miércoles, 17 de noviembre de 2010

Debes abandonar el castillo de Masen

Capítulo 4 “Debes abandonar el castillo de Masen”

Lord Cullen conocía el camino.
Los empleados del museo también parecían conocerlo a él, al menos de oídas, pues muchos lo saludaron con respeto y una pizca de perplejidad, intentando no mirar la máscara. Tal vez fuera por su corpulencia, por su estatura o por la anchura de sus hombros, por la despreocupada distinción con que lucía su ropa, o quizá por su porte. O por el mero hecho de ser quien era.
—Trabajo en la oficina del…
—Del segundo piso, desde luego —murmuró él.
Llegaron al departamento de Antigüedades Egipcias, y el conde la condujo de inmediato hacia la puerta que llevaba a las salas de acceso vedado al público. Bella se desasió entonces y echó a andar rápidamente delante de él. Al entrar en el primer despacho, se toparon con sir Jason Jenks, que estaba sentado detrás del escritorio de la entrada, con un montón de papeles dispersos ante sí.
—¡Por fin aparece, mi querida señorita Swan! Ya conoce usted mi opinión sobre quienes no logran llegar con puntualidad. Yo… —se interrumpió al ver al conde de Masen tras ella—. ¡Lord Cullen! —exclamó, asombrado.
—Jason, mi querido amigo, ¿cómo está?
—Yo… yo… ¡muy bien! —dijo sir Jason, todavía un tanto perplejo—. Edward, estoy asombrado y encantado de verlo, ¿Significaba su llegada que va a…?
Edward Cullen se echó a reír de buen grado.
—¿Volver a contribuir al sostenimiento del departamento de Egiptología? —preguntó.
La cara de sir Jason se cubrió de un rojo intenso que contrastaba con sus patillas y su pelo blanco.
—Cielo santo, le aseguro que no era eso lo que pretendía decir. Su familia… usted… bueno, todos eran muy conocidos en este campo. Volver a contar con su entusiasmo sería una gran fortuna.
Bella notó que los labios de lord Cullen se curvaban agradablemente y se preguntó si el conde había sentido un poco de afecto por sir Jason en algún momento de su vida.
—Es usted muy amable, sir Jason. A decir verdad, estaba considerando la posibilidad de asistir a la fiesta de recaudación de fondos de este fin de semana.
—¡Cielo santo! —exclamó sir Jason—. ¿Lo dice en serio?
Miró a Bella y luego a lord Cullen, y viceversa, completamente perplejo. Sacudió la cabeza, como si intentara despejársela, pero no logró entender qué hacían allí juntos. Cullen miró a Bella.
—Usted asistirá, ¿verdad, señorita Swan?
—¡Oh, no! —se apresuró a decir ella, y sintió que se sonrojaba—. Yo no soy un miembro veterano del personal —murmuró.
—La señorita Swan lleva poco tiempo con nosotros —añadió sir Jason.
—Ah, señorita Swan, pero debe usted asistir para acompañarme en mi regreso a un mundo en el que tal vez me sienta perdido sin usted a mi lado.
No estaba formulando una petición. Y, sólo por su tono, Bella deseó negarse. Pero el conde la estaba chantajeando o quizá sobornándola.
Sir Jason la miró con fijeza, achicando los ojos, asombrado todavía porque hubiera llegado a trabar conocimiento con un hombre de la importancia del conde.
—Isabella, si el conde de Masen se siente más cómodo asistiendo a la fiesta en su compañía, debe usted venir.
El conde se acercó a ella y, agarrándola de las manos, la miró mientras se dirigía a sir Jason.
—¡Jason, por favor! ¡Da la impresión de que la está amenazando!
Sus ojos verdes y sagaces se clavaron en ella con cierto regocijo. No hacía falta que sir Jason la amenazara. Bella ya sabía que pesaba sobre ella una amenaza. El conde, sin embargo, era un excelente actor, pues daba la impresión de estar mostrándose amable y cortés. Bella intentó apartar las manos con delicadeza, pero él se las sujetaba con fuerza. Ella compuso una sonrisa.
—Es usted muy amable, lord Cullen, pero me temo que sería una acompañante muy modesta para semejante ocasión.
—Tonterías. Vivimos en la era de la razón. ¿Qué mejor compañía que una joven que no es sólo bella, sino además inteligente y sumamente versada en la materia cuya pasión anima la velada?
—Isabella… —murmuró sir Jason, urgiéndola a aceptar.
La sonrisa del conde era un tanto agria, y decididamente sarcástica. Bella deseó poder decirle que preferiría pasar la noche en un fumadero de opio, entre ladrones y maleantes.
—No será por… la máscara, ¿verdad? —preguntó él.
