miércoles, 17 de noviembre de 2010

Mis padres fueron asesinados


Capítulo 3 "Mis padres fueron asesinados"

Bella se apresuró tras Sue.
—Espere, por favor. He oído rumores, desde luego. Todo Londres los ha oído. Tal vez, si entendiera lo que pasó, pudiera incluso…
La palabra «ayudarlo» no llegó a salir de sus labios, pues Sue se detuvo de pronto, abrió una puerta y dijo como si no hubiera oído ni una sola palabra de lo que le había dicho:
—Aquí está, pequeña. Su tutor.
Bella se olvidó del extraño comportamiento de su anfitrión al asomarse parpadeando a la habitación en penumbra. Un fuego ardía en el hogar, pero el resto de la estancia se hallaba a oscuras. Bella sintió que el corazón le daba un vuelco al posar los ojos sobre la figura tendida en la cama. Estaba quieta. Mortalmente quieta.
—¡Oh, Dios mío! —gimió, temblando, y sintió que se le aflojaban las rodillas.
Sue dio media vuelta y la agarró de los brazos.
—No, no, querida. Estaba tan nervioso que le dimos láudano. No está muerto en absoluto. Aunque no creo que pueda estarse muerto sólo en parte. Pero ¿qué digo? Está perfectamente. Seguramente no se le entenderá muy bien, aunque a decir verdad a mí tampoco —Sue parecía conmovida—. ¡Querida niña! —exclamó—. Ve a abrazarlo. Puede que esté lo bastante despierto como para reconocerte.
¡No estaba muerto!, eso fue lo único que entendió Bella. Luego comprendió las palabras de Sue y encontró fuerzas para cruzar la habitación y acercarse a la cama. Una vez allí, vio que Charlie tenía buen color y que respiraba profundamente. En realidad, al inclinarse sobre él, su tutor dejó escapar el ronquido más fuerte que ella había oído en toda su vida. Sonrojándose, Bella se volvió hacia la puerta, donde la esperaba Sue Clearwater.
—¿Lo ves?, está vivo —dijo Sue suavemente.
Bella asintió y luego bajó la mirada hacia su tutor. Iba vestido con un bonito camisón de hilo, camisón que Charlie Swan no había poseído en toda su vida, Bella estaba segura de ello. Saltaba a la vista que estaba bien atendido. Al parecer, el monstruo de Masen quería que sus prisioneros estuvieran en buen estado cuando los entregara a la justicia.
Bella cayó de rodillas junto a Charlie, lo abrazó suavemente y apoyó la cabeza sobre su pecho.
—¡Charlie! —musitó suavemente con lágrimas en los ojos. Fueran cuales fuesen los pecados que había cometido a lo largo de su vida, Charlie Swan se había redimido al salvarla a ella y al dedicar sus bienes, conseguidos por medios ilícitos o no, para alimentar a algunos granujillas callejeros que habían conocido durante los años que llevaban juntos. Pero ¿por qué ahora, cuando ella había conseguido por fin un medio honesto de ganarse la vida…?
—¡Condenado truhán! —masculló, levantando la cabeza y enjugándose las mejillas—. ¿Qué demonios estabas haciendo, Charlie? —musitó con fervor.
Él dejó escapar otro ronquido, parpadeó y la miró a los ojos. Los suyos se llenaron de ternura.
—¡Bella, pequeña! Bella… —Charlie frunció el ceño, como si de pronto comprendiera que ella no debía estar allí. Pero ello le costó demasiado esfuerzo. Parpadeó de nuevo y cerró los ojos, y Bella oyó de nuevo su profunda respiración.
—¿Lo ves? —dijo Sue desde la puerta—. Le hemos atendido como es debido. Ahora, ven conmigo, querida. Te enseñaré dónde puedes dormir esta noche.
Ella se levantó, besó a Charlie en la frente, lo tapó bien y luego se volvió para seguir a Sue. El ama de llaves cerró la puerta con firmeza pero con sigilo y echó a andar por el pasillo con paso vivo.
