miércoles, 17 de noviembre de 2010

¿De qué color son tus ojos?


Capítulo 11 ¿De qué color son tus ojos?

Una suave presión en los labios despertó a Bella de un sueño profundo. Abrió los ojos y encontró a Edward que la besaba. Era un beso tierno... como el que un marido daría a su esposa al despertar. Trató de incorporarse, pero Edward no se lo permitió.
–Quiero levantarme, Edward.
–Conozco perfectamente tus deseos, Bella, pero lamentablemente, pienso de otra manera.
Hablaba con amargura, y la sonrisa en sus labios no parecía llegar a sus profundos ojos verdes. Todavía estaba furioso por lo sucedido el día anterior, y Bella se daba cuenta de ello. Entonces, ¿por qué la había besado con tanta ternura un momento antes?
–¡Déjame levantarme! –exigió–. ¡Sabes que no soporto estar cerca de ti!
–Sí, lo sé –dijo él–. Y por eso disfrutaré dándote tu última lección.
–Seguramente no pensarás... –Se interrumpió cuando él metió una mano debajo de su enagua y le acarició los pechos, dándole la respuesta.– ¡Al menos podrías tener la decencia de esperar hasta que llegue la noche antes de torturarme! –gritó.
–¿Torturarte? ¿Así lo llamas? –preguntó, acariciándole los pezones.
–¡Sí! Es una tortura para mí porque te odio.
–Tal vez me odies zorra francesa, pero a tu cuerpo le encantará lo que pienso hacer con él. Antes de que pudiera protestar, Edward le levantó la enagua, se la quitó por encima de la cabeza, y la arrojó al suelo. Le separó las piernas con sus rodillas y comenzó a acariciar la piel entre sus muslos.
–¡No! –gritó ella. Trató desesperadamente de apartar el brazo de él, pero era imposible.
El placer se extendía por todo su cuerpo, y no podía detenerlo. Los dedos de él producían magia, dando vida a su cuerpo contra su voluntad. Hundió la cara en el cuello de Bella, marcando su piel tierna con sus labios y ella supo que estaría perdida si no lo detenía en ese momento. ¡Tenía que detenerlo!
–Tu... tu barba –logró decir finalmente–. Me molesta. Me hace cosquillas.
Él levantó la cabeza para mirarla, pero en sus ojos no había piedad.
–No te quejaste de esto antes.
–Antes fuiste rápido –saltó ella–. Las cosquillas me hacen reír, y tal vez pienses que me río de tus caricias.
–¿Con quién me comparas, Bella, sino has tenido ningún otro hombre antes que yo?
–El hecho de que me enfermas es suficiente –replicó ella, pero sus esfuerzos eran inútiles. ¿Cómo podía lograr enojarlo lo suficiente para que la violara con rapidez?
–Esta vez nadie prestará atención a tu lengua, Bella. De una vez por todas aprenderás lo que es ser una mujer. –Sus palabras eran deliberadamente frías.
Se tendió sobre ella y cubrió sus labios con los suyos, acallando sus protestas. Entró en ella con lentitud, con suavidad, y esta vez no hubo dolor. Sus actos no coincidían con sus emociones, porque actuaba con ternura, a pesar de que su actitud parecía cruel. Se vengaba de ella con paciencia, y ella no tenía forma de combatirlo.
Penetró en ella profundamente y se quedó quieto mientras cubría su rostro y su cuello con besos. Sus labios encontraron otra vez los de ella, invadiéndole con la pasión de sus besos. Comenzó a moverse dentro de ella, con lentitud al principio, luego más rápido. Una sensación se extendía por el cuerpo de Bella como un fuego líquido. Y pronto Bella se aferró a Edward mientras el éxtasis explotaba dentro de ella.
Bella oyó reír profundamente a Edward, con triunfo, y se sintió más humillada por esto que por cualquier otra cosa que hubiese sucedido hasta ese momento. De manera que esta era su venganza... darle este maravilloso, este increíble placer, y en la cúspide se aferró a él como si no pudiera dejarlo ir.
–¿Ahora me criticas, pequeña?
