciosos artefactos. Entre ellos se hallaba una vasija que contenía el corazón de la concubina predilecta del sacerdote. La concubina era, al parecer, una bruja. Naturalmente, al llevarse la vasija, una grave maldición recayó sobre la familia. Se decía que uno de los egipcios que trabajaban en la excavación fue presa del pánico y que señalando al cielo gritaba que robar el corazón de otra persona era un acto tan egoísta y cruel que atraería el desastre sobre todos ellos. El conde y la condesa se limitaron a reírse de aquel hombre, lo cual, por lo visto, fue un grave error, pues unos días después murieron misteriosamente y de la forma más horrenda.
En aquella época, su hijo, el nuevo conde, se hallaba con las tropas de Su Majestad aplastando las sublevaciones de la India. Al enterarse de la noticia, se lanzó enloquecido al combate y consiguió cambiar las tornas en una escaramuza en la que las tropas de Su Majestad eran claramente superadas en número por sus oponentes. El conde se alzó con la victoria, pero sufrió heridas tan graves que quedó espantosamente desfigurado. Y lastrado por una maldición familiar tan horrenda que, pese a su inmensa fortuna, no había podido encontrar esposa desde que se hallaba instalado en Londres.
Según se rumoreaba, aquel hombre era de una vileza extrema. Espantoso de rostro y de figura, era tan retorcido, malvado y cruel como el corazón que había llegado al castillo de Masen metido en una vasija.
Se decía que aquella reliquia había desaparecido, y muchos creían que el corazón se había fundido con el del perverso señor del castillo. Sencillamente, aquel hombre odiaba a todo el mundo. Vivía como un ermitaño en su inmensa y frondosa propiedad y no dudaba en denunciar a cuantos osaban traspasar las lindes de sus tierras. Al menos, a los que no les disparaba.
Bella sabía todo aquello. De no haberlo leído en los periódicos, habría oído de todos modos la historia, sin duda embellecida, pues siempre era objeto de discusión en la sección de Antigüedades Egipcias del museo.
No hizo falta que Waylon dijera una sola palabra más para que su corazón se llenara de temor.
Se quedó paralizada y procuró serenar su voz al preguntarle a Waylon:
—¿Se puede saber cómo se las ha arreglado Charlie para despertar la ira del conde de Masen?
Waylon apuró su ginebra con un estremecimiento, se recostó en el asiento y miró a Bella.
—Tenía pensado… bueno, ya sabes, parar un carruaje que venía del norte.
Bella contuvo el aliento y lo miró con pasmo.
—¿Iba a robar un carruaje, como un vulgar salteador de caminos? ¡Podrían haberle disparado… o ahorcado!
Waylon se removió, inquieto.
—Bueno, verás, eso no podría haber ocurrido, porque no llegó tan lejos.
Bella se sintió de pronto embargada por el desaliento y la tristeza. ¡Ahora tenía un empleo! Un empleo perfectamente respetable. Un trabajo que la llenaba de satisfacción y le proporcionaba un sueldo decente. Podía mantenerse ella y mantener a Charlie, y también a Waylon, si no lujosamente, al menos sin recurrir a argucias criminales.
—Te ruego me digas qué impidió que acabaran matándolos a los dos, malditos estúpidos —le exigió.
Waylon se removió de nuevo en el asiento.
—El castillo de Masen —dijo con los ojos bajos.
—¡Continúa! —dijo ella.
Él agitó las pestañas mientras decía, poniéndose a la defensiva:
—Charlie te quiere tanto, Bells, que sólo desea encontrar un modo de ofrecerte la posición que te mereces.
Bella clavó su mirada en él. La cólera se agitó en su corazón y a continuación se disipó. No tenía sentido intentar explicarle a Waylon que ella nunca formaría parte de la alta sociedad. Quizá su padre fuera un noble; quizá incluso se había casado con su madre en secreto. El anillo que llevaba su madre en el momento de morir atestiguaba que la había querido lo suficiente como para comprarle una delicada joya.
La gente creía que Bella era la hija de un pariente lejano de Charlie, de un hombre elevado al rango de caballero por su valentía al servicio de Su Majestad en el Sudán. Pero no era cierto. Y jamás habría para ella un matrimonio de alto copete, ni una temporada social, ni nada parecido. Y, si se pasaba de la raya, acabaría descubriéndose la verdad.