¡Oh, qué tono! ¡Ahora se ponía patético!
—No —contestó ella con dulzura—. Como usted ha dicho, milord, vivimos en la era de la razón. Ningún hombre, ni ninguna mujer, debería ser juzgado por su apariencia.
—¡Bravo! —exclamó sir Jason.
—Así pues, Jason, asistiré a la fiesta de recaudación de fondos. Y puede usted estar seguro de que volveré a invertir tanto mis desvelos como mi dinero en la noble causa de nuestros ideales educativos. En fin, tienen ustedes trabajo, y ya he entretenido bastante a la señorita Swan. Jason, ha sido un verdadero placer volver a verlo. Señorita Swan, Emmett vendrá a recogerla a eso de las… seis, ¿no?
—Por lo general salgo a las seis y media —murmuró ella, consciente de que sir Jason los miraba boquiabierto.
El conde decidió dar satisfacción a su curiosidad.
—Anoche el tutor de esta joven sufrió un grave accidente en la carretera, justo delante de mi casa. Naturalmente, es ahora mi invitado. Y, como era de esperar, la señorita Swan, presa del miedo, se apresuró a acudir en su auxilio. Para mi inmensa satisfacción, el castillo de Masen acoge de nuevo invitados. Así pues, que pasen los dos un buen día.
—Bue… buenos días, Edward —balbuceó sir Jason, mirando todavía perplejo al conde mientras éste salía con aire despreocupado y, pese a todo, con la dignidad propia de un hombre de su posición.
Pasaron unos instantes antes de que sir Jason se volviera boquiabierto hacia Bella y exclamara:
—¡Cielo santo! ¡Esto es asombroso!
Ella se limitó a encogerse de hombros y a hacer una mueca.
—Le aseguro que yo no sabía nada —murmuró—. Sólo fui a… atender a mi tutor.
—¿Y dice que sufrió un accidente? —preguntó sir Jason con el ceño fruncido—. ¿Se pondrá bien?
Sir Jason era un buen hombre. Parecía avergonzado por haberse olvidado de preguntar por el estado de salud del tutor de Bella.
—Sí, sí, gracias. Está algo magullado, pero no es nada serio.
—¡Estos cocheros de hoy en día! —exclamó sir Jason, profiriendo un soplido—. ¡Son tan descuidados y temerarios…! —ella sonrió, pero no le dijo que en el «accidente» no había participado ningún cochero. Sir Jason siguió mirándola con cierta preocupación—. Esto es francamente extraordinario —dijo.
—Bueno —murmuró Bella, bajando los ojos—, si a usted le complace, entonces…
—¡Complacerme! —exclamó sir Jason—. Mi querida niña, los padres de lord Cullen eran grandes patronos de este museo. ¡Y más aún! Eran grandes benefactores de la nación egipcia. Se desvivían porque, con la ayuda de las potencias extranjeras, el pueblo no sufriera. ¡Y el trabajo que hicieron! —la observó un momento y luego pareció tomar una decisión—. Venga conmigo, Bella, querida. Le mostraré una parte de su legado.
Bella quedó sorprendida. Hasta ese momento, su trabajo había consistido en ocuparse de las tareas más tediosas. De pronto, sin embargo, sir Jason parecía dispuesto a mostrarle los sótanos que servían de almacén al museo. Bella comprendió, fascinada, que debía darle las gracias por ello a su amenazador anfitrión. Detestaba sentirse en deuda con él, pero aun así no estaba dispuesta a perder aquella oportunidad.
—Gracias, sir Jason —dijo.
Él recogió de su mesa un juego de llaves y la condujo fuera de la oficina. Bajaron un tramo de escaleras, recorrieron una serie de pasillos y volvieron a bajar. Allí, los corredores eran oscuros y las salas estaban llenas de cajones de madera. Pasaron junto a un montón de cajas que acababan de llegar de Turquía y de Grecia y siguieron adelante, hasta que llegaron a una parte envuelta en sombras. Algunos de los cajones que había allí estaban abiertos. Cierto número de cajas más pequeñas habían sido apartadas, y había una hilera de sarcófagos embutidos todavía en grandes cajones en forma de ataúdes, rellenas de material de embalaje.
—¡Aquí está! —dijo sir Jason, abriendo los brazos para indicar aquella panoplia de tesoros.
Bella miró despacio en su derredor. Había allí, ciertamente, gran cantidad de riquezas.
—Esto sólo es la mitad, naturalmente. Muchos objetos fueron al castillo —dijo sir Jason, y arrugó la frente—. También hubo varias cajas que se perdieron.
—Puede que también estén en el castillo.
