domingo, 7 de noviembre de 2010

JUDÍAS FRÍAS: TODO ESTÁ BIEN


Capítulo Diez

Judías frías: Todo está bien

Edward se quedó muerto. No podía creerlo.
—No me apetece mucho hablar de ello. Siento que le estoy faltando al respeto y...
—Muy bien —la interrumpió él. No quería conocer los detalles de su vida sexual con Jake.
—Pero él siempre era demasiado rápido y cuando yo empezaba a entrar en el juego... todo había terminado.
Sin palabras, Edward asintió.
—Entiendo que no quieras hablar de ello.
—Siempre fue un tema delicado. Jake no quería hablar de ello y pensé que era yo quien lo hacía mal.
—Créeme, Bella, no lo haces nada mal —dijo él, con voz ronca.
—¿Estás seguro?
Su inseguridad lo enterneció.
—Estoy seguro, pero sólo hay una forma de comprobarlo. Hacerlo otra vez.
Ella le dio un puñetazo en el hombro.
—Hoy no. Me duele.
El teléfono sonó en ese momento.
—Espera un momento —murmuró Bella, entrando en el salón—. Ah, mamá Black. ¿Cómo estás?
La madre de Jake.
—¿Que han levantado un monumento delante de la biblioteca del pueblo en honor a Jake? Pero eso es maravilloso —la oyó exclamar, con voz temblorosa—. ¿Quieres que vaya a la inauguración? Sí, claro que iré... No, ya te lo he dicho muchas veces. Eres un cielo, pero no quiero vivir en tu casa. Te volvería loca.
La conversación siguió durante unos minutos más y, después de colgar, volvió a la cocina, muy seria.
—¿Tu suegra? —preguntó Edward.
—Sí.
—¿Algún problema?
—No. Es una persona maravillosa. Siempre ha sido muy buena conmigo —contestó Bella—. Pero... quiere mantener vivo el recuerdo de su hijo y lo hace hablando conmigo —añadió, apartándose el pelo de la cara—. No quiero ser una mala persona, pero me pongo tan triste cuando hablo con ella... A veces creo que quiere que viva el resto de mi vida con el recuerdo de Jake. Quiere que me vaya a vivir con ella, que deje de pintar, que deje de reír, que deje de...
—Respirar —terminó Edward la frase.
Bella lo miró.
—Me siento fatal hablando así de ella.
—No vas a irte a su casa, ¿verdad?
—Lo pensé, pero no podía hacerlo. Prefiero estar aquí.
—Buena elección.
—Ya veremos. Ahora estoy pintando más, pero estas cosas siempre me echan atrás, me entristecen.
—Muy bien. ¿En qué tipo de club quieres apuntarte?
Ella arrugó la nariz.
—Creo que voy a ir a una reunión del club de constructores de castillos de arena. ¿Quieres venir?
Edward sonrió.
—Sí, pero recuerda que soy arquitecto, así que pienso dar mi opinión.
Estuvieron tres horas haciendo un elaborado castillo de arena. Él quería que fuera algo más moderno, pero Bella insistió en que debía tener foso y almenas. Poco después, un grupo de niños se apuntó y el castillo se convirtió en un proyecto comunitario.
Edward disfrutaba viéndola jugar con los niños.
—Fotografías, tengo que hacer fotografías. Esperen un momento, voy por mi cámara —dijo, antes de salir corriendo hacia su casa.
Volvió unos segundos después, cámara en mano.
—A ver, pónganse detrás del castillo. Tú también, Edward.
—No, eres tú quien debería estar en la foto.
—Pero si lo has diseñado tú...
—Se te ha quemado la nariz —la interrumpió él—. Ya te dije que deberías ponerte crema.
—Yo haré la foto —se ofreció una mujer—. Así, podrá salir con su marido.
Por el rabillo del ojo, Edward vio que Bella abría la boca y volvía a cerrarla.
—Gracias, muy amable —dijo antes de que ella pudiese corregirla.
—No deberías...
—El mar se llevará el castillo antes de que le hayamos explicado nuestra relación —la interrumpió él, en voz baja—. Vamos a hacernos la fotografía.
—Es una cámara digital. Gratificación inmediata —dijo Bella.
—¿Eso es lo que quieres, gratificación inmediata? —le preguntó Edward.
—Eres muy malo.
—Pero no has contestado a mi pregunta.
—Me gustan las cosas lentas.
Él tomó nota.
Edward seguía pensando que Bella no se relacionaba lo suficiente y el tiempo pasaba. Tendría que irse a Atlanta en un par de semanas. Aunque no fue su primera elección, la acompañó a un centro de mayores.
—No me gusta hablar en público —protesto Bella.
—Sólo tendrás que hablar durante cinco minutos. El director me ha dicho que los ancianos disfrutan conociendo gente nueva.
Ella sacudió la cabeza.
—¿No crees que estás llevando el plan demasiado lejos? Ir de compras, sexo, visitas a centros de mayores...
—Lo del sexo sólo fue una vez.
—Una noche. Pero más de una vez. Por eso no hemos vuelto a hacerlo.
Edward se dijo a sí mismo que estaba de broma, pero la realidad era que no había vuelto a invitarlo.
El director del centro de mayores los llevó a un salón muy soleado y les presentó a un alegre grupo de ancianos. Bella habló durante unos minutos y les mostró algunas de sus ilustraciones. Después, los invitó a experimentar con las pinturas que el director había puesto a su disposición.
Edward la vio charlar con todos, darles consejos... Su paciencia y la atención que prestaba a cada uno de los ancianos lo impresionaron. Se preguntó entonces si alguno de sus ligues habría pasado más de cinco minutos en un centro de mayores. No se le ocurría ningún nombre.
Los hombres tonteaban con ella. Las mujeres la trataban como a una hija. Y dos horas después, por fin, salieron de allí.
—Ha sido más divertido de lo que esperaba.
—Lo has hecho muy bien.
—No he hecho nada. Sólo hablar —protestó Bella.
—Pero les has prestado atención. Te reías de sus bromas, escuchabas sus historias, mirabas las fotos de sus nietos...
—Me gusta charlar con los ancianos. Siempre tienen cosas que contar —sonrió ella.
—Entonces, no eres tan tímida como decías.
—Sí, bueno...
—Mira, yo no voy a estar aquí para siempre y no quiero que vuelvas a encerrarte en casa cuando me vaya.
Bella se quedó en silencio un momento.
—Siempre se me olvida que vas a marcharte.
—¿Me echarás de menos?
—Bueno, la verdad es que podría acostumbrarme a ti.
La nota de ternura que había en su voz hizo que se le encogiera el corazón.
—Como me he acostumbrado a mi alergia a las fresas —bromeó ella entonces.
—Bruja.
—Si vas a ponerte sentimental porque voy a echarte de menos un poquito...
—Yo no soy sentimental.
—Edward, vas a estar aquí al lado. Puedo ir a verte si me apetece.
No iría a verlo, estaba seguro.
—Pero si no te gusta Atlanta.
—Es verdad. Así que estás a salvo.
—A menos que dejes de ser tan gallina y decidas hacer una exposición.
—Ah, empiezas a recordarme a mi alergia...
—Es mi misión en la vida —sonrió Edward—. ¿Qué tal lo hago?
—Genial. Por cierto, estoy muerta de hambre.
—¿Quieres que vayamos a cenar a algún sitio?
—Eso estaría bien.
—A un restaurante, en público. Has salido dos veces de casa en un día. ¿Seguro que podrás soportarlo?
—Por supuesto que sí. Soy muy fuerte —sonrió Bella.
—¿Éste te parece bien? —preguntó Edward, señalando un restaurante cerca de la playa.
—Tiene buena pinta.
Mientras esperaban la cena, él pidió una cerveza y ella un cóctel. Luego, Bella empezó a dibujar algo en una servilleta, pero cuando Edward quiso ver lo que era, la apartó. Durante la cena, pidió un segundo cóctel.
—¿Quieres tener jaqueca otra vez?
—No —contestó ella.
Cuando la camarera llegó con las bebidas, sacó la cereza del cóctel y se la ofreció.
—¿No te gustaban las cerezas?
Edward se atragantó. Bella sujetaba la cereza por el rabito y eso lo hizo pensar en la fruta prohibida. Su fruta prohibida.
—Sí, me gustan mucho —contestó, abriendo la boca.
—Sólo por curiosidad... ¿te has hecho la prueba del SIDA?
De nuevo, Edward se atragantó.
—¿Perdona?
—Ya me has oído.
—Me hicieron todas las pruebas habidas y por haber en el hospital. ¿Por qué lo preguntas?
Bella se quedó en silencio un momento.
—Porque ya no me duele nada.
La libido de Edward se puso a mil kilómetros por hora.
—¿Por eso estás bebiendo alcohol?
—Sería más galante por tu parte no mencionar ese detalle.
—¿Quieres que sea galante? —sonrió él, besando su mano.
—La verdad es que no.
—Puedes pedirme lo que quieras —dijo Edward en voz baja.
—No estoy acostumbrada.
—¿Qué quieres? Dímelo.
Bella sonrió entonces, traviesa.
—Me gustaría que pagases la cuenta mientras yo voy al lavabo y luego me gustaría ir a tu casa... si te parece bien.
La combinación de timidez y arrojo hizo que su corazón se acelerase peligrosamente.
—Muy bien —murmuró, tragando saliva.
Cuando llegaron a su casa estaba anocheciendo y se quedaron un momento en el coche, disfrutando de la puesta de sol.
—Mira qué colores tan bonitos. Rosa, coral y azul grisáceo.
—¿Has pintado alguna vez un paisaje?
—Alguna vez. Solía decirle a Jake que deberíamos ir al Caribe para inspirarme, pero nunca fuimos —dijo Bella, después de aclararse la garganta—. En realidad, daba igual. Lo que más me gusta es pintar a la gente. Me gusta mostrar las emociones que veo en sus rostros, las expresiones, las posturas. Incluso lo que llevan puesto.
—Y te gusta pintar niños.
—Con los niños no hay que ser tan sutil. Es más divertido. ¿Y tú? ¿Alguna vez has querido hacer un tipo de arquitectura diferente a la que hacen los otros arquitectos?
Edward asintió.
—Rascacielos, como todo el mundo.
—¿Alguna vez has dibujado un edificio imposible en una servilleta?
—Solía hacerlo —contestó él—. Pero hace tiempo que no tengo oportunidad.
—¿Lo hacías cuando estabas en el hospital?
—Alguna vez —admitió Edward—. ¿Cómo lo sabes? ¿Estabas vigilándome?
—Bueno, la arquitectura es una forma de arte, así que imagino que alguna vez te habrás puesto a soñar delante de una servilleta —sonrió Bella, mirándolo a los ojos.
—¿Qué has dibujado tú cuando estábamos en el restaurante?
—Nada importante.
—Enséñamelo.
—Lo he hecho en cinco minutos, así que no esperes demasiado —murmuró ella entonces, abriendo el bolso.
Edward se quedó mirando su propio retrato. Era una caricatura. Su mentón y sus pómulos estaban muy exagerados, pero había suavizado el gesto duro con un brillo travieso en los ojos. Sus hombros eran anchísimos y sus pectorales, de cine.
—Parezco un superhéroe. Mis hombros no son tan anchos.
—Sí lo son.
—Has exagerado mis pectorales.
—No es verdad. Tienes un cuerpazo y lo sabes.
Edward sabía que estaba en forma, pero le gustaba que Bella le dijera cosas bonitas.
—¿Estás intentando seducirme?
—¿Con este dibujo? ¿Tan fácil eres? —rió ella.
—Depende de con quién —contestó Edward, mirándola a los ojos. La temperatura en el interior del coche había subido varios grados—. Pídeme lo que quieras.
—Bésame —dijo Bella entonces.
Él obedeció, buscando respuesta a todas sus preguntas. ¿Cómo conseguía acelerar su corazón con una simple sonrisa? ¿Cómo sabía qué preguntas hacer para recordarle un tiempo más feliz? ¿Cómo lo hacía desear estar con ella más de lo que había deseado nada en toda su vida? Incluso cuando estaba triste.
A veces le parecía como si nunca hubiera abrazado a una mujer de verdad hasta que la abrazó a ella.
—Nunca lo he hecho en un coche —murmuró Bella.
—¿Estás diciendo que quieres hacerlo?
—Quizá algún día.
—¿Esta noche no?
—Esta noche, no. ¿Podemos entrar en tu casa?
—Sí, claro —contestó Edward, su temperatura corporal al borde de la combustión espontánea.
Subieron los escalones de la mano. Le gustaba apretar su mano, estar a su lado, tocarla.
Empezaba a tener la impresión de que nadie la había animado a ser aventurera en la cama, pero que estaba dispuesta a experimentar.
Podría ir al infierno por ello, pero con él podía experimentar todo lo que quisiera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario