lunes, 29 de noviembre de 2010

"Hemos hecho un trato"


Capítulo 6 "Hemos hecho un trato"

Esa tarde, al salir del museo, Bella iba acompañada. James, que rara vez se quedaba hasta tan tarde, iba a un lado de ella, y Riley al otro. Sir Jason caminaba unos pasos más atrás. Cuando llegaron a la calle, el imponente carruaje del conde de Masen la estaba esperando.
—¡No vayas! —le susurró Riley con cierta desesperación.
—Bella… —murmuró James torpemente y luego añadió en un aparte—: Me casaré contigo, de veras.
—¡No debería hacer esto! —le dijo Riley en voz alta a sir Jason—. Una joven sola, en compañía de semejante… bestia —concluyó débilmente.
—¡Señores! —dijo sir Jason, sacudiendo la cabeza—. ¡Se trata del conde de Masen! ¡Un hombre respetado, un héroe de guerra, en otro tiempo amigo de todos nosotros! —les recordó, indignado.
—Un hombre desfigurado y resentido —repuso James—. Bella no puede ir a su casa.
—Debe hacerlo —contestó sir Jason.
—Bella decidirá por sí misma —dijo ella con firmeza.
Emmett se apeó del pescante y sonrió como un gigante bondadoso, abriéndole la puerta con una reverencia para que tomara asiento.
Bella sintió una punzada de pánico. ¡James Gigandet acababa de decirle que se casaría con ella! «¡Aprovecha la ocasión ahora que estás a tiempo!», pensó. James era un hombre atractivo, respetado y viril. Y ella se había sentido atraída por él tantas veces…
Pero el conde de Masen, por desfigurado que estuviera, tenía en su poder a Charlie. Y, aunque fuera extraño, Bella era consciente de que había algo en él y en su apasionamiento que resultaba tan atractivo como las cualidades de James. Incluso cuando montaba en cólera, y pese a sus argucias, había en él una honestidad que ejercía sobre ella un poderoso hechizo. Se sentía intrigada, y quería respuestas.
Se volvió hacia los hombres que la rodeaban.
—Les doy las gracias a todos. El conde de Masen le ha ofrecido su hospitalidad a mi tutor, y debo ir.
Mientras el carruaje se alejaba, no pudo evitar preguntarse por las verdaderas intenciones que se ocultaban tras las palabras de aquellos caballeros.
Sue encontró a Edward atareado en su biblioteca, revisando de nuevo el diario que su madre había escrito durante su último y fatal viaje a Egipto.
—Te vas a volver loco, Edward —le dijo con ternura.
Él levantó la mirada, como si no se hubiera dado cuenta de que le había dado permiso para entrar en su reino privado. Ayax, naturalmente, había saludado a Sue con un bufido y meneando la cola. El perro dormitaba, como de costumbre, a los pies de su amo.
Edward miró a Sue como si tomara en consideración sus palabras. Se había acostumbrado a llevar la máscara a todas horas, incluso en el castillo, ya que tenían «invitados».
Sacudió la cabeza.
—Estoy cerca, Sue. Lo sé. Estoy muy cerca.
—Sí —dijo ella con suavidad—, pero ya has leído mil veces ese diario.
Él enarcó una ceja.
—Pensaba que estarías contenta. He salido y hasta he comido en el club con lord Vulturi. Y te alegrará saber que voy a asistir a la fiesta de recaudación de fondos de este fin de semana.
—¿De veras?
—Sí, sí —dijo él con impaciencia—. Voy a llevar a la señorita Swan. Aunque reconozco que esa mujer me intriga. Puede que su tutor haya sido distinguido con el rango de caballero por sus servicios a nuestra reina, pero aun así es un ladrón. Así pues, ¿cómo es que ella sabe tanto sobre el Antiguo Egipto?
—Tengo una ligera idea de cómo puedes averiguarlo —murmuró Sue.
—Sí, pienso decirle a uno de mis hombres que indague en su pasado inmediatamente —dijo Edward.
—Mi idea era más sencilla —dijo Sue.
—¿Ah, sí? Pues te ruego la compartas conmigo.
—Pregúntaselo a ella —dijo Sue.
El esbozó una sonrisa reticente.
—¿Crees que me dirá la verdad?
