miércoles, 17 de noviembre de 2010

Frente a la bestia


Capítulo 2 "Frente a la bestia"

Bella había sido muy precavida, tanto en lo tocante al transporte como a su apariencia. Waylon estaba muy apuesto con uno de los trajes de Charlie y una gorra que le daba un aspecto pulcro y digno, aunque siguiera pareciendo un sirviente. Ella había sacado su mejor vestido, un conjunto muy femenino de color marrón oscuro, con el corpiño ni muy alto ni muy bajo, un abultamiento trasero de mediano tamaño, falda de satén y enaguas con un borde de encaje que se veía bajo el delicado festón del dobladillo de la falda. A su juicio, aquel atuendo parecía propio de una joven respetable que, pese a no poseer una gran fortuna, disponía de medios honorables para vivir dignamente.
Lamentaba, desde luego, el dinero que había invertido en pagar el coche que los había llevado tan lejos de la ciudad, pero el cochero se había apresurado a asegurarle que estaba dispuesto a esperar para llevarlos de nuevo a Londres. De modo que allí estaba, ante las imponentes puertas del castillo de Masen, mirando la maciza verja de hierro que impedía el paso.
—¿De veras pensabais que podíais escalar esta tapia? —le preguntó a Waylon.
Él se encogió de hombros, apesadumbrado.
—Bueno, un poco más allá hay una zona donde la piedra está en mal estado. Fue bastante fácil encontrar un sitio donde apoyar el pie y luego… Bueno, yo aupé a Charlie y él tiró de mí. La verdad es que podía haberme roto algún hueso, porque tuve que escapar del mismo modo, y me perseguía un perro enorme. Aunque, ahora que lo pienso, puede que fuera un lobo… pero qué más da. El caso es que escapé, y juro que no me vieron.
Waylon se sonrojó, consciente de que a Bella no le había hecho ninguna gracia su historia.
Ella ya había tirado de la gruesa cuerda que, presumiblemente, hacía sonar una campana en alguna parte del castillo.
—Charlie está ahí dentro —murmuró.
—¡Bells, te lo juro, yo no quería abandonarlo! —dijo Waylon—. Pero no sabía qué hacer, aparte de ir a buscarte.
—Sé que no querías abandonarlo —dijo ella en voz baja y luego añadió—: ¡Chist! Viene alguien.
Oyeron el golpeteo de los cascos de un caballo y al cabo de un momento apareció tras la verja un hombre montado a lomos de un enorme animal. Cuando desmontó, Bella comprendió que el caballo fuera tan grande, pues aquel hombre era un verdadero gigante. Medía mucho más de un metro ochenta, y sus hombros parecían tener la anchura de una puerta. No era un jovencito, pero tampoco mayor. Bella calculó que tendría quizá treinta y cinco años. Musculoso y tenso, se acercó a mirar por entre la verja.
—¿Sí?
—Buenas noches —dijo Bella, azorada a su pesar por la envergadura y el aire amenazante de aquel hombre—. Le ruego me disculpe por venir a molestar a estas horas y sin avisar. Es muy importante que vea al señor de la casa, al conde de Masen, por un asunto de la mayor urgencia.
Había esperado preguntas, pero no recibió ninguna. El hombre la miró con fijeza desde debajo de unas cejas oscuras y pobladas y a continuación dio media vuelta.
—¡Disculpe! —gritó ella.
—Veré si el señor puede recibirla —dijo él por encima del hombro y, montando de un salto en el enorme caballo, desapareció por la senda que llevaba al castillo.
—No querrá recibirnos —dijo Waylon con pesimismo.
—Tiene que hacerlo. No me iré de aquí hasta que lo vea —le aseguró Bella.
—A muchos hombres los inquietaría que una dama se presentara en su puerta en plena noche. Pero estamos tratando con la Bestia de Masen —le recordó Waylon.
—Me recibirá —insistió Bella, y se puso a pasear de un lado a otro ante la verja.
—No viene nadie —dijo Waylon, cada vez más nervioso.