Y la verdad no era atractiva en lo más mínimo. Su madre había sido prostituta y había muerto en Whitechapel. Sin duda en otro tiempo había soñado con una vida mejor. Pero se había enamorado y había acabado en el East End de Londres, desheredada, sin un penique y abandonada a su suerte. Fuera quien fuese el padre de Bella, había desaparecido mucho antes de que ella cumpliera nueve años. Y Renée Dwyer había muerto en las mismas calles en las que trabajaba. Si Charlie no hubiera aparecido aquel día…
—Waylon —dijo Bella con un profundo suspiro—, explícate, por favor.
—Las verjas del castillo estaban entreabiertas —dijo él con sencillez.
—¿Entreabiertas? —preguntó ella.
—Bueno…, estaban cerradas. Pero hay un agujero en el muro, y como Charlie es tan aventurero…
—¡Aventurero!
Waylon se azoró, pero no cambió de adjetivo.
—No había perros. Era casi de noche. Se cuentan muchas historias sobre los lobos que merodean por el bosque de Masen, pero ya conoces a Charlie. Pensó que podíamos entrar.
—Entiendo. ¿Sólo para disfrutar del jardín y de la luz de la luna?
Waylon se encogió de hombros, incómodo.
—Está bien, está bien. Charlie pensaba que podía haber alguna baratija abandonada en el jardín que tal vez valiera una fortuna si se la vendíamos a las personas adecuadas. Eso es todo. No teníamos mala intención. Charlie creía que podíamos encontrar alguna cosilla que el conde de Masen no echara en falta y que quizá nos diera mucho dinero si la vendíamos… como es debido.
—¡El mercado negro!
—Charlie quiere lo mejor para ti. Y como ese joven del museo demuestra tanto interés…
Bella no tuvo más remedio que hacer girar los ojos. Waylon se estaba refiriendo a sir James Gigandet, asesor de lord Aro Vulturi y director de la sección de Antigüedades gracias a su experiencia en excavaciones egipcias y sin duda también a las grandes sumas de dinero que donaba al museo.
James era un hombre atractivo. A decir verdad, era bastante guapo. Y también había sido elevado al rango de caballero gracias a su paso por el ejército. Era alto, encantador, bien hablado y ancho de espaldas. Con todo, y a pesar de que disfrutaba de su compañía, Bella se mostraba precavida. Pese al atractivo de James, a sus continuos halagos y sus intentos de acercarse a ella, Bella nunca olvidaba las circunstancias de su nacimiento. Muchas veces se había imaginado a su madre, hermosa y sola, entregándole su confianza a un hombre como aquél contra toda lógica.
Sabía que James estaba interesado en ella, pero sabía también que su relación no tenía porvenir. Estaba segura de que ella no era la clase de mujer que un hombre como James llevaba a casa de su madre.
Y ella sólo estaba dispuesta a aceptar un auténtico compromiso. No quería enamorarse locamente, ni permitir que la pasión le hiciera perder la cabeza. Y pensaba conservar su orgullo, su dignidad y su posición a toda costa. Se negaba a considerar siquiera la idea de perder su empleo en el museo, y por ello estaba decidida a andarse con mucho ojo.
—Waylon, a mí no me interesa ningún hombre que no me quiera por lo que soy.
—Eso está muy bien, Bella. Pero vivimos en un mundo en el que sólo importan el pedigrí y la riqueza.
Ella estuvo a punto de gruñir.
—Un tutor con un largo historial de detenciones y arrestos no me dará ni pedigrí ni riquezas, Waylon.
—Oh, vamos, por favor, Bella, te aseguro que no pensábamos hacer nada malo. Ha habido muchos bandidos y salteadores de caminos que se han hecho famosos y que hasta se han convertido en leyenda por robar a los ricos para dárselo a los pobres. Lo que pasa es que en este caso los pobres somos nosotros.
—Los bandidos y los salteadores de caminos han acabado colgando de una horca muy a menudo —le recordó ella con un destello en la mirada—. He intentado explicaros muchas veces, con la paciencia de un santo, que robar no es sólo mezquino. ¡También es ilegal!
—¡Ay, Bella, niña! —dijo Waylon, compungido, y fijó de nuevo los ojos en la mesa—. ¿Puedo tomar otra ginebra?