—Puedes intentarlo —dijo Sue—. Emmett volverá con ella en cualquier momento. Lo he dispuesto todo para que cenéis solos a las ocho.
—No puedo obligarla a quedarse —le recordó él.
Sue sonrió.
—Lo sé, pero su tutor está malherido.
—Creía que sólo tenía unos arañazos.
—Sí, pero me he ocupado de que todavía le duelan.
—Dios mío, Sue, ¿qué le has hecho?
Ella se echó a reír.
—Nada, Edward. Simplemente hemos hablado.
Él la miró con fijeza y sacudió la cabeza.
—Eres increíble, ¿lo sabías?
—Hago lo que puedo para ayudarte —dijo ella, sonriendo con dulzura. Luego, de pronto, se puso seria—. Hablando en serio, Edward, pregúntale lo que quieras saber. Puede que te diga la verdad. Y, si miente, estoy segura de que te será muy fácil averiguarlo.
—Puede, pero…
—¿Pero?
—Bueno, la primera vez que hablamos, ella enmascaró la verdad con mucho más fervor del que suelo enmascararla yo.
—¿No creerás en serio que la señorita Swan forma parte de una conspiración contra ti? —dijo Sue.
—Lo único que sé, Sue, es que todo el mundo parece estar jugando a una mascarada u otra. Y que, ciertamente, la señorita Swan tiene sus secretos.
Bella oyó un leve quejido al abrir la puerta, y el miedo se apoderó de su corazón.
—¿Charlie?
—Bells, cariño, ¿eres tú?
La voz de Charlie sonaba débil. Bella corrió a la cama y se sentó a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó, preocupada.
—Muy bien, niña, ahora que te veo —dijo él, pero hizo una mueca mientras hablaba.
—¿Qué te duele, Charlie? Puede que te hayas roto algún hueso. ¡Tengo que sacarte de aquí y llevarte a un hospital! —dijo Bella.
—No, Bells, no —él la agarró de la mano con fuerza—. No tengo ningún hueso roto. Es sólo que me duele todo el cuerpo, ¿comprendes?
Ella se echó hacia atrás y lo miró con detenimiento, no sabiendo si preocuparse o enojarse. Luego apoyó una mano sobre su frente.
—Pues no tienes fiebre —le dijo.
—¿Lo ves? Sólo estoy débil. Y dolorido. Estaré mejor si dispongo de unos días para recuperar fuerzas —le lanzó una sonrisa trémula—. Estoy seguro de que mi vida no corre peligro, niña.
—Yo no estaría tan segura —dijo ella—. Puede que yo misma te estrangule cuando salgamos de aquí.
—Pero…
—Charlie, pudiste poner en peligro mi empleo.
—Una muchacha no debería trabajar —dijo él con sincero pesar.
Bella suspiró.
—No te estrangularé con una condición.
—¿Cuál, tesoro?
—Que nunca vuelvas a cometer una estupidez semejante. Ese hombre es un monstruo, Charlie. No sé si habría llegado al extremo de hacerte ahorcar, pero podría haber hecho que te pudrieras en prisión.
—Sí, pero… ¡tiene tantas cosas…!
—Y piensa conservarlas. No estoy del todo segura de que esté cuerdo.
Charlie pareció acometido de pronto por un arrebato de energía. Se incorporó en la cama y frunció el ceño.
—Niña, si se atreve a ponerte un solo dedo encima…
—¡Charlie! No se trata de eso. Es sólo que… oh, da igual. Está relacionado con el museo, ¿sabes?, a través de sus padres y del profundo interés que sentían por la egiptología. Y está convencido de que fueron asesinados.
Charlie arrugó el ceño.
—Yo creía que los habían matados unas víboras.
—Sí, pero creo que él no acaba de asumirlo. Si es que es cierto, claro.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Charlie.
Bella le puso las manos sobre los hombros, preocupada de pronto por haber hablado de más.
—Da igual, Charlie. Es sólo que estoy impaciente porque te pongas bien, y estoy muy enfadada contigo. ¿Cómo has podido hacer esto?
—Lo siento mucho, Bella, pero me gustaría darte una vida mejor. Es muy triste para mí que tengas que salir a trabajar para ganarte la vida.
—A mí me gusta lo que hago, Charlie. Y no es en absoluto triste. Tú cuidaste de mí cuando era pequeña. Ahora debes permitir que sea yo quien cuide de ti. Y no hace falta que me ayudes, ¿me has entendido? Lo que haces no está bien. Debes jurarme ahora mismo y ante Dios que no volverás a robar a nadie.