—Señora Clearwater —comenzó a decir Bella, apretando el paso tras ella—, veo que mi tutor no ha sufrido ningún daño, pero, como usted comprenderá, estoy ansiosa por llevarlo a casa.
—Lo siento, querida, pero creo que Edward piensa denunciarlo.
—¿Edward? —murmuró ella, confundida.
—El conde de Masen —contestó la señora Clearwater con impaciencia.
—¡Pero no puede hacer eso! ¡No debe hacerlo!
—Tal vez tú puedas disuadirlo por la mañana. ¡Oh, querida! ¡Ojalá no trabajaras en el museo!
—Que yo sepa, señora Clearwater, muchas personas han muerto en Egipto víctimas de los áspides. En el desierto son un auténtico peligro.
La señora Clearwater la miró de un modo que la hizo sentirse sumamente incómoda, como si, hasta ese momento, la hubiera considerado una joven inteligente.
—Ésta es su habitación, señorita Swan. El castillo es grande y sinuoso. Su construcción se inició con la conquista normanda, y no ha parado de crecer desde entonces, no siempre con buen tino arquitectónico, por cierto. Le sugiero que se abstenga de dar un paseo nocturno. Hay un cuarto de baño bastante moderno conectado con esta habitación, de lo cual me siento bastante orgullosa. Hay ropa de cama y toallas a su disposición. Por la mañana, querida, se resolverá esta situación de un modo u otro.
—Sí…, gracias. Pero ¡espere! Quizá si entendiera un poco más…
—El conde me está esperando, señorita Swan. Que duerma bien.
—Pero Waylon, nuestro criado…
—Ya nos hemos ocupado de él —respondió la señora Clearwater mirando hacia atrás, y desapareció tras la esquina.
Algo apenada por su partida, Bella sopesó la conveniencia de correr tras ella y exigirle algunas respuestas. Pero con la misma facilidad con que Sue Clearwater había desaparecido, el perro endiablado apareció de nuevo. Se sentó en medio del pasillo y clavó su mirada en ella. Bella no sabía que un perro pudiera desafiar a una persona, pero eso era exactamente lo que estaba haciendo aquél. Señaló al animal con el dedo.
—¡Usted, señor, se llevará su merecido algún día! —prometió.
El perro gruñó.
Bella entró rápidamente en la habitación que le habían asignado y cerró la puerta. Se apoyó contra ella y cerró los ojos con el corazón acelerado. Cuando volvió a abrirlos, dejó escapar una exclamación de sorpresa.
La habitación era imponente. La cama tenía un bello dosel y estaba cubierta con una colcha de color marfil, ricamente bordada, y con un sinfín de almohadas. El resto del mobiliario era… egipcio.
Asombrada, Bella se acercó al tocador y se dio cuenta de que, junto a los objetos Victorianos, había numerosas réplicas de objetos antiguos que formaban una caprichosa mezcla. Sobre la mesa del tocador, de líneas suaves y depuradas, había un espejo triple, labrado con el símbolo del dios Horus en su típica postura de protección, con las alas desplegadas. Había asimismo un gran baúl cubierto de jeroglíficos, al igual que un alto ropero. Las sillas que había ante las cortinas también tenían labradas las alas protectoras de Horus.
Al darse la vuelta, Bella vio con sorpresa una gran estatua que representaba a un faraón. Se acercó a ella, achicando los ojos. La estatua era auténtica. Hatshepsut, pensó Bella, la reina que se disfrazaba con una barba para demostrarle al mundo que, pese a ser mujer, poseía el poder de un hombre.
La estatua era sin duda de incalculable valor. Y allí estaba, en una habitación de invitados. Era una pieza de museo, pensó Bella con enojo.
Al otro lado de la puerta, descubrió otra estatua de tamaño natural, ésta de la diosa Anat. Anat, una diosa guerrera, tenía como cometido proteger al faraón en la batalla. Solía aparecer representada con escudo, lanza y hacha de combate. Aquella escultura estaba levemente dañada. Pero, aun así, era una pieza magnífica. ¡Una reliquia de valor incalculable! ¡Y allí estaba, en una habitación del castillo!