—No creo —murmuró sir Jason—. Pero, claro, transportar estos bienes… ¡Ah, quién sabe! Aun así, lord y lady Cullen eran sumamente minuciosos en su trabajo. Lo anotaban todo… —hizo una pausa, un tanto azorado—. Yo creo que las cajas sí llegaron. Pero es igual. Su último hallazgo fue tan rico, que todavía no hemos podido empezar a estudiar y catalogar lo que tenemos.
—Los padres de lord Cullen descubrieron todas estas cosas justo antes de morir, supongo —dijo Bella.
Sir Jason asintió.
—Las piezas pequeñas y los relieves que está usted transcribiendo proceden del mismo yacimiento —explicó—. Un hallazgo maravilloso —sacudió tristemente la cabeza—. ¡Eran una pareja encantadora! Muy consciente de sus responsabilidades para con la reina, pero ambos entregados al estudio. Fue una auténtica sorpresa que lord Cullen encontrara a una mujer como la suya. ¡Ah, lady Cullen! La recuerdo muy bien. Ninguna mujer agasajaba a sus amigos, viejos o nuevos, con tanta gracia y tanta amabilidad. Era una mujer asombrosa, sencillamente asombrosa. Y, sin embargo, era capaz de arrastrarse por el polvo, de trabajar con una pala o con una brocha, de estudiar textos, de buscar respuesta a misterios… —su voz se apagó—. Qué gran pérdida… —el pelo cano de sir Jason refulgió a la pálida luz de gas de las entrañas del museo cuando sacudió la cabeza de nuevo—. Yo temía que Edward se encerrara para siempre en ese castillo suyo, envuelto ahora en maleza, siempre lúgubre y amenazador, creyendo que sus padres habían sido asesinados. Pero parece que al fin ha asimilado el pasado y ha podido enfrentarse a su dolor. Mi querida niña, si tiene usted algo que ver con esa milagrosa resurrección, puede que sea el bien más valioso que he traído a este museo.
—Muchas gracias, sir Jason, pero no creo que yo tenga tanta influencia sobre ese caballero. En realidad apenas nos conocemos.
—¡Pero él quiere que lo acompañe a la fiesta!
—Sí —musitó ella.
Sir Jason frunció el ceño.
—Bella, ¿se da usted cuenta de que ese hombre es nada menos que el conde de Masen? Francamente, me ha dejado de piedra que un hombre de su posición se digne invitar a una plebeya. No pretendo ofenderla, querida. Es sólo que… bueno, en fin, nosotros los ingleses tenemos nuestras reglas.
—Mmm. Bueno, tal y como todos convinimos hace un rato, ésta es la edad de la razón, ¿no le parece?
—¡Un conde, señorita Swan! Aunque tenga la cara espantosamente desfigurada, ¡es inaudito!
Sir Jason no pretendía ser cruel, pero seguía mirándola con perplejidad, y Bella empezó a sentirse como si le hubiera crecido un extraño apéndice. No estaba en situación de explicarle que dudada sinceramente que el conde de Masen hubiera recuperado su interés por el museo, más allá de proseguir sus indagaciones para dar con el presunto asesino de sus padres. Y que le importaba un comino que ella fuera noble o plebeya, mientras sirviera a sus propósitos.
—¿Le da miedo el conde por sus cicatrices, o quizá por su reputación? —preguntó sir Jason.
—No, no.
—No sienta usted repulsión.
—La conducta y las convicciones de un hombre pueden ser mucho más espantosas que su cara, sir Jason.
—¡Bien dicho, Bella! —exclamó él, sonriendo—. ¡Venga, acompáñeme! Tenemos trabajo que hacer. Mientras transcribe, le contaré encantado más cosas acerca de los hallazgos de los Cullen. Naturalmente, las tumbas de los faraones se consideran las más suntuosas. Pero por desgracia la mayoría fueron saqueadas hace mucho tiempo. Lo más impresionante de la tumba de Nefershut, la que descubrieron los Cullen, es que, a pesar de que el finado era un sacerdote de alto rango, muy admirado y temido, y más rico que Midas, su tumba no había sido profanada. Y había muchas personas enterradas con él. Los egipcios no exigían que las esposas y concubinas de un gran personaje se enterraran con él, pero ¡fíjese en esa fila de sarcófagos! Y luego está el asunto de la maldición —agitó con impaciencia una mano en el aire—. Al parecer, según la creencia popular, ninguna tumba carece de su maldición. Será, quizá, por la afición de la gente al misterio. Nosotros hemos abierto muchas tumbas sin que hubiera severas advertencias a la entrada. Pero en este caso en particular, lo mismo que en algunos otros, había una maldición justo a la entrada de la tumba. «Que aquéllos que perturben la Nueva Vida del bendito sean malditos en esta tierra». Y, desgraciadamente, lord y lady Cullen murieron poco después.