—Pero niña…
—¡Charlie!
Él se recostó como un niño enfurruñado.
—Soy un buen ladrón.
—¡Charlie! ¡Júrame ahora mismo que no volverás a cometer una estupidez como ésta! —él masculló algo—. ¡Júramelo! —insistió ella.
Charlie levantó la mirada hacia ella.
—Te lo juro, muchacha. Hala, ya está, ¿estás contenta? Nunca más volveré a cometer una estupidez como ésta.
Ella ladeó la cabeza.
—Con eso no basta.
—¿Qué?
—Harás cualquier otra tontería y luego me dirás que no era una estupidez como ésta. Tú sabes lo que quiero decir. Que nunca volverás a robar, a estafar ni a hacer nada ilegal.
—¡Bella! —protestó él, indignado.
—¡Júralo! —dijo ella con firmeza.
Charlie repitió sus palabras, recostándose sobre las almohadas, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—No deberías trabajar —dijo de nuevo con un suspiro—. Deberías casarte con un buen hombre que te dé todo lo que necesites.
—Yo no quiero que nadie me dé nada —afirmó ella suavemente—. Charlie, os quiero a Waylon y a ti. No me importa manteneros…
—¡Bella! —exclamó Charlie, indignado—. No está bien que una muchacha mantenga a un hombre hecho y derecho.
—Charlie, ¿acaso crees que vivimos en la Edad Media? —preguntó ella—. Tú alentaste mi sed de conocimientos tanto como… —se interrumpió al oír que llamaban a la puerta.
Sue Clearwater se asomó a la habitación sin esperar respuesta.
—¡Ah, señorita Swan, ha vuelto ya! —dijo con amabilidad.
Bella se envaró.
—Sí, Emmett me ha dejado en la puerta. Naturalmente, he venido a ver a Charlie enseguida.
—Naturalmente —convino la señora Clearwater—. Sin embargo, el conde la espera en su sala de estar, donde se les servirá la cena.
Bella sonrió con dulzura.
—Había pensado cenar tranquilamente con Charlie y no abusar de la… hospitalidad del conde.
—Pero el conde la está esperando.
—Yo ya he cenado —dijo Charlie.
Bella lo miró frunciendo el ceño.
—¡Aquí somos invitados por accidente, caballero! —le recordó.
—Señorita Swan, si es usted tan amable… —insistió la señora Clearwater.
Bella respiró hondo, mirando a Charlie. Él sonrió.
—Debes irte, niña. El conde de Masen insiste.
Bella compuso una sonrisa y se levantó.
—¿Seguro que estás mejor? ¿No crees que deberíamos llevarte a un hospital?
Le pareció que Charlie miraba con cierta inquietud a la señora Clearwater.
—Bella, estoy seguro de que no necesito ir al hospital. Sólo necesito tiempo para recobrar fuerzas.
—Como quieras —murmuró ella y, tras besar a Charlie en la frente, siguió a la señora Clearwater.
—Parece que se está recuperando —dijo ésta con una sonrisa.
—Sí —musitó Bella. De pronto, el día le parecía tediosamente largo y angustioso. Estaba exhausta y no sabía si quería pasar la velada con un hombre que intentaba utilizarla para sus propios propósitos.
La señora Clearwater pareció darse cuenta de que no tenía ganas de hablar y guardó silencio mientras recorrían el largo pasillo que llevaba a las habitaciones del conde.
Edward Cullen la estaba esperando con las manos unidas tras la espalda, mirando por las ventanas hacia los jardines en sombras. Ayax, que estaba tumbado delante de la chimenea, gimió suavemente al verla y empezó a menear la cola, pero no se levantó.
—La señorita Swan, milord —murmuró Sue, y se volvió con intención de marcharse, pero el conde giró sobre sus talones y la llamó.
—¡Sue!
La señora Clearwater se detuvo. El conde le lanzó a Bella una larga mirada.
—Hemos de procurarle a la señorita Swan ropa adecuada —dijo al fin.
—Hay algunas prendas que pueden servirle —dijo la señora Clearwater—. Me ocuparé de ello inmediatamente.
Él agitó una mano en el aire.