Bella retrocedió, preguntándose si le habían dado aquella habitación a propósito. Aquellas esculturas sin duda infundirían temor en muchas mujeres. A la luz del fuego, tenían un aspecto ciertamente fantasmal.
—¡Pero yo no tengo miedo! —dijo en voz alta, y luego hizo una mueca. Era como si intentara tranquilizar a alguna criatura mítica o que llevaba largo tiempo muerta—. ¡Tonterías! —musitó para sí misma.
A ambos lados de la cama, sobre dos mesitas, ardían sendas lámparas. Las dos estaban decoradas con motivos egipcios. Y, por extraño que pareciera, ambas representaban a Min, el dios de la fertilidad, con su enorme falo erecto y su tocado de plumas. ¡Bella no se consideraba una mojigata, pero aquello…!
Sacudiendo la cabeza, tuvo la sensación de que no le habrían asignado aquella habitación si no hubiera suscitado la ira del conde al decirle la verdad: que trabajaba en el museo. Estaba segura de que lord Cullen la había enviado allí para vengarse. Al pensarlo, sonrió.
Se adentró un poco más en la habitación, apartando las cortinas que había tras las sillas. Allí había, en efecto, unas ventanas. Estaba segura de que en otra época no habían tenido cristales, ni habían sido tan grandes. Sus vanos mostraban el grosor de los muros del castillo, y resultaban por ello mucho más sorprendentes que los artefactos egipcios. En otro tiempo, aquellos muros se habían construido con fines defensivos. El castillo de Masen había desafiado las espadas y las flechas del enemigo con la misma firmeza con que el conde se defendía ahora de la alta sociedad inglesa tras su bastión.
Bella dejó escapar un suspiro y deseó volver a la habitación de Charlie para echarle una buena bronca, aunque no pudiera oírla. Pero sabía que el perro estaba al otro lado de la puerta, montando guardia, de modo que sacudió la cabeza, se acercó a la cama y recogió el camisón de hilo que le habían dejado, decidida a ir en busca del cuarto de baño.
Había, en efecto, artículos de aseo, y el cuarto de baño era bastante moderno, y disponía de bañera, retrete y agua corriente. Una lámpara ardía en él, y junto a ella había una bandeja con brandy y unas copas. Sin vacilar, Bella llenó la bañera de agua caliente, se desnudó, se sirvió un brandy y se metió en el agua.
¡Qué extraño! La noche había sido un desastre y, sin embargo, allí estaba, disfrutando de un baño caliente y de un buen brandy. Frunció el ceño y se recordó que la situación era extremadamente difícil.
Se sentía tensa y no sabía muy bien por qué. Un sexto sentido le decía que algo no iba bien. Se quedó muy quieta y creyó oír algo. Movimiento. No un roce, ni pasos, sino… como si una piedra rozara contra otra.
Aguardó, pero el ruido no se repitió. ¿Se lo habría imaginado? Luego oyó un ladrido furioso más allá de la puerta de la habitación. El perro también había oído aquel ruido.
Estuvo a punto de dejar caer la copa, pero logró dejarla sobre la alfombra. Salió de la bañera y se puso la pesada bata de brocado que colgaba de la puerta del cuarto de baño. De pronto pensó que tal vez debiera encerrarse en la habitación, pero el pánico empezó a infiltrarse en sus venas y comprendió que debía encontrar el origen de aquel ruido.
Al salir al dormitorio, oyó que la llamaban.
—¡Señorita Swan! —era el conde de Masen en persona el que gritaba su nombre.
Bella se precipitó hacia delante al tiempo que la puerta se abría. Se quedaron parados, mirándose el uno al otro. Él, con sus ojos verdes y penetrantes detrás de la máscara animal, y ella, atónita y frágil, con el pelo desordenado alrededor de la cara y la bata no del todo cerrada. Bella intentó ceñírsela, buscando el cinturón. El perro entró corriendo en la habitación. Ya no ladraba, pero se detuvo, rígido, junto a su amo, y olfateó el aire.