—No pienso marcharme de aquí sin Charlie, Waylon. Si no aparece alguien pronto, tocaré esa campana hasta que se vuelvan locos —dijo Bella, y se quedó quieta, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Waylon empezó a pasearse.
—No viene nadie —repitió.
—El castillo está un poco lejos, Waylon. Ese hombre tiene que llegar hasta allí, buscar a su amo y volver.
—Me parece que hoy vamos a dormir aquí —masculló él.
—Bueno, tú sabes cómo entrar en la finca —le recordó ella.
—Pues podríamos empezar ahora mismo.
—Debemos esperar —dijo ella con firmeza, a pesar de que empezaba a temer que Waylon tuviera razón, que la dejaran allí, esperando en la verja, sin darle respuesta alguna. Pero entonces, justo cuando comenzaba a desesperarse, oyó de nuevo los cascos de un caballo y el traqueteo de unas ruedas.
Una pequeña calesa con capota de cuero apareció guiada por el gigante. Éste saltó del pescante y se acercó a la verja, usó una gran llave para abrir el candado que la cerraba y la abrió.
—Si tienen la bondad de acompañarme… —dijo educadamente, pese a la severidad de su voz.
Bella le lanzó a Waylon una sonrisa animosa y siguió al lacayo. El gigante la ayudó a subir al asiento trasero de la calesa. Waylon saltó tras ella.
La pequeña calesa los condujo por un largo y sinuoso sendero a cuyos lados la oscuridad parecía profunda e interminable. Bella estaba segura de que, a la luz del día, habrían visto el frondoso bosque que bordeaba el camino. Al señor de Masen le gustaba vivir recluido, hasta el punto de que sus tierras parecían dejadas de la mano de Dios. Mientras avanzaban por el sendero, a Bella le pareció que el bosque respiraba, que era, en efecto, un ser poderoso, listo para engullir a quien se aventurara a adentrarse en él.
—¿Y aquí pensabais encontrar algún tesoro? —le susurró a Waylon.
—Todavía no has visto el castillo —respondió él en voz baja.
—¡Estáis locos! Debería dejar a Charlie aquí —murmuró—. Esto es lo más absurdo que he visto nunca.
Entonces el castillo surgió ante ella como un mastodonte. El edificio conservaba un foso sobre el que se cernía un gran puente levadizo, ahora permanentemente bajado, supuso Bella, pues era muy improbable que algún ejército sitiara la plaza. Saltaba a la vista, sin embargo, que nadie podía escabullirse en el interior de aquel lugar, pues los muros del castillo eran gruesos y ciegos hasta una gran altura, donde se veían algunas estrechas lucernas.
Bella miró a Waylon, sintiéndose más enojada y angustiada a medida que se acercaban. ¿Qué se les había pasado por la cabeza a aquellos dos?
El carruaje pasó traqueteando sobre el puente. Entraron en un gran patio y Bella vio lo que Charlie ya debía saber con anterioridad: el patio entero estaba cubierto de antigüedades, estatuas imponentes y obras de arte. Una antigua bañera grecorromana hacía las veces de abrevadero. Junto a la tapia exterior había una hilera de sarcófagos, mientras que otros tesoros bordeaban el camino que conducía al portón. Saltaba a la vista que el castillo había sufrido algunas reformas para adaptarlo a los gustos del siglo XIX. Una bella arcada cubría el portal, y de la torrecilla que coronaba éste colgaban los pámpanos de una parra.
Bella siguió observando el patio mientras el gigante la ayudaba a apearse de la calesa. Aquellas antigüedades deberían estar en un museo, pensó, indignada, a pesar de que era consciente de que muchas cosas que ella consideraba preciosas no eran más que objetos vulgares y corrientes para los ricos viajeros que hacían de recorrer el mundo su oficio. Incluso había oído que en Egipto las momias eran tan abundantes que a menudo se vendían como pasto para el fuego. Allí, no obstante, había un sinfín de asombrosos ejemplos de arte egipcio: dos ibis gigantes, algunas estatuas de Isis y cierto número de esculturas que sin duda representaban a faraones menores.
