Capítulo 13 "Lo amaba"
Al día siguiente, llegaron al Blue Moon a las diez de la mañana para que Bella pudiera ensayar. Edward se sentó en una mesa del fondo y se puso a leer el periódico, pero Bella lo pillaba continuamente mirándola con una expresión de asombro. Cada vez que sus miradas se encontraban, él volvía la vista al periódico. ¿Qué estaba pasando?
Justo después de la pausa del almuerzo, Edward se acercó al escenario.
—Acaban de llegar las bebidas —murmuró—. Mientras Gathegi comprueba la mercancía, yo registraré su oficina. Mantén los ojos abiertos, y si viene por aquí, entretenlo.
—¿Y cómo, si puede saberse?
—Confío en ti —respondió él con una sonrisa—. Seguro que se te ocurre algo.
Desapareció por la puerta del pasillo. La deliciosa vista de su perfecto trasero enfundado en unos vaqueros casi barrió la inquietud que sus palabras habían provocado. Casi.
Cuatro canciones más tarde, miró el reloj y la sala vacía, preguntándose cuánto volvería Edward. En ese momento se abrió la puerta, pero antes de que pudiera respirar de alivio, vio a Laurent portando una gran caja de cartón con una etiqueta de Dewards. En su interior las botellas chocaban unas con otras.
Riley, un hombre corpulento con cabello castaño, se asomó por la puerta y lo llamó.
—Jefe, Stephan dice que serán doce de los grandes.
—El martes pasado fueron sólo diez mil —espetó Laurent, deteniéndose.
La cabeza de Riley desapareció de la puerta y volvió a aparecer a los pocos segundos.
—Dice que estás delirando. Fueron doce.
—Maldita sea. Tengo la factura en mi despacho. Se la voy a restregar en su cara de hurón —movió la caja y las botellas volvieron a chocar—. Ahora mismo voy.
¡Oh, no! ¡Laurent iba a su despacho! Y Edward seguía sin aparecer. Bella tragó saliva.
—¿Señor Gathegi? —lo llamó cuando él pasaba junto al escenario. Laurent se detuvo y la miró con sus fríos ojos grises—. Eh… ¿le importaría ayudarme con los arreglos de la canción?
Laurent la miró, miró la caja que tenía en las manos y luego volvió a mirarla a ella.
—¿Estás ciega, sorda o las dos cosas?
—Pero sólo será un minuto, y…
—Ustedes los artistas son un fastidio. Arréglatelas tú misma —siguió hacia el bar.
Bella pensó deprisa. En un minuto Laurent dejaría la caja en el bar, iría en busca de la factura y posiblemente sorprendiera a Edward. ¿Debería bajar e intentar detenerlo? Entonces bajó la mirada y vio un micrófono inalámbrico a sus pies.
Una situación extrema exigía medidas extremas.
Tosiendo para disimular el ruido, le dio un puntapié al micrófono, que rodó por el escenario y cayó frente a Laurent.
Al tener la caja ocultándole la vista, no vio el cilindro metálico y lo piso con el pie derecho. El micro salió disparado hacia delante y Laurent cayó hacia atrás. La caja voló por los aires y se estrelló contra el suelo. El ruido de cristales rotos resonó en la sala, y un manto de color ambarino y olor penetrante inundó la reluciente superficie de roble.
Si Bella no hubiera estado tan asustada, se habría echado a reír al ver la cara de Laurent. El hombre se puso en pie, se sacudió los pantalones y miró el micrófono y luego a ella.
—Vaya —dijo tranquilamente Bella—. ¿Cómo habrá llegado hasta ahí?
—¿Vaya? —repitió él—. ¿Más de seiscientos dólares de whisky escocés han arruinado el barniz de mi pista de baile de cinco mil dólares y todo lo que se te ocurre es «vaya»? —los labios le temblaban de furia—. Tendría que despedirte, pero en vez de eso vas a estar meses pagándomelo —señaló con un dedo el desastre que se extendía rápidamente—. Baja de ahí y limpia todo esto, maldita zorra. ¡Ahora!
Con el corazón desbocado, Bella se dirigió hacia los escalones del escenario.
—Quieta —ordenó Edward tras ella.
Bella se volvió y vio a Edward caminando hacia Laurent. Su rostro parecía de piedra, con una expresión de ira glacial en sus ojos desconocida hasta entonces.
—Yo soy su manager. Si tiene algún problema, hable conmigo —se acercó más aún, hasta que casi se tocaron—. Y si vuelve a gritarle o a insultarla, lo haré pedazos.
Laurent se tensó y apretó los puños, dispuesto a presentar batalla. Pero algo en los ojos de Edward hizo que se lo pensara mejor, porque tras una breve duda, retrocedió.
—Si no fuera por la pasta que me debe, los echaría a los dos a patadas —gruñó.
—Vaya a ocuparse de sus asuntos —dijo Edward en tono amenazante—. Me encargaré de que todo quede limpio y de pagarle las pérdidas.
Laurent farfulló algo en voz baja, pero se volvió y se dirigió hacia su oficina.
Edward miró a Bella, y su expresión volvió a ser la del hombre que ella conocía. Se acercó al escenario y alzó los brazos para bajarla al suelo.
—¿Estás bien? —preguntó, apartándole un mechón de la cara.
Aparte de Alice, nadie había salido nunca en su defensa. Lástima que no pudiera acostumbrarse a ello. Su caballero de reluciente armadura no estaría siempre a su lado.
—Sí —respondió, temblorosa.
—Buen trabajo, cariño —le sonrió y le acarició la mejilla—. Pero te dije que lo entretuvieras, no que lo mataras.
Su buen humor borró la angustia de Bella, quien le devolvió la sonrisa.
—En ese momento me pareció una buena idea.
—Y muy divertida, también —la apretó ligeramente—. Vamos, hay trabajo que hacer.
—Te ayudaré a limpiar esto.
—No, hay cristales por todas partes. Sigue cantando. Por cierto… Recuérdame más tarde que te enseñe lo que he descubierto en el despacho de Laurent.
Fuera lo que fuera, Bella esperó que hubiera valido la pena enfurecer a Laurent. Todavía no podía creerse lo que había hecho. ¿Qué le estaba pasando?
Cerró los ojos y se concentró en su ensayo. No podía derrumbarse ahora. En seis horas estaría actuando con el local abarrotado.
El reloj de pared del camerino marcaba casi las ocho. Bella tragó saliva intentando sofocar los nervios.
Por tercera vez, se tiró del escote hacia abajo, en un valiente esfuerzo por no subírselo. ¿Por qué había accedido a aquella locura? Ella no era ninguna cantante de blues. Y mucho menos sexy.
—¡Diez minutos, señorita Aron! —gritó un hombre al otro lado de la puerta.
Se presionó las sudorosas palmas contra el estómago y gimió. Ella sólo cantaba en casa, donde nadie podía oírla. Tenía buena voz y a Laurent le gustaba, pero ¿qué pensaría el público? ¿Y si Laurent descubría que era una farsante y se lo hacía pagar a Edward?
En ese momento se abrió la puerta y entró Edward.
—¿Estás presentable?
—Está muy bien que preguntes después de haber entrado.
Con una floritura, Edward le mostró el ramo de rosas que llevaba oculto a la espalda.
—Para ti, preciosa.
A Bella se le hizo un nudo en la garganta. ¡Edward había recordado que las rosas color melocotón eran sus favoritas!
—No deberías haberte molestado.
—Bueno, ya sé que las rosas se entregan después de la actuación y que suelen ser rojas, pero… —sonrió—. Nunca se me ha dado bien seguir las tradiciones. Y además pensé que las flores te ayudarían a calmarte.
—Gracias, pero no creo que nada me ayude —las manos le temblaban mientras dejaba el ramo sobre el tocador—. Ayer por la mañana estaba sentada en mi despacho, como siempre, luego estábamos en el callejón, y al momento estaba haciendo una prueba para Laurent. No sé si podré hacerlo.
—Claro que sí, Houdini —le agarró las manos—. Estás increíble.
Ella se miró el vestido largo de terciopelo azul. El amplio escote y el talle ajustado habían sido las únicas concesiones a las demandas de Laurent. Y en cuanto al pelo, había rechazado la sugerencia de Edward de dejárselo suelto y se lo había recogido en lo alto de la cabeza, dejando que unos mechones le cayeran sobre las sienes y el cuello.
—Gracias —miró otra vez el reloj—. Se… será mejor que salga.
—Tranquila —dijo él estrechándola en sus brazos—. Vales mucho más de lo que crees, cariño. Cree en ti misma. Sólo tienes que cantar una canción.
Ella apoyó la mejilla contra su pecho, oyendo los amortiguados latidos de su corazón.
—Lo intentaré. Pero ya ni siquiera estoy segura de quién soy.
—Lo harás muy bien —le dio un fuerte abrazo—. Buena suerte —le hizo un guiño y salió.
Cuando Bella iba camino del escenario, se sentía como si estuviera a punto de enfrentarse a un pelotón de ejecución. Se aferró a las cortinas plateadas, esperando que la llamaran. Sólo tenía que cantar una canción, se recordó a sí misma. Como sólo llevaba contratada un día, Laurent le había permitido empezar poco a poco. Pero, por el modo en que estaba temblando, tendría suerte de acabar el número.
—Damas y caballeros —dijo el saxofonista por el micrófono—, el Blue Moon Club tiene el honor de presentarles a nuestra nueva estrella, Marie Aron.
Se oyeron unos aplausos corteses y Bella obligó a sus piernas a cruzar las cortinas y caminar hasta el centro del escenario. No podía ver más allá de las dos primeras filas, pero sintió un millar de ojos fijos en ella. Se le heló la sangre y sintió que empezaba a sufrir una hiperventilación. ¡No podía hacerlo!
Entonces vio a Edward en la primera mesa, prácticamente sentado a sus pies, sonriéndole. «Vamos, Houdini», le gesticuló con los labios. Casi pudo sentir su tacto. Su respiración se calmó y los frenéticos latidos se apaciguaron.
El pianista comenzó a tocar. La sonrisa de Edward relució y le hizo un gesto de aprobación con el pulgar. De repente, Bella se sintió capaz de todo. Manteniendo la mirada fija en él, empezó a cantar las emotivas palabras de un amor no correspondido.
Los ojos de Edward se oscurecieron, y su mirada se aferró a la suya igual que sus manos se habían aferrado a sus cabellos cuando tuvo la pesadilla.
Empezó la segunda estrofa… y entonces se dio cuenta. Lo vio con amarga claridad, mientras un dolor agridulce le detenía el corazón.
Lo amaba.
La voz se le quebró y un destello de alarma se encendió en los ojos de Edward. Desesperada, Bella buscó ayuda en aquellas profundidades verdes, en aquella fuente de la que emanaba su consuelo y que era al mismo tiempo la fuente de su agonía. Luchó por recuperar el control durante lo que le pareció una eternidad.
Entonces, con un esfuerzo supremo de voluntad, se recompuso y atacó el final de la canción, cantando para Edward y sólo para él. Las lágrimas contenidas le quemaban los párpados. Cantó poniendo todo su corazón en el empeño, sabiendo que nunca podría confesarle sus sentimientos a Edward de otra manera.
La música fue disminuyendo gradualmente hasta apagarse por completo. Ajena a los aplausos, Bella permaneció de pie, perdida en la mirada de Edward y sin poder contener las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Manteniendo la cabeza alta, se dio la vuelta y salió del escenario.
Al llegar a su camerino, echó el pestillo y se apoyó contra la puerta. Estaba tan aturdida que le costaba respirar.
Amaba a Edward.
Oh, Dios, ¿cómo podía haber sucedido? ¿Acaso no había aprendido nada del fracaso con Mike? ¿No había experimentado ya suficiente rechazo? Edward representaba todo lo que ella temía: un hombre que odiaba los compromisos, reacio a abrirse, a confiar…
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron.
—¿Bella? —era Edward—. ¿Estás bien?
—Sí —respondió ella ahogando un sollozo.
—Estabas muy nerviosa, pero al público le ha encantado. La próxima vez será mucho mejor —giró el pomo—. Déjame entrar.
—Me estoy cambiando.
—De acuerdo. Estaré aquí si me necesitas.
El dolor volvió a traspasarla. No, Edward no estaría. Porque si descubría lo que ella sentía por él, se iría para siempre.
«Tranquila». No tenía por qué descubrirlo. Ella podía seguir ocultando sus sentimientos. Se secó las lágrimas y se cambió de ropa. Al salir, vio a Edward apoyado en la pared del pasillo, con los brazos cruzados y una mirada de preocupación.
—Sigues estando pálida. Te pusiste blanca en el escenario. Temía que fueras a desmayarte.
—Nunca me he desmayado —dijo ella, concentrándose en el hoyuelo de su barbilla—. Me entró un poco de miedo escénico, nada más.
—¿Por eso te pusiste a llorar? —preguntó él, acercándose.
Bella se apartó. Si la tocaba, su autocontrol se haría añicos.
—Probablemente —respondió.
—Pero no le afectó a tu voz. Lo has hecho muy bien. Puedes estar orgullosa.
—Gracias. Empiezo a darme cuenta de que puedo hacer cosas que nunca creí posibles.
Una lenta sonrisa curvó los labios de Edward.
—Es lo que siempre intento decirte, cariño. Quizá cuando me vaya te lo acabes creyendo.
Y quizá cuando se fuera la dejaría con el corazón destrozado, pensó ella.
—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó alzando el mentón.
Él asintió, mirándola con admiración.
—Eres toda una actriz.
Desde luego. Y ella iba a asegurarse de que se fuera de la ciudad con esa impresión.
Aunque eso la matara.
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