—Ejem —carraspeó el conde—. ¿Se encuentra bien? —preguntó. Ella no pudo articular palabra, de modo que asintió con la cabeza—. ¿No ha oído un ruido? —preguntó él.
—Yo… no sé.
Él dejó escapar una maldición cargada de impaciencia.
—Señorita Swan, ¿ha oído usted un ruido o no? ¿Había alguien aquí? —frunció el ceño, como si dudara sinceramente de aquella posibilidad y sin embargo se viera obligado a preguntar.
—¡Claro que no!
—¿No ha oído nada?
—Yo… creo que no.
—¿Cree que no? Entonces, ¿por qué da la impresión de que ha salido de la bañera como si la persiguieran todos los demonios del infierno?
—Me ha parecido que había… no sé —dijo Bella, levantando el mentón—. Se oía una especie de chirrido —cuadró los hombros—. Pero, como verá, aquí no hay nadie. Supongo que estas casas tan antiguas crujen mucho.
—Mmm —murmuró él.
Bella odiaba la máscara. Ésta ocultaba por entero el rostro del conde, excepto los ojos, y hacía que se sintiera como si continuamente tuviera que batirse en duelo sin disponer de todas las armas que necesitaba. Se envaró de nuevo, intentando mostrarse digna.
—¿Le importa, milord? Soy, cuanto menos, una invitada inoportuna, y preferiría estar sola.
Para su sorpresa, él parecía reacio a marcharse.
—¿No le parece… inquietante esta habitación?
—No. ¿Pretendía usted que me lo pareciera?
Él agitó una mano en el aire.
—No me refiero a la decoración —dijo.
—¿Entonces…?
—Me refería al chirrido o a lo que sea que al parecer ha oído usted… y mi monstruoso perro.
Ella movió la cabeza de un lado a otro, pensando en parte que era una necia. «¡Sí, quiero salir de esta habitación!», gritaba una voz dentro de ella. Pero no podía permitir que aquel hombre supiera que estaba asustada.
—No me importa quedarme aquí —le dijo.
Él la observó un momento, y Bella pensó que iba a insistir en que se marchara. Pero, en lugar de hacerlo, dijo:
—Le dejo al perro, entonces.
—¿Qué?
—Le aseguro que, con Ayax a su lado, estará a salvo de chirridos y gruñidos, vengan de donde vengan.
—¡Pero si Ayax me odia! —exclamó ella.
—No sea ridícula. Venga, acaríciele la cabeza —ella se quedó mirando al conde con incredulidad. De pronto la sorprendió ver que estaba sonriendo—. ¿Le da miedo el perro?
—No sea ridículo usted, señor. Simplemente, le tengo respeto.
—Venga, no tendrá nada que temer cuando Ayax sepa que quiero que cuide de usted.
Bella avanzó, decidida de nuevo a no delatar su miedo. El corazón, sin embargo, le latía a toda prisa. Pero no por el perro, sino por la cercanía del conde.
Al aproximarse, él la tomó de la mano con impaciencia y se la puso sobre la cabeza del perro. El animal dejó escapar un gemido y comenzó a mover la cola.
Bella sintió la envergadura del conde de Masen, su altura, el vigor de su contacto. Lord Cullen parecía rebosante de energía y en cierta forma impredecible, como una serpiente enroscada. Era hipnótico, como el calor del fuego. Bella dio un paso atrás y lo miró con fijeza.
—Le aseguro que no tengo miedo. No sé si su perro…
—Usted le cae bien.
—Estupendo —murmuró ella.
—Sí, desde luego. Ayax es muy intuitivo. De su tutor, en cambio, no se fía ni un pelo.
Ella compuso una agria sonrisa.
—¿Pretendía recordarme, milord, que somos sus prisioneros? ¿Qué vamos a ser… chantajeados, quizá?
Esperaba que él montara en cólera, pero Masen soltó una seca carcajada.