—Síganme —dijo el gigante.
Lo siguieron por el sendero hasta la puerta. Ésta daba a un vestíbulo circular.
—Si me permiten…
El lacayo tomó la capa de Bella, pero Waylon se aferró con decisión a su gabán. El gigante se encogió de hombros.
—Por aquí.
Cruzaron una segunda puerta que conducía a un impresionante recibidor, enteramente reformado. A decir verdad, era una sala muy elegante. La escalera de piedra se elevaba, trazando una curva, hasta el piso superior y la galería, y sus peldaños estaban cubiertos con una cálida alfombra azul marino. El techo y parte de las paredes estaban cubiertos de armas entre las que se habían intercalado hermosas pinturas, algunas de ellas retratos, otras escenas medievales y pastoriles. Bella estaba segura de que muchos de aquellos cuadros eran obra de grandes maestros.
En una enorme chimenea crepitaba el fuego. Los sillones que circundaban el hogar eran de cuero marrón oscuro, pero no por ello austeros, sino más bien mullidos y confortables.
—Tú, espera aquí —le dijo el lacayo a Waylon—. Usted, venga conmigo —añadió dirigiéndose a Bella.
Waylon la miró como un perrillo asustado. Ella inclinó la cabeza para tranquilizarlo y siguió al lacayo por las sinuosas escaleras.
El gigante la condujo a una sala en la que había una mesa escritorio de gran tamaño e innumerables anaqueles llenos de libros. A Bella le dio un vuelco el corazón al verlos. Había muchísimos. Una de las paredes estaba recubierta de volúmenes dedicados a su tema predilecto. Allí, un grueso tomo titulado El Antiguo Egipto aparecía junto a otro bajo el título Itinerario de Alejandro Magno.
—El señor estará con usted enseguida —dijo el gigantesco lacayo, y cerró la puerta al salir.
Al quedarse sola en la espaciosa biblioteca, Bella cobró conciencia del repentino silencio. Luego, poco a poco, fue sintiendo leves ruidos nocturnos que se filtraban desde el exterior. A lo lejos se oyó el aullido plañidero y escalofriante de un lobo. Luego, como si quisiera disipar aquel escalofrío, se oyó el crepitar del fuego que ardía alegremente en el hogar, a la derecha de la puerta.
Sobre una mesita marrón había una botella de brandy rodeada de delicadas copas. Bella sintió la tentación de correr hacia ella, levantar la elegante botella de cristal y beberse el brandy hasta que no quedara ni una gota.
Al darse la vuelta, reparó en un bello cuadro de gran tamaño que había tras el enorme escritorio. La mujer representada en él iba vestida a la moda de una década atrás. Tenía el pelo color caramelo claro y bonito y una sonrisa que irradiaba luz. Sus ojos, de un verde intenso, casi como esmeraldas, constituían el elemento más atrayente del cuadro. Fascinada, Bella se acercó a él.
—Mi madre, lady Esme Cullen —oyó decir a una voz profunda y masculina, si bien un tanto áspera y amenazadora.
Se giró, sobresaltada, pues no había oído abrirse la puerta, y profirió a pesar de sí misma un gemido de sorpresa, ya que la cara del hombre que acababa de entrar en la habitación era la de una bestia.
De pronto se dio cuenta de que aquel hombre llevaba una máscara de cuero, moldeada conforme a los rasgos de un animal. Y, aunque no carecía del todo de atractivo y era ciertamente muy artística, aquella careta infundía pavor. En el fondo de su mente, Bella se preguntó si no habría sido fabricada con ese propósito. Se preguntó, además, cuánto tiempo llevaba observándola aquel hombre.
—Es un cuadro muy hermoso —logró decir por fin, procurando con todas sus fuerzas que no le temblara la voz, aunque no estaba segura de haberlo conseguido.
—Sí, gracias.
—Una mujer muy guapa —añadió ella sinceramente.