—Sí, sin duda encontraremos algo que le sirva para acudir a su trabajo. Pero, si va a asistir a la fiesta conmigo, ha de ir vestida adecuadamente.
—Es bastante delgada —dijo la señora Clearwater, pensativa.
Bella sintió que le ardían las mejillas. Aquello era una falta de educación.
—Discúlpenme, pero estoy aquí —les dijo—. Y, si me permiten ir a mi casa, dispongo de mi propia ropa, y muy digna, además.
—Soy muy consciente de que está usted ahí, señorita Swan. Le pedimos humildemente disculpas —murmuró él—. Me temo que no hay tiempo de que vaya usted a su casa. Creo que, pese a la premura, las hermanas podrán confeccionarle un vestido fuera de lo corriente —dijo—. Sue, por favor, dile a Emmett que lleve a la señorita Swan a la casita del bosque antes de volver aquí mañana por la tarde.
—Emmett podría llevarme a mi casa —protestó Bella.
—Me temo que será una gran fiesta, señorita Swan. Sería un gran placer para mí procurarle un atuendo digno de tal ocasión.
—Lord Cullen…
—¿Qué tal se encuentra su tutor esta noche? Tengo entendido que ha ido a verlo —dijo el conde amablemente.
—Se encuentra bien —contestó ella con frialdad.
—Voy a buscar a Emmett —dijo la señora Clearwater, y se marchó, cerrando la puerta.
Bella se quedó muy quieta, mirando furiosa a lord Cullen.
—¿Tiene hambre? —preguntó él con delicadeza.
—Es usted un auténtico monstruo, y no lo digo por la máscara —contestó ella.
—Sea como sea, la cena está servida —dijo él, indicando la mesa con su blanquísimo mantel y sus platos cubiertos con tapaderas de plata—. Le ruego me diga por qué soy un monstruo cuando lo único que quiero es verla bien vestida.
—Yo no acepto limosnas.
—No, pero su tutor acepta… en fin, las pertenencias de otras personas.
—¿Acaso lo sorprendió robando algo? —inquirió ella.
—A decir verdad, no.
—Entonces, ¿cómo sabe que no se cayó de la tapia? Puede que sólo tuviera curiosidad y quisiera echarle un vistazo a sus tierras.
—Por favor, no insulte la inteligencia de ambos, señorita Swan.
—¿Por qué no? Usted no tiene reparos en insultarme a mí.
—¿Le importaría explicarme a qué se refiere? La he invitado a una fiesta. El vestido no es para usted, sino para mí. Así pues, no se trata de una limosna.
Ella dejó escapar un bufido de exasperación y luego decidió que, al menos, podía cenar, y se acercó a la mesa. El conde retiró la silla para que se sentara. Ella guardó silencio, apretando la mandíbula, mientras él rodeaba la mesa para tomar asiento al otro lado.
El conde le sirvió una copa de vino tinto y luego destapó su plato. Esa noche había cordero asado con guisantes y patatas nuevas. Al notar el aroma de la comida, Bella sintió una súbita punzada de hambre. El conde dejó a un lado las tapaderas de plata y levantó su copa.
—Por el museo, señorita Swan.
—Entonces, ¿es cierto que vuelve usted a interesarse por él? —preguntó Bella amablemente, alzando su copa.
—Nunca he dejado de interesarme por el museo, querida mía. Nunca.
—Pues creo que ha engañado a todos aquellos que lo consideran su pasión.
—Ah, sí, los otros —dijo él, pensativo, mirando su vino mientras mecía la copa. Luego fijó sus ojos en ella—. ¿Cómo se han comportado hoy? Casi puedo oír sus murmullos y sus quejas desde aquí.
—¿Y qué esperaba? —preguntó ella.
—Esperaba que se sintieran horrorizados, claro está. Usted es su pupila, admirada y codiciada por unos y protegida por otros. Ellos confían en que usted siga formando parte de su círculo. Y entonces aparece el lobo, la bestia con su título y su dinero. Veamos, creo que puedo decirle qué ha pasado. Sir Jason, mi buen amigo, quería simplemente que todo fuera como la seda y que no hubiera confrontaciones. Ahora la mira con nuevos ojos, y se pregunta cómo ha logrado usted atraer mi atención hasta ese extremo. Naturalmente, sabe que tiene bajo su tutela a una joven muy bella, pero… en fin, entre las jóvenes la belleza es moneda corriente. Intenta descubrir qué hay en usted tan atrayente. Pero, por otra parte, no quiere mirarle el diente a caballo regalado.
—Sus halagos se me van a subir a la cabeza —dijo ella.
—No pretendía ofenderla. Sólo le estoy diciendo lo que sin duda ocurrió cuando me marché. Lord Vulturi no dirá nada, puesto que yo mismo le comenté que iba a llevarla a la fiesta. Verá, cierto número de colegas míos están convencidos de que debería buscar esposa, pero de la clase adecuada. Y creen que mi riqueza y mi título me permitirán encontrar un auténtico dechado de virtudes…, a pesar de la máscara. Luego está Riley, que siempre tiene presente su humilde cuna, a pesar de lo cual se considera adecuado para usted. Sin duda estará consternado. Y por último está James. Apuesto a que estaba tan perplejo porque la haya invitado a la fiesta que se mostró dispuesto a ofrecerle su ayuda, e incluso a pedir su mano, con tal de apartarla de mi lado.
Bella confiaba en que su semblante no delatara hasta qué punto había dado el conde en el clavo.
—Yo jamás me casaría con James —le dijo sin bajar los ojos.
—¡Aja! De modo que se lo pidió.
—Yo no he dicho eso. He dicho que jamás me casaría con él.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? Es un hombre apuesto y encantador, un aventurero de ésos que hacen desmayarse a las señoritas de alto copete.
—¿Se está burlando de él?
—En absoluto. Sólo siento curiosidad por saber por qué no se siente usted atraída por él. Claro, que no ha dicho que no se sienta atraída. Sólo ha dicho que no se casaría con él. Dígame, señorita Swan, ¿acaso consideraría usted la posibilidad de entablar una relación íntima con ese hombre? —preguntó él con franqueza.
Bella sintió la tentación de arrojarle el vino a la cara, pero logró refrenarse.
—Francamente —dijo en tono gélido—, eso no es asunto de su incumbencia.
—Le pido disculpas, Bella. Pero en este momento considero de mi incumbencia cualquier aspecto de su vida.
—Yo no.
Bella vio cómo se formaba lentamente una sonrisa bajo la máscara, y se sintió recorrida por un extraño temblor. El conde era rudo, un auténtico patán. Una bestia. Y sin embargo, aunque la ponía furiosa, también hacía que algo dentro de ella se agitara. Sus ojos, esa lenta sonrisa… Se preguntó cómo era antes de que la vida y la muerte le amargaran el carácter hasta aquel punto.
—Soy el conde de Masen —le recordó él—. Y voy a acompañarla a una fiesta. La gente hablará. Es importante que no se me tome por tonto en esos asuntos.
—Bueno, lord Cullen, eso debería haberlo pensado antes de anunciar que pensaba ir a la fiesta conmigo.
—Pero hemos hecho un trato.
—Se equivoca. Usted está chantajeándome, o amenazándome. O ambas cosas.
—Ambas cosas, creo. Le estoy haciendo un favor. Y usted me lo está haciendo a mí.
—¿Acaso es un favor que no denuncie usted a mi tutor? Piense, lord Cullen, que es muy posible que ningún tribunal le hallara culpable.
—Oh, lo dudo. Y usted también —respondió él con despreocupación.
Bella se reclinó en la silla, cruzó los brazos sobre el pecho e intentó componer una expresión desdeñosa y digna.
—Usted ha inventado esta farsa.
—Sin embargo, sigo teniendo duda respecto a mi actriz principal.
—Parece que duda usted de todo el que se cruza en su camino.
Él la sorprendió lanzando un nuevo asalto.
—Dígame, Bella, y sea sincera, ¿de dónde sacó sus conocimientos de historia y egiptología, y cómo demonios aprendió a leer jeroglíficos?
Sorprendida por la pregunta, a Bella le faltó el aire un instante. Luego dijo con sencillez:
—De mi madre.
El frunció el ceño y se recostó en la silla.
—¿Su madre?
—Cuando era niña, íbamos al museo todos los días.
—¿Así es como llegó a trabajar allí? ¿Ella conocía a sir Jason?
Bella bajó los ojos.
—No veo el objeto de este interrogatorio, lord Cullen.
—Entonces conteste y póngale fin.