—Tal vez. Me quedaré más tranquilo si le dejo a Ayax. Buenas noches, señorita Swan.
—¡Espere! —empezó a decir ella.
—Buenas noches —repitió el conde y, dando media vuelta, salió y cerró la puerta tras él con firmeza.
Bella se quedó mirando la puerta, incrédula y enojada. ¿Le había dejado al perro porque pensaba que estaba tramando algo? ¿O porque creía que podía estar en peligro? ¿La estaban protegiendo o vigilando?
Ayax, que la miraba fijamente, empezó a gimotear y a mover la cola. Se acercó a ella con sigilo, sin dejar de menear el rabo. Bella volvió a acariciarle la cabeza. Los ojos enormes del perro se clavaron en ella. Parecían llenos de adoración.
—Eres precioso —dijo Bella—. ¿Por qué gruñías tanto y enseñabas los dientes? ¿Era sólo un disfraz? —un disfraz. ¿Como la máscara que llevaba su amo?
Todo aquello era ridículo. Y, sin embargo, la luz de las lámparas pareció vacilar de pronto, a pesar de que en la habitación no había corriente. Ayax volvió a gruñir.
—¿Qué pasa, chico? —musitó ella, y empezó a inquietarse. Pero las estatuas no se movían. La habitación estaba vacía—. Creo, amigo mío, que voy a acabarme el brandy. Y he de admitir que me alegra contar con tu compañía.
Ayax pareció creerla. Cuando por fin Bella apagó las lámparas, salvo la que había en la mesita de noche, el perro se subió de un salto a los pies de la cama. Por suerte, ésta era grande. Bella se alegró de tenerlo allí, montando guardia, toda la noche.
Por la mañana, Bella se felicitó por haber hecho buenas migas con el perro. Ahora podía moverse por el castillo a su antojo.
Estaba decidida a dirigirse directamente a la habitación de Charlie y aclarar las cosas con él antes de tener que enfrentarse al señor del castillo. Si sabía qué había hecho Charlie exactamente, estaría en mejor situación de defenderlo. Pero en cuanto abrió la puerta, el gigante que la había conducido al castillo la noche anterior le dio los buenos días. ¿Llevaba acaso toda la mañana en el pasillo, esperando? Eso parecía.
—Su Excelencia la aguarda en el solario —le dijo el lacayo con gravedad.
—Vaya, qué sorpresa —murmuró ella—. Lléveme, por favor.
Ayax trotó a su lado mientras el lacayo la conducía por el pasillo, cruzando el descansillo del piso inferior y adentrándose en el ala siguiente del enorme castillo. Allí, una espaciosa habitación, un salón de baile quizá, daba acceso a otra. El techo estaba cubierto de vidrios en su mayor parte, y el sol de la mañana lanzaba alegres rayos que iluminaban el suelo de mármol y las paredes tapizadas de elegante papel.
El conde estaba allí, de pie, con las manos unidas tras la espalda, junto a una de las largas ventanas que daban al jardín central.
—Buenos días, señorita Swan —dijo, volviéndose para saludarla. Debido a la máscara, Bella era aún más consciente del intenso color verde de sus ojos penetrantes.
—Sí, parecen muy buenos.
—¿Ha dormido bien después del pequeño incidente de anoche? —inquirió él amablemente, como si ella fuera una invitada bien recibida.
—He dormido bien, gracias.
—¿Ayax no la ha molestado?
—Ayax es un corderito, tal y como me dijo la señora Clearwater.
—Por lo general, sí —convino él con amabilidad—. En fin, debe usted desayunar conmigo, señorita Swan. Confío en que podamos ofrecerle algo de su agrado. ¿Una tortilla, gachas de avena, tostadas, mermelada, jamón, pescado…?
—No suelo comer mucho por las mañanas, lord Cullen, pero le agradezco su generosa hospitalidad. Sin embargo, no quisiera aprovecharme de ella.
Él sonrió con cierta acritud.
—Aquí somos muy hospitalarios.
—Demasiado, diría yo —replicó ella con aspereza.
—Le pido disculpas por los malos modos que mostré anoche, pero me pilló usted por sorpresa. De modo que trabaja en el museo.
Ella exhaló un profundo suspiro.
—Le aseguro que soy bastante culta. Y sí, trabajo en el museo.
Él se acercó a la mesa, guarnecida con cubertería de plata bruñida, mantel blanquísimo y delicada porcelana, y sirvió una taza de café.
—¿Té, señorita Swan? ¿O prefiere café?
—Té, gracias —murmuró ella.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en el museo? —preguntó él.
—Unos seis meses.
—¿Y su empleo no tiene nada que ver con la repentina aparición de su tío en el castillo? —inquirió el conde con amabilidad, pese a que su voz tenía cierto deje amenazador.
Bella pensó que le gustaba más cuando estaba colérico. Había algo enervante en el modo en que se movía y en la dulzura de su voz. Aceptó la taza de té que le ofrecía y tomó asiento en la silla que el conde apartó para ella. Él se sentó a su lado, muy cerca, de tal modo que sus rodillas casi se tocaban.
—Lord Cullen, le aseguro que mi tío nada tiene que ver con mi trabajo. Le doy mi palabra de que conseguí mi empleo gracias a mis conocimientos, mi esfuerzo y mi determinación. Y me temo, por desgracia —añadió con acritud—, que voy a perderlo. Sir Jason no tolera la impuntualidad.
—¿Sir Jason?
—Sir Jason Jenks, mi inmediato superior.
—Pero quien dirige el departamento es lord Aro Vulturi —dijo él con cierta aspereza.
—Sí, en efecto, pero lord Vulturi rara vez… —se mordió la lengua para no decir que aquel caballero rara vez iba a trabajar—. Tiene muchos asuntos que atender. Rara vez aparece por el museo. Sir Jason es quien en realidad se ocupa de la conservación y el estudio de la colección. Trabaja con dos caballeros que han participado en numerosas excavaciones, Riley Biers y Félix Moreau. Cuando se organiza una nueva exposición, lord Vulturi está presente, desde luego, y es él quien hace los preparativos junto a sir James Gigandet. Son ellos también quienes se encargan de elegir las piezas que se compran, y de asignar las becas de estudio y las dotaciones para nuevas expediciones.
—¿Y dónde encaja usted en todo eso? —preguntó el conde.
Ella se azoró levemente.
—Yo leo jeroglíficos. Y, naturalmente, como la materia me gusta mucho y tengo la paciencia que requiere la tarea, también me encargo de trabajar con los artefactos.
—¿Cómo consiguió el empleo? —preguntó él.
—Estaba en el museo un día que, por casualidad, sir Jason estaba trabajando solo. Había ido a ver una nueva exposición de artefactos del Imperio Nuevo cuando llegó una caja. Sir Jason no encontraba sus gafas, y yo le descifré la información que necesitaba de una estela de piedra que contenía la caja. Él necesitaba un ayudante. Hubo una reunión y me contrataron.
El conde no había dejado de mirarla con fijeza mientras hablaba. Bella seguía, sintiéndose inquieta, consciente de que rara vez había sido observada con tanta intensidad. Dejó su taza sobre la mesa.
—No sé por qué cree que estoy mintiendo o que todo esto son invenciones mías. Puede preguntar a cualquiera de esos caballeros y averiguará que le estoy diciendo la verdad. En cualquier caso, ese empleo es muy importante para mí —titubeó—. Mi tutor… en fin, no tiene precisamente un pasado intachable. Yo hago todo lo que puedo, milord, para que seamos respetables. Lamento profundamente que Charlie se cayera de su tapia…
Él la interrumpió con una risa sofocada.
—¡Imagínese! ¡Y yo que estaba a punto de creerla! —exclamó.
Bella sintió de pronto que su rabia crecía y se levantó, acalorada.