Era consciente de que los ojos que se escondían tras la máscara la miraban con fijeza. Y advirtió, debido a que la boca se veía en parte bajo el borde de la careta, que aquel hombre tenía una expresión levemente burlona, como si estuviera acostumbrado a los halagos.
—Era, en efecto, muy guapa —dijo, y se acercó con pasos largos, con las manos unidas a la espalda—. Dígame, ¿quién es usted y qué está haciendo aquí?
Ella sonrió y le tendió elegantemente una mano, a pesar de que detestaba comportarse como una ridícula mentecata de las que mariposeaban por los salones de la alta sociedad.
—Isabella Swan —dijo—. He venido a hacerle una súplica desesperada. Mi tío, mi tutor, ha desaparecido, y fue visto por última vez en la carretera, delante de este mismo castillo.
Él la miró un momento antes de decidir si hacía una reverencia, inclinándose sobre su mano. Los labios que se ocultaban bajo la máscara tocaron ardientes la piel de Bella, pero el señor de Masen soltó su mano al instante, como si fuera él quien se hubiera quemado.
—Ah —se limitó a decir, pasando a su lado.
Aunque no era tan alto como el gigante que había salido a la verja, medía ciertamente más de metro ochenta, y tenía los hombros muy anchos bajo la elegante levita. Su porte era distinguido, su talle bastante fino, y sus piernas largas y recias. Parecía a un tiempo fornido y ágil, fuera cual fuese el estado de su rostro.
Él no dijo nada; se limitó a observar el cuadro, dándole la espalda. Al fin, Bella se aclaró la garganta.
—Lord Cullen, le pido mis más sinceras disculpas por importunarlo a estas horas y sin previo aviso. Pero, como bien podrá imaginar, estoy sumamente preocupada. El hombre que me educó ha desaparecido, y hay tantos peligros en los bosques… Bandidos, lobos… toda clase de criaturas pululan de noche. Estoy muy preocupada, por lo que ruego a Dios que un hombre de tan elevada posición como Su Excelencia se apiade de mí.
Él se dio la vuelta, regocijado nuevamente.
—¡Oh, vamos, querida! ¡Todo Londres conoce mi reputación!
—¿Su reputación, señor? —preguntó ella con fingido candor, pero ello fue un error.
—¡Ah, sí, la bestia pavorosa! De ser yo únicamente el conde de Masen y gozar de un poco de respeto y dignidad, en vez de mover al espanto, querida señorita, no habría venido usted a las puertas de esta casa con tan escasas esperanzas de ser recibida.
Su tono, franco y áspero, no dejaba lugar al disimulo. Bella estuvo a punto de dar un paso atrás, pero se refrenó… por el bien de Charlie.
—Charlie Swan está aquí, en alguna parte, señor. Viajaba con un acompañante y desapareció junto a las puertas del castillo. Quiero que me sea devuelto inmediatamente.
—Así que es usted pariente del despreciable granuja que se ha atrevido a saltar el muro de mi casa como un vulgar ladrón —dijo él, imperturbable.
—Charlie no es un despreciable granuja —replicó ella con vehemencia, aunque no dijo que no fuera un ladrón—. Creo que está en este castillo, señor, y no me marcharé sin él.
—Espero, entonces, que esté dispuesta a quedarse —contestó él con llaneza.
—¡Entonces está aquí! —exclamó ella.
—Oh, sí. Sufrió una pequeña caída al intentar aliviarme del peso de mis posesiones.
Bella tragó saliva y procuró mantener la compostura. No esperaba que lord Masen fuera tan franco, ni esperaba encontrarse con un tono que podía ser al mismo tiempo indiferente y absolutamente descortés. Un nuevo temor se apoderó de ella.
—¿Está malherido? —preguntó.
—Sobrevivirá —dijo él secamente.
—¡Pero he de hablar con él inmediatamente!
—A su debido tiempo —se limitó a contestar él—. ¿Querrá disculparme un momento? —no era en realidad una pregunta; pensaba marcharse de la habitación y dejarla sola de nuevo, y le importaba un bledo si ella excusaba o no su descortesía. Se acercó a la puerta.