—¡Por supuesto que no! —dijo Bella—. ¡Tienes que mantenerte sobrio y acabar de contarme la historia para que sepa qué puedo hacer! ¿Dónde está Charlie ahora? ¿Lo han llevado ante un juez? ¿Qué demonios voy a hacer? ¿Lo pillaron…?
—Me empujó hacia los árboles y se dejó atrapar —dijo Waylon.
—Entonces, ¿lo han arrestado? —preguntó ella.
Waylon movió la cabeza de un lado a otro. Se mordió el labio y dijo:
—Está en el castillo de Masen. Por lo menos, eso creo. He venido lo antes posible.
—¡Oh, Dios mío! ¡A estas horas ya lo habrán llevado a prisión! —exclamó Bella.
Para sorpresa suya, Waylon meneó de nuevo la cabeza.
—No, verás, oí lo que decía la Bestia.
—¿Cómo dices?
—Estaba allí. El conde de Masen estaba allí, montado en un corcel negro y enorme, de aspecto diabólico. ¡Era inmenso! Y les gritaba a sus hombres que debían retener al intruso y que…
—¿Que qué?
—Que no podían permitirle revelar lo que había visto.
Ella se quedó mirándolo, llena de perplejidad. El frío que había sentido un rato antes en el cuello se había convertido de pronto en un témpano que traspasaba su carne.
—¿Qué es lo que visteis?
Él sacudió la cabeza.
—¡Nada! De verdad, nada. Pero había otros hombres con Masen. Y se llevaron a Charlie al castillo.
—¿Cómo sabes que era Masen? —preguntó ella.
Waylon se estremeció.
—Por la máscara —dijo en voz baja.
—¿Lleva una máscara?
—Oh, sí. Ese hombre es un monstruo. Seguro que lo habrás oído decir.
—¿Está lisiado, encorvado y además lleva una máscara?
—No, no, es enorme. Bueno, al menos parecía muy alto en su silla de montar Y lleva una máscara. De cuero, creo, pero con cara de animal. En parte león, quizá. O lobo. O dragón. Es horrenda, es todo lo que sé. Su voz es como el trueno, profunda… ¡como si de verdad lo hubiera maldecido el diablo! Pero era él. ¡Claro que era él! —ella lo miró con fijeza. Waylon meneó la cabeza, apenado—. Charlie me estrangulará si se entera de que se ha sacrificado sólo para que yo te venga con el cuento, pero… no podemos dejarlo allí, aunque la policía sospeche que es un ladrón…
Sí, eso sería preferible. Si al menos Charlie hubiera sido llevado a Londres para enfrentarse a juicio, ella podría haberle pagado un abogado. O podría presentarse ante el magistrado y asegurar que su tutor estaba loco, que empezaba a chochear. Podría… Sólo Dios sabía lo que podría haber hecho.
Pero, según Waylon, Charlie seguía en el castillo de Masen, retenido por un hombre célebre por su despiadada crueldad. Bella se levantó.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Waylon.
—¿Qué quieres que haga? —inquirió ella con un suspiro cansino—. Voy a ir al castillo de Masen.
Waylon se estremeció.
—He metido la pata. Charlie no quiere que te pongas en peligro.
Bella sintió una aguda punzada de lástima por Waylon, pero ¿qué esperaba el compañero de andanzas de Charlie?
—No me pondré en peligro —le aseguró con una débil sonrisa—. He aprendido de él a ser una artista del disimulo, Waylon. Me presentaré como la efigie misma de la ingenuidad y el candor, y me devolverán a mi tutor. Ya lo verás.
Él se levantó velozmente.
—¡No puedes ir sola!
—No pienso hacerlo —le aseguró ella secamente—. Primero tenemos que ir a casa para que me cambie. Y tú también.
—¿Yo?
—¡Sí, tú!
—¿Cambiarme?
—La apariencia lo es todo, Waylon —le dijo ella sagazmente. Él pareció perplejo—. Da igual. Vamos, creo que hemos de darnos prisa —de pronto se quedó helada y se volvió hacia él—. Waylon, esto no lo sabe nadie, ¿no? ¿Nadie sabe que Charlie está en manos del conde de Masen?
—Nadie, aparte de mí. Y de ti, claro.
Bella sintió que unos dedos huesudos y fríos se cerraban sobre su corazón. Dios santo, aunque se le considerara una bestia, el conde de Masen no podía matar a un hombre así como así.
—Waylon, hemos de darnos prisa —dijo y, agarrándolo del brazo, lo sacó a rastras de la taberna.
—El caballero descansa plácidamente —dijo Sue Clearwater al entrar en el salón, y se dejó caer en uno de los grandes y mullidos sillones que había frente al fuego.
A su lado, sentado en el otro sillón, el amo del castillo miraba pensativamente el fuego mientras acariciaba la enorme cabeza de Ayax, su perro pastor irlandés.
Edward Cullen, conde de Masen, miró a Sue frunciendo las cejas, enfrascado en sus pensamientos. Al cabo de un momento, dijo:
—¿Está gravemente herido?
—Oh, yo diría que no. El médico ha dicho que sólo está un poco magullado y asustado, pero que no parece haberse roto ningún hueso, si bien es cierto que se hizo algunos arañazos al trepar por la tapia y caerse. Pero creo que dentro de un par de días estará como nuevo.
—¿No saldrá a merodear por la casa en plena noche?
Sue sonrió.
—Cielo santo, no. Jasper está montando guardia en el pasillo. Y, como bien sabes, la cripta está bien cerrada. Sólo tú y yo tenemos las llaves de las puertas de abajo. Aunque saliera a dar una vuelta, no encontraría nada. Y, además, no saldrá. Como tenía algunos dolores, le hemos dado una buena dosis de láudano.
—No saldrá. Jasper se encargará de ello —dijo Edward con firmeza. El servicio del castillo de Masen era escaso, sumamente escaso, a decir verdad, para el mantenimiento de una casa tan grande. Pero todos los que formaban parte de él eran considerados amigos. Y cada hombre y cada mujer era leal hasta la médula: mucho más de lo que podían sugerir las apariencias.
—Tienes razón, claro. Jasper es muy diligente —convino Sue.
—¿Qué crees que impulsó a ese hombre a hacer tal cosa? —preguntó Edward, y, apartando la mirada de las llamas, la posó de nuevo en Sue—. Los jardines son tan frondosos que forman una auténtica selva. Es asombroso que se arriesgara a atravesarlos.
—¡Y pensar en lo bien cuidados que estaban cuando vivían tus padres! —suspiró Sue.
—Un año de lluvia inglesa, querida mía, hace maravillas —dijo Edward—. ¡Ahora tenemos una selva y animales feroces! ¿Por qué se habrá arriesgado?
—Por la promesa de grandes riquezas que robar —dijo ella.
—Tú no crees que trabaje para otros, ¿verdad? —preguntó él con viveza.
Ella levantó las manos.
—¿Sinceramente? No, creo que vino a robar alguna cosa de valor, nada más. ¿Puede, sin embargo, que trabaje para alguien, con intención de averiguar qué es lo que tienes? Sí, es posible.
—Mañana lo averiguaré —dijo Edward. Sabía que el sonido de su voz daba escalofríos. No pretendía que fuera así, pero, en lo que al castillo de Masen y a sus presentes actividades se refería, sentía cierta ferocidad. Sabía que estaba amargado, pero se sentía con derecho a estarlo. No sólo tenía que resolver los problemas del pasado. También estaba el futuro.
Sue lo miró con ansiedad, alarmada por su tono.
—Dice llamarse Charlie Swan. Y jura que actuaba solo, aunque eso ya lo sabes, porque estabas con Jasper y con Emmett cuando lo encontraron.
—Sí, lo sé. También asegura que cayó por casualidad en los jardines del castillo. No sé cómo puede uno caerse por casualidad desde una muralla de tres metros de alto. Dado que asegura que no tenía mala intención, afirma, naturalmente, ser inocente de todo intento de conspiración. Pero ya veremos. Emmett irá mañana a la ciudad a ver qué puede averiguar sobre él. Naturalmente, seguirá siendo nuestro invitado hasta que descubramos sus verdaderas intenciones.
—¿Quieres que vaya yo también a hacer algunas compras? —sugirió Sue.
—Puede —dijo Edward en voz baja, y dejó escapar un profundo suspiro—. Y puede que sea hora de que empiece a aceptar algunas de las invitaciones que me han hecho.
Sue se echó a reír.