—¿Murió alguien más vinculado a la excavación? —preguntó Bella.
Sir Jason arqueó lentamente una ceja con cierto desasosiego.
—Yo… no lo sé. Ciertamente, nadie del renombre de los Cullen.
Bella hizo ademán de volverse, creyendo oír un chirrido justo a su espalda, donde se hallaban los sarcófagos de las momias.
—Bella, ¿me está escuchando? —preguntó sir Jason.
A ella le sorprendió haberse distraído tan fácilmente. Y saltaba a la vista que sir Jason no había oído ningún ruido. Temía empezar a sufrir alucinaciones. Amaba la historia del Antiguo Egipto y el sinfín de anécdotas que la acompañaban, pero hasta ese momento nunca había caído víctima de su estúpido romanticismo. No creía que las momias pudieran levantarse de sus tumbas para atormentar a los vivos.
—Lo siento, me ha parecido oír un ruido.
—Bella, estamos en un museo. Hay un montón de gente andando sobre nuestras cabezas.
Ella sonrió.
—No, me ha parecido oír un ruido aquí cerca.
Él suspiró, exasperado.
—¿Ve usted a alguien, aparte de nosotros?
—No, es sólo que…
—Hay otras personas que tienen las llaves de estos sótanos, Bella. ¡El nuestro no es el único departamento del museo! —parecía indignado, y Bella se dio cuenta de que estaba enojado porque no le hubiera prestado toda su atención—. ¡Áspides, Bella! Criaturas peligrosas. Cualquiera que se aventure en Egipto debe tener presentes ciertos peligros. Aunque Dios sabe que hoy en día hasta el más vulgar turista viaja por el Nilo.
Ella sonrió y se refrenó para no decirle que todo el mundo tenía derecho a viajar, a estudiar y a maravillarse ante los prodigios del mundo antiguo. Incluso los plebeyos.
—Pero —señaló—, si alguien dejó los áspides en las habitaciones de lord y lady Cullen, ¿no sugeriría eso la posibilidad de que fuera un asesinato?
Sir Jason pareció alarmado. Frunció el ceño un poco más y miró a su alrededor, como si temiera que alguien los hubiera seguido. Luego sacudió la cabeza.
—¡Ni lo piense siquiera! —la advirtió.
—Sin duda eso es lo que cree el actual conde.
Él meneó la cabeza con vehemencia.
—¡Ni hablar de eso! Y no debe usted difundir esa idea. Ni siquiera debe volver a hablar de ello en voz alta, Bella. ¡Jamás! —parecía realmente nervioso. Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, pero, al ver que ella no lo seguía de inmediato, miró hacia atrás—. Vamos, vamos. ¡Ya nos hemos entretenido bastante!
Bella lo siguió, lamentando haber expresado su opinión. Pese a todo, una cosa estaba clara: en el futuro, dedicaría más esmero a su trabajo, ahora que sabía más acerca del conde, de la maldición y del hallazgo de los Cullen.
—¡Dese prisa! —dijo sir Jason, mirando hacia atrás con impaciencia.
—Sí, sir Jason —contestó ella, apretando el paso.
El museo estaba ya lleno de gente. Bella distinguió diversos acentos: británico, irlandés y otros mucho más lejanos, y se sintió encantada, como siempre, al ver que tanta gente visitaba el museo.
Amaba el museo. Era, en su opinión, una joya de la corona de Inglaterra. Había abierto al público el 15 de enero de 1859. En aquella época, era una institución novedosa, regida por un cuerpo de fideicomisarios responsables ante el Parlamento, y cuya vasta colección pertenecía al pueblo británico. La entrada era gratuita, y Bella lo había visitado de niña, de la mano de su madre. El departamento en el que trabajaba llevaba el nombre de «Departamento de Antigüedades Egipcias y Asirias», y debían agradecerle a Napoleón Bonaparte algunas de sus mejores piezas, puesto que había sido él, en su intento de conquistar el mundo, quien primero se había adentrado en Egipto acompañado de eruditos e historiadores. Su derrota ante los ingleses había tenido como consecuencia el envío de la mayor parte de sus colecciones al Museo Británico.
Mientras avanzaban, pasaron junto a la piedra Roseta, el prodigioso hallazgo que había permitido la traducción de los jeroglíficos de la lengua egipcia antigua.
—Ahora, a trabajar —dijo sir Jason con firmeza al llegar al despacho y, regresando a su escritorio, inclinó al instante la cabeza sobre sus papeles.
Bella tuvo la sensación de que estaba sumido en sus pensamientos, preocupado quizá, y de que intentaba disimular su desasosiego.
Ella fue a buscar su delantal, que colgaba de una percha detrás de la puerta, y entró en el cuartito donde estaba trabajando en un bajorrelieve. Extendida sobre una larga mesa de trabajo, la estela de piedra medía aproximadamente un metro de alto, sesenta centímetros de ancho y siete de grosor. Era una pieza muy pesada, coronada por una cobra egipcia, lo cual significaba que las palabras que contenía, las cuales eran en realidad una admonición, habían recibido la bendición de un faraón. Todos sus símbolos habían sido labrados con delicadeza y esmero, y eran muy pequeños, de ahí que le hubieran encomendado a ella la tediosa tarea de descifrarlos. Sus superiores estaban seguros de que aquella estela no hacía más que reiterar otras admoniciones diseminadas alrededor de la tumba.
El hombre allí enterrado había sido amado y reverenciado. Ahora que Bella sabía que junto a él se habían enterrado muchas otras personas, se sentía aún más fascinada por los motivos de aquella conducta. ¿Habían sido asesinadas sus esposas o concubinas a fin de que penetraran en la vida eterna con él?
Bella se sentó y observó los símbolos en su conjunto. Sabía que Nefershut había sido sumo sacerdote, pero, según se colegía de lo que ya había transcrito, había sido también una especie de mago. Miró las palabras que ya había traducido: «Sepan quienes entren aquí que han hollado el suelo más sagrado. No perturbéis el reposo del sacerdote, pues entra en la otra vida exigiendo lo que fue suyo en ésta. Por respeto a él, no lo perturbéis. Pues Nefershut podía domeñar el aire y las aguas. Su mano esparcía el susurro de los dioses, y a su mesa se sentaba Hethre. Su vida ha sido bendecida más allá de esta vida. Su poder se extiende mientras ella se sienta a su mano derecha».
—Hethre… —murmuró Bella en voz alta—. Hethre… ¿quién eras exactamente, y por qué es a ti a la única que se menciona, a pesar de que no dice que fueras su esposa?
—Ese tipo debía de ser todo un personaje, ¿eh?
Bella levantó la vista con sobresalto. No había oído llegar a sir James Gigandet. Se incorporó, avergonzada por llevar puesto el delantal y porque un mechón de su pelo había escapado de sus horquillas.
Sir James era guapísimo. Alto y bien vestido, tenía el pelo rubio y los ojos azules y brillantes. Bella sabía que entre los círculos selectos tenía fama de osado, aventurero y seductor. Y, naturalmente, también de donjuán. A pesar de que tal vez fuera un crápula, ello no le perjudicaba en ningún sentido, pues no estaba ni casado ni prometido. Los señores y las señoras de la alta sociedad convenían en que un joven semejante podía permitirse ciertas travesuras juveniles. Así pues, seguía siendo un preciado trofeo en el ruedo matrimonial.
Bella conocía de primera mano su atractivo, pues con ella siempre se mostraba encantador y galante. No se engañaba, sin embargo, ni pensaba caer en el error que había llevado a su madre a tan trágico fin. Reconocía asimismo con cierta sorna que también se sentía atraída hacia James. Ella no pertenecía, desde luego, a la clase entre cuyas filas elegiría esposa un caballero como aquél, pero tampoco era de las que sir James podía seducir por simple entretenimiento. Bella no podía permitirse un desliz, y siempre se lo había dejado perfectamente claro, si bien de manera tácita. Ello no impedía, sin embargo, que él siguiera prodigándole sus atenciones, pues era tan engreído como para creer que, si se empeñaba, acabaría saliéndose con la suya.
—¡Ah, mi querida Bella! —prosiguió James, acercándose a ella—. ¡Tan bella y siempre aquí escondida, en este cuartucho, ataviada con un viejo y mohoso delantal! —se inclinó sobre la mesa con ojos centelleantes—. Debes tener cuidado, mi querida Bella. ¡Los años pasan! Antes de que te des cuenta, serás una vieja miope y no habrás conocido todas las maravillas del mundo moderno.
Ella rió suavemente.
—¿Maravillas como tú, James?
Él esbozó una sonrisa remolona.
—Bueno, la verdad es que no me importaría acompañarte a dar un paseo por Londres, ¿sabes?
—Me da miedo el escándalo —le dijo ella.
—En esta vida hay que ser un poco osado.
—Para ti es fácil decirlo, James —contestó ella puntillosamente—. Y a mí me encanta mi trabajo. No creo que haya mejor sitio para envejecer y volverse miope.
—¡Pero la pérdida de tanta juventud y tanta belleza es una auténtica tragedia! —exclamó él.
—Eres encantador, y lo sabes —respondió Bella.
La sonrisa de sir James se disipó. De pronto se puso serio.
—Estoy bastante preocupado.
—¿De veras? ¿Y eso por qué? —preguntó ella.
Él rodeó la mesa y, colocándose a su lado, le apartó delicadamente un mechón de pelo.
—Acabo de enterarme de que has pasado una noche extraordinaria… y también una mañana notable.
—¡Ah, el accidente! —murmuró ella.
—¿Es cierto que anoche dormiste en el castillo de Masen? —preguntó él.
—Mi tutor estaba herido. No tuve elección.
—¿Puedo hablarte con franqueza, Bella? —preguntó él con mirada suave y seria.
—Si lo deseas.
—¡Temo por ti! No debes dejarte engañar. El conde de Masen es un monstruo. Eligió una máscara lo más parecida posible a su alma. Sir Jason me ha dicho que te trajo al museo esta mañana y que insiste en que asistas de su brazo a la fiesta de recaudación de fondos. Bella, ese hombre es peligroso.
Ella enarcó una ceja.
—Discúlpame si me equivoco, James, pero ¿no tratas tú continuamente de ser igual de… peligroso?
Él movió la cabeza con gravedad.
—Mis intenciones sólo afectan a tu virtud. El conde de Masen está prácticamente loco. Temo por tu vida y tu seguridad. Al parecer, se ha fijado en ti, Bella. Has entrado en su mundo, donde muy pocos entran últimamente —carraspeó—. Bella, no quisiera herir tus sentimientos por nada del mundo. Pero sin duda sabrás que la nuestra sigue siendo una sociedad tremendamente clasista. Corre el rumor de que el conde merodea de noche por los callejones de Londres buscando diversos entretenimientos, pues, hallándose mutilado y desfigurado, ya no frecuenta los salones de las damas de alcurnia cuya compañía buscaría en otras circunstancias. Temo seriamente que esté jugando contigo de la manera más espantosa y cruel.
Eso era exactamente lo que estaba haciendo el conde, pero no como sospechaba sir James.
—Por favor, no te preocupes por mí —le dijo—. Soy muy capaz de cuidar de mí misma —le ofreció una sonrisa reticente—. Sin duda ya lo habrás notado. Si no me equivoco, tú has estado intentando… mostrarme las maravillas del mundo moderno desde que llegué, por decirlo así.
—No creo haberte faltado al respeto —protestó él.
—No, porque soy muy capaz de cuidar de mí misma.
—Sé un modo de arreglar este asunto de la manera más elegante —dijo sir James —. Podemos decir que ya has aceptado venir conmigo a la fiesta.
—Eres muy amable, James —le dijo Bella, creyendo que estaba sinceramente preocupado—, pero piensa en el escándalo. De hecho, creo que si fuera contigo mi vida correría peligro, pues un sinfín de damas de alta alcurnia querrían degollarme si pensaran que una mujer como yo andaba detrás de ti —estaba bromeando, pero había una pizca de verdad tras sus palabras.
Él la tomó de las manos y la miró con fijeza.
—Te aseguro, Bella, que convendría que el conde de Masen creyera que hay algo serio entre nosotros. Y yo soy un simple caballero. Él es un conde. Cosas bien distintas, desde luego.
—¿Es eso una declaración, James ? —bromeó ella. Él titubeó. Bella retiró las manos—. James, por favor, créeme, tú siempre has sido amable conmigo y yo, al igual que las demás, no soy inmune a tus encantos. Pero, si me complicara en una pequeña relación contigo, además de llamarme plebeya, estoy segura de que la gente añadiría a mi nombre alguna palabra mal sonante.
—Ah, Bella, no sabes las ganas que me dan de echarlo todo a rodar y…
—Eso sería una estupidez —respondió ella con firmeza—. Creo que no corro ningún peligro. Tú, más que cualquier otro hombre, deberías saber que sé cuál es mi sitio y que, por lo tanto, evito cualquier relación comprometida con hombres de elevada posición.
Él frunció el ceño.
—Bella, sabes que me fascinas… y algo más.
—James, es el hecho mismo de que sea inalcanzable lo que te fascina.
Él sacudió la cabeza.
—No, Bella. Sin duda sabrás que tienes unos ojos hechiceros, verdes y dorados, tan atrayentes como los de una tigresa. Has de ser consciente, a menos que seas ciega y tengas pocas luces, de que te ha sido concedido el don de una figura semejante a la de una estatua clásica; una figura que encandila a todo hombre que entra aquí. Eres vivaz, despierta e inteligente. Sí, podrías enamorar a un hombre hasta el punto de que estuviera dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguir tu mano.
A ella la sorprendió el apasionamiento de su discurso.
—¿Insinúas que creo poder negarle mi compañía a un hombre como el conde a fin de conseguir… una declaración matrimonial? —dijo con cierta incredulidad. De pronto estaba enojada.
—¡Bella, por favor! Te estoy hablando de amor. La admiración y el interés que siento por ti son muy profundos.
Ella sacudió la cabeza.
—James…
—¿Es eso? ¿Quieres casarte? Bella…, sí, estoy dispuesto a pedir tu mano.
Sorprendida de nuevo, ella dijo:
—Acabarías odiándome, James. Deplorarías el escándalo. De veras estarías echándolo todo a rodar si cometieras la insensatez de casarte conmigo. Al instante dejaría de parecerte encantadora, porque ya no sería inalcanzable.
—Bella, no sabes cuánto me duelen tus palabras.
—James, te preocupas sin motivo —le aseguró ella.
—¿Ése es el juego que crees poder jugar con lord Cullen? A fin de cuentas, él es conde, y hasta los reyes se han casado alguna vez con plebeyas. Pero, Bella, deberías recordar el destino de cierta plebeya que se casó con un rey.
—James…
—¡La historia, mi querida niña, la historia! Piensa en Ana Bolena. Forzó a Enrique VIII a pedir su mano al mostrarse inalcanzable. Y, cuando él quiso pasar página, ella se quedó sin cabeza.
Bella no pudo evitar echarse a reír.
—James, te aseguro que debería sentirme profundamente ofendida. Si fuera una joven dama, educada en los mejores colegios, creo que me sentiría obligada a darte un buen bofetón. Pero me temo que perdí a mis padres a edad demasiado temprana para ir a un buen colegio, y como simple plebeya dotada de una insaciable sed de conocimientos, creo que se me permitirá renunciar a semejante despliegue de violencia.
—Yo te muestro mi corazón y tú te ríes de mí.
—Vamos, James, eres tremendamente amable. Pero jamás me casaría contigo.
—¿No te parezco ni un poquito seductor? —preguntó él.
—Demasiado, en realidad, y tú ofrecimiento es realmente generoso. Pero estoy segura de que no hablas en serio —al ver que él se disponía a protestar, levantó una mano para atajarlo y continuó—: Por favor, James, no quiero que pienses que has hecho una proposición y que, por una cuestión de honor, no puedas desdecirte luego. Te aseguro que acabarías despreciándome. Y, por esa misma razón, el conde de Masen no puede seducirme, pues poseo una de las cualidades que tú mismo acabas de atribuirme: la inteligencia. No me pasará nada. Voy a alojarme en el castillo hasta que pueda trasladar a mi tutor a casa. Asistiré a la fiesta de recaudación de fondos porque creo que el conde piensa que puede acudir tranquilamente a semejante reunión, enmascarado debido a sus cicatrices, si va acompañado de una simple empleada del museo. Estaremos aquí, James, en el museo, y os tendré a ti, a Riley y a sir Jason a mi alrededor. Y a lord Vulturi, por supuesto.
La puerta se abrió antes de que James pudiera contestar.
—¡Bella! Acabo de enterarme de… —empezó a decir Riley Biers, pero se detuvo al ver que Bella estaba acompañada—. James —dijo.
—Riley.
Riley, un hombre enjuto cuya delgadez acentuaban su pelo rubio oscuro y sus ojos azulados, los cuales le conferían más bien el aspecto de un muchacho apuesto que el de un hombre maduro, miró a Bella con reproche un instante. Riley y James  solían respetarse, aunque Riley se quejaba a menudo de que James era más un caballerete rico que un verdadero estudioso. Riley se consideraba con más derecho que él a la confianza de Bella, pues era, como ella, un honesto trabajador.
Riley se aclaró la garganta y sacudió un poco la cabeza como si decidiera que pese a todo podía hablar, pues al parecer James estaba ya al corriente de lo sucedido.
—¿Es cierto que esta mañana has venido con Edward Cullen?
Ella dejó escapar un suave suspiro.
—Charlie tuvo un accidente anoche, frente a las puertas del conde. Estaba herido y lo llevaron al castillo, aunque en realidad no tenía nada grave. Sólo fue el susto. Yo, naturalmente, corrí a su lado. Y… eso es todo.
Los dos hombres se quedaron mirándola un momento y a continuación se miraron entre sí.
—¿Le has dicho que es…?
—Un hombre peligroso y quizá no del todo cuerdo —concluyó James —. Sí, he intentado decírselo.
—Bella, debes tener mucho cuidado con él —dijo Riley, preocupado—. La verdad es que me sorprende que sir Jason esté tan… en fin, tan contento.
—El conde de Masen es un hombre rico —dijo James con aspereza—. Sus tierras abundan en tesoros que sir Jason quisiera ver en el museo.
Riley tragó saliva repentinamente.
—Yo iré contigo, Bella. Te acompañaré cuando salgas de aquí. Podemos alquilar un coche y llevar a tu tutor a casa sano y salvo…
—Riley, sin duda yo soy el más indicado para proporcionarle un coche, pues dispongo del mío propio —lo atajó James con firmeza—. Pero tienes razón. Debemos llevar a Bella y a su tutor a casa enseguida, y alejarlos de ese lúgubre castillo.
Ella los miraba con pasmo. Ambos le habían ofrecido su amistad en otras ocasiones, pero de pronto parecían rivalizar por ella. Y los dos parecían ansiosos por alejarla del castillo de Masen.
Riley levantó un poco el mentón, como si estuviera dispuesto a sacrificarse por su bien.
—De acuerdo. James tiene coche propio. Me parece bien, con tal de que te alejes de ese lugar maldito.
—Riley, James —dijo ella suavemente, pero antes de que pudiera continuar, la puerta se abrió y entró Félix Moreau.
Félix era el último de los principales empleados del departamento. Hombre de escasa cultura, era, pese a su falta de instrucción académica, un apasionado de la egiptología que trabajaba con ahínco y determinación. Tenía treinta y tantos años y era corpulento, fornido y de espeso cabello castaño. Movía sin apenas esfuerzo las cajas más pesadas, y sin embargo era capaz de tratar con suma delicadeza las piezas más delicadas de un yacimiento.
Miró a Bella como si fuera un artefacto que de pronto se hubiera revelado como el hallazgo más portentoso del siglo.
—¿Has venido con el conde de Masen? —preguntó.
Ella suspiró, cansada de dar explicaciones, y se limitó a decir:
—Sí.
—Entonces, ¡ha vuelto a salir del castillo!
—Eso parece.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Félix—. Puede que a partir de ahora dispongamos de más dinero. ¡Caramba! Incluso puede que el conde organice una nueva excavación. No hay nada como trabajar en las arenas del desierto, ¿sabes?
—Todavía no está organizando ninguna excavación —dijo James con fastidio.
—Pero… —murmuró Félix, mirando a Bella.
—¿Querías algo más, Félix? —preguntó James.
Félix arrugó el ceño.
—Ese vejestorio, el jorobado barbudo que venía de Antigüedades Asiáticas, ¿lo habéis visto? —los tres lo miraron con estupefacción—. Sí, ya sabéis, ese tipo. El que viene a trabajar aquí unas horas de vez en cuando. ¡Arboc, así se llama! El viejo Jim Arboc, ¿lo habéis visto?
—No, no lo hemos visto —contestó James, irritado. Félix no le era simpático, pero cumplía todos los requisitos para trabajar en el departamento…, entre los cuales se contaban sus músculos.
—Le he dicho a sir Jason una y otra vez que debemos contratar a un hombre a tiempo completo —dijo Félix—. A mí no me importa deslomarme, pero hay que barrer el suelo. Y en eso se pierde mucho tiempo.
—Entonces tal vez no deberías malgastarlo —sugirió James.
Félix estuvo a punto de lanzarle un gruñido, pero sonrió a Bella.
—¡Bien hecho, Bella! ¡Caramba, volver a traer a tan ilustre patrón! Aunque últimamente tenga tan mala reputación. Puede que de verdad esté maldito —le guiñó un ojo y salió.
Un instante después apareció sir Jason.
—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —preguntó con impaciencia—. Riley, creo que Bella es muy capaz de ocuparse sola de esa estela. James, puede que sea usted miembro de la junta directiva, pero su cometido no consiste en entretener a mis empleados. Lord Vulturi viene de camino, ¡y no quiero que mi departamento parezca un salón de té!
Riley se puso rígido. James se encogió de hombros con fastidio.
—Hablaremos luego, Bella —dijo, y se acercó tranquilamente a la puerta. La abrió, listo para marcharse, pero se detuvo de pronto. Mirando hacia atrás, los recorrió con la mirada y finalmente, posando la vista en Bella, dijo—: Parece que alguien más viene a tomar el té.
—¿Quién? —preguntó Riley.
—Edward Cullen, el conde de Masen —dijo James  con los ojos fijos en Bella—. ¡Ojo! ¡Viene el monstruo!

2 comentarios:

  1. TRATANDOSE DE EDWAR VINIENDO EN CUALQUIER PRESENTACION LO ACEPTO,QUIEN NO,ES EMOCIONANTE ESTA TRAMA,ESTOY EMOCIONADA EN EL DESARROYO DE LA MISMA.

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  2. Eso es cruel no hay k reírse del dolor ajeno. Ni juzgar el caparazón con el interior. Por k hay belleza con el interior podrido.

    Nos seguimos leyendo.

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