—¡Espere! —gritó Bella—. He de ver a Charlie enseguida.
—Repito que lo verá a su debido tiempo.
El señor de Masen se marchó, dejándola sola otra vez. Bella se quedó mirando la puerta, confusa y enojada. ¿Por qué había accedido el conde a recibirla, sólo para desaparecer al cabo de unos minutos de encendida conversación?
Comenzó a dar vueltas por la habitación, intentando calmarse mientras observaba los títulos de los libros para matar el tiempo. Pero las letras sólo flotaban ante sus ojos, de modo que al cabo de un momento decidió sentarse frente al fuego.
El conde había admitido que Charlie estaba allí. ¡Y herido! Atrapado con las manos en la masa.
¡Cielo santo! ¿Quién podía esperar que se quedara de brazos cruzados mientras su tutor yacía en alguna parte, quizá presa de grandes dolores, quizá malherido?
Se levantó de un salto, llena de impaciencia, y echó a andar hacia la puerta, pero tras abrirla se quedó paralizada. Al otro lado había un perro. Un perro enorme. Estaba sentado, ¡y su cabeza le llegaba a la cintura! Entonces el animal gruñó suavemente; un gruñido de advertencia.
Bella cerró la puerta y volvió a acercarse al fuego, furiosa y asustada. Impulsada por la ira, volvió a acercarse a la puerta. Pero antes de que pudiera llegar a ella, se abrió.
Quien entró no era el conde de Masen, como esperaba, sino una mujer atractiva y de edad madura, poseedora de unos ojos vivaces y de una rápida sonrisa. Iba vestida con un hermoso vestido gris perla, con un leve matiz plateado, y su cálida sonrisa resultaba sumamente sorprendente, dadas las circunstancias.
—Buenas noches, señorita Swan —dijo con amabilidad.
—Gracias —contestó Bella—, pero me temo que para mí no sean buenas en absoluto. Mi tutor está retenido aquí, y al parecer yo me hallo prisionera en esta habitación.
—¡Prisionera! —exclamó la mujer.
—Al otro lado de esa puerta hay un perro… o un monstruo con colmillos, mejor dicho —dijo Bella.
La sonrisa de la mujer se hizo más amplia.
—Ah, Ayax. No le haga caso. Es muy cariñoso, cuando se le conoce mejor, se lo aseguro.
—No sé si tengo ganas de conocerlo mejor —murmuró Bella—. Señora, por favor, me muero de impaciencia por ver a mi tutor.
—Me hago cargo, y le aseguro que lo verá. Pero lo primero es lo primero. ¿Le apetece un poco de brandy? He ordenado una cena ligera para el conde y para usted. Pronto la servirán. Soy Sue Clearwater, el ama de llaves del conde. El señor me ha pedido que prepare una habitación para usted.
—¿Una habitación? —preguntó ella, alarmada—. Por favor, señora Clearwater, he venido a llevar a mi tío a casa. Yo puedo proporcionarle todos los cuidados que necesite.
—Verá, señorita Swan —dijo la señora Clearwater con tono apesadumbrado—, temo que el conde esté considerando la posibilidad de presentar cargos contra su tutor.
Bella hizo una mueca y bajó la mirada.
—Por favor, no creo que sus intenciones fueran malas…
—Tengo la impresión de que lord Cullen no cree que, sencillamente, se cayera de la tapia —dijo la otra con desenfado—. Pero, en fin, ustedes dos deben hablar.
Sue Clearwater parecía en extremo amable y juiciosa para aquel ambiente, de eso no había duda. Todo en aquel castillo parecía tener un aire lúgubre y amenazador; ella, en cambio, era luminosa y alegre como una brisa de verano. Y, sin embargo, parecía oponerse firmemente a que Bella recogiera a Charlie y se marchara.
Bella tragó saliva con dificultad.
—Estoy dispuesta a compensar lo…
—Señorita Swan, no es conmigo con quien debe debatir la cuestión de la culpabilidad o la inocencia de su tutor. Ahora, si me acompaña, la llevaré al comedor del señor. Cuando llegue el momento verá a su tutor. Luego la acompañaré a la habitación en la que pasará la noche.