—¿Le preocupa cuáles sean mis relaciones con James Gigandet? Pues sepa que no hay ninguna.
—Eso ya lo he adivinado —dijo él.
Bella se levantó de un salto. El conde estaba jugando con ella. De pronto se sentía tan furiosa que decidió contárselo todo.
—En lo que a mí concierne, milord, no ha de preocuparse usted por James. ¿Quiere saber la verdad sobre mí? Pues es ésta. Mi madre era prostituta en el East End. Su vida no empezó así, claro. Pero pocas mujeres nacen putas, señor. Era la séptima hija de un pastor anglicano de York, y tenía por tanto cierta instrucción. Deduzco por lo que me contó que mi padre fue un hombre de cierta posición o nobleza, pero eso no cambia el hecho de que soy una bastarda. Mi madre, sabiendo que sería expulsada de su hogar, se marchó a Londres, confiando en encontrar un empleo respetable gracias a su educación. Pero, estando embarazada, sus esfuerzos fueron inútiles. Sin embargo, a pesar de sus tristes circunstancias, mi madre quería una vida mejor para mí. Hizo cuanto pudo para ocultarme la fealdad de su vida. De día, me daba clases. Me leía, me cantaba, me llevaba a los museos. Pasábamos horas y horas en el Victoria y Alberto, aprendiendo sobre historia y lenguas y… sobre el Antiguo Egipto. Yo leía vorazmente. Y aprendí sola gran parte de lo que sé. ¿Le preocupa quedar en ridículo? Pues siga por este camino y, créame, alguien acabará por descubrir la verdad sobre mí. Si le queda algo de sentido común tras esa máscara, renunciará usted a esta absurda farsa de inmediato. Y si conserva algo de piedad tras esas zarpas, dejará que las cosas vuelvan a su cauce para que yo mantenga mi empleo.
Al finalizar su discurso, había plantado las manos sobre la mesa y se había inclinado hacia él. Estaba temblando y había alzado la voz. La furia se agolpaba dentro de ella como una avalancha. Sólo cuando acabó de hablar comenzó a lamentar que el conde hubiera conseguido tirarle de la lengua.
Pero él no retrocedió, horrorizado. Se limitó a mirarla con fijeza. A Bella la sorprendió ver el atisbo de una sonrisa bajo la máscara y un destello de admiración en sus ojos.
Se apartó de la mesa y retrocedió.
—Diga algo —masculló.
—¿Aprendió sola a leer jeroglíficos? —preguntó él.
—¿Ha oído algo de lo que le he dicho? —gritó ella, exasperada.
—Perfectamente. Y estoy asombrado. ¿De veras aprendió sola a leer jeroglíficos?
Ella levantó las manos, desesperada.
—¡Es usted idiota! ¡No ha entendido nada! —gritó—. ¡Mi madre era prostituta! Si alguien empieza a hurgar en mi pasado, todo eso saldrá a la luz.
—Debía de ser una mujer asombrosa —murmuró él.
Bella se quedó boquiabierta.
—¿Es que no le basta con lo que le he contado para comprender que ha de ponerle fin a esta estúpida farsa? —preguntó.
El conde se levantó, y Bella dio un paso atrás.
—Le agradecería que no volviera a llamarme idiota en el futuro —dijo él con llaneza y, extendiendo un brazo, indicó la mesa—. Me despido de usted, señorita Swan, ya que estoy seguro de que necesita usted sustento, y mi repugnante apariencia le impide comer.
Se dio la vuelta y cruzó tranquilamente la habitación, dispuesto a marcharse.
—¡Espere! —gritó ella.
El conde giró sobre sus talones y Bella sintió que su mirada penetrante y enojada se posaba sobre ella.
—¿Qué pasa ahora, señorita Swan?
—Permítame acabar, lord Cullen, ya que ha insistido tanto. Hay pocas cosas en el mundo que yo no hiciera por Charlie Swan. Él me salvó sin esperar nada a cambio. Me ha dado lo mejor de lo que tenía todos estos años. Así que estoy dispuesta a seguir con esta mascarada. Haré lo que pueda por complacerle. Seré lo que quiera que sea, e iré donde quiera que vaya. Pero no volveré a comer en esta casa si insiste en creer que encuentro repugnante a un hombre sólo por su aspecto. Además, no es su apariencia lo que lo convierte en una bestia.
—Un discurso encantador —dijo él, pero Bella no logró adivinar cuáles eran sus emociones.
—Son sus constantes sospechas y la crueldad de su actitud lo que lo convierten en un monstruo horrendo. De modo que, si quiere contar con mi colaboración, a partir de ahora se abstendrá de cualquier insinuación o sospecha en lo que a mí se refiere.
El conde dio una larga zancada hacia ella y, por un instante, Bella sintió la tentación de dar un paso atrás. Había llegado demasiado lejos. Él dio una vuelta a su alrededor y por fin dijo:
—Siéntese, Bella, por favor.
Ella obedeció, no porque él se lo hubiera pedido, sino porque temía que le flaquearan las piernas. El conde se inclinó hacia delante, apoyando los brazos a sus lados. Ella aspiró su aroma a jabón y colonia, a cuero y a buen tabaco de pipa. Sintió la mirada afilada de sus ojos verdes y el ardor que irradiaba de él.
—¿Qué ocurre? —logró decir casi sin aliento.
—Yo tengo nombre. Es Edward. Úselo, se lo ruego.
Ella tragó saliva.
—Lo haré encantada, si…
—¿Si? ¿Más condiciones? ¿Quién está chantajeando a quién?
—¡Debe usted dejar de comportarse como un monstruo!
Por un instante, él estuvo muy cerca. Y Bella se sintió acalorada y fascinada. Luego él se apartó.
—Se le va a enfriar la comida —dijo.
—A usted también.
—Pretendo dejarla cenar tranquilamente.
—Usted me ha invitado. Sería muy descortés si se marchara.
Él se echó a reír y tomó asiento, pero siguió mirándola con fijeza sin agarrar su tenedor.
—Su cordero —dijo.
—Comeré cuando coma usted —repuso ella.
—No debe avergonzarse de las circunstancias de su nacimiento, ¿sabe? Los pecados de los padres no recaen sobre sus vástagos.
—No creo que mi madre pecara —musitó Bella—. Creo que simplemente amó demasiado.
—Bueno, entonces me temo que su padre era un asno.
—¡Ah! —dijo ella—. Por fin algo en lo que estamos de acuerdo.
Él posó su mano cálida sobre la de ella.
—Como le decía, no hay de qué avergonzarse.
Bella se sintió extrañamente conmovida por sus palabras.
—Eso, lord Cullen, no es lo que pensaría la mayoría de la gente. Pero queda usted advertido. Y le ruego que tenga en cuenta que muy bien podría usted costarme mi medio de vida.
—Si eso llegara a ocurrir, puedo permitirme pagarle una pensión.
—Mi medio de vida es también mi pasión.
—Yo tengo mucha influencia en el museo —le recordó él.
Ella bajó los ojos. La mano del conde seguía posada sobre la suya. De pronto sintió el absurdo deseo de llevársela a la cara para sentir su palma sobre la mejilla. Su corazón palpitaba con violencia. El sofoco que se había apoderado de ella agitaba su corazón, sus miembros y su pecho. Apartó la mano, asustada por su propia reacción.
—Discúlpeme. Estoy agotada —le dijo—. Por favor…, he de retirarme.
—La acompañaré a su habitación.
—Estoy segura de que puedo encontrarla sola.
—La acompañaré —dijo él con firmeza y, acercándose a la puerta, la abrió para ella.
Bella pasó a su lado, sintiéndose agudamente consciente de su presencia. Incluso le parecía oír su respiración y sentir el latido de su corazón.
Cuando hubo salido, el conde la siguió y echó a andar delante de ella. Ayax iba tras ellos. Atravesaron el largo pasillo y al fin llegaron a la puerta de Bella. El conde la abrió.
—Gracias —le dijo ella, envarada.
—No hay de qué.
—Podría haber venido sola.
—No —dijo él con aspereza—. Y nunca deambule por estos pasillos de noche, ¿me entiende? ¡Nunca!
—Buenas noches, lord Cullen.
—Buenas noches. ¡Ayax!
El animal entró de un salto en la habitación de Bella. Con una mirada de fuego verde, Lord Cullen cerró la puerta.
Bella oyó el eco de sus pasos en el pasillo. Y de pronto pensó que, aunque parecía que habían recorrido una larga distancia, los aposentos del señor podían muy bien lindar con la habitación donde ella dormía.

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