—Me temo, lord Cullen, que sólo pretende usted vengarse de mí y de mi tío, y que nada de lo que diga o haga impedirá que presente cargos contra él. Sólo puedo decirle que mi trabajo es muy importante para mí, que mi tío se comporta a menudo como un necio sin dos dedos de frente, pero que carece de maldad, y que, si piensa usted presentar cargos, por mí puede hacerlo. Si no me presento inmediatamente en el museo, me despedirán. Aunque puede que eso no importe, porque jamás negaría mi parentesco con Charlie y, una vez que lo denuncie usted, se correrá la voz y perderé mi empleo de todos modos.
—Oh, siéntese, señorita Swan —dijo él con repentino cansancio—. Admito que todavía… desconfío un poco, por decirlo de algún modo. De los dos. Sin embargo, de momento le sugiero que corra usted un pequeño riesgo. Sígame la corriente. Si está lista, la llevaremos a su trabajo ahora mismo, y yo personalmente me encargaré de que no reciba reprimenda alguna por su tardanza —ella guardó silencio, asombrada—. Siéntese. Y acabe su té.
Bella se sentó y frunció el ceño.
—Pero…
—Hace mucho tiempo que no voy al museo. Ni siquiera sabía cómo funcionaba su departamento. Creo que me vendrá bien pasarme por allí —se levantó—. Si tiene usted la amabilidad de estar en la puerta principal dentro de cinco minutos…
—Pero ¿y Charlie?
—Necesita descansar.
—Pero apenas lo he visto. Tengo que llevarlo a casa.
—Hoy no, señorita Swan. Emmett estará esperándola en el coche en la puerta del museo a la hora de cierre.
—Pero…
—¿He pasado algo por alto?
—Yo… tengo que ir a casa. Y, además, está Waylon.
—Waylon puede quedarse aquí, atendiendo a su tutor. Me he encargado de que le den alojamiento en casa del herrero, en el patio.
—Lord Cullen, no puede usted mantener prisionera a la gente…
—Sí que puedo. Creo que estarán mucho más cómodos aquí que en la cárcel, ¿no le parece?
—¡Me está usted chantajeando! —exclamó ella—. ¡Está jugando conmigo! ¡Intenta manipularme de algún modo!
—Sí, pero es usted una joven inteligente y, por lo tanto, jugará con arreglo a mis normas.
Se dio la vuelta para marcharse, consciente de que Bella haría lo que acababa de sugerir. Ayax salió trotando tras él.
Bella se levantó de un salto cuando los perdió de vista.
—¡No pienso convertirme en un peón! —dijo en voz alta. Pero volvió a dejarse caer en la silla y se quedó mirando el largo pasillo. Sí, sería un peón. No tenía elección.
Acabó su té, enfurecida. Hecho esto, atravesó el ala del castillo hasta la gran escalera central. El conde de Masen la estaba esperando al pie de ella. Bella se detuvo ante él con el mentón alzado y los hombros erguidos.
—Hemos de llegar a un acuerdo, lord Cullen.
—¿Ah, sí?
—Debe darme su palabra de que no denunciará a mi tutor.
—¿Porque voy a llevarla a Londres, a trabajar? —inquirió él.
—Pretende usted utilizarme de algún modo, señor.
—Entonces, será mejor que veamos hasta qué punto puede serme útil, ¿no le parece? —abrió la puerta—. Está perdiendo usted mucho tiempo, y dado que anoche se presentó aquí por propia voluntad, creo que me estoy mostrando bastante caballeroso al ocuparme de que conserve usted su empleo.
Ella bajó los ojos y pasó a su lado. El carruaje, conducido por Emmett, el lacayo, estaba esperándolos en la puerta. Bella estaba tan enfadada que apartó el brazo bruscamente cuando la bestia del castillo quiso ayudarla a subir. Estuvo a punto de caerse del peldaño, pero por suerte recuperó el equilibrio. Por fin logró embutirse en el asiento delantero del coche y consiguió rectificar su postura antes de que el conde se sentara frente a ella. Lord Cullen golpeó el techo del carruaje con su bastón de empuñadura de plata. Cuando emprendieron la marcha, Bella fijó los ojos en el paisaje.