—¡Pero no podemos quedarnos! —protestó Bella.
—Temo que no tengan más remedio. El médico ha dicho que su tío no debe moverse esta noche. Está muy magullado.
—Yo puedo ocuparme de él —insistió Bella.
—Esta noche no puede viajar. A usted no podemos retenerla aquí, desde luego, pero creo que su tío no podrá abandonar nuestra hospitalidad de momento.
Pese a la cortesía y la fácil sonrisa de aquella mujer, Bella sintió que un escalofrío le corría por la espalda. ¿Quedarse allí? ¿Rodeada por el bosque más espeso y lúgubre que había visto nunca? ¿En compañía de aquel enmascarado, de la taciturna, espeluznante, desabrida y al parecer indomable bestia del castillo?
—Yo… yo…
—¡Por favor! —dijo el ama de llaves riendo—. Puede que aquí disfrutemos de nuestra soledad, pero no somos ni tan toscos ni tan austeros como se imagina. Se encontrará bastante cómoda en el castillo. Sea cual sea la reputación de Su Excelencia, es el conde de Masen, ¿sabe usted? Tiene responsabilidades para con la Corona y goza de la confianza de Su Graciosa Majestad, la reina Victoria.
Bella bajó los ojos intentando ocultar el rubor que cubrió sus mejillas. La señora Clearwater había adivinado sus pensamientos.
—He venido con un sirviente. Se ha quedado esperando en el vestíbulo —dijo.
—Entonces nos encargaremos de que él también sea acomodado como es debido para pasar la noche, señorita Swan. Tenga la bondad de acompañarme.
Bella le ofreció una débil sonrisa y echó a andar tras ella.
En el pasillo aguardaba el perro, que miró a Bella con tanto recelo como su amo.
—¡Buen chico! —dijo la señora Clearwater, acariciándole la cabeza, y el perrazo meneó la cola.
Bella se pegó a la señora Clearwater. Cruzaron el largo pasillo en dirección al extremo del ala este del castillo. La señora Clearwater abrió una puerta. El señor del castillo la estaba esperando.
Allí, en el recibidor de sus habitaciones privadas, había unas grandes puertas que, al abrirse, ofrecían una vista panorámica del bosque sumido en tinieblas. Cuando la señora Clearwater hizo entrar a Bella, el conde estaba mirando fijamente la oscuridad que se extendía ante él, con las manos unidas a la espalda, las piernas firmemente plantadas en el suelo y los hombros erguidos.
Había una mesa puesta con un exquisito mantel blanco, delicada porcelana china, cubiertos de plata reluciente y copas de cristal de tallo largo. Dos sillas aguardaban.
La señora Clearwater carraspeó, aunque Bella estaba segura de que el conde de Masen ya había advertido su presencia. Sencillamente, había preferido no darse la vuelta.
—La señorita Swan, señor —dijo Evelyn—. Los dejo solos.
La puerta se cerró detrás de Bella. El señor de la casa se volvió al fin, levantó una mano indicando la mesa, y, acercándose, retiró una de las sillas para que Bella tomara asiento. Ella vaciló.
—Ah, lo siento. ¿Acaso la idea de cenar con un hombre desfigurado y cubierto con una máscara le resulta demasiado repugnante, querida? —preguntó con suavidad, pero sin ninguna compasión. Sus palabras parecían un reto. O una prueba.
—Opino que ha elegido una máscara muy extraña, señor, pero naturalmente está usted en su derecho. Hay pocas cosas que me quiten el apetito, y no creo que haya nada en la apariencia de otro ser humano capaz de turbarme hasta ese punto.
Le pareció ver de nuevo, bajo el borde de cuero de la máscara, una leve sonrisa, a un tiempo burlona y divertida.
—¡Cuánta amabilidad, señorita Swan! Pero ¿es ése su verdadero credo, o simplemente lo que cree que espero oír?