—Ya te he dicho muchas veces que debes hacerlo. ¡Pero piensa en el pavor que sentirían las mamás de esas debutantes!
—Sí, hay que tenerlo en cuenta.
—Es una lástima que no tengas una prometida o una esposa que te haga compañía. Y que de paso demuestre que sobre esta casa no pesa ninguna maldición y que tú no eres una bestia, sino un hombre herido por una gran tragedia familiar.
—Eso también es cierto —murmuró él, mirándola con fijeza mientras sopesaba su respuesta.
—¡Por el amor de Dios, no me mires así! —exclamó Sue, riendo—. ¡Soy demasiado vieja, excelencia!
Él se vio obligado a sonreír. Sue era una mujer hermosa. Sus ojos verdes rebosaban inteligencia, y a pesar de que rondaba los cuarenta años, poseía un rostro de rasgos tan finos que sin duda conservaría su belleza hasta los cien años, si Dios le concedía una vida tan larga.
—¡Ah, Sue! Tú conoces mi alma como ninguna otra mujer podrá hacerlo, y, sin embargo, tienes razón —su semblante se endureció—. Pero, si conociera a una posible candidata a convertirse en mi esposa, no la mezclaría en esta farsa. Sólo Dios sabe qué peligros tendría que afrontar.
—En eso tienes razón. Nadie en su sano juicio enredaría a una inocente a esta endiablada telaraña —murmuró Sue—. No se puede poner en peligro a una muchacha.
—Sí, pero mi madre está muerta, ¿no es cierto? —inquirió él con voz crispada.
—Tu madre era una mujer poco común, y tú lo sabes. Tanto por sus conocimientos, como por sus aspiraciones y su coraje —dijo Sue—. No encontrarás otra mujer como ella.
—No —convino Edward—. Y el hecho de que esos desalmados mataran a una mujer me vuelve el corazón de piedra, aunque estoy seguro de que habría seguido con esto con idéntica resolución si hubiera sido únicamente mi padre quien hubiera muerto asesinado de manera tan cruel —vaciló un momento—. Ah, Sue, no me hace feliz que tú estés metida en esto.
Ella sonrió.
—Yo estaba metida en esto antes que tú —le recordó suavemente—. Y estoy más que dispuesta a arriesgar mi vida y todo lo que tengo. Pero, aun así, no creo que esté en peligro. Yo no tengo los conocimientos ni el talento que tenía tu madre. Y tampoco creo que una joven, un bonito trofeo que pudieras llevar del brazo, estuviera en peligro. Tú eres el que está en el punto de mira, si es que hay algún peligro. Cualquier enemigo que tengas sabe que no pararás hasta que los muertos puedan descansar en paz.
—Yo soy el maldito —le recordó él.
—¿Y crees en las maldiciones? —preguntó Sue con cierta sorna.
—Depende de lo que se considere una maldición. Creo en el infierno, sí. ¿Pueden levantarse las maldiciones? Sí, desde luego. Pero antes he de encontrar la solución a este misterio —dijo en tono solemne.
Sue movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Lo ves? Una joven bonita que jure amarte, pese a tu espantosa cara y a todo lo que ha ocurrido en el pasado, cambiaría la apariencia de Masen…, del castillo y de su amo. Tal vez haya alguien a quien puedas… pagar.
—¡Hablas en serio! —exclamó él.
—Sí. Creo sinceramente que lo que necesitas es una mujer bonita a tu lado. Alguien que te acompañe en los salones de la alta sociedad, alguien que demuestre que eres humano.
—¡Con lo que me ha costado ser el que soy! —dijo él sardónicamente.
—Sí, y era necesario —repuso Sue—. Nadie había entrado en el castillo… hasta ahora.
—Nadie que nosotros sepamos —dijo él con aspereza.
—Edward, es hora de cambiar de rumbo.
—No puedo hacerlo hasta que llegue al fondo de todo esto.
—Puede que nunca llegues.
—Te equivocas. Llegaré.
Ella suspiró.