—¿Qué ronda por esa tortuosa cabecita, señorita Swan?
Bella se volvió hacia él.
—Estaba pensando, milord, que necesita usted un jardinero nuevo.
El se echó a reír, y su risa sonó extrañamente agradable.
—¡Con lo que a mí me gustan mis densos y oscuros bosques y su maraña de zarzas! —ella volvió a mirar por la ventanilla sin decir nada—. ¿Acaso no son de su agrado?
Ella lo miró y dijo:
—Lamento lo que ha sufrido, pero lamento igualmente que un hombre de su posición viva recluido cuando podría hacer tantas cosas por los demás.
—Yo no soy responsable de los males del mundo.
—El mundo se convierte en un lugar mejor cuando la vida de un solo hombre, o de una sola mujer, mejora, señor.
Él bajó un poco la cabeza. Durante un instante, Bella no pudo ver el sesgo sardónico de sus labios, ni la intensa mirada de sus ojos verdes.
—¿Qué me sugiere que haga?
—¡Podría hacer montones de cosas con estas tierras! —exclamó ella.
—¿Cree que debería dividirlas en diminutas parcelas y repartirlas? —preguntó él.
Ella sacudió la cabeza con impaciencia.
—No, pero podría traer a los niños de los orfanatos para que pasen un día en el campo. Podría contratar a mucha más gente, tener un hermoso jardín, dar empleo a quienes tanto lo necesitan. No es que eso vaya a erradicar los males del mundo, desde luego, pero… —se interrumpió al ver que él se inclinaba hacia delante.
—¿Cómo sabe usted, señorita Swan, que no contribuyo al bienestar del prójimo?
Estaba muy cerca de ella. Bella no creía haber visto nunca una mirada tan intensa e imperativa. De pronto descubrió que le costaba respirar.
—No lo sé —logró decir al fin. Él volvió a recostarse en su asiento—. Pero sé lo que he oído contar. Es usted uno de los hombres más poderosos del reino. He oído decir que la reina y sus padres eran grandes amigos. Y que usted es uno de los…
—¿Uno de los qué?
Ella volvió a fijar la mirada en la ventanilla, temiendo haber ido demasiado lejos.
—Que es uno de los hombres más ricos del país. Y, dado que recibió tantas bendiciones al nacer, debería sentirse agradecido. Muchos hombres pierden a su familia, y no todos pueden permitirse esa amargura.
—¿De veras? —preguntó él, enojado—. Dígame, señorita Swan, ¿cree usted que deben andar libres los asesinos?
—¡Desde luego que no! Pero, si no he entendido mal, sus padres murieron debido a las mordeduras de una serpiente. De una cobra egipcia. Y lo siento, pero de eso no puede culparse a nadie.
El conde se puso a mirar por la ventanilla sin contestar. Bella supo entonces que, dejando a un lado la máscara, aquel hombre había logrado levantar un muro alrededor de sus emociones, y comprendió que no quería seguir hablando de aquel asunto. Ella también se puso a mirar por la ventanilla hasta que se internaron en las bulliciosas calles de Londres y llegaron al museo. El conde no le permitió rechazar su ayuda para bajar del coche, ni soltó su brazo cuando se encaminaron al edificio. Al llegar a la puerta, sin embargo, lord Cullen se detuvo y la obligó a volverse para mirarlo.
—Créame, señorita Swan, mis padres fueron asesinados. Tengo el convencimiento de que el asesino es alguien que los dos conocemos, quizá incluso alguien a quien ve usted casi todos los días —un escalofrío envolvió el corazón de Bella. No creía sus palabras, pero creía en la mirada febril de sus ojos—. Vamos —dijo él, echando a andar otra vez, y añadió casi con despreocupación—: Haga lo que haga o diga lo que diga, sígame usted la corriente, señorita Swan.
—Lord Cullen, puede que no…
—¡Lo hará! —dijo él con firmeza, y ella guardó silencio, pues habían llegado ante las grandes puertas que daban acceso a su lugar de trabajo.

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