—Creo, señor, que desconfiará usted de cualquier respuesta que le dé. Basta decir que no me había dado cuenta del hambre que tenía, y que me alegra compartir su cena mientras hablamos sobre la situación de mi tutor.
—Entonces, querida mía… —indicó la silla con el brazo.
Ella se sentó.
El conde rodeó la mesa, tomó asiento y levantó la tapa de plata que cubría el plato de Bella. El delicioso aroma de la comida la sorprendió gratamente. El plato contenía esponjosas patatas, una apetitosa loncha de carne asada y pequeñas zanahorias hábilmente cortadas. Bella no había probado bocado desde el desayuno.
—¿La cena merece su aprobación, señorita Swan? Es bastante prosaica, me temo, pero ello se debe a la precipitación —dijo él.
—Me parece excelente, habiendo dispuesto de tan poco tiempo para prepararla —dijo ella con amabilidad. Se dio cuenta de que él esperaba que empezara a comer y, tomando su tenedor y su cuchillo, cortó delicadamente un trozo de carne. Estaba tan deliciosa como auguraba su aroma—. Deliciosa —le aseguró.
—Me alegra que le guste —murmuró él.
—Volviendo a mi tutor… —comenzó a decir Bella.
—Sí, el ladrón.
Bella suspiró.
—Señor, Charlie no es un ladrón. No logro imaginar qué lo trajo aquí, pero no hay razón alguna para que robe nada.
—Entonces, ¿están ustedes bien situados? —inquirió él.
—Gozamos, ciertamente, de una situación desahogada —contestó ella.
—Entonces he de concluir que su tutor no vino aquí a cometer algún pequeño hurto, sino a buscar algún tesoro.
—¡En absoluto! —protestó ella, dándose cuenta de que sólo había logrado despertar más aún las sospechas del conde al insinuar que no les hacía falta el dinero—. Lord Cullen —dijo, intentando mostrarse indignada y segura de sí misma—, no tiene usted derecho a suponer que mi tutor viniera aquí con intención de robar…
—Según dice él mismo, se halló accidentalmente dentro de mis tierras. Habrá visto usted la verja y la tapia. Resulta bastante difícil entrar accidentalmente, ¿no le parece?
A pesar de la máscara, los modales de lord Cullen eran impecables. La parte inferior de la careta estaba moldeada de tal modo que cubría las mejillas y el puente de la nariz, pero dejaba al descubierto la boca. Bella se preguntó de pronto qué aspecto tendría bajo la máscara y hasta qué punto estaría desfigurado.
Él hablaba con despreocupación, y ella se sentía casi acunada por el timbre de su voz.
—Todavía no he visto a mi tío. Usted no me lo ha permitido —le recordó—. Ignoro qué pudo traerlo aquí. Sólo sé que he de llevármelo a casa enseguida, y que no hay razón alguna para que intentara robarle.
—¿Acaso posee usted una gran fortuna?
—¿Eso le sorprendería, señor?
El dejó el tenedor y el cuchillo y clavó la mirada en ella.
—Sí. Ese vestido es bastante bonito y le favorece, pero yo diría que pasó de moda hace unos años. No llegó usted en su propio coche, sino en un coche de alquiler, que, por cierto, ha sido enviado de nuevo a Londres.
Bella se puso tensa, temiendo lo que sucedería al día siguiente. Tenía que sacar a Charlie de allí enseguida, o perdería su empleo. Dejó el tenedor y el cuchillo.
—Puede que no posea una gran fortuna, señor. Al menos, no lo que usted entiende por tal. Pero aun así soy muy afortunada, muy capaz y sumamente eficiente. Tengo un empleo, señor, y recibo mi salario cada semana.
Él entrecerró sus ojos verdes. Bella dejó escapar un gemido de sorpresa, dándose cuenta de que el conde imaginaba que se dedicaba a una profesión muy distinta a la suya.
—¡Cómo se atreve, señor! —balbució.
—¿Cómo me atrevo a qué?
—¡Yo no… !
—¿Usted no qué?
—¡No me dedico a lo que usted cree!
—Entonces, ¿a qué se dedica? —inquirió él.
—¡No es usted un ser mitológico, milord, sino un simple patán! —le espetó ella, dispuesta a arrojar su servilleta sobre la mesa y a levantarse, olvidándose de Charlie en su agitación.
Él puso una mano sobre la de ella, impidiéndole levantarse. Estaba muy cerca, y Bella notó su tensión, un calor extraño y errático, y el vigor de su mano.
—Señorita Swan, estamos tratando un asunto importante. La cuestión es si debo o no hacer arrestar a su tutor. Si le parece ofensivo intentar averiguar la verdad, dese pues por ofendida. Repito, ¿a qué se dedica usted?
Bella sintió una efusión de ira y lo miró con fijeza.
—Trabajo en el Museo Británico, señor, en el departamento de Antigüedades Egipcias —siseó.
Estaba segura de que, de haberle dicho sin ambages que era una prostituta, no se habría encontrado con una mirada tan perpleja e irritada.
—¡¿Qué? —bramó él.
Sorprendida por su reacción, ella frunció el ceño y repitió:
—Creo haberme expresado con suficiente claridad. Trabajo en el museo, en el departamento de Antigüedades Egipcias —él se levantó de repente, empujando su silla hacia atrás—. Es un trabajo sumamente decente, y le aseguro que estoy muy cualificada para ocupar mi puesto —afirmó ella. Para su sorpresa, él rodeó la mesa con la misma violencia con que se había levantado—. ¡Señor Cullen! —protestó Bella, poniéndose en pie, pero él le apoyó las manos sobre los hombros y la miró con tal ira que Bella temió por su persona.
—¡Y se atreve a decir que ha venido aquí sin malas intenciones! —exclamó él.
Ella dejó escapar un gemido de sorpresa.
—¿Cree que he venido por otra razón que la de recuperar a una persona a la que quiero? Lo siento mucho, señor, pero su posición social no justifica este espantoso despliegue de malos modales… ¡y esta violencia!
Él bajó las manos y retrocedió. Pero sus ojos parecían llamas verdes cuya intensidad traspasaba el alma de Bella.
—Le aseguro, señorita Swan, que no se hace usted una idea de hasta dónde podrían llegar mis malos modales y mi violencia si llegara a descubrir que me ha mentido.
Dio media vuelta, como si la visión de Bella le resultara insoportable. Se acercó a la puerta y salió. El portazo pareció sacudir todo el castillo. Bella permaneció de pie, temblando, y se quedó mirando la puerta largo rato después de que el conde se marchara.
—¡Desgraciado! —gritó, segura de que él no podía oírla.
La puerta se abrió. Bella se puso tensa. Era la señora Clearwater.
—¡Pobrecilla! —exclamó—. ¡El señor tiene tan mal genio…! Yo intento constantemente que se dé cuenta, pero… A decir verdad, puede ser amable y encantador.
—He de ver a mi tutor. Debo sacarlo de este lugar inmediatamente —dijo Bella, intentando recuperar su aplomo—. He de alejarlo de ese monstruo.
—¡Oh, querida! —dijo la señora Clearwater—. Le aseguro que no es un monstruo. Es sólo que… bueno, es realmente sorprendente que trabaje usted para el museo, querida.
—¡Es un empleo honorable! —replicó Bella.
—Sí, claro… —la señora Clearwater ladeó la cabeza, y observó a Bella. Luego bajó la voz—. Es sólo que sus jefes… en fin, el grupo de personas que dirige su departamento… estaban allí cuando…
—¿Cuando qué?
—Cuando los padres del señor fueron asesinados —contestó la señora Clearwater—. No es culpa suya, querida, pero aun así… Acompáñeme, por favor. La llevaré junto a su tutor —se detuvo y miró hacia atrás—. Sinceramente, querida, puede que el conde parezca un tanto rudo, y que tal vez su comportamiento hasta ahora haya sido poco delicado, pero debe usted entender que esos horribles asesinatos cambiaron por completo su vida.

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