Ella miró su rostro sonriente, satisfecho, y de pronto se sintió terriblemente enojada con él, porque nunca le permitía olvidar su poder... y consigo misma, por perder el control de su cuerpo, en medio de la pasión.
–¡Maldito seas, Edward!–gritó, y lo apartó de ella.
Él la miró, divertido, mientras bajaba de la cama y tomaba su enagua del suelo. Ella se la puso rápidamente, y luego se enfrentó a él con las manos en las caderas. Sus largos cabellos sedosos caían sobre sus hombros.
–¡Nada ha cambiado! ¿Me oyes? ¡Nada! Todavía te odio... ¡Ahora más que nunca!
–¿Por qué? ¿Porque hicimos el amor y te gustó? –preguntó Edward. Se levantó de la cama y comenzó a vestirse.
–Mi cuerpo puede haberme traicionado, pero sólo porque no podía luchar contra ti. Tus malditas amenazas me detuvieron. Y... –Se interrumpió bruscamente, y sus ojos se agrandaron.
¡Ay, no! ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¡Él no la azotaría! ¡Sólo fingía amenazarla! Odiaba a los españoles porque azotaban a sus esclavos, eso había dicho, y hasta el momento nunca la había dañado, a pesar de toda la oposición que ella presentaba. ¿Cómo no había comprendido antes su juego?
–Bella, ¿qué te sucede? –preguntó él.
–¡Ojalá te vayas al infierno, Edward! –gritó ella.
–¿De dónde has sacado ese lenguaje? No del convento, estoy seguro.
–¡De tu tripulación! No tienen la decencia de cuidar lo que dicen cuando hay señoras a bordo.
–¿Y crees que, ese lenguaje corresponde a una dama? –se burló él.
–Ya no me siento como una dama. ¡Eso me lo has quitado... pero, basta!
–¿Y eso qué significa?
–Ah, nada... absolutamente nada.
Ella decidió esperar por su propia conveniencia. De pronto sonrió, y se echó a reír, ante la mirada desconcertada en el rostro de Edward. ¡Qué feliz se sentía! Feliz de no tener que someterse más a este gigante, a esta bestia, feliz de no tener que humillarse ante él ni soportar sus caricias. Ahora podía combatirlo. Y si la fuerza de él dominaba la suya, bien, no habría humillación. Al menos caería luchando. Siguió riendo.
–¿Has perdido la razón? –preguntó Edward. De pronto temió haber ido demasiado lejos.
Se acercó a ella y la sacudió por los hombros hasta que ella dejó de reír. Pero seguía sonriéndole. Y entonces él se mostró aún más confundido mientras miraba los ojos de Bella.
–¿De qué color son tus ojos, Bella? –preguntó él asombrado.
Ella dejó de sonreír y se apartó de él.
–Has visto mis ojos muchas veces, de manera que debes saber de qué color son –respondió, volviéndole la espalda.
–Tus ojos eran dorados hace un momento, dorados como topacios. Sin embargo antes eran cafés, eran cafés hasta ahora.
–No seas absurdo. Los ojos no cambian de color. Seguramente ha sido la luz.
–¡Mírame ahora! –ordenó él. Y como ella se negó, la obligó a darse la vuelta, y descubrió que sus ojos eran cafés nuevamente.
–Te dije que era sólo la luz –dijo ella. Pero se apartó de él rápidamente porque la confusión en su rostro la hizo reír otra vez.
Edward tenía la incómoda sensación de que Bella se burlaba de él. No era la luz. Estaba seguro de lo que había visto. Sus ojos habían tornado un color tan dorado como el oro. ¿Sus ojos cambiaban de color según su estado de ánimo? ¿Eran cafés cuando estaba enojada o asustada, y dorados cuando se sentía feliz? Había sido feliz por un momento. Pero, ¿por qué? ¿Qué podía hacerla feliz en su situación presente? Bien, estaba seguro de que le costaría averiguarlo, y ahora no tenía tiempo.
–¿Cómo se llama tu barco? ¿"La Dama Alegre"? –preguntó ella.
–¿Qué? Ah, sí –dijo él, y le sonrió. – El nombre, te queda bien, ¿verdad?
–¿Te parece? –preguntó ella con coquetería–. No me has permitido estar muy alegre. ¿Y tu estallido de hace unos momentos? ¿Te lastimó mucho, capitán? No veo tus heridas –se burló ella.
Él sonrió y cambió de tema porque obviamente ella jugaba con él.
–Veré si hay tela en la bodega. Si hay, podrás hacerte algunos vestidos más frescos. Y de esa manera tendrás alguna ocupación.
–Gracias.
Él la miró enigmáticamente, porque no esperaba su gratitud. Ella había cambiado con él, y se sentía desconcertado. Pronto averiguaría qué se proponía. Con esa idea, salió del camarote.
Poco después de haberse ido el capitán, Sue entró en la cabina con una bandeja de comida, y ella y Bella comieron juntas. Inmediatamente advirtió la alegría de Bella, pero pensó que finalmente había decidido aceptar las cosas como eran.
Habían salido de Tórtola en la madrugada, pero Bella no lo supo hasta que Sue se lo comunicó. Le molestó que el capitán pudiera ponerla fuera de sí hasta el punto de que no percibiera nada aparte de él.
Edward volvió antes del mediodía con dos piezas de seda de tono pastel. Las dejó sobre la mesa, junto con una pieza de puntilla e hilos, y tomó un par de tijeras de oro que llevaba en el cinturón. Pero vaciló antes de colocar estas cosas junto con las demás.
–¿Puedo confiar en que no usarás estas tijeras como arma? –preguntó con dureza.
–He dicho que no volveré a tratar de matarte –replicó Bella, mientras se levantaba para examinar las telas–. Cumpliré con mi palabra, aunque tú no cumplas con la tuya.
Él sonrió, pero todavía tenía reparos en entregarle la posible arma.
–Si no confías en mí, Sue puede llevarse las tijeras cuando se vaya, y devolvértelas. ¿Eso será satisfactorio? –Como él seguía indeciso, Bella rió suavemente–. Te facilitaré las cosas, capitán. No necesitas admitir que me temes. Sue te llevará las tijeras cuando se vaya. ¿Cómo se explica, Edward, que tengas esta tela, si dices que sólo atacas a los barcos que llevan oro?
Ahora él sonrió, advirtiendo que los ojos de Bella estaban dorados.
–La tela estaba en uno de esos barcos, con muchos otros bienes que debían ser entregados a una condesa española. Si estos colores no te van bien, tienes otros para elegir.
–¿Entonces no te importará si Sue hace trajes para ella también? –aventuró con dulzura.
–La tela podría venderse en Tortuga por una buena suma. Es suficiente que la ponga a tu disposición.
–¡No es suficiente! ¿Necesito recordarte que fuiste tú quien decidió dejar nuestros baúles en el otro barco, de manera que sólo nos quedó la ropa que llevábamos puesta?
–¡Muy bien! –replicó Edward con dureza–. ¿Qué más puedo hacer por usted, señora?
–No volver a poner los ojos en mí –respondió ella, con una media sonrisa en sus labios rosados.
–Me temo que no pueda garantizar eso.
Con estas palabras, Edward dio media vuelta y salió del camarote.
Bella suspiró y se volvió para mirar a su criada que estaba un poco pálida.
–Bella, debes tener cuidado con lo que dices al capitán. ¡No debes enfadarlo! –suplicó Sue.
–Y tú no debes preocuparse –replicó Bella–. El capitán no nos hará daño.
–Pero tú dices que te azotará si te resistes.
–Sí, pero yo no me resisto. Sólo jugaba. Como puedes ver, no me ha hecho nada –dijo Bella.
–¿Pero por qué te burlabas de él? Me parecía que tratabas de hacerle perder la paciencia, sólo hace cuatro días que conoces a este hombre. Es imposible saber cómo reaccionará ante tus pullas.
Bella decidió no decir a Sue lo que planeaba hacer esta misma noche, porque se alarmaría.
–No te preocupes. Sé actuar con Edward. Ahora, ven, comencemos –dijo Bella, eligiendo una seda de color verde claro.
Sue sacudió la cabeza con una débil sonrisa.
–Pediré al capitán algún algodón simple. Jamás en mi vida he llevado vestidos de seda, y no pienso comenzar a usarlos ahora.

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