—Está bien, entonces considéralo desde otro punto de vista. Riza un poco más el rizo de esta farsa, Edward. Has hecho todo lo que puede hacerse desde las sombras, y seguirás haciéndolo. Pero creo sinceramente que es hora de que vuelvas a salir al mundo. Te han invitado a esa fiesta de recaudación de fondos en el museo. Estás convencido de que estamos tratando con miembros del estamento académico, y es una suposición muy plausible. ¿Y quién mejor que aquéllos que compartían la pasión y la fascinación de tus padres por las maravillas del mundo antiguo? Tú mismo me has dicho que ya has reducido tu lista de sospechosos.
Él se levantó, inquieto, y comenzó a pasearse delante del fuego. Sintiendo el estado de ánimo de su amo, Ayax gimoteó con nerviosismo. Edward se detuvo un momento para tranquilizarlo.
—No pasa nada, chico —dijo, y luego fijó de nuevo su atención en Sue—. Sí, buscamos a alguien con un profundo conocimiento en la materia. Eso está claro. Pero también buscamos a alguien capaz de asesinar con premeditación, utilizando las retorcidas artimañas que acabaron con la vida de mis padres.
Sue se quedó callada un momento. A pesar de que había transcurrido un año, resultaba imposible recordar cómo habían muerto el difunto conde y la condesa sin experimentar una espantosa sensación de pavor y tristeza.
Edward se acercó a la mesa que había detrás de las butacas, se sirvió un vaso de brandy, lo apuró de un trago y volvió a mirar a Sue.
—Disculpa mis modales —dijo—. ¿Te apetece un brandy, querida?
—Pues, a decir verdad, sí —contestó ella con una sonrisa.
Edward sirvió dos vasos y, dándole uno, dijo con aspereza:
—Por la noche. Por la oscuridad y las tinieblas.
—No, por el día y por la luz —dijo ella con firmeza. Edward hizo una mueca—. Es hora de que le des un giro a tu vida, ya te lo he dicho —insistió Sue—. Tenemos que buscarte una joven bonita y agradable. No muy rica, ni muy noble. Eso sería absurdo, teniendo en cuenta… En fin, con tu reputación, nadie se lo tragaría. Pero tienen que darse las circunstancias adecuadas. Hemos de encontrar a la persona idónea. Ha de ser bastante joven, bonita, compasiva y también poseer cierto encanto. Con la mujer adecuada a tu lado, podrás proseguir tus indagaciones sin tener que preocuparte de madres desesperadas listas para entregar a sus hijas en sacrificio a la Bestia sólo para conseguir la fortuna de los Masen.
—¿Y dónde encuentro a esa encantadora beldad? —preguntó él con una sonrisa—. Ha de tener cierta inteligencia… y el encanto del que tú hablas. Si no, tenerla a mi lado no servirá de nada. Sería absurdo recorrer las calles para contratar a una mujer semejante. Te aseguro que no encontraríamos una belleza dulce y bien hablada. Así que por ese lado hay pocas esperanzas. Y es muy improbable que la perfecta candidata venga a llamar a mi puerta.
En ese preciso instante, alguien llamó con firmeza a la puerta de la sala.
Emmett, ataviado con su uniforme de lacayo, un tanto estrafalario pero sin duda imponente en un hombre de su estatura y su fortaleza física, abrió la puerta. Parecía perplejo.
—Hay una joven que pregunta por usted, lord Edward.
—¿Una joven? —repitió Edward, frunciendo el ceño.
Emmett asintió.
—Pues sí, una joven muy bonita que espera abajo, en la verja.
—¡Una joven! —exclamó Sue, mirando a Edward con fijeza.
—Sí, sí, eso ya lo hemos dejado claro —dijo Edward—. ¿Cómo se llama? ¿A qué ha venido?
—¿Qué importa eso? —dijo Sue—. Debes invitarla a pasar y averiguar qué se le ofrece.
—Claro que importa, Sue. Puede que sea una cretina, si ha venido hasta aquí. O que trabaje para alguien —replicó Edward.
Sue agitó una mano en el aire.
—Hazla pasar, Emmett. Inmediatamente. ¡Oh, Edward, por favor! No puedes ser siempre tan desconfiado —él enarcó una ceja—. ¡Edward, por favor! No tenemos visitas desde hace… ¡años! —concluyó, acalorada—. Podría serviros una cena deliciosa. ¡Qué ilusión!
—Sí, qué ilusión —dijo Edward secamente, y levantó las manos—. Emmett, haz pasar a esa joven —miró a Sue—, ya que ha venido a llamar a nuestra puerta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario