Capítulo 7 "Bajo el escritorio"
—Hoy no te detengas por ninguna razón —le dijo, mirándola con ojos entornadlos e inescrutables—. Sigue andando aunque se acabe el mundo. Bajo mi cuidado no vas a servir de blanco para prácticas de tiro, ¿está claro?
Un escalofrío recorrió la columna de Bella. ¿Habría visto algo Edward, después de todo?
—Vamos —la apremió él con voz adusta.
Cuando salió y dobló la esquina, volvió a sentir en la nuca la mirada de alguien, como una presa acechada por su depredador. Una vez que estuvo a salvo en el banco, suspiró de alivio y encendió las luces. Tenía que ser la tensión, nada más. Un minuto después dejó pasar a Edward, y se sintió más segura en su presencia de lo que tenía derecho a estar.
—¿Aún no ha llegado nadie? —preguntó él mirando a su alrededor.
—Yo siempre soy la primera en llegar para revisar la agenda, comprobar los memorandos y responder al teléfono por si algún empleado llama para decir que está enfermo. Jenks llega alrededor de las diez, y luego está todo el día en reuniones.
—¿Y su secretaria?
—Gianna suele empezar a las nueve, pero los demás llegan a las ocho y media.
—Entonces éste es el momento para registrar su despacho.
—No tengo la llave —dijo ella mordiéndose el labio.
—¿Quién necesita una llave? —replicó él con su sonrisa de siempre.
A Bella se le revolvió el estómago y lo siguió por las escaleras hasta la cuarta planta. Al llegar a la oficina de Jenks, Edward se quitó las gafas y examinó el pomo. Entonces sacó una funda de cuero de su chaqueta y de ella extrajo una herramienta metálica. La deslizó en la cerradura y la abrió fácilmente con un giro de muñeca.
—Después de ti —dijo, abriendo la puerta con una floritura.
Temblando de nervios, Bella entró en la oscura sala y pasó junto al escritorio de Gianna, hasta la puerta del despacho de Jenks. También estaba cerrada, por lo que Edward tuvo que volver a usar la ganzúa. Dentro, la gruesa alfombra dorada se tragó sus pisadas.
—Sube las persianas —dijo él tras cerrar la puerta—. No quiero encender la luz.
Bella dejó escapar el aire que había estado conteniendo y se acercó a las ventanas. La gruesa alfombra dorada se tragaba el ruido de sus pasos. Buscó a tientas la varita y la giró para mover los estores. Edward dejó escapar un silbido.
—Menuda vista.
En los últimos minutos el cielo se había cubierto y descargaba una tromba de agua. El río Willamette dividía en dos la ciudad, bajo la silueta de cinco puentes que se recortaban en el horizonte. En los edificios de oficinas colindantes, las ventanas iluminadas intentaban vencer la tenebrosa penumbra de aquella mañana gris.
—Tenemos menos de veinte minutos —dijo Bella mirando su reloj.
—De acuerdo, tú busca los libros de registro en los archivadores.
—¿No es más fácil que intente conseguir una copia mediante una petición formal?
—No queremos alertar a los criminales —dijo él negando con la cabeza—. Yo buscaré los códigos en el ordenador de Jenks. Necesitamos saber quién tramitó los cheques que interceptamos.
—El ordenador está protegido por una contraseña y tiene un programa de seguridad.
Edward esbozó una amplia sonrisa y se sentó en el sillón de Jenks. Encendió el ordenador y empezó a teclear mientras Bella rebuscaba en los cajones de roble.
—Los he encontrado —dijo al poco rato.
—¿Dónde hay una fotocopiadora? —preguntó él apartando la vista del monitor.
—Al final del pasillo, doblando una esquina.
—Estupendo. Haz copias de los últimos seis meses y vuelve aquí. Dejaremos los archivos en su sitio y bajaremos a tiempo para el café.
—Café —repitió ella.
El nudo que tenía en la garganta le impediría tragar nada. Se secó el sudor de las palmas en la falda y salió. Dejó entreabierta la puerta del despacho y recorrió el largo pasillo hacia la fotocopiadora.
Apenas había acabado de fotocopiar los registros de los últimos seis meses, cuando el zumbido del ascensor rompió el tenebroso silencio. Con el corazón desbocado miró el reloj. Eran las ocho y diez. Demasiado temprano para que alguien llegara. Tal vez el pasajero fuera a otra planta superior.
Un sonido metálico indicó que el ascensor se detenía en esa misma planta. Oh, no. Si alguien veía que la puerta de Jenks estaba entreabierta…
«¡Piensa!». Tenía que cubrir a Edward. Dobló la esquina y vio a Gianna saliendo del ascensor, con las llaves en una mano y un vaso de plástico en la otra. ¿Por qué la secretaria de Jenks había tenido que escoger aquel día para adelantar su rutina?
Se deslizó la carpeta bajo la chaqueta y se dirigió hacia Gianna con un nudo en el pecho.
—Hola —la voz le salió ligeramente temblorosa.
La mujer alta y morena levantó la mirada.
—Hola, Bella. ¿Qué haces aquí a estas horas? —rodeó a Bella con las llaves en la mano.
«¡Detenla! ¡Piensa en algo, rápido!».
—Yo… eh, la comida de los empleados. ¿Tenemos planeado algo para mostrarle al señor Jenks lo mucho que apreciamos su inspiración?
Gianna se detuvo y se giró para mirarla con una expresión de pura perplejidad.
—Está bien. Pensaba acabar con el papeleo atrasado antes de las vacaciones de Jenks, pero supongo que puedo perder unos minutos. Vamos adentro.
Bella se esforzó por respirar con calma. No podía dejar que la venciera el pánico.
—¿Por qué no vamos mejor a la cafetería?
—Ya tengo el café aquí —dijo Gianna alzando el vaso de plástico, y se volvió hacia la puerta del despacho de Jenks.
¿Y ahora qué? Bella miró desesperada en todas direcciones, y sus ojos se posaron finalmente en la brillante caja roja de la alarma anti incendios. Utilizar sólo en caso de emergencia, rezaba el letrero. Y aquello era definitivamente una emergencia. Alargó el brazo y tiró de la palanca.
Al instante sonaron los timbres, las sirenas y los pitidos. El pasillo pareció Times Square en Nochevieja. Gianna dio un respingo y derramó el café sobre su maletín.
—Rápido, tenemos que salir de aquí —dijo Bella corriendo hacia ella. La agarró y tiró de ella hacia las escaleras—. Por aquí. No se puede utilizar el ascensor en un incendio.
—Estás muy tranquila —dijo Gianna con voz jadeante mientras bajaban corriendo.
—Últimamente me he acostumbrado a las situaciones de emergencia —respondió ella, agarrando con fuerza la carpeta bajo la chaqueta. La secretaria la miró con el ceño fruncido, sin comprender—. No importa. Es una historia muy larga.
Fuera, vio a Edward bajo la lluvia con el resto del personal. Él le sonrió y le hizo discretamente una señal de aprobación con el pulgar. Bella suspiró de alivio. Había faltado muy poco para que los descubrieran.
La alarma de incendios resultó ser el incidente menos caótico del día. Cuando los bomberos terminaron de inspeccionar el edificio y constatar que no había peligro, se había formado una cola larguísima alrededor de la manzana. Invadieron el vestíbulo como una incontenible riada, y Bella tuvo que correr de un lado a otro intentando animar a las cajeras y apaciguar a los irritados y empapados clientes.
Sorprendentemente, Edward fue de gran ayuda. Se metió en su papel de cajero como si hubiera nacido para el puesto, haciendo el doble de operaciones que los empleados veteranos. Cuando por fin llegaron las cinco en punto, Bella cerró la puerta y apoyó la frente en el cristal.
—¿Señorita Swan?
—¿Sí? —se volvió y vio a Ángela mirándola con el ceño fruncido.
—El cajero automático ha vuelto a estropearse. Se ha encendido la luz roja de seguridad.
—Gracias, iré a comprobarlo —soltó un suspiro y fue al despacho por su impermeable.
—¿Adonde te crees que vas? —le preguntó Edward.
—El cajero automático ha vuelto a atascarse —dijo, con un brazo en la manga.
—No vas a ir a ninguna parte sin mí —la ayudó a ponerse el impermeable—. ¿Cómo se desatasca el cajero?
—¿Qué te parece haciéndolo saltar por los aires? —murmuró ella.
—Soy bastante bueno con los explosivos. Podría.
—¡No te atreverás! —espetó ella—. Sólo estaba bromeando.
—Ya lo sé, jefa —dijo con una radiante sonrisa—. Igual que yo.
—Lo siento. Estoy agotada.
—Tranquila. Cuatro manos hacen más que dos. ¿Vamos?
Después de veinte minutos arrodillados en el pavimento mojado, consiguieron sacar el billete de veinte dólares que se había atascado en la ranura. Con una fuerte patada de Edward, el cajero volvió a funcionar. Los dos volvieron al banco, empapando la moqueta.
—Todos los demás han terminado —dijo ella—. Será mejor que te seques y hagas balance de tu caja mientras echo a los otros.
Una vez hubo hecho salir al resto de empleados y cerrado la puerta, fue a la sala de personal para quitarse el impermeable, la chaqueta, los zapatos y las medias. Llenó el lavabo con agua caliente y jabón y se lavó las piernas y los pies. Se soltó el pelo, enjuagó las medias y las colgó junto a la chaqueta cerca de la salida de ventilación, con la esperanza de que se secaran para cuando hubiese acabado con el papeleo. A continuación se fue a su despacho y se sentó tras su mesa con un suspiro. Una montaña de informes la aguardaba. Agarró el primero, sobre el cajero automático.
—Ya he terminado, jefa. ¿Y tú? —preguntó Edward asomándose por la puerta.
—Todavía me queda mucho. Siéntate en el vestíbulo y ten paciencia.
—Son más de las seis. Y sé que te has saltado los descansos y el almuerzo.
—Igual que tú, y eso que te dije que te fueras.
—Lo que está bien para la jefa está bien para mí —respondió él entrando en el despacho. Se quitó las gafas y la dentadura postiza, que guardó en el bolsillo de su chaqueta—. Deberías llevar siempre el pelo suelto —dijo con una sonrisa sensual, y se enrolló un rizo en el dedo—. Esta mañana fuiste muy rápida con la alarma. Creo que te mantendré en el equipo.
—Mi intención es abandonarlo lo antes posible —respondió ella, frunciendo el ceño hasta que él retiró la mano—. Espero que tengas todo lo que necesites. Mi sistema nervioso no podría soportar otra misión semejante.
—Oh, vamos. ¿No te pareció divertido? No hay nada como un torrente de adrenalina para sentirse vivo.
—¿Por qué no me dejas en paz durante un par de horas, señor Aventurero? Tengo trabajo que hacer —se frotó la dolorida nuca y sacó del cajón el libro de registros de Jenks—. Devuelve esto a su sitio.
—¿Y dejarte sola? De eso nada. Además, ya sabes lo que dicen… —se sentó a su lado en la alfombra, con las piernas cruzadas—. El trabajo y la falta de diversión te vuelven muy gruñona —empujó la silla hacia atrás y agarró uno de los tobillos desnudos de Bella.
—¿Qué haces? —preguntó ella, ahogando un gemido al sentir su tacto.
—Estás muy tensa —se colocó el pie en el regazo y empezó a masajearlo.
—¡Deja eso! —protestó ella. Intentó retirar el pie, pero él lo retuvo y siguió acariciando.
—¿De verdad quieres que pare? —con los pulgares le frotaba el empeine en pequeños círculos, provocándole a Bella un placer exquisito.
Ella cerró los ojos y se derritió en el sillón.
—No me gustas, señor Bond —susurró.
—Lo sé, cariño —dijo él riendo—. Y no te culpo. Soy despreciable.
Envuelta en una cálida nube de placer, Bella asintió lentamente.
—¡Señorita Swan! —la poderosa voz de Jenks retumbó desde el vestíbulo.
Bella se puso en pie de un salto.
—¡Mi jefe! Si nos ve así…
—Mis labios están sellados —dijo él, y le sonrió maliciosamente antes de esconderse bajo el escritorio, justo cuando Jenks entraba en el despacho.
Bella respiró hondo y forzó una sonrisa.
—Buenas tardes. Esto sí que es una sorpresa.
Su jefe se sentó en la silla frente a ella y dejó un montón de papeles sobre la mesa.
—Antes de irme de vacaciones quiero tener los informes de los empleados.
Bella miró los papeles y sintió un escalofrío. El libro de registro que había sustraído del despacho de su jefe estaba sobre el escritorio. Con la respiración contenida, lo empujó con el codo hacia un lado y puso encima el informe sobre el cajero automático.
—¿El cajero automático? —preguntó Jenks.
—Sigue provocando dolores de cabeza —respondió ella. Bajo la mesa, la punta de un dedo se clavó en la planta de su pie derecho.
—¿Cuánto tiempo llevó la última reparación?
Bella miró la factura que cubría el libro de registro. Ojalá Jenks no la pidiera…
—Dos horas.
Unos dedos cálidos le masajearon el pie antes de deslizarse por la pantorrilla. Se mordió el labio al sentir un estremecimiento por todo el cuerpo.
—Obviamente, el servicio técnico no está cumpliendo con su parte —dijo Jenks.
—No, no parece que den con el problema.
La palma de Edward llegó hasta la rodilla y siguió por la cara interna del muslo.
—¿Y el suministro de efectivo de la cámara principal? ¿Tiene usted lo que necesita?
Luchando contra el deseo de agarrar la mano de Edward y llevarla más arriba, juntó las temblorosas rodillas, atrapándole los dedos.
—Eh, sí. Te… tengo suficiente —agarró un bolígrafo y empezó a garabatear frenéticamente.
—Sobre el nuevo cajero…
Edward soltó la mano y ella esperó su próximo movimiento, entre el deseo y la angustia, mientras su jefe consultaba el segundo memorando.
—El señor Bond. ¿Cómo lo está haciendo?
Debajo de la mesa no se produjo ningún movimiento. El pequeño juego de Edward había terminado. Bella se recostó ligeramente en el sillón.
—Es… —de repente sintió el calor de su aliento en la rodilla izquierda, seguido de labios suaves. El pulso se le aceleró salvajemente—. Voy a matarlo —murmuró entre dientes.
—¿Cómo?
—Digo que se desenvuelve bien.
—Su promedio de operaciones dobla el de nuestro empleado más veterano.
Bella sintió un mordisco en la pantorrilla y agarró el bolígrafo con fuerza.
—Oh, sí, es realmente rápido.
—¿Quiere darle más responsabilidades al señor Bond?
Lo que ella quería era arrojar al suelo al señor Bond y violarlo. Ahogó un gemido y respiró hondo antes de atreverse a seguir hablando.
—Parece tomar la iniciativa por él mismo. Espero que…
—¿Se encuentra bien? Parece acalorada.
—Ahora que lo dice, creo que he pillado un virus bastante molesto —dijo, y dio un discreto pero fuerte puntapié bajo la mesa. Su pie impactó contra lo que parecían unas costillas. Se oyó un gruñido y Bella se puso a toser ruidosamente—. Pero por muy molesto que sea no me impedirá seguir trabajando. Por favor, continúe.
—Quizá debería ir al médico. Bueno, respecto a la búsqueda de un nuevo encargado para la cámara, ¿ha encontrado a alguien que pueda satisfacer sus necesidades?
Los labios de Edward le recorrieron la piel ultrasensible del tobillo hasta la punta del pie. Una ola de calor líquido le abrasó las venas y se concentró en su abdomen.
—Eso es bastante difícil —murmuró, aferrando el bolígrafo con ambas manos.
—Señorita Swan, ¿está segura de que se encuentra bien? Tal vez deberíamos continuar en otro momento.
Edward presionó los labios contra la planta del pie, y el tacto de su lengua aterciopelada le provocó un doloroso endurecimiento de los pezones. Apretó aún más el bolígrafo y éste se partió en dos, derramando la tinta sobre su blusa, la mesa y el traje beige de Jenks.
El director se puso en pie de un salto.
—Está claro que no se encuentra bien. Será mejor que vaya a limpiarme esto antes de que la tinta se seque. Hablaremos mañana —dijo, y salió como una exhalación del despacho.
Bella se derrumbó en su sillón, demasiado débil para moverse. Edward salió de debajo de la mesa, con expresión aturdida, y se pasó los dedos por el pelo.
—¿Cómo te atreves? —espetó ella, furiosa—. Prometiste que no volverías a tocarme.
—Lo sé —dijo él, y tragó saliva—. Lo siento.
Estaba furiosa con él, pero más consigo misma por desear más. Qué humillante… Se estaba comportando con una falta absoluta de moralidad y decencia.
Como Renée.
—Eres el hombre más despreciable, repugnante, irresponsable…
—No lo voy a negar, cariño —interrumpió él riendo.
Ella cerró la boca antes de humillarse más todavía echándose a llorar. Porque no estaba enumerando los defectos de Edward.
Se estaba describiendo a sí misma.
Aquella noche, Edward yacía despierto en la oscuridad, con la mandíbula apretada e intentando ignorar el deseo que le hervía la sangre. Lo que empezó como una travesura impulsiva se había convertido en un arma de doble filo que lo apuñalaba en la garganta. Sólo había querido burlarse un poco de Bella, pero había ido demasiado lejos al excitarla, a ella y a sí mismo, de aquella manera.
Él nunca perdía el control, y sin embargo, el deseo de hacer el amor con Bella se hacía más fuerte cada día. Era una necesidad que lo asustaba, porque no era sólo algo físico. Los dos compartían un tirón emocional que insistían en negar. Lo más sensato sería retroceder mientras aún tuviera el control de sus actos.
Se giró en la cama y golpeó la almohada. De ahora en adelante mantendría las manos lejos de ella, antes de hacer algo realmente estúpido. Aquel camino sólo conducía a la perdición. Edward ya lo había recorrido una vez, y le había costado años recuperarse del corazón roto y la confianza perdida. Por nada del mundo volvería a cometer ese error.
No, no tenía nada que tomar de Bella. Ni tampoco nada